Si tienen Spotify:
https://open.spotify.com/track/5xnHle9RD6q4maJK1UQEDx?si=tjAoS-I9R5Kz8rIIAXzgjw
Si quieren abrir YouTube:
https://youtu.be/4JywaUNHdyQ
En
medio de la noche, cuando estamos dentro de la cama, tranquilos, en soledad,
disfrutando de las sábanas; de pronto se escucha un ruido. Un sonido
proveniente de algún lugar atormenta nuestro cerebro y nos rompe la
conciliación del sueño.
Las
sombras se hacen más densas, las distancias más extensas. Alagar la mano para
prender la luz resulta imposible, porque sabemos que las cobijas nos protegen
de aquello que está afuera, de eso que quizá nos está esperando: bajo la cama,
tras la puerta, en el pasillo. ¿Cerramos bien la puerta de la casa? ¿Es algún
ladrón que entró o será algo peor? Quizá supera nuestra fuerza humana, es algo
que no se ha podido vencer desde hace muchos años.
Provenientes
de las noches sin luna, el terror se mete con nosotros en las sábanas, y espera
por salir. Es ese polvo sulfuroso que dejan los demonios al transmutarse en nuestros
conocidos para espiarnos en la cotidianidad del día, es esa araña que avanza lentamente
por nuestro brazo cuando la dejamos caer fuera de nuestros sueños, es la
misteriosa sombra humanoide que nos mira desde la ventana, aún sabiendo que no
hay nadie allí.
Estos
miedos vienen desde mucho antes que nuestra misma existencia como homo sapiens. Es nuestro instinto de
supervivencia quien nos grita: “¡Corre!”, quien nos hace tocar las paredes en
la oscuridad para no caernos, quien nos invita a canturrear en una casa sola o
a rezar —incluso antes de la existencia de Dios— para que nada nos atrape y nos
consuma.
Los
monstruos habitan este mundo desde antes que nosotros, y han subsistido porque se
han alimentado de nuestros miedos. Son crueles, son despiadados, y saben cuándo
asustarnos; porque, aunque durmamos junto a nuestros seres amados o, aunque
compartamos cuarto, ellos saben en qué momento estaremos susceptibles para sus
turbaciones.
Por
eso los monstruos han existido siempre, desde la mitología que creaba nebulosas
imágenes de entes carroñeros, cruentos jueces de nuestras almas que nos
condenaban al oblivion, ellos moraban
en nuestra historia con nombres como Zet, Fenrir y Orochi.
Los
ricos erigieron fortalezas queriendo rascar los cielos, lo más cercano al sol
que tanto lastima al maligno. ¿No pensaron esos alarifes que las paredes de
maciza roca también les servirían como refugio a ellos? Bram Stoker nos contó los peligros upíricos de seres
hematófagos que tienen la posibilidad de convertirse en niebla para robarse nuestra
vida en medio de las noches. La “invitación” que tanto presumen las películas
no son más que patrañas: en todos lados puede entrar la maldad: en una persona,
en un ídolo, en una roca o hasta en estas hojas. Por ello, dentro de estos
palacios que separaban a la aristocracia de la plebe, ellos vivían regodeándose en la mísera carne y sangre humana que
los alimentaba.
Ante
semejante peligro en las cimas de las montañas, levantamos murallas e iniciamos
antorchas. Nuestra fútil tarea era alejarlos de nosotros; pero en nuestro
intento, hicimos callejones oscuros: cuántos Londres, cuántos Parises, cuántos
Guanajuatos no son la cuna de infames criaturas que respiran nuestros cabellos
en el anonimato del viento, o que pisotean nuestras sombras al compás perfecto
de nuestra marcha y que —misteriosamente— nos causan un sobresalto al equivocar
el ritmo; quizá por error, quizá porque quieren que sepamos que están ahí. Estas
mismas calles son las que el asesino de la Rue Morgue recorría con chillidos bestiales,
aquellas donde Mr. Hyde —¿o sería Jack The
Ripper?— se limpiaba la sangre de sus nudillos después de masacrar
prostitutas y panaderos. Son las calles donde las ánimas esperan a noctámbulos
para tocarles el hombro y llevarse el alma de estos feligreses a los avernos tras
un paro cardíaco.
¿Muy
terrenal? Recordemos que el humano es un punto mísero en el cosmos. El universo
vibra de cierta manera, como si nos alertara de que hay algo más allá. Quien
escuche la sinfonía de los planetas podrá percibir esos susurros que
enloquecieron a Abdul Alhazred, autor del Necronomicón;
mismos que hicieron levantaran la vista al cielo a las personas antes de las
desgracias radiodifundidas por George Orwell en La guerra de los mundos. Las estrellas plañen una admonición: seres
transdimensionales ocultos en trapezoedros resplandecientes buscan afligir
nuestro espíritu; pero ignoramos el mensaje, dejando que se aproximen a nosotros,
mientras ignorantes, ponemos en nuestros oídos cualquier canción insignificante.
El
monstruo advierte: es una señal del funesto destino, del desenlace trágico en
que acabará nuestro enfrentamiento con ellos.
Un monstruo es un algo, es lo
desconocido; debería ser vencible; pero nosotros nunca sabremos cómo. Los
idiomas más vernáculos se quedan cortos ante sus palabras. Fantasmas y gnomos
huyen aterrados de aquellos a los que la historia literaria les dedica el
Horror.
Nadie
está a salvo de ellos, ni con las luces encendidas, ni abrazando al ser amado.
Quien no duerme enloquece. ¿Es culpa del cerebro o son los monstruos los que
nos visitan tras la vigilia y nos revelan su temible rostro?
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