martes, 30 de mayo de 2023

25

A Imelda Quezada

 

El silencio se prolongó en el consultorio de la Dra. Márquez. El llanto había sido corto, pero Ifigenia se había largado a llorar por las dos: el peso de las almas llenó la habitación.

Ifigenia le contó a la psicóloga sus traumas, especialmente esa parte morbosa en la que una persona se siente débil y sin suficientes elementos para defenderse. Llevaba más de un año bajo la guía de la doctora Márquez, pero aun así seguía asistiendo porque sus problemas no se limitaban a un diario, una entrevista, a preguntar cómo había sido el parto de la madre, ponerse en los zapatos de la otra persona, ni a un ejercicio de constelaciones familiares. Ella necesitaba hablar de esa vez en que la volvieron a rechazar para un trabajo que realmente merecía, y por eso la conversación había transitado por esos terrenos: los otros trabajos, los otros rechazos y las fechas que tanto le gustaba recordar, sobre todo ahora que faltaban once días para el aniversario luctuoso de su padre.

—Un 25 de marzo de 1655 descubrieron a Titán... ¡1655! Eso fue hace casi diez de mis vidas, suponiendo, claro, que me hubiera muerto a los 25 años cuando nada de esto había pasado. Fíjese que ese 25 murió el viejo paradigma... se descubrió la luna más grande de Saturno... el acontecimiento más importante de la astronomía. Pero llegó Ganímedes... ¡Claro! Ganímedes lo descubrió Galileo, y un 7 de enero. ¡Ese fue su regalo del Día de Reyes! ¡Una bendita luna! ¿Pero no se da cuenta de lo que significa? Ganímedes, el mozo de copas del Olimpo, es más importante que Titán: los primigenios fueron olvidados a cambio de alguien que rellena el vino de Zeus. Es casi una historia de narcotráfico la que se cuenta aquí, doctora. ¡Sobre todo porque no me ha dejado explicar qué ocurre con el 25!

»Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, Rocío Dúrcal, Ana María Matute, todas fallecieron un día 25. ¡Qué horrible número, ¿verdad?! Pero da personalidad: morir un 25 te da gallardía (bueno, excepto a mi padre). Seguramente Safo y la autora de El libro de cabecera también murieron un 25, aunque no sabemos siquiera cuándo nacieron. Ellas fallecieron con este número en sus entrañas; se les nota en su lírica. Sus metáforas gritan “25”. Lo sé. ¿Las ha leído? Es que toda buena mujer que se dedica al arte... al literario, al pictórico, incluso a la cocina o la estrategia, fallecen ese día. Bueno... Xavier Villaurrutia también murió un 25. ¡Pero peor!: un 25 de diciembre... No era mujer, pero Octavio Paz seguramente lo hubiera colocado en el mismo cajón. Él merecía morir un 31 de diciembre: un renuevo, un cambio de año... No como Charlotte Brontë, ella falleció un 31 de marzo... ¿qué simbolismo tiene esa fecha? De haberse esperado un año más, habría muerto en año bisiesto; pero no, murió en 1855, un año tan simple que inició un lunes: como buena británica. Seguramente ya sabía que moriría cuando su semana hábil empezó con el año. Por eso esperó hasta el día 90... ¿Imagina? Si esperaba un año más, moría en el nonagésimo primero. Eso nunca lo habría hecho una escritora como Brontë. ¿Usted ha leído Jane Eyre?... Tiene otra novela preciosa: Emma. Si yo tuviera una hija, le pondría ese nombre... aunque no quiero tenerla... a mi edad son embarazos de riesgo, y más porque no quiero que ella tenga que enfrentarse a mí o a mi forma de ser.

La terapeuta no supo cómo retomar la sesión. Para estas alturas, ella ya no sabía si debía seguir o no. Finalmente, el tiempo se estaba acabando y quedaban menos de 20 minutos. Con cinco bastaban y sobraban para dejarle una tarea satisfactoria para dialogar la siguiente quincena.

—Pero todo lo que me está diciendo no nos conduce a ningún lugar, le dijo la doctora a su paciente. Luego, le preguntó cuál era su problema.

Ifigenia se lamentó: se siente herida, herida como un cráneo al caer de un puente y estrellarse contra un Buick negro, como las emociones de una niña lastimada por una terrible polilla venenosa, como el azulejo del baño cuando un hombre violento te embiste para agredirte.

—Es que usted no ha tenido que sufrir lo que yo, doctora. Parecería que la estoy prejuzgando, pero estoy segura de que no. Yo me quiero morir, ¿sabe? Quiero acabar con este sufrimiento, un sufrimiento tan mío que solo yo lo tengo. Ni sor Juana en sus delirios. Juana de Arco apenas podría llegar a esa inspiración dolorosa que tengo: es casi el sufrimiento de Cassandra que vive con dolor. ¿Y sabe cómo sé que usted no lo ha experimentado? Porque la veo con esas sandalias, se pinta la uña del dedo mayor de color negro, es como en flecha para avanzar: no tiene que usar estos zapatos baratos que traigo. Mire cómo el vestido que lleva le da una frescura innata, mientras que yo debo cubrir mis brazos con este suéter que me molesta, hasta tiene un agujero. No soporto mostrar mis brazos y evidenciar que me he cortado, que me he quemado, que esos cigarros que fumaba en la preparatoria los apagaba con resentimiento en mis brazos y que ahora padezco las marcas que me dejé por tolerar a aquel idiota. Lo mismo con mi ex, que me obligó a casarme con él, pero yo sé que eso no tuvo solución real para él. Lo que pasó, pasó; y si no aceptaba mis condiciones era porque él no me quería.

—¿Sigues pensando mucho en el suicidio?

Diana, la secretaria interrumpe para informarle que le cancelaron su siguiente cita.

Ifigenia sonríe y pregunta si puede quedarse media hora extra.

—He practicado mucho mi discurso. —Giró para hablar con la terapeuta—. Puede cargarlo a mi tarjeta con el doble de tiempo.

El dinero fue un aliciente. La psicóloga asintió; así, la asistente cerró la puerta lentamente calculando en su mente el cobro.

—He estado practicando mi parlamento. Quiero hacer un monólogo: mi personaje es la causante de todo su sufrimiento. Pero no puede continuar... pues desde que empezó a dañar, a contratar, a llevar al límite a hombres y mujeres, se ha convertido en el verdugo de tantas personas.

—¿Algo de ese personaje provine de ti misma? Me pregunto qué tanto de ti aparece en él.

—¡Pues claro que sí! Es que, no sabe el coraje que me guardo: por eso se lo trasvaso a Filipa (así se llama mi personaje). Es le dice la sirvienta en “El huésped” de Amparo Dávila: “Estamos solas, pero con qué coraje”. Y luego matan a la criatura: la encierran en un cuarto y la dejan sin comer.

—Entonces, ¿deseas hacerle daño a alguien? Eso me preocupa mucho

—Nah… Sólo a mí misma: porque me odio. Porque ya no quiero hacerle daño a nadie más. Ya me he encargado de todos, de cada uno... he quemado, aniquilado, tirado por un puente.

»Soy yo quien ha sufrido, pero también quien se ha cobrado el daño que me han hecho. Tengo 25 años. Qué bonito número, ¿no? Tengo cuatro víctimas; pero si cada una valiera por 5…

Ifigenia sacó un arma, la misma que había asesinado a los otros cuatro.

—Eso era lo único que fallaba. La heredé de mi padre, él fue la primera víctima. Se suicidó con ella.

—¡Diana! —gritó a todo pulmón la terapeuta.

—Estoy segura que yo lo maté cuando chica. Él se suicidó con esta pistola y dejó cuatro balas. ¡Calibre 25!

»Eran siete espacios para las balas, pero ese número ya lo han tomado tantas personas. 25 minutos en que la persona muera desangrada. ¡25%! Eso no lo había pensado.

—¡Diana! —La desesperación de la doctora se desvaneció con los ojos inyectados en llanto que traía puestos Ifigenia ese día.

Sus años de estudio la hicieron callar pronto: Ifigenia no la iba a lastimar, ¿o sí?

Ifigenia rio mientras escuchaba los pasos de Diana subir las escaleras.

—Que nombre tan bello: “Diana”. Cinco letras y significa “objetivo”, como para dispararle a alguien.

El calendario de cubos del escritorio marcaba un jueves 14.

—Qué horrible es morir en un día tan simple: un 14, los odiados mueren este día: Marx y ¡nadie más!

La puerta se abrió de golpe y el disparo retumbó en toda la colonia.

La sangre manchó las sandalias de la psicoterapeuta.

14… 14 era el día en que Marx e Ifigenia habían muerto. Siete fueron los espacios de las balas, tendrían que dispararse dos veces para generar 14 víctimas. El número 14 era la libertad: compuesto por la independencia del 1 y la estabilidad del 4. ¡Y ahora que lo recordaba: Kurt Cobain había fallecido un 14 de abril también!

Diana gritó asustada por la muerta y todo se decoró de un sonoro blanco de olvido.


Imagen generada con Midjourney




domingo, 21 de mayo de 2023

La monstruosidad

La mirada de la ginecóloga puso a Alicia aún más nerviosa. No sólo estaba con la doctora Meggy por compromiso, sino que ahora resultaba tener algo más serio que simples cólicos.

—¿Algún problema?

—Pues… —La ginecóloga trató de interpretar el ultrasonido—. No te lo puedo asegurar ahorita, pero hay un cuerpo extraño que no me gusta. ¿Cómo dices que han sido tus dolores?

La manera en que le dio la vuelta a la situación perturbó a Alicia; sin embargo, la actitud de la señora Aranda fue más agresiva.

—Disculpe, doctora —la interrumpió—. ¿Eso significa que mi hija está embarazada?

Alicia esperaba esa reacción de su madre: siempre sobreprotectora, siempre velando por una falsa apariencia familiar.

—No podría afirmarlo. Más bien, me preocupa demasiado la imagenología: no sé, veo mucha carnosidad dura y eso ni es de un bebé ni de un tumor.

La doctora dudo qué decir o hacer.

—¿Qué hiciste, Alicia?; ¿con quién te metiste?

El aire del consultorio se hizo más pesado. La doctora Meggy recapacitó sus siguientes palabras para no comprometer a Alicia, a una madre castrante y mucho menos a ella misma. La mirada recriminatoria de la señora Aranda regresó a la doctora.

—¿Y entonces qué tiene mi niña? ¿Sí está embarazada?

No había una respuesta objetiva para esa pregunta. La doctora Meggy no sabía qué creía dentro de la paciente. Además, lo más anormal ahí no era la condición médica sino la penitencia a la que debía someterse Alicia. Según los registros médicos su paciente acababa de cumplir los 33 años hacía un par de días; tanta prohibición no debía ser sana. Aquello era casi ofensivo para una mujer creyente de los estatutos feministas del siglo xxi como era la ginecóloga. Ella había tratado con casos similares en muchachitas de secundaria, nunca de mujeres hechas y derechas qué a sus 30 siguieran ligadas por sus familias. Por fortuna, sabía qué hacer:

—Si me permite el atrevimiento, puedo solicitar el apoyo de un colega. Los resultados son a primera vista alarmantes, si me ayuda firmando una responsiva con mi asistente allá fuera, puedo mandarle el eco a un compañero que trabaja casos como estos.

Esa mentira había permitido a los padres irse de la sala y dejarles platicar a gusto durante algunos minutos.

—Lo que me faltaba. Además de todo, tu jueguito se va a llevar de corbata a nuestra economía. —Tomó su bolsa, se la apechugó y salió molesta del consultorio—. Voy a firmar los papeles. Nomás con que me salgas que andabas de pecadora, eh.

Cuando la señora Aranda se fue, la doctora cerró la puerta con seguro indicándole Alicia que era libre de hablar.

—Doctora, no puedo estar embarazada —fue la confesión de Alicia—. Pero además llevo más del año sin tener nada con nadie… —se interrumpió como si su madre pudiese oler ese pecado al otro lado de la puerta—. Tengo miedo.

—¿A qué edad empezaste tu vida sexual activa, Alicia? —Ante la duda de la paciente, la doctora tuvo que recordarle que iban contrarreloj—. Te recomiendo que digan las cosas sinceramente y sin rodeos. Tu madre no tarda en regresar.

—Pues eso fue hace mucho, doctora. Pero ahorita llegó mucho sin nada.

—No quieres que tu mamá se entere, ¿verdad?

—¡Ay, cómo cree! Ya la escuchó: seguramente me va a querer correr de la casa o algo peor.

—¿Crees que esto sea por algo en particular: alguna autoexploración algo que experimentaras?

Unos segundos de duda le indicaron a la doctora Meggy que le estaban ocultando algo.

—Pues… —Alicia tuvo que confesar—. ¿Cuentan los centauros?

La ginecóloga hizo para atrás su cabeza mientras un parpadeo compulsivo respondía por sí misma.

—Es que no sé si cuente realmente. Yo lo sentí, pero pensaba que eso era parte de un sueño.

—Pero… ¿Cómo que un centauro? Trata de ser directa, por favor. Tu madre va a regresar y necesito que me cuentes bien todo.

—Si. Hace dos meses tuve un sueño muy raro dónde llegaba un centauro a mi cuarto. Era muy guapo. Era un monstruo fuerte con el pecho desnudo. Apareció cuando ya tenía la puerta cerrada; yo estaba en la cama y él se subió al colchón con sus pezuñas. Me hizo las cosas más deliciosas que se le pueden ocurrir, doctora. Yo me desmayé a la mitad del acto. Le juro que no sé cómo, pero cuando me desperté vi estas marcas en mi cuello —Alicia bajó su camisa para mostrarle unos fuertes callos enmarcados en su cuello—. Era de dónde me apretaba para que no hiciera ruido. —De ser rastros de dedos, aquel ser había medido dos metros y medio de alto el tamaño que seguramente tendría un centauro.

—Lo que no entiendo es… —La doctora estaba a punto de decir algo para lo que nunca la habían preparado en la facultad de Medicina—. ¿Cómo tuviste sexo con un ser mitológico?

—No, doctora. Yo creí que era un sueño.

—Bueno podríamos descartar eso de entre las causas… —No estaba del todo segura—. ¿Habrá sido algo diferente? ¿No usaste algún juguete que estuvieras sucio?, ¿has tenido sexo en situaciones de poca higiene? A veces el hombre tiene la culpa: necesito toda la información posible.

Alicia negó con la cabeza.

—Quiero que trates de tomarte esto con seriedad. Necesito saber algo más tangible.

El pomo de la puerta intentó abrirse. La señora Aranda golpeó un par de veces.

—Alicia, sin toda la información, no puedo dictaminar lo que tienes. Puede ser un tumor, un quiste o algo desconocido. No podemos arriesgarte a un tratamiento que no te corresponde. ¡Ya voy! —la doctora miró por un par de segundos a Alicia.

—Doctora, le juro que le estoy diciendo la verdad. Yo creí que era un sueño eso del centauro. Estoy segura: lo soñé.

—Comprendo. —Abrió la puerta y permitió a la señora Aranda pasar al consultorio.

La plática terminó versando de otras cosas. Al final de cuentas, importaba poco si era o no un sueño. Le mandaría el ecosonograma al doctor Juan Chavolla para tener una segunda opinión.

 


El regreso a la casa fue en silencio. Alicia había pedido un Uber para llevarlas de regreso a casa.

Al llegar la situación explotó.

Por más que trató de explicarle a su madre de que podría tener un tumor o una malformación, la señora Aranda estaba segura de que se trataba de un embarazo producto de la monstruosidad de los actos cometidos por su hija. Para la madre, los cólicos y malestares de Alicia eran propios del vicio y el fornicio. Seguramente, la libertad que le había dado en los últimos años desencadenó un abuso de confianza en la muchacha. Recordaba claramente aquella “reunión de trabajo” de la cual regresó hasta las 12:36 de la madrugada.

—Ya te estrenaste, ¿verdad? —La señora fue directo al punto: como seguramente se había ido su hija con cualquier hombrezuelo.

—¡Mamá, no he hecho el amor con nadie…!

—Entonces lo que tienes seguramente es guardadito de hace tiempo. ¿Cuándo fue que te dio por pecar?

—¡No empieces, mamá! Sabes que tienes las de perder.

La señora Aranda la miró con ojos retadores. Alicia contestó furibunda.

—Cuando estaba niña, mi…

—¡Ya vas a empezar con tus mentiras! Ya de dije que Joaquín no te hizo nada.

—¿Y las sábanas llenas de sangre? Yo te dije que mi… —Aquello que creía en sus adentros le pateó con ira—… mi tío entró esa noche al cuarto y por más que te pedí ayuda… —Alicia sintió el llanto colársele por detrás de los ojos.

—Tu papá siempre confió en su hermano. Es imposible que hiciera algo así.

—Y ahora, ¡casi veinte años después, ¿te preocupas por mí?! —Otra patada en su vientre: si aquello era resultado de un centauro, le estaba brindando unas fuerzas sobrehumanas—. Cuando no debería ni importarte qué hago con mi vida ni con quién.

—Andas muy altanera. —La mujer retomó su pose de indignación favorita: la mano al pecho y los ojos bien abiertos—. Ya decía yo que darte permisos te iba a terminar afectando. Mira nada más: ¡La señorita cree que puede mandar a mi casa!

—¡Mamá, estás señorita tiene 33 años! ¡Me parece más ridículo que me estés culpando de hacer el amor con alguien en vez de preocuparte por el tumor que podría tener!

—Ay, no seas inocente, Alicia. —La mueca de desprecio le caló aún más—. La doctora bien dijo que no sabía si era un tumor.

—Pero tampoco es un embarazo. ¡No me vengas a echar la culpa de cosas que ni sabes!

Las voces fueron elevándose, volviéndose más complejas, llenas de odio. En todo el tiempo que llevaba al cuidado de su madre, Alicia jamás se había atrevido a contraponérsele.

—Te pasas, Alicia. Ni tu padre ni yo te educamos así. —La señora Aranda, de brazos cruzados en el umbral de la cocina, vio a su hija darle la espalda e irse al segundo piso—. ¡Qué te crees! ¡Te estoy hablando todavía!

Alicia azotó la puerta de su habitación. Ella decidió que la discusión ya se había acabado. Esa era la primera vez en que Alicia demostrada algo de valor en algo que no fueran redes sociales, foros y demás lugares donde no era ella.


 

Alicia fue la última paciente de la ginecóloga. Después de ello, la asistente de recepción se había despedido de la doctora deseándole un buen fin de semana.

Ahora, la Dra. Meggy estaba sola. Tenía tiempo para pensar: y eso había sido lo mejor, tras recibir el mensaje del Dr. Juan Chavolla, le costó mucho trabajo comprender qué pasaba.

 

Meggy

Te juro que no sé qué tiene adentro esa mujer pero si me pusiera muy imaginativo, pensaría que es una pezuña de toro. Tiene la forma y dureza pero no entiendo qué haría una persona con algo así en su matriz.

 

JC

 

La ginecóloga repasó puntualmente el correo electrónico. Ya había abierto la imagenología varias veces, pero tras revisar el correo, comenzó a ver lo mismo. ¿Qué hacía una pezuña de casi 10 cm abultada en las entrañas de Alicia?

Pensó en las insalubres prácticas sexuales de su paciente, pero el hecho ridículo de haberse masturbado con ese objeto y que acabara metiéndose en su matriz… Era increíble, y por más que repasara el informe y el ecosonograma le seguía pareciendo imposible.

—Un centauro…

La doctora repasó esas palabras y todo lo que podrían haber significado: un consolador, una posición sexual, un fetiche de internet, pornografía. En estos días todo era posible.

Se llevó los dedos al entrecejo y apretó sus ojos como si esa oscuridad le ayudara a ignorar ese caso tan difícil.

Con desgano, desenroscó la tapa de su termo que contenía el café de la mañana. Mientras gustaba el sabor añejo y frío de aquel brebaje, repasó la escena en su memoria: Alicia sentada en el sillón con sus ojos llenos de dudas hablando de un centauro.

Entonces notó la suciedad.

No se había dado a la tarea de desinfectar la silla ginecológica porque el Dr. Chavolla le había contestado pronto. Ahí, vio un puñado de pelambre blanco, justo en donde habría estado sentada Alicia.

Esos pelitos eran idénticos a cuando tuvo un gato. Recordaba lo difícil que era quitarlos de todas las superficies. Pero, que aparecieran ahí, en ese lugar específico le dieron una sensación extraña a la doctora Meggy. Pensó en el centauro, ¿cómo sería?

—¿Qué carajos está pasando con esa mujer?

Le dirigió otra mirada al café frío. Dedicarle más tiempo a pensar en esa situación era ridículo. Se puso de pie, tomó sus llaves y se dispuso a cerrar el consultorio.

 


En la noche, Alicia todavía tenía en su torrente el coraje de la discusión con su madre. Se dio cuenta de que la información que le había dado a la ginecóloga seguramente había sido vista de manera infantil, en sentido figurado o como una extraña jerga de internet.

Desde que el centauro había escurrido dentro de ella, supo que su vida no sería la misma. hacía unos siete meses que ese monstruo la había montado con furia y placer.

Esa misma noche, se repetiría aquello.

Alicia miró hacia la puerta: ahí estaba aquel ser de pecho desnudo, con su largo miembro escurriendo de placer por ella.

—En la cama no —dijo desesperada al pensar que el rechinido de la cabecera alertaría a su madre. Esto lo dijo sin saber siquiera si el centauro hablaba su idioma.

La bestia se arrojó hacia ella, rasgando la ropa y preparando a su víctima para concretar la corrida más intensa que jamás hubiera podido imaginarse Alicia.

La monstruosidad tomó del pelo a la mujer y le levantó las caderas. Entró de golpe con toda la brutalidad de un equino inexistente.

Y mientras la señora Aranda se preparaba un té en la cocina, justo sobre su cabeza, Alicia era tocada tan profundamente como ningún hombre jamás alcanzaría.

La manera en que la sometía le recordó aquella noche de agosto con una luna caliente que levantó en su tío Joaquín un deseo malsano de abusar de la pequeña Alicia. 11 años recién cumplidos y Alicia estaba debajo de un hombre gordo y con olor a cigarro que la movía de modo tal que sentía unas ganas desmedidas de ir al baño.

Pero esta vez era diferente. Se sostuvo de las pezuñas, acarició el segundo vientre que tendría el centauro, y pudo sentir —antes de desfallecer— la bestial arremetida del centauro.

El abdomen de Alicia se sentía a reventar: seguro creía que era la semilla del centauro, pero seguramente se trataba de aquella pezuña, la cual elongaba milímetro a milímetro.

Lo que la despertó, desfallecida en su cama, con el vestidito rasgado y moretones por dentro y fuera, fue una coz de un placer agonizante en toda ella.

 


Aquello que pasó con el centauro empezó a repetirse.

Por varios días, las violaciones fueron tantas que Alicia ya ni rechistaba. En sus ojos, un miedo cristalino brillaba en celo, pidiendo más y más de ese potro blanco, de su semental mitológico.

En las mañanas iba al trabajo; pero a la noche, él llegaba con su miembro cada vez más largo, más grueso y chorreante.

Día tras día, ella se tapaba la boca para no llorar un orgasmo (Tranquila, Alicia. Haz feliz a tu tío Joaquín). Gozosa, ya no se arrepentía de cómo esa monstruosidad la trataba como miseria. (Así, no digas nada). Sentirse usada por el potro la atormentaba de placer como si fuera la yegua potranca que nunca pudo ser a causa de su madre.

Alicia supo esconder sus cólicos diarios, las rozaduras de sus piernas. La lívido prendida cuando el camión rebotaba en un bache y ella sentía el dolor placentero romperle por dentro. Lo que no pudo disimular fue el abultamiento de su vientre: parecía una mujer con cuatro meses de espera.

Obviamente, su madre la acusó de todo menos de víctima. Si alguien había pecado, era ella. Eran sus modos, sus caminadas, la manera en que ella le hablaba a sus compañeros, cómo se vestía.

Alicia, se supo guardar las palabras aquellas. Al final, se había tenido que guardar aquel abuso; y ahora, guardaba dentro de ella las brutales embestidas de su amante nocturno.

Así que siguió apurándose en el trabajo: a cualquier oportunidad regresaba a su casa, subía las escaleras, se desnudaba por completo y se tiraba al piso levantando la cadera. Necesitaba la violencia de aquel ixiónida.

La madre limpiaba con esmero la habitación de su hija, pero no encontraba nada alarmante, ni cartas, ni lubricantes, pastillas, ni condones. Barría con cuidado, pero sólo sacaba el polvo y algunos de esos sedosos pelitos blancos: finos como los de los gatos; pero pecaminosos en extremo.

Alicia sabía que su madre estaba al tanto, por lo cual se tiraba al suelo, allá podría limpiar el semen, la sangre, su saliva. Ella estaba descubriéndose feliz.

 


Pasó entonces que un 6 de agosto, la noche más caliente de todo el temporal, ninguna pudo dormir.

La noche fue inquieta para todas: la señora Aranda rezaba para que el alma eterna de su hija viera la luz; la doctora Meggy pasaba y repasaba el ecosonograma y los correos de expertos ganaderos, de otros colegas: todos decían que aquello era una pezuña. Pero Alicia no se dignaba a volver a consulta porque las noches las tenía reservadas para su centauro. Para acabar, Alicia —casi adicta a la monstruosidad aquella— era embestida hasta la agonía.

Cuando Alicia caía rendida y el ixiónida desaparecía, ella soñaba con un pequeño caballo galopando en sus entrañas. Los golpes eran similares: el animal quería salir reventándole el estómago como amante nocturno la reventaba contra el piso. Creciente, como la luna, el potrillo se desarrollaba con gusto.

Esa noche, inquietante de calentura y de pensamientos, la señora Aranda llegó al último misterio del Vía Crucis cuando el grito de dolor de su hija la despertó del numen católico en el cual se había sumergido. Su instinto maternal borró de golpe su desaprobación. Era un viernes caliente, y antes de que la recepcionista de la ginecóloga se fuera, recibió la llamada urgente de que Alicia estaba en labor de parto y no podían moverla siquiera de la cama. Su estómago arrempujaba hacia todos lados como si una bestia quisiera emerger de ella.

 

Doce minutos: el consultorio estaba cerca.

Aquel dolor atípico de Alicia le destruía por dentro. La Dra. Meggy observaba con horror aquella panza enorme.

Para Alicia fue como cuando descubrió que su tío no le estaba haciendo nada bueno. El orgasmo de la bestia se había convertido en un desgarro de sus entrañas. Los chorros de placer se habían tornado un amnío sangrante.

Los gritos rompían tímpanos y fuentes. Las tres mujeres en la habitación sintieron que algo extraño se aproximaba. Algo trotaba hacia fuera de Alicia.

 


En 20 minutos, las contracciones eran insufribles. La madre ya tenía toallas y agua hirviendo. La ginecóloga estaba lista para recibir a esa criatura.

El estómago de Alicia parecía golpeado con la fuerza de un percherón mortal tratando de romperle la panza a su madre en vez de salir por lo que su padre había denigrado tantas veces a la pobre mujer.

Gritos, dolor, sudor… de todo le ocurría a la pobre Alicia y, con espuma en la boca, agonizaba por ese ser tan otro que pedía cabalgar por el mundo. Eso no era lo que se había imaginado; era como cuando su tío le había mentido diciéndole que no le iba a doler.

La señora Aranda no sabía siquiera dónde ponerse, acataba todas las indicaciones que le daba la doctora. Sabía que algo estaba mal en ese pecado parturiento y en aquel niño sin padre.  En cuanto el bebé saliera de las entrañas de su madre, la correría de la casa; pero ahora debía ayudar a su hija, quisiera o no, la quisiera o no. Bajó pronto a poner más agua a hervir.

Alicia dio un manotazo en el colchón. Fue el único indicio de que el parto empezaba.

La doctora Meggy quedó atónita al ver un pelambre blanco y salvaje.

Casi de forma de forma instintiva Alicia apuró las contracciones. La invadió un instinto atípico: estaba segura de que así debía hacerle, de que era su manera de aventajar aquel dolor insoportable.

Entonces salió: la expulso rápidamente como si ni siquiera su cuerpo la quisiera dentro.

Alicia gritó despavorida sintiendo las mismas mordidas paradisíacas del centauro en su cuello, pero esta vez a modo de desgarre: lo que salía no era más que una quijada desmembrada con un pelambre blanco.

La doctora Meggy no pudo creer lo que estaba enfrente a ella: embebido de placenta sangre y sangre viscosa, estaba una quijada.

El burbujeante abdomen de Alicia continuaba moviéndose. Era la peor pesadilla de cualquier madre: sentir las manos abriéndose paso entre el ombligo, pero en vez de dedos, eran las afiladas pezuñas de un monstruo horrible.

En el piso de abajo, la señora Aranda oraba por su hija y su alma eterna mientras esperaba que la tetera eléctrica. Ahí, cerca de la cafeterita y de las cosas del café estaba la foto de su difunto esposo abrazado de su hermano.

 

Lo que salió después, fue una pezuña, quizá la que había visto la doctora; pero ésta venía más larga, casi con la pierna de un potrillo. De no haber sido de estómago fuerte, la doctora habría vomitado ahí mismo, pero un miedo ominoso le cerró el estómago y el pensamiento. Debía seguir en la labor de parto.

Alicia sintió esa violación inversa: lo que había entrado ahora salía de forma imposible y cercenada.

Salió otra pezuña, ésta más corta.

Una más.

Siguió un costillar a medio podrirse.

Pedazos de vísceras.

Aquello parecía un vómito de vida: pedazos decrépitos que al unirse podrían conjuntar a una monstruosidad imposible.

El clic del hervidor a le indicó a la señora Aranda que podía subir a toda prisa tratando de no caerse ni de quemarse.

En los cuartos, una confundida doctora sacaba de aquel vientre un adefesio fantástico y morboso.

Alicia sangraba, profusamente sangraba.

Salió la última pierna del potrillo: era más larga que todas y había servido como un tapón para el resto del animal: la cola, el cuerpo, vísceras, un resto de cabeza.

A estas alturas, no era posible saber si la sangre provenía de esos retazos equinos o de la mujer que expulsaba a un no-vivo.

La señora Aranda entró para dejar caer la tetera hirviente al piso. Poco le importó quemarse los tobillos o dañar la alfombra del pasillo. Tanta putrefacción junta la llevó a la locura… ¡era el demonio! Quiso gritarle de qué se iba a morir, darle una perorata cristiana de las negativas del sexo, reclamar la posible zoofilia o las prácticas horripilantes que había tenido al meterse tanto caballo dentro.

La doctora Meggy vio salir el último pedazo de animal… un ojo desajustado de haber estado unido a un cuerpo habría visto la vida.

Alicia sintió un descanso total, como si acabara de vaciarse de todos sus problemas y el único que quedaba era su madre de pie en el umbral de la habitación mirando el reguero de centauro manchando pisos y sábanas.

Pudo haber sido un reclamo en el momento más indicado: la señora Aranda gritando improperios y maldiciendo a la pecaminosa de su hija; pero se le antepuso la mirada de sorpresa de la ginecología. Tras la señora estaba el centauro que derribó a la mujer con una patada la cual le fracturó la espalda, matándola al instante.

Esa monstruosidad avanzó hundiendo sus terribles patas en el cadáver de la mujer.

Su hijo, el ser que procuró irle creciendo a Alicia con cada noche, estaba incompleto y destruido. De un lado a otro la habitación había miembros inertes: tripas putrefactas y huesos encarnados exhibiendo todavía el pelambre blanco de su padre.

El intento del ixiónida por perpetuar su corrupta estirpe había fracasado nuevamente. Pero ahora, la monstruosidad tenía dos víctimas encerradas ahí.

Alicia sonrió estirando la mano queriendo tocar ese pelambre blanco, pero sintiéndose rechazada cuando vio cómo el potro sujetaba las ropas de la ginecóloga arrancándolas de un solo movimiento.

 


Imagen generada por Midjourney




martes, 9 de mayo de 2023

Veneno para colibríes

 —Ay, profe, acabo de llegar, pero le cuento lo que sé…

Así me recibió Jade aquella vez que la vi afuera de la escuela minutos después del accidente de tránsito.

Justamente le acababa de decir al salón: “Si ven a su compañera, díganle que va a reprobar por faltas”. Y siempre había alguien que me respondía: “Está enferma, profe”, en todos los salones, pero ella sí estaba enferma. 

La neta, no esperaba que esta conversación tan repetida salón por salón fuera a quedar grabada en mi memoria; menos, el caso de Jade: una alumna olvidable y con rasgos físicos que tachaban en el cliché más allá y sólo perpetuada en mi memoria por su timidez y reserva en clases.

Huitzilín —nombre tan complicado de recordar que era imposible no memorizárselo—, llamaba la atención en las clases: no por el sobrepeso, ni por los shorts tan pegados a la ingle, sino porque algo tenía. La rodeaba un aura inquietante como si hubiese salido de alguna película de la época de oro de cine mexicano. Esa mirada, esos ojos, esa manera de mover sus dedos decorados con anillos de abuela. 

Aunque ella no era la concejal, sí era la jefa del grupo. Todos en el aula —incluso yo— sabíamos que nada se hacía sin la aprobación de Huitzilín. Si se querían ir temprano de las clases o decidir el tema del debate, todo era mediado por ella. No sabía cómo es que ella siempre estaba al tanto de todo. Era como si la vida le preguntara a ella cómo debían ocurrir las cosas. Y en medio de tanto caos y sinsentidos como los propios de un bachillerato, ella, con sus mugres 16 años, era quien administraba la vida y la muerte en la preparatoria.

Los profesores no teníamos razón alguna para sospechar algo malo de ella: siempre era atenta, buena persona, hacía bien los trabajos, incluso ayudaba a mantener el orden en los alumnos; ¿miedo o respeto?, no quedaba claro. Eso sí, era incómodo cómo siempre buscaba tener la última palabra, aunque fuera un saludo o despedida; pero eso se le perdonaba porque era parte de los alumnos que te hacían reír en los pasillos y con los cuales podrías mencionar un poco tus gustos personales sin ser juzgado con silencios incómodos.

Pero, ¿por qué debo hablar de Huitzilín y por qué no me centro sólo en Jade? Es justamente la unión de esas historias lo que me perturbó. No habría imaginado que esas dos estuvieran tan unidas de no ser por ese evento, por mi manía por enterarme de cosas que no me incumbían. Jade estaba ahí afuera de la prepa junto a casi todo el alumnado. Nuestra escuela estaba ubicada en medo Anillo Periférico y una mujer había tenido un accidente: quiso correr más rápido que un camión. Pasaba a menudo, sobre todo con quienes les daba pereza usar el puente peatonal. 

Yo llegué cuando estaban embolsando a la mujer para meterla en la ambulancia. Y para no dejarme ver tan chismoso, me acerqué a alguien a preguntarle sobre aquello. Jade me puso al tanto de lo ocurrido con la mujer, en cómo ella no había visto pero que le habían contado todo al llegar. Cuando ya la ambulancia se fue en silencio, me di a la tarea de cruzar el puente. Pese al accidente muchos alumnos se cruzaron Periférico corriendo entre los carros como si no hubieran aprendido nada. ¡De hecho! Para eso van a la preparatoria, aparentemente, para olvidar milagrosamente todo lo que ven ahí.

El caso es que al pie de la escalera me atrapó Jade. Estaba cansado, llevaba dando clases desde las 7:00 y eran cerca de las 5:30 —media hora del chisme aquel, claro— y no tenía muchas intenciones de escuchar escusas pendejas sobre faltas y problemas familiares.

Lo que sí; la chica supo retenerme con la única pregunta que me podía parar en seco:

—Profe Galindo, ¿usted cree en la magia?

Tantas veces que he escuchado eso. Tantos estudiantes que han acabado mal cuando me hacen la fatídica pregunta.

Oculté mi preocupación tras los lentes oscuros y miré a todos lados. Hablar ahí, junto a los muertos. Le propuse a la señorita pasar a la escuela de nuevo. 

—20 minutos, no más.

Ella agradeció y nos fuimos de regreso a la escuela. Hablar con una alumna en secreto debajo de un puente seguro se vería peor que afuera de la dirección. Las apariencias lo son todo cuando das clases a menores de edad que quieren jugarle a ser adultos.

—Profe, es que no me he sentido bien. 

Eso no era ninguna novedad para mí: pero nada tenía que ver con la magia. ¿a dónde quería llegar?

—Es que, mire, le cuento: ¿ubica a Huitzilín?

Ese nombre ligado con la palabra “magia” me dio un calosfrío atípico. De pronto miré a todos lados esperando ver a la gorda de mi alumna a lo lejos con esa sonrisa falsa observarme al escuchar su nombre.

—Pues fíjese que desde hace unos meses empecé andar con su prima. 

¿A dónde quería llegar esta niña?

—Al inicio todo iba bien. Huitzilín salía con nosotras y nos divertíamos las tres. Nos la pasábamos en la casa de Huitzilín y platicábamos, veíamos películas y no había problema. Pero como que empezaron a haber… situaciones. Huitzilín empezaba a dejar la puerta abierta del cuarto para que no nos besáramos. Si había equipos quería estar con Xóchitl, es que así se llama, profe, perdón. Y yo creo que algo estaba raro ahí. No sé si Huitzilín quería conmigo o con su prima, pero se puso re-celosa…  

Por suerte —y desgracia— la prepa se estaba empezando a vaciar. Menos personas que escucharan aquello, pero si pasaba la prefecta y me veía a solas con esa chica podría pensar que estaba tratando de seducirla o venderle calificación a cambio de… sepa Dios qué.

—El caso es que ya no nos dejaba que estuviéramos en su casa. Decía que su mamá tenía trabajos y demás; y pues ni modo que le diga que no a doña Cleme, ya ve.

No iba entendiendo, la verdad; pero quería que acabara pronto y me dejara en paz. Miré mi reloj un poco hastiado. ¡4 minutos apenas! 

—Fue entonces que nos empezaron a pasar cosas, profe. Yo me empecé a sentir mal. Me dio una calentura, profe. Pero así feo. Me llevaron al Urgencias y el doctor decía que no sabía que traía. Me puso una inyección y estuve mejor, pero al día siguiente otra vez, profe: vómitos y todo.

Seguramente le había dado dengue. O sea, síntomas más obvios que no se le ocurrió decir.

—Pero también se empezó a sentir mal Xóchitl. A ella le fue peor. No sé si me entiende.

Levanté una ceja en señal de desaprobación. ¡Claro que la entendía! ¿Cómo se le ocurría decirme una frase tan pendeja? —Sí… continúe.

—Pero estoy segura; no yo: estamos. Estamos seguras de que fue Huitzilín quien nos hizo algo, profe. Siempre barría cuando nos íbamos, recogía cabellos del piso, nos peinaba en lo que estábamos viendo una película… algo nos hizo.

—¿Qué tiene que ver ella con todo esto? —Estaba impacientándome—. ¿Es bruja o qué?

—¡Profe, ¿no sabe quién es doña Cleme!? —exclamó Jade. Varias personas quisieron arrastrar sus miradas hacia nosotros, pero seguro el nombre les asustó. El morbo de la mujer atropellada y el de la tal doña Cleme eran distintos. Eso lo aprendí a la mala.

—Es que su familia hace trabajos.

Por un momento pensé que se refería a la prostitución, pero, no…

—¿Apoco no sabía, profe? Esa familia hace limpias y trabajos. Si ubica a la maestra Margarita, ¿verdad? Pues ya ve que no podía tener hijos y que había abortado varias veces. Fue con doña Cleme y ahí la tiene ya con su bebé. Creo que también le ayudó al profe Juan con lo de su vesícula. Ya lo iban a operar, y después de ir con doña Cleme, orinó sangre porque estaba sacando las piedrotas que traía. No, profe; la familia de Huitzilín es bien conocida acá. Es que usted no es del barrio; pero si supiera todo lo que hacen.

 —¿A poco? —No supe qué más decirle.

—Segurito que algo me hizo, profe. No sé si fue Huitzilín o su mamá, pero me hicieron un trabajo. Yo la vi con un colibrí muerto en una caja, profe. Eso es señal de brujería. Algo me hizo. Pero no nomás a mí. Xóchitl empezó a sentirse mala también. Por eso ni he venido, sé que si me mira me va a armar algo peor, profe. No es nomás en su clase, ya nomás estoy viniendo a hablar con los maestros, pero a usted sí le puedo contar de esto. Sé que me entiende, ¿verdad?

—¿Y por qué no te haces una limpia o algo así?

—Pues es que la persona que hace eso es doña Cleme. Y si no fue Huitzilín la que me hizo esto, seguro fue su mamá. Y una no puede meterse con esa familia y salir bien. Si le está haciendo esto a su propia prima… Pero, ¿por qué? Nos llevábamos bien y todo. 

—¿Y el Mercado Corona?

—Ay, no, profe. Doña Cleme es bien conocidita. Le vienen a pedir ayuda desde Ajijic y Aguascalientes, profe. No le ve la ropa que usa Hutzilin, a su manera pero esa no es ropa de paca, es de marca. Se van cada tanto a Zapotlanejo de compras y a hacer trabajitos para unos narcos que están allá, profe. Si le identifican que es un trabajo de doña Cleme, segurito y no se arriesgan a quitarme lo que traiga.

Insisto que la manera en que me lo decía: un miedo bien metido en el tuétano, daba una sensación de advertencia, como si ella tratara de decirme que no me acercara a Huitzilín, que me fuera ya a mi casa, que abandonara la preparatoria.

A lo lejos miré y estaba la prefecta. Por fortuna había un par de estudiantes en la zona y no se veía sospechoso; pero esto se estaba tornando peligroso, extraño, enviciante. Quería saber más al mismo tiempo que huía de ese chisme tan extraño.

La prefecta se fue acercando a nosotros y Jade supo reaccionar rápidamente: —Yo le traigo los trabajos, profe. Gracias por dejarme entregarlos la siguiente clase.

Sé que lo dijo para salvar su propio pellejo, pero salí intacto.

—¡Galindo! —me gritó la prefecta—. ¿Calificando todavía?

—Alumnos que no se presentan y vienen a salvar el semestre, ya ves… Aquí me tienes explicando todo el curso en media hora.

A la fecha sigo sin saber si me creyó o no; pero si tenía alguna duda de mí, ya quedaba en su consciencia y sus malos pensamientos. 



La noche fue difícil. Tuve pesadillas recurrentes sobre Huitzilín, ¿cómo no si había escuchado que tenía a una bruja hamletiana en mi salón lunes y miércoles? 

Recuerdo que me abordaba a final de clases para preguntarme por Jade. En una cajita llevaba un colibrí muerto; estaba relleno hasta el pico de pelo, ¿el de Jade y su novia? 

Entonces ella me rodeaba con un aroma a pachuli y tierrita de cementerio. Me miraba por dentro, me leía, me hacía recordar la conversación con Jade para curiosear en mi mente. Cada palabra, cada letra ella la repetía a una velocidad incólume, su voz emulaba el zumbido de colibríes feroces revoloteando alrededor de una flor, tratando de esgrimir su largo pico para atravesarle el corazón al otro, como queriendo matar el amor que hubiera entre otros seres. Las flores siempre serían de los colibríes, y Xóchitl se quedaría en manos de Huitzilín, sin que Jade pudiera intervenir.



El miércoles, ansioso de verla en clase, evité a toda costa mirarla. Cuando levantaba la vista, Huitzilín parpadeaba para dirigir sus ojos hacia mí. Seguía trabajando, pero su mirada estaba presente, penetrante, como en el sueño. Terminé pronto la clase y me despedí del grupo. Iba a decir algo sobre Jade y sus faltas, pero me reprimí antes de hablar siquiera. Huitzilín volvió a observarme para rematar con un “Cuídese, profe”. ¿Era una amenaza?

Decidí que era un profesional: mi trabajo era dar clase, no tomar partido. Defender a una era ponerse en contra de la otra. No era mi problema. Pasé reporte de faltas a Orientación Educativa y me dirigí a mi casa.



Una tarde llegó a mi correo el trabajo de Jade. Ya ni me acuerdo qué era: una reseña, un ensayo. Era patético, le puse 15 de 20, quizá. 



Ese mismo día vi a Jade en el patio, sola, acababa de comer y tenía el refresco abierto a su lado. Las burbujas salían libremente sin que ella mirara la botella. Con los ojos perdidos movía las manos hacia adelante y hacia atrás como en medio de un trauma. Parecía querer agarrar algo frente a ella, pero con la facilidad del aire se le escapaba de sus manos. 

Habían atropellado a su novia: una moto. Ella iba acompañándola y como si nada, Xóchitl tropezó, cayó hacia delante y la motocicleta la empujó tres metros más allá. La hospitalización corrió por parte de la madre de Huitzilín, eran las ricas de la familia.

Todo eso me lo contó una compañera de su salón: alguien de quien ni siquiera me importó recordar su nombre. Ella no era relevante, sino la explicación de por qué Jade estiraba los brazos: quería atrapar a Xóchitl antes de caer al arroyo vial y ser arrancada de sus manos.

Aquella actitud tan perdida me dio pena: Jade estaba destrozada como los huesos de su novia. Machacada en alma y carne; Jade se había separado de sí misma, como si el hechizo lanzado tuviese la intención de matarla por dentro.

Con esa imagen me quedé por toda la tarde, con Jade moviendo sus manos hacia el frente, tratando de aferrarse a un pasado que ya no existía. Con esa imagen me quedé hasta que a la salida de la escuela volví a ver un corro de gente en Periférico: ¿otro muerto que no quería cruzar el puente?

Me asomé buscando a alguien que me pusiera al tanto, y sí, nuevamente estaba Jade. Cuando me coloqué a su lado pude ver lo que nos reunía a todos. Huitzilín estaba en el piso: su sangre infecta reclamaba ese espacio. Los celulares se alzaban con saña para grabar aquel incidente mientras la prefecta trataba de pedirle a la gente que se fueran, que tuvieran respeto por su compañera. 

En el piso yacía, atravesada por la llanta de un 380 el estómago de Huitzilín que reventó ante la presión del transporte público confundiendo sus entrañas con las plumas de lo que debió ser un colibrí.

Jade, en shock, miraba hacia el cuerpo inerte de su compañera. Sus puños apretados y pegados a su cuerpo me explicaron qué había ocurrido. Sobre todo, cuando le pregunté qué había ocurrido y ella, a diferencia de la vez pasada en que me había explicado a lujo de detalles cómo la otra mujer cruzó Periférico sin fijarse, en esta ocasión sólo respondió en un monótono ritmo funerario:

—No sé, profe. Yo acabo de llegar… —Y bajó sus brazos. Ya no tenía necesidad de seguirlos moviendo hacia delante.



Imagen generada por Midjourney