[1718]
Cuando todos guardaron silencio, lo único que sonaba era el
crepitar del fuego. Después de beber, comer y jugar cartas, habían decidido intercambiar historias; eso les
hizo callar. Las noches sin Luna eran peligrosas, más porque el nuevo había
hablado sobre Evangelina.
—Esas cosas no se cuentan acá,
Ifigio…
—Ni me dejaron terminar. ¿De
verdad creen que lo que dicen de Evangelina sea…
—¡Jesús mil veces! —Danilo sacó el
arcabuz—. O te callas tú o te calla el yerro, malparido. Hay cosas que no se
dicen ni en este lugar… ni en ningún otro. No andes nombrando a esa… a esa.
Ifigio se levantó y murmuró un
juramento. Todos en ese círculo alrededor del fuego eran unos supersticiosos:
andar creyendo en esas babosadas. Se alejó de ellos y fue a buscar dónde
orinar.
—Este imbécil no sabe lo que acaba
de hacer. ¿De dónde los sacas, Rodolfo?
—Pues me lo recomendó el señor De
la Cruz; pero bueno que resultó para errarle.
—Malparido… el patrón debió
advertirle acerca de lo que no se dice durante las noches sin Luna… —Danilo le
dio un trago a la botella y miró su arma—. Mejor enterremos la plata y vámonos
de aquí.
—¿Y los conejos?
—Decimos que no encontramos… —se
removió dentro de su poncho—. Yo no me pienso quedar a esperar para que esa
vieja se nos aparezca.
A lo lejos, Ifigio se abrochaba el pantalón después de haber
vaciado su coraje. Entonces la vio allá en una roca. A pesar de la reinante
oscuridad cernida sobre todo el Valle Mayor, la cara de esta mujer brillaba con
iridiscencia fantasmagórica. Ifigio, como movido por su deseo, empezó a caminar
hacia allá, perdiéndose en la ausente voz melódica que embotaba su mente. Esos ojos
violetas y cabellos plateados le conminaban a seguir avanzando.
En el anonimato de la noche, esa
mujer, Evangelina, se puso de pie y con su dedo índice invitó a Ifigio a aproximarse
a esos ojos brillantes, mirarle la cara y tocarle sus pechos.
El corro de cazadores de conejos se había apartado del fuego
central para adentrarse al Valle Mayor hasta la Piedra del Tecolote, ahí debían
enterrar las seis monedas de plata y dejar sus trampas abiertas.
Así había sido siempre… y así
seguiría siéndolo.
Quizá fue el paleo constante, el
zumbido de las moscas sobre el monolito, o incluso la distancia de Ifigio; pero
los cazadores de conejos no escucharon las arrojadizas palabras que se gritaban
a lo lejos.
Entre el agujero y las jaulas se
habrían tardado veinte minutos; suficiente para que Evangelina hiciera lo suyo:
incitar a los hombres con esos cabellos plateados que parecían sumergidos en
una densa bruma.
“Es casto”, se dijo cuando escudriñó en la mente del
jovencito. Aún más coqueta, giró los hombros para desembarazar la ropa y dejar
a sus pechos libres de cargar el peso de la tela.
A Ifigio se le nubló la vista: en
ese instante solo estaba ella. Conocía muy en lo profundo que se trataba de Evangelina,
a la que había convocado esa noche; pero se le borró por completo lo que sabía de
aquel ser, dejando al deseo escurrírsele entre las piernas y apuntar hacia delante.
Cuando los cazadores de conejos regresaron, notaron la
ausencia del otro. Sus huellas se alejaban de la Piedra del Tecolote. Así,
tomaron armas y avanzaron lentos del miedo.
Danilo se santiguó con su cruz de
oro y se percató del sinuoso ruido que llegaba desde lejos: era un arrebatado
coito tajando el silencio del Valle Mayor, tan afilado como los colmillos de
Evangelina. Con ese horrible ruido, avanzaron acompañados de la oscuridad, ella
les susurró un pánico intenso junto al crujir del pasto seco y el desgaje de
los terrones destruidos a su paso.
Danilo estaba seguro de que era
porque la llamó el malparido aquel. Habían dicho el maldito nombre de la Bruja.
Se detuvieron al escuchar ese ruido de carne contra carne: lo notó con más
detalle. Allá en las sombras, resonaba el pecado y la maldad.
Apretó el oro sobre su pecho y
disparó al aire, más por miedo que por necesidad. Un grito de pesadilla
resquebrajó todo el Valle Mayor; notaron la sombra etérea de una mujer de velos
blancos y vaporosos huir del sitio como animal de presa.
Al verla escapar, los cazadores de
conejos corrieron rumbo a Ifigio. Lo hallaron abierto de panza y seco de
sangre. En todo derredor, pequeños conejos enlodados de rojo-sangre comían los
trocito de vísceras regadas por los suelos; eran las sobras del festín de
Evangelina.
Danilo permaneció renuente a tocar
el cuerpo.
—Hay que llevarlo de regreso;
¿cómo lo explicamos?
—Algún coyote que nos atacó en la
noche… —sugirió Anacleto.
—No hay coyotes en Churubusco.
—¡Pues ya los hay! —interrumpió
Danilo—, y ellos mataron a este crío.
—Tan joven…
—Joven y tarugo, ¿quién le manda a
hablar de esa cosa tan cerca de la Piedra?
—Hay que agarrar los conejos y
meterlos en los bolsos. Vámonos de regreso a Churubusco.
—¿Y qué hacemos con el Ifigio?
—A ese no lo toco; ya es de la
bruja.
—Tendremos que dar explicaciones,
¿cómo le vamos a decir a Martita?
—Hagan como gusten. Yo no le voy a
acomodar las tripas a este entenado —tomó un conejo por las orejas y lo levantó
a la altura de sus ojos—. Cochino trabajo que nos toca hacer.
—Todos los cazadores de conejos
sabemos el riesgo, Ifigio no se lo creyó.
[1690]
El padre Nicolás miró a los indios caminando afuera de su
iglesia. Ninguno se persignaba: ¡pecado! Había familias convertidas; pero aún
quedaban otros salvajes que celebraban ritos paganos. Un indio escupió al
terregal frente a la iglesia y el padre frunció los labios como rogándole a
Dios un castigo fulminante para aquel desquiciado.
Se secó el sudor de la frente con
un pañuelito. Calle abajo, notó a una bandada de salvajes mirarle con sorna:
era el hazmerreír del pueblo y todo porque el Capitán Aldonso de la Carpa no le
quiso dejar siquiera seis hombres para hacerle justicia a los rebeldes. Ya le
preguntaría a sus informantes quiénes eran aquellos.
El padre Nicolás vio ese antro a
modo de iglesia. Desde que el Capitán fundó Churubusco hacía tres años, los
españoles de sangre no eran bien recibidos en aquel territorio. De no ser por
las extensas minas de plata, jamás se hubieran dignado a instalar un poblado en
esos agrestes terrenos.
Atiborrado de desprecio, el padre
Nicolás se metió en el templo y vio el mediocre acomodo que los locales habían
hecho a la figura de Cristo Redentor.
—Santo Padre… —una pareja joven se
le aproximó por la espalda.
Las aletas de su nariz se abrieron
en un rictus de desprecio. Eran dos jovencitos, no recordaba siquiera haberlos
bautizado.
—Los Santos están en el cielo…
cuando se dirija a mí, llámeme solo “Padre”.
—Sí, su señor —el joven estrujó su
sombrero mientras la mujer agachaba la cabeza como pidiendo disculpas por algo
que no sabía.
—¿Qué quieren en la Casa del
Señor?
—Su bendición: hoy vamos a
juntarnos para tener un hijo.
—¡Pecado! —gritó retumbando su voz
en esos muros vacíos—. Dios no permite a un hombre yacer con una mujer si no
están unidos por la Ley de su Señor Jesucristo. Eso es lujuria: pecado capital.
Ustedes no pueden hacer esas cosas si no están casados bajo la Ley de la
Iglesia.
—Eso no lo podemos cambiar, señor.
Nuestro hijo debe ser hecho hoy —esa superstición caló aún más en el religioso—.
Pero queremos que sea cristiano como usted. Queremos que sea poderoso y hable
con los dioses como usted.
—Indios injuriados… ¡Quieren jugar
a la teología! Todos somos hombres de Dios, nadie tiene esos poderes que
quieren; ¡eso es brujería!
—No necesitamos palabra de hombre;
queremos palabra de Santo.
—¡Los Evangelios son claros en la
Iglesia del Señor! —el grito reverberó con la terquedad del padre Nicolás.
—Buscaremos a quien sí nos ayude
—dieron la vuelta y se fueron de ahí.
El padre Nicolás salió pronto del
edificio en pos de la pareja. Allá a lo lejos seguían riéndose aquellos indios
apestosos. “Ya verán”, pensó. Nunca entendió que sus informantes, aquellos que
vendían secretos del pueblo a quien supiera pagarlos, no cooperarían en esa
ocasión. Nadie hablaría de eso con el padre Nicolás: su negativa inclinaría a
la pareja a pedir ayuda en otros territorios, y denunciarlos sería denunciarla
a Ella.
[1691]
Unas uñas rascando la puerta silenciaron por completo los
ruidos dentro de la casa.
Era la primera noche sin Luna a
partir del nacimiento de su hijo.
Habían colgado un crucifijo en la
entrada; bañado en agua bendita los alrededores; pero era lógico que aquellas
supersticiones cristianas no eran efectivas contra Ella. Aunque hubieran
puesto el círculo de ceniza alrededor del patio no funcionaría: y la pareja
sabía lo que significaba.
Con un ademán, el joven azuzó a la
mujer para que se sacara al recién nacido de la casa. Estaban dándole pecho,
por lo que sus ruidos se redujeron a un balbuceo de leche. El hombre se llevó
el dedo a los labios: eterna señal de silencio ante el peligro. La mujer apretó
aún más a la criatura entre sus brazos y fue acercándose hacia la puerta
trasera. En medio de la noche, una quietud anormal llenó la granja.
Por unos instantes el pánico soltó
una densa neblina, ningún animal sonaba a lo lejos. En esa Luna nueva nada
parecía tener vida, la madera volvió a crujir bajo las amenazantes uñas de
quien rasgaba. El rasguido les resonó a modo de escalofrío hasta por debajo de
la piel: era como cientos de agujas zigzagueantes por cada uno de los poros de
la pareja.
Los pies polvosos de la mujer se
fueron abriendo paso sin hacer ruido, pero cuando quiso abrir la puerta
trasera, una figura se adentró al cuarto: era Ella.
Las valentías se arrejolaron hasta
el centro de la habitación. Ahí estaba aquella que nueve meses atrás había
protegido su unión.
—¿Se van? —profirió la mujer con
una sonrisa que reveló unos colmillos fulgurantes a la luz de las velas—. Ese
niño —estiró una mano para acariciar la mejilla; su madre lo alejó antes de que
lo tocara— debe quedarse conmigo.
—Déjelo con nosotros… —suplicó el
hombre—, le puedo pagar por él —aflojó un tabique y sacó una bolsita de seda—,
tengo dinero español.
Aproximó el oro a la bruja; pero
ella se alejó de aquel metal brillante.
—Tómelo, es suyo —insistió—; ¡no
se lleve a nuestro bebé!
—¡El niño ahora! Nada de oro.
El hombre aproximó las monedas aún
más y ella retrocedió de golpe. Sus horribles ojos morados se entrecerraron
como si quisiera guardarse un poco más el recelo que le crecía desde sus entrañas.
—¿Es el oro? —el sujeto le dio
unas monedas a su esposa y ella colocó una sobre el bebé.
—Teníamos una promesa: un niño
para calmar mi sed…
La madre se asustó al descubrir
esas palabras y los tratos que su hombre había hecho. Miró ceñuda a la bruja: —No
lo tendrás: ni hoy, ni nunca…
Los colmillos del ser se
escondieron en una mueca de desprecio.
—Los maldigo, Miramontes… los
maldigo… Ya descuidarán a ese muchacho… Será mío… él y toda su familia,
lamentarán el día en que decidieron desafiarme.
[1719]
Danilo le dio otro trago al licor. Se cumplía un año de
aquella noche de Luna nueva cuando perdieron a Ifigio. Esa vez no venía ningún inexperto,
todos los cazadores de conejos conocían aquellas leyendas y nadie se atrevería
a pensar siquiera en el nombre de la bruja.
Malditas tradiciones: ir al Valle
Mayor cuando la luna duerme, dejar las trampas para conejos junto a la Piedra
del Tecolote, hacer un hoyo para la plata y esperar a la mañana siguiente.
Aquella mujer cumpliría con su parte del trato: les dejaría dormir cerca de sus
dominios sin matarlos, tomaría las monedas y llenaría de conejos las jaulas.
Así había sido siempre… y así
seguiría siéndolo.
A Danilo se le metió un pánico por
detrás de los ojos, pero un trago a su botella y una caricia sobre el cristo de
oro lograron apaciguarle las ideas.
—Eres muy supersticioso, ¿verdad,
Danilo?
—Lo necesario, señor De la Cruz
—aunque el miedo igualara a todos los hombres, Danilo debía hablarle con
respeto: Arturo de la Cruz era español y dueño de medio Churubusco.
—Los buenos cristianos no deben
temerle a las supersticiones, Danilo… —para pensar mejor, le dio un trago a su
bebida—. ¿De dónde sacaste un crucifijo de oro si toda la vida tu familia ha
trabajado para mí?
Los cazadores de conejos se miraron
de hito en hito. La conversación y el alcohol estaban llevando al señor De la
Cruz a territorios peligrosos.
—Hace muchos años, mi madre se
lamentó de perder unas monedas de oro. Mi padre la supo callar… nunca le
gustaron las mujeres que pensaban tanto. Pero de esa época es que los indios de
tus padres te colgaron ese collar. Me acuerdo bien: yo tenía ocho años.
—No sabría decirle, señor —Danilo
no quería seguir aquel camino.
Los hombres empezaron a reparar en
cómo se iba encapotando el cielo: parecería que los vientos avisaran que la
bruja estuviese metiendo a los conejos en las jaulas. Seguro si prestaban
atención, percibirían las uñas largas de Evangelina rascando el suelo para
desenterrar la plata.
—Quiero verlo, Danilo —el amo
estiró la mano.
—Lo siento, señor De la Cruz, pero
no puedo… no es de broche. Cuando cumplí los catorce, mis papás lo hicieron a
la medida.
—Con razón siempre tienes el
cuello negro… Yo pensaba que era por ser indio —estiró la mano—. Quiero verlo.
Yo lo llevo a reparar después. Corre en mis gastos, Danilo.
—Ahí dispense, señor De la Cruz;
pero no se puede.
Los otros cazadores de conejos
miraron perdidos a lontananza. Las querellas del señor De la Cruz y Danilo
Miramontes poco tenían de importancia ya: ellos observaban asustados el Valle
Mayor, a su oscuridad profunda y a la mujer de cabellos vaporosos caminando descalza
hacia su campamento.
—Te estoy diciendo que me la des,
indio.
—Señor… —Danilo quiso detenerlo,
se llevó la mano al crucifijo y cerró su puño con fuerza.
—Reconozco el oro español, Danilo.
Los querencieros de tus padres se lo robaron a mi madre, ¿verdad?
Mientras Evangelina se acercaba,
los cazadores de conejos se pusieron en pie. Avanzaron sintiendo la excitación
palpitarles en la entrepierna.
Arturo de la Cruz serpenteó sus dedos
hasta el collar y jaló venciendo el eslabón más débil. En su mano tenía el
cristo de Danilo: aquel forjado a partir de las monedas que le defendieron de
la bruja al nacer.
Ninguno escuchó el bestial grito
propiciado por Evangelina desde el fondo del Valle. En el aire flotaban los
otros cazadores de conejos, sus caras lívidas y cuellos rotos indicaban el
destino que les había dado Ella. En cuanto rompiera su hechizo, caerían
muertos hasta el suelo.
Desde el cielo sin luna, una voz
reptó hasta aquellos.
—Miramontes…
Arturo de la Cruz miró a la Bruja
del Valle Mayor. Estúpidamente, el miedo le crispó las manos y la cadena
resbaló por entre sus dedos. Empezó a llorar ante el ahorcamiento repentino.
Evangelina, mostrando una sonrisa
desquiciada, alzó por los aires al terrateniente. Las piernas se le movían
tratando de asirse a algo; pero él seguía subiendo, como si el viento quisiera
arrancarle el cuello. La agonía duró poco; la palidez se apoderó de su cuerpo y
se unió a los cadáveres flotantes que se sostenían por cuerdas invisibles desde
las nubes.
—Miramontes… —el viento se
sincronizó con la voz de la bruja haciendo más ominoso su llamado.
Danilo no se dejó esperar: disparó
su arcabuz directo al pecho de la mujer.
Apenas retrocedió unos centímetros;
en su piel estaban los agujeros de los perdigones; pero no manaba sangre, sino
que de sus pechos escurría leche… una leche plateada y espesa.
Danilo miró el crucifijo en el
piso, ¿se arriesgaría a ir por él?
La bruja lo levantó como a su
jefe. No sintió el ahorcamiento, pero sí un sofoco que le acercaba al desmayo.
—Tus padres me prometieron que
calmarías mi sed, Miramontes… —La mujer se relamió los colmillos—. En tus venas
corre mi maldición… un trato que rompieron cuando no me dejaron beberte todo.
Antes de que fueras un hombre, Danilo.
Las venas de Danilo bombeaban un
pánico pesado. Sudado de miedo, temblaba desde arriba. El viento le helaba por
dentro y por fuera.
—Ya no me sirves para eso,
Miramontes… ahora quiero otras cosas.
El cuerpo de Danilo fue bajando al
suelo. Lo arrodilló sin mover ni un dedo, solo sus penetrantes ojos purpúreos
dieron la orden silenciosa para que descendiera. Lo acostó de lleno en el
terregal.
—Colabora conmigo y hoy tendrás
riquezas, Danilo; en unos años, la fama; y después: el poder.
Cuando el hombre tragó saliva, el
Valle Mayor le regresó un sonido de muerte y espanto.
—Quiero tres hijas, Miramontes…
dámelas y no le faltará nada a los tuyos…
La imagen que le mantenía cuerdo:
el crucifijo de oro, se fue desvaneciendo para convertirse en el fuete de su
patrón. Arturo de la Cruz yacía muerto allá arriba. ¿De qué le servirían sus
terrenos ahora?
—¿Aceptas, Danilo?
El hombre tartamudeaba de un frío
que se le había metido hasta el alma. Echado como estaba, decoraba su vista con
los otros cazadores de conejos: cuerpos pálidos flotando sin que el aire les
tocara.
—Quiero todo lo que tenía la
familia De la Cruz.
La bruja sonrió para sí, le bajó
los pantalones al indio y masajeó su entrepierna.
—Dame a mis tres hijas y haré de
los Miramontes los más poderosos de todos los Churubuscos: de este y del que le
sigue.
Los colmillos asomaron de nuevo.
Danilo logró soltar su brazo del hechizo. Allá arriba yacían los cuerpos de los
cazadores de conejos. Mientras la bruja lo desvestía vio que a su lado tenía el
crucifijo de oro, era cosa de estirarse y tomarlo con su mano libre. Evangelina
le tocó con delicadeza y le besó el pecho. Juntó ambas intimidades. Danilo
quiso estirar la mano; y pudo haber tomado la cruz de oro, pero prefirió un
beso condenatorio: rozó la cara de aquella mujer y firmó un pacto que duraría
eternidades.
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