Una persona juega con
su celular completamente abstraído y con la espalda en proporción aurea, una
chica con el decorado de uñas que cualquier mujer de negocios envidiaría lee su
libro “Liderez por naturaleza”, alguien más duerme en el asiento de la manera
más profesional en que solo los usuarios del transporte público sabemos
hacerlo. Pero creo que soy el único que se fija en la mujer sube al tren con
una niña en silla de ruedas.
La lidereza del futuro no se percata que atrás de ella hay poco
espacio para una silla de ruedas porque está aprendiendo a controlar el mundo
—y lo está haciendo al controlar el ingreso de la mujer—.
Los miércoles entro a las 7am y debo tomar el tren en un horario en el cual, si
no fuera para una universidad privada, no me pararía en absoluto. Y siempre me
topo a esa madre empujando a su hija. La niña aprieta los puños y se retuerce
para mecerse, signo de tener alguna divergencia cerebral. La madre también
aprieta los puños y se retuerce; pero lo suyo es visible solo en su alma: en
sus ojos cansados y agotamiento de la espalda al verla tornarse las vértebras
al juntar las escapular en un movimiento que todos conocemos.
Pero, ahí, a las 6am nadie tiene tiempo de tener reparos con
otras personas. El chico del celular sigue ocultando su pantalla con sus
cabellos en esa posición tan incómoda —pero es joven—, la chica sigue
preocupada en el capítulo “Cambio de paradigma”, y el hombre dormido... Su
overol lo delata como trabajador de una cervecera y hasta se lo perdonamos.
Pero yo, alguien que toma el tren a unas pocas estaciones de
haber empezado su recorrido, tiene un puesto privilegiado: me puedo apoyar en
la pared, de hecho, es la que tiene la ventana que mira hacia el conductor y ese
huequito es perfecto para apoyarse.
Uno esperaría más cordialidad, pero no... Al ver a esa mujer
—incógnita conocida— y la indiferencia del resto me apresuré a darle mi
huequito donde me recargo. Pero una silla de ruedas no se mueve fácilmente y
tuve que moverle el celular al chico, golpear la rodilla del hombre dormido y
molestar a la lectora al colocarme en el mismo tubo que ella, pero el malo fui
yo: quién rompió las reglas de no molestar a los demás fui yo. No la madre y su
hija; ¡ellas no son culpables de nada! Pero sí el que osa romper el paradigma
de ceder un espacio para recargarse en vez de un asiento.
Entiendo que la gente esté desmañada. Yo mismo no tomaría estás
clases de no ser porque me pagan los pañales del bebé y aligera los gastos de
ser padre. ¿Será eso?, ¿que reconozco que tener hijos es extremo molesto que es
para la espalda? Y sí, odio levantarme temprano, es un atentado para la
comodidad humana. Pero en ese tren, desde el conductor hasta el guardia que
hace cambio de estación, todos somos —y citando a la secretaria de presidencia,
Patricia Fernández— “compañeros de clase”, porque en el reloj, son las 6am para
todos. Y por más que sea un horario horrible para la clase trabajadora,
soportable solo por los ricos que hacen jogging
—o yoging— para ganarse su millón de
pesos invirtiendo en criptomonedas; los que estamos en ese tren, tenemos la
misma condición —económica y espiritual—, por lo que un poco de cordialidad con
los otros no estaría mal.
El asunto quedaría en eso, en un berrinche sin importancia, de
no ser porque cuando la madre se baja en la estación donde está el centro de
rehabilitación, las tensiones se relajan y el joven del celular me mira para
decirme: “¿Profe?”. No me creo la sátira teatral en que esto se ha convertido:
porque el obrero entreabre un ojo para ver el chisme y la mujer detiene sus
páginas para ver si valgo la pena como docente. Es Julio: estudiante de
Filosofía que justamente hoy expone un tema de Ética en mi clase.