Presentada en la Mesa Panel:
Vanguardias Latinoamericanas en la poesía de inicios del Siglo XX en las
Jornadas Académicas, 7 Coloquios de América Latina: Se lee, se piensa se escribe, realizada el
08 de marzo de 2015 en el Gran Museo del Mundo Maya, dentro del marco de la Feria Internacional de la Lectura Yucatán. En
Mérida, Yucatán.
Abstract: El modernismo hispanoamericano es derivación de varias vanguardias donde se buscaba la renovación de la metáfora. En el poemario Zozobra (1919) del mexicano Ramón López Velarde se puede ver cómo se manejan los símbolos del agua y el fuego como femeninos y masculinos respectivamente. Dentro de la poética de López Velarde esto tiene un uso específico, pues ―igual que muchos otros modernistas― la mujer cobraba una fuerza erótica inigualable. El modo en que se crean ambientes de sensualidad en Zozobra es parte de su ars pætica y del mensaje final del título de este poemario.
Síntesis curricular: Estudiante de la maestría en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Guanajuato. Ha sido ponente y tallerista en varias instituciones públicas y privadas del país. Publica semanalmente para el periódico am de Guanajuato recomendaciones literarias. Forma parte activa del Programa Nacional de Salas de Lectura. De igual modo es moderador del primer Círculo de Lectura online LibrosMéxico.mx de la sep y conaculta en torno a la obra de Gutiérrez Nájera.
La
feminización del agua, la adjetivación en Zozobra de López Velarde
LLH Miguel Ángel Galindo Núñez
Universidad de Guanajuato
Maestría en Literatura Hispanoamericana
Existe
una dicotomía muy notable en torno al agua y el fuego a lo largo de la historia
de la humanidad. Estos elementos de la naturaleza se han puesto en constante
enfrentamiento simbólico desde principios de los tiempos. El análisis de este
carácter es trabajo muchos especialistas de la mitocrítica o de las religiones.
Desde este punto, pinturas como Clariana (1775), de Josep Mallord, donde se ve una ráfaga de fuego
emergiendo de la mar sería una gran contradicción estética; en su defensa,
Simone de Beauvoir dice muy acertadamente: “La creación ha
sido a menudo imaginada como un matrimonio entre el fuego y el agua” (Beauvoir, 2008: 73). La
separación de ambos elementos establece el equilibro: genera el cosmos.
El Modernismo surgió aproximadamente en 1890,
especialmente en la poesía. La métrica vio sus últimos instantes canónicos, y
el lenguaje se renovó tanto como para dar paso a las vanguardias. “El término modernismo
[es] la denominación del amplio movimiento literario renovador que llena toda
la época finisecular del xix y
termina en las dos primeras décadas de la centuria siguiente” (Lazo, 2000: 20).
El padre de este movimiento, como movimiento reconocido mundialmente, ha
sido considerado Rubén Darío y su poemario Azul… (1888), pero es José
Martí el “primer creador del Modernismo por la doctrina estética de libertad y
fecunda originalidad artística que formuló y practicó desde 1875” (Lazo, 2000:
20). Esto devino en
un movimiento más desarrollado denominado Posmodernismo, el cual, como dice
José Miguel Oviedo “Si el término «modernismo» es complejo, el de
«posmodernismo» no lo es menos” (Oviedo, 2001: 11). Significaba la crisis y
disolución de su predecesor, y aunque sus inicios varían entre el inicio de la
Revolución mexicana en 1919, la Primera Guerra Mundial en 1914, o la muerte de
Rubén Darío en 1916 (Historia, 2010: 411-412), los teóricos concuerdan en que
se trata de un desprendimiento y secuencia del Modernismo carente de cualquier
manifiesto. Su gran importancia reside justamente en esa síntesis de muchas
fórmulas, con frecuencia contradictorias, que cancelan del todo los hábitos
finiseculares e inauguran los modos propios del siglo xx” (Oviedo, 2001: 13). Aquí tenemos a Enrique González
Martínez con uno de sus poemas famosos:
Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje
que da su nota blanca al azul de la fuente;
él pasea su gracia no más, pero no siente
el alma de las cosas ni la voz del paisaje.
Huye de toda forma y de todo lenguaje
que no vayan acordes con el ritmo latente
de la vida profunda... y adora intensamente
la vida, y que la vida comprenda tu homenaje.
Mira al sapiente búho cómo tiende las alas
desde el Olimpo, deja el regazo de Palas
y posa en aquel árbol el vuelo taciturno...
Él no tiene la gracia del cisne, mas su inquieta
pupila, que se clava en la sombra, interpreta
el misterioso libro del silencio nocturno (González, 1984: 49-50).
Además
de González Martínez, otro de los representantes de este movimiento fue Ramón
López Velarde (1888-1921), escritor nacido en Jerez, Zacatecas. Su obra lírica
se entiende mejor si consideramos que entró al Seminario de Zacatecas a los
doce años y permaneció ahí durante dos años y se trasladó —después de una
mudanza familiar— al Seminario de Aguascalientes, teniendo una influencia de la
religión en toda su vida. En 1905, abandona la carrera del sacerdocio y decide
dedicarse a estudiar Derecho como su padre. Durante la Revolución Mexicana, una
vez graduado en Leyes, obtuvo un puesto de juez. Para este tiempo, la
literatura ya era comandada por los posmodernistas. Carlomagno Sol, en su
estudio preliminar de Zozobra, nos dice que “López Velarde es un poeta
heredero del Modernismo y de ningún modo modernista pleno, ni mucho menos
epígono. Es un poeta que está más allá de este movimiento […]” (López, 2004:
40), y se puede comprobar perfectamente cuando, analizando la obra, no se
descubre ningún soneto en algunos de sus poemarios. Se hacen comentarios en
relación con su producción tan breve, ya que “escribió poco: los sencillos y
sentimentales versos —con temas de la vida provinciana—de La sangre devota
(1916); los complejos y rebuscados versos de Zozobra (1919); y, póstumo,
El son del corazón (1932)” (Anderson-Imbert, 2005: 23-24). Su última
obra en vida, Zozobra, es considerada su mejor trabajo. Contiene
cuarenta poemas —número religiosamente significativo—. En el libro no encontramos
ningún soneto, marca bastante clara del desapego por la poesía tradicional y
muestra de una desviación de tono y tema modernista (Lazo, 2000: 104), que,
según se desea ver, pertenece a la segunda etapa del autor, antecedida por La
sangre devota (López, 2004: 39).
Su adjetivación llega a tomar matices muy diversos, pero en el presente
estudio, nos enfocaremos específicamente en cierto campo semántico dejando
sintagmas tan bellos y herméticos cuales: “azul sospecha”, “desacreditados
elefantes”, “hiperbólicas minutos”, “obtuso centinela” o “perrillo enciclopédico”,
que fácilmente daría un extenso trabajo de investigación. Se partirá del
comentario que hace Alfonso Reyes sobre la poesía de Ramón López Velarde, él
nos planta que es un escritor del agua:
Encuentro en él tres notas principales: el agua corriente:
candor, religión de devocionario, feria, provincia, costumbrismo en azul y en
rosa. […] El agua en cristal: estabilidad, equilibrio, escultura y
esmalte, casi parnasianos; El agua profunda: algo del nuevo calosfrío
[…] Voz patética, sensualidad y miedo, simbolismo más o menos consciente,
sonambulismo suprarrealista avanti la leerte (Carballo, 2003: 108).
Empero
es realmente importante esta adjetivación líquida. “El
agua es la forma substancial de la manifestación, el origen de la vida y el
elemento de la regeneración corporal y espiritual, el símbolo de la fertilidad,
la pureza, la sabiduría, la gracia y la virtud. Es fluida y tiende a la
disolución” (Chevalier, 1986: 53). El agua es uno de los cuatro elementos
griegos y uno de los cinco orientales. Está en contacto con los puntos
cardinales y es “Símbolo de la dualidad de lo alto y lo bajo: aguas de lluvia,
aguas de los mares. La primera es pura, la segunda salada” (Chevalier, 1986:
56). Es justamente esta primera la que usa López Velarde para resignificar la
poesía y olvidarse de las metáforas gastadas; no toca los mares y brinda su
aroma salado dentro de la ambientación del poema como lo hizo Díaz Mirón en
“Idilio”, usa un agua pura, limpia de toda suciedad. Es la lluvia que golpea
las ventanas y el agua de un pozo que refleja a la siempre sapiente tortuga,
como nos canta al
inicio de “El viejo pozo”, poema publicado originalmente en 1916 en la revista Vida
Moderna. López Velarde hace un recorrido panorámico por patio de una casa.
Ni tortuga, ni pez: sólo el venero
que mantiene su estrofa concéntrica en el agua
y que dio fe del ósculo primero
que por 1850 unió las bocas
de mi abuelo y mi abuela… (López, 2004: 130)
Aunque sirve como recurso
descriptivo, la existencia del agua como observador del acto amoroso va
marcando poco a poco la intencionalidad del poemario, la unión de lo femenino
con el agua. Existen varios ejemplos sobre el uso del
agua:
Tierra
mojada de las tardes líquidas
en
que la lluvia cuchichea
y
en que se reblandecen las señoritas, bajo
el
redoble del agua en la azotea... (López, 2004: 175)
Así abre el poema “Tierra
mojada…” (1917). Muestra un agua limpia y silente, cuchichea. No trata de ser
tormentosa, ni entrar de forma agresiva en el poema, muy similar al agua del
pozo. Caso muy particular la adjetivación en “tardes líquidas”, donde nos pinta
un contexto general del poema, como versa más tarde con una alcoba submarina. Aquí
se debe notar cómo el agua afecta la figura femenina, reblandeciéndola, como si
tuviese un efecto licuefactor en su cuerpo.
Se ha escrito sobre
el erotismo en López Velarde, su biografía podría ayudarnos a comprender este
sentimiento tan profundo, José Emilio Pacheco explica que quizá la castidad que
rigió toda su vida devino en semejantes muestras de deseo, la amada que no es
amante (Pacheco, 1999: 310-311). Aunque Bataille, en la introducción de su libro sobre el
erotismo, considera que para que el agua tenga un simbolismo sexual debería estar
movimiento, revelando una continuidad, muy similar al de las aguas tumultuosas
(Bataille, 1997), el agua en López Velarde es más similar
a la que Beauvoir refiere en El segundo sexo, un agua tranquila que
guarda los secretos de la virginidad de la joven (Beauvoir, 2008). Es un agua
tranquila. Esto
se percibe en el siguiente fragmento en que se requiere la presencia de una
figura mitológica acuática para remarcar la sensualidad de la mujer.
Tardes en que el teléfono pregunta
por consabidas náyades arteras,
que salen del baño al amor
a volcar en el lecho las fatuas cabelleras
y a balbucir, con alevosía y con ventaja,
húmedos y anhelantes monosílabos,
según que la llovizna acosa las vidrieras...(López, 2004: 175-176)
Las
náyades son las “Ninfas de agua dulce, protectoras del los ríos, las fuentes y
los arroyos. Homero las consideraba hijas de Zeus y se las representaba como
doncellas muy hermosas y de tamaño muy pequeño. Se les atribuía poderes
curativos a las aguas en las que ellas moraban” (Nucci, 2007: 147), pero fuera
de su hermosura, este sustantivo vine acompañado de “arteras”, peyorativo que
significa “mañoso, astuto” (Diccionario, 2002: 220). Podría acercarse
más a la figura de la Undina, guardiana del Oro del Rhin. Desde esta
perspectiva, no sólo es una ninfa hermosa, sino que tiene toda la carga
semántica de la nínfula. Van agregándose uno a uno los versos con el “baño del
amor” y los “húmedos y anhelantes monosílabos”, referentes a los gritos o
gemidos sexuales; pero vuelve a aparecer una adjetivación del mismo grupo
semántico. Otro punto importante de este fragmento es la reiteración de la
llovizna persistente.
Cabría retomar las palabras de Mircea Eliade en torno al papel del
agua en la mitocrítica, para lo cual nos dice que las aguas simbolizan tanto el
esperma, la concepción, o la generación (Eliade, 2003). Aunque —ciertamente— la
sentencia de Eliade funciona también para el ámbito masculino, se debe comparar
con la revalorización en López Velarde. Desde este punto de vista en que lo
femenino está atado al agua, debería ser lógico buscar en la dicotomía lógica
al fuego en lo masculino. Con esta premisa, podríamos continuar la lectura y
análisis de “Tierra mojada…”:
aquellas
adorables señoras en que ardía
la devoción
católica y la brasa de Eros;
suaves
antepasadas, cuyo pecho lucia
descotado, y
que iban, con tiesura y remilgo,
a
entrecerrar los ojos a un palco a la zarzuela,
con peinados
de torre y con vertiginosas
peinetas de
carey. Del teatro a la Vela
Perpetua, ya
muy lisas y muy arrebujadas
en la negrura de sus mantos (López, 2004: 131-132).
Eros,
la figura griega de la sexualidad, se muestra con la brasa que quema desde el
interior a las señoras —alegoría sexual muy próxima a la escultura de Bernini: Éxtasis
de Santa Teresa—. Combinando la llama católica con la sexual, López Velarde
maneja una reestructuración del fuego sacro para transfigurarlo en una figura
casi fálica, por ello se entiende la presencia de la Vela Perpetua dentro de
las sábanas como esa presencia erótica. No por nada Octavio Paz utilizó esta
figura para referirse al erotismo, descrito como “El fuego original y
primordial, la sexualidad, levanta la llama roja del erotismo y éste, a su vez,
sostiene y alza otra llama, azul y trémula: la del amor. Erotismo y amor: la
llama doble de la vida” (Paz, 1994: 7). Esta misma luz de vela es la que guía
por los mares a los barcos en el poema de 1918: “El candil”.
Embarcación que iluminas
a las piscinas divinas: (López, 2004:
220)
Viendo
esto —y regresando a la premisa introductora—, el agua en López Velarde es un
elemento femenino. La sexualidad del agua sólo puede ser satisfecha, como dice
Beauvoir, con su elemento contrario, y así: formar vida. La luz —previo a dar a
luz— es propio del fuego. El poema continúa con estas estrofas, las cuales
tienen la misma apóstrofe al inicio, a modo de estribillo para colocar la llama
como centro de atención para el lector.
¡Oh candil, oh bajel, frente al altar
cumplimos, en dúo recóndito,
un solo mandamiento: venerar!
[…]
¡Oh candil, oh bajel: Dios ve tu pulso
y sabe que te anonadas
en las cúpulas sagradas
no por decrépito ni por insulso!(López, 2004: 220)
En
una ocasión se menciona el “dúo”, la pareja, con el adjetivo “recóndito”,
refiriendo a lo oculto o a lo íntimo. Del mismo modo, imprime el verbo
“venerar”, que tanto podría entenderse como la elevación de rezos a cierta
deidad, o en segunda opción —no tan descabellada por la formación en
etimologías grecolatinas que tuvo López Velarde en el seminario— remitiéndose a
venerari, proveniente del culto a la diosa Venus, la cual, en otra
declinación es venereus. La segunda, retoma esta dualidad, puesta en
pareja con la “cúpula sagrada”. Entiéndase aquí el sintagma para validar la
segunda posibilidad interpretativa. Lo sagrado comprendiendo como la “comunión
de los santos” o una exaltación espiritual, que en ambos casos sería
relacionable con el coito o
—siguiendo las palabras del poema— “impulso”. El fuego del candil guía a la
embarcación entre las aguas, en este navegar en zozobra, como lo dice el título
del poemario, el irse a pique en el agua, como lo canta “Tierra mojada…”.
Tardes como una alcoba submarina
con su lecho y su tina;
tardes en que envejece una doncella
ante el brasero exhausto de su casa,
esperando a un galán que le lleve una brasa […] (López, 2004: 176)
Se
han sumergido en el mar, lo que sería esa “alcoba submarina” por la que espera
a la brasa de un galán, ¿quizá un amante? Podría ser una opción al denominar al
esposo legal como “brasero exhausto” que la envejece, y es el joven quien le
llevará una nueva flama, pero sería salir un poco del tema central de este
análisis. Independientemente de la posibilidad de tratarse o no de infidelidad,
este fuego es un elemento masculino, poder, sexualidad.
La significación sexual del fuego está universalmente
ligada a la primera técnica de obtención del fuego por frotamiento, en vaivén,
imagen del acto sexual (ELlF). Según G. Dieterlen, la espiritualización del
fuego estaría ligada a la obtención del fuego por percusión. Lo mismo señala
Mircea Éliade. El fuego obtenido por frotamiento es considerado «como el
resultado (la progenitura) de una unión sexual». Mircea Éliade señala el
carácter ambivalente del fuego: «es de origen o divino o demoníaco (ya que,
según ciertas creencias arcaicas, se engendra mágicamente en el órgano genital
de las brujas)» (Chevalier, 1986: 513).
Por último, podríamos nombrar
otro poema, “Dejad que la alabe”, publicado por primera vez en 1917 en la
revista Pegaso, el cual termina con las siguientes estrofas:
Retozará en el césped,
cual las fieras del Baco
de Rubens;
[…]
Que me sea total
y parcial,
periférica y central;
y que al soltar mi mano
la antorcha de la vida,
con la antorcha caída
prenda fuego a mis lacios
cabellos, que han sido antes
ludibrio de las uñas
de las bacantes.
Que me rece con rezos abundantes
con lágrimas pocas;
más negra de su alma
que de sus tocas (López, 2004: 166-167).
La
presencia mística de las oraciones y el fuego, ahora como una “antorcha de la
vida” que al terminar su función es una “antorcha caída”, y que prendió fuego a
los cabellos. Las referencias sexuales no dejan de salir a lo largo del
poemario, como en otros poemas; “Todo…” y “Mi corazón se amerita…” serían otro
ejemplo de ello.
De esta manera podemos concluir que para López Velarde el agua en Zozobra
simbolizará la mujer en la que se terminará hundiendo. En oposición semántica,
el fuego será el elemento masculino que ayudará a pasear en este universo de
náyades y sirenas cargadas de un erotismo deseosas del fuego masculino. A la
par, los adjetivos que usa para referirse a estos poderes naturales remarcan un
poco los deseos que Bajtín llamaría el “inferior absoluto”. Claro que cada
palabra en López Velarde llena de colores y significados tan variados en el
poema, pero la muestra que se ha dado ha bastado para comprobar al menos cómo
busca conectar semánticamente el grupo del erotismo con la del fuego y el agua.
Bibliografía
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