El señor Serrato fue el primero en ver llegar ese autobús a
Churubusco el Alto: descendieron Luciferino —quien unos meses atrás había colocado
su agencia de viajes a una calle de su terrenito— y un sujeto embarnecido, este
último llevaba al hombro una bolsa de cuero. El extraño era rubio, blanco y de
ojos azules; hasta gringuito parecía. El señor Serrato espió desde la esquina
cómo aquellos dos discutían un asunto misterioso e importante.
Luciferino había prometido a todos
en el pueblo que iba a renovar el turismo y traer más almas a Churubusco el
Alto; a pocas semanas ya tenían un nuevo inquilino.
La pareja se dio cuenta de cómo
Justino Serrato los miraba y decidieron agarrar camino. Quisieron librarse de la
plática, pero al estar parado en la mera esquina, el señor Serrato les
interceptó.
—¡Qué tal! —se animó a dirigirles
la palabra —. Buenos días.
—Buen día, don Serrato —le
respondió Luciferino—. Le presento a mi amigo el general.
—¿General? —el señor Serrato recorrió
de arriba abajo al hombre. Se le veían unos brazos anchos y un rictus marcial—.
Pues sí… sí parece militar.
—General Fulgencio Buenrostro,
señor Serrato. Mucho gusto.
El apretón fue tan duro como una cabalgata
en el desierto; Justino no estaba acostumbrado a la rudeza.
—Qué buenas manos —abanicó el
brazo como para desembarazarse del dolor.
—Gracias, señor.
—¿Viene de visita?
Luciferino interrumpió: —Hoy compra
casa aquí.
—¿La casa del padre Morelos?
—preguntó el señor Serrato.
—Exactamente. Ahí a un lado de la
Alcaldía.
—¿Seguimos? —el general Buenrostro,
algo harto, le hizo un ademán a Luciferino.
Los dos se encaminaron calle abajo
hasta doblar a la derecha.
El padre Arnulfo esperaba al interesado en comprar la Casa
Morelos. Tarareaba alguna canción folklórica y cruzaba las manos por detrás de
su espalda. Su ánimo se le cuajó cuando vio a Luciferino a lo lejos. Algo tenía
ese nuevo inquilino que no le gustaba; pero vender la Casa Morelos le ayudaría al
convento de sor Melchora de Eixample.
—Padre Arnulfo —Luciferino sacó su
sonrisa felina—, pero qué coincidencias. ¿Usted va a mostrarle la casa al
general?
El religioso analizó al rubio y se
dio cuenta que sí, efectivamente: era un militar.
—General Fulgencio Buenrostro,
padre. Mucho gusto —el apretón que dio casi le rompe el viacrucis al hombre—.
Tengo entendido que quieren vender esta casa. ¿Puedo verla?
El lugar era fresco y polvoso. Desde los tiempos del padre
Morelos —primer religioso de Churubusco el Alto— la casa no se había limpiado.
El polvo intacto parecía querer conservar la beatitud del muerto; no era para
menos, el padre Morelos era quien había traído al pueblo a la Virgen del Valle
Mayor.
Al padre Arnulfo se le hizo raro
ver la casa tan descuidada, porque en vida, la hermana del religioso, Jacoba
Morelos, siempre había sido diligente con el orden: se la pasaba limpiando la
casa de su mellizo. Decían las malas y buenas lenguas de Churubusco el Alto que
la Casa Morelos era un ejemplo de inigualable pulcritud porque Jacoba se pasaba
horas fregando trastes, lavando ropa o cosiendo en su habitación. Seguramente,
si hubieran sido más sentenciosos, entre frase y frase, podrían haber escuchado
aún los suspiros de Jacoba escurrirse por las paredes.
—¿Viene solo o tiene esposa?
El general se abrió de ojos y
Luciferino no pudo hacer más que reír por lo bajo. Si supiera sus motivos para
llegar a Churubusco el Alto; esa loca.
—No… es para mí nada más.
Abrieron la entrada, el zaguán
conectaba con el patio; este a su vez daba a tres espacios diferentes: una
habitación con toda la pinta de ser estudio, la cocina y un baño; al fondo del
patio había unas escaleras para ir al piso de arriba, ahí se ubicaba la
recámara principal, el cuarto de lavado con otro baño, un bonito cuarto con
vista a la calle y la habitación del fantasma. Si uno se seguía hasta la
cocina, encontrarían un gran árbol de limones, lo malo era que estaba seco como
lágrimas de viuda.
La casa parecía muy buena.
—Se la dejo en seis mil piezas de
plata, señor Buenrostro —es el remate que le da la arquidiócesis.
—¿Y cuánto sería en oros?
—¿En oros? —el padre Arnulfo sintió
que le hablaban en ruso. Gracias a la Iglesia sabía del oro, pero nadie en
Churubusco el Alto usaba aquella medida.
—Como sabrá… —intervino
Luciferino—, el general viene de Atototlán de la Paz, y allá no usan reales.
—Sopéselas usted —el militar le
dio una moneda de oro al padre Arnulfo y pudo sentir el gramaje.
Al padre se le abrieron los ojos
como maravillado: tan puro y limpio; tenían razón los otros religiosos con quienes
se carteaba de vez en cuando: el oro era la representación de Dios en el mundo.
Si aceptaba ese metal no sería por codicia, sino porque la plata de Churubusco
era negra y corrupta.
—Pues… oiga… pesa mucho.
—Claro, padre; es oro.
—Con esto, si quiere…
—Padre… es una moneda solamente
—el general miró a Luciferino con un rictus de incredulidad.
—No-no-no-no-no… — el religioso abanicó
su mano mientras se quedaba absorto en su reflejo dorado—. Más bien le tendría
que dar cambio yo.
—Padre Arnulfo —el general quiso
rechistar; pero Luciferino levantó un dedo al aire.
—Si su excelencia está de acuerdo
—se sacó un contrato de entre la ropa—, podemos firmar—. Sospecho que el
general Buenrostro no requiere que le den cambio.
—Pero es muy poco por una casa, es
apenas una moneda, en Atototlán de la Paz una casa me valdría…
—¡Dos monedas! —gritó Luciferino—.
Pero comprenda, general: Churubusco es más barato que las capitales. Usted
guarde su dinero. Después de todo lo que tuvo que pagar para venirse a vivir
acá, no vamos a desfalcarlo —le dio unos golpecitos al bolso de cuero curtido;
allá dentro habían cerca de veinte mil monedas más de aquellas. Su retiro iba a
salirle baratísimo. No quiso ni preguntarse cuánto ganaba el resto de las
personas en ese pueblito.
Después de una larga charla en la agencia y una buena comida
en la cenaduría de doña Mitotes, Luciferino llevó al general Buenrostro a
probar suertes en el bar de Apolonio Garcés.
—¡Pásale, Luciferino! —el joven cantinero
recibió a los nuevos clientes—. ¡No hay mejor manera de conocer Churubusco el
Alto que venir a mi taberna! —en la barra resonó el vasito lleno de brandy de
Jerez.
Luciferino hizo una seña para que
le sirviera lo mismo al nuevo. Apolonio Garcés se la pensó un poco, pero cumplió
con la comanda.
—Aguas que está fuerte, para
morirse—Apolonio Garcés guiñó estúpidamente—. ¿Sí habla español?, ¿o es
gringuito?
—Claro que sí, señor.
Apolonio Garcés se asustó de esa
voz que sonaba como trompetas de llamado a honores. Era la voz que debía tener un
hombre, y lo demostró bebiéndose de un solo trago todo el brandy de Jerez.
Luciferino se maravilló de aquella
hazaña, él también podría haberlo hecho; pero esos licores eran raros y debían
paladearse.
—Sírvale a mi compañero algo más
fuerte, ¿no, don Apolonio? Algo que se pueda tomar así de aguerrido.
Nadie le llamaba “don Apolonio”,
pero cuando escuchó aquello supo que sería su nuevo nombre.
—Como guste, don Luciferino.
Aún nadie llamaba así tampoco al
Diablo; pero supo que ya se irían acostumbrando a tenerlo ahí metido entre las
gentes de Churubusco el Alto.
El tabernero dejó una botella de
aguardiente frente a la pareja. Don Luciferino seguía dándole sorbitos a su
brandy de Jerez. El general Buenrostro se sirvió un par de tragos y los apuró
con la sed de un hombre que descansaba después de una campal. Tanto había
sufrido por esa vieja loca; pero ahora estaba lejos: con casa y con dinero, se
sintió realizado. Y, de trago a trago, iba a brindar para sus adentros hasta
que se le olvidara por qué celebraba.
—¿Y qué hace usted por acá en
Churubusco el Alto? —preguntó Apolonio Garcés.
—Me retiré del ejército.
—¿Era soldado? —poco a poco los
rumores de la plática fueron viajando en el alcohol de las palabras.
Luciferino le contó ya ocho
tragos.
—General —le corrigió—. Batallón
604 de Atototlán de la Paz —el hipo le atacó de súbito—. Estaba requerido a
proteger la zona de unos criollos: los Olotes; pero tuve complicaciones…
Luciferino interrumpió: —Una
mujer…
Esa intervención no le hizo gracia
al general Buenrostro.
—¿¡Se le murió!? —Apolonio Garcés
se llevó la mano a la boca.
—¡Ojalá! —se rio el general y se
echó a la garganta el décimo trago de la noche—. Me estaba persiguiendo, la coneja
aquella.
—¿Cómo?
—Viejas raras… Se enamoró de mí la
méndiga. Que me vio güero y se le mojaron las ganas a la cagrona; pero
nadie le da órdenes a Fulgencio Buenrostro. ¡Que no querían que me tostara con
el sol! ¡Ja! —Luciferino calculó otros seis tragos antes de que perdiera el
conocimiento.
—Pues con respeto, pero sí está
guapo, señor general.
Luciferino soltó una risa ahogada.
Sacó su pluma fuente y escribió unas cosas en un posavasos que luego guardó.
Apolonio ardió de envidia sabiendo que aquello seguro era otro soneto.
—¿Y le dijo que no?
—Me la pensé… me ofrecieron dinero
—juntó los dedos para hacer más histriónica su narración—. En el ejército yo daba
las órdenes, y no una descabezada como esa.
—Entonces le dijo que no.
—Para nada. Le dije que sí.
—¿Y eso?
—Fue cuando conocí a Luciferino.
—Ah, jijo, ¿andaba en
Atototlán de la Paz?
—Negocios: me llegó desde Alemania
una máquina para hacer joyería, eso y quería comprarme una pluma nueva. ¿Quiere
verla? —la arrastró por la barra hacia él—. Me lo encontré en un bar. Ya sabe
que busco bebidas de buena calidad.
—¿Y qué le dijo?
—Pues… —Luciferino estiró la mano
y le hizo una seña a Apolonio Garcés para que probara la pluma fuente—. Lo vi
desangelado, le comenté de mis negocios…
Dos tragos más y se le iría por
completo.
—¿Su agencia de viajes?
El general Buenrostro se burló en
silencio. “Ah, pa’gente tonta”, pensó el militar. Creyendo que Luciferino tenía
un negocio digno. Bien se acordaba de aquel papel mohoso que firmó con sangre.
“Ya ni llorar es bueno”, se dijo apurando más licor a su garganta.
—Le di una oportunidad de tener
una vida nueva. Le llamé al padre Arnulfo y compramos la Casa Morelos.
—¿Y en cuanto le salió?, si no es
mucha indiscreción.
—Seis mil reales de platas en oro.
—¿En oro?
Luciferino se adelantó: —Sí, es la
moneda de Atototlán de la Paz, allá no usan reales.
—Qué raros son… sin ofender al
presente.
El general Buenrostro se echó el
último trago de la noche.
—Viejas locas… y su familia más.
Pero el dinero… —Luciferino le puso una mano en el hombro al general Buenrostro—.
La van a meter al convento a la entenaa:
ya la quiero ver como si estuviera en la cárcel: sumergiéndola en agua helada y
dándole de tomar vinagre para que se purgue toda su locura.
—¿Nos vamos? —Luciferino se puso
de pie.
Apolonio Garcés se quedó mirando al
par con desconfianza.
—Páguele, general.
—Seis monedas.
El general Buenrostro veía triple;
apoyándose en Luciferino sacó las monedas de oro que golpeó aparatosamente en
la barra.
—Pero de plata…
—Cabrones aprovechados.
El hombre dispuso otras seis
monedas y se las puso en la barra. Desde ese día la taza de cambio de la
taberna sería dos a uno, perdiendo el oro.
Apolonio Garcés se la pensó dos
veces en hablarle a Luciferino: —¡Se le olvida su pluma! —le dolió desprenderse
de aquel objeto.
—Don Apolonio… —Luciferino hizo un
ademán extraño—, la información que escuchó es delicada… ¿Me entiende? El
general tiene que proteger su reputación y no podemos dejar que aquella insana
mujer lo encuentre.
Apolonio Garcés asintió. Empezaba
a desarrollar cierto asco hacia el extraño, mismo que iban sintiendo los demás pobladores
de Churubusco el Alto.
—¿Le parece si guardamos el
secreto y perdona a mi amigo?
Silencio.
—Es más… —el ademán se repitió—, quédese
mientras con la pluma como señal de buena voluntad… a la mejor le sirve para
echarse unos sonetitos.
La codicia carcomió a Apolonio
Garcés, haciéndole sacar una mueca de felicidad: pecado disfrazado de sonrisa.
—¡Qué sería de mí si mis clientes
no pudieran confiar en Apolonio Garcés! —Luciferino lo tenía por completo, él era
su as bajo la manga—. ¡Buenas noches a ambos! Acá los espero.
Vio alejarse al par: Luciferino
cargaba al general sirviéndole de muleta. Pese a la delgadez del vendedor y la
complexión del militar, parecía no costarle trabajo cargarlo. Ya que escribiera
con la pluma entendería por qué era aquello, por fin tendría completa
conciencia de quién era Luciferino y compartiría el secreto con Fulgencio
Buenrostro, el boticario… y próximamente con don Gaspar.
Por su parte, el general descubrió
que en su tierra natal una casa podía pagar cerca de cien mil bebidas; pero
aquí —en Churubusco el Alto: tierra de locos—, necesitaba doce casas para
comprarse una noche de borrachera. ¡Bonito lugar al que había llegado!
No supo cómo amaneció en su cama vistiendo un pijama verde
militar. De hecho, por su resaca, poco le preocupaba razonar aquello. A menos
que estuviera en casa de con Luciferino; no tenía ni idea de dónde se
encontrara.
A estas alturas y con esa jaqueca
taladrándole la frente, quería dormirse todo el día: preocuparse poco o nada
por dónde estaba. Era libre, era lo que importaba. Libre, rico y con un mundo
por delante.
—¡Levántese! —era una voz femenina.
Fulgencio Buenrostro medio abrió
un ojo y vio a una mujer colocar un vaso con sal de uvas bien diluida en la
mesa de noche.
—Lleva casi media mañana durmiendo;
ya son las 10:28 y sigue en la cama.
El general Buenrostro entreabrió un
poco más los ojos. ¿Y eso qué le importaba a esa señora? Borroso, vio
difuminada a la mujer aquella. Parpadeó un par de veces, pero entre la luz y la
resaca, no pudo ni levantar la voz.
—¡Señor, es hora de despertarse!
Ya se le fue toda la mañana.
—¿Y usted qué quiere? ¡Déjeme
dormir, carajo!
Se escuchó un respingo y la mujer
desapareció.
Minutos más tarde, el general
Buenrostro medio abrió los ojos y vio el vaso servido. Decidió acabárselo de un
trago y buscar dónde estaba. Encontró —además de mareo y náuseas— su ropa
—incluso la que no se había traído a Churubusco el Alto— perfectamente colgada
en el ropero. No sabía de dónde salieron tantos muebles: en definitiva la
decoración era un poco anticuada, como de siglos pasados; pero le parecía
agradable, aunque le recordaba la casa de su abuela.
Salió de la habitación y pudo ver
el cuarto de lavado, la otra recámara: era su casa. Chasqueó la lengua y
bajó las escaleras.
¿De dónde habían salido todos los
muebles?
¿Qué hacía aquella en su casa?
Giró para adentrarse en la cocina
y la misma mujer le extendió la mano con un papel: —Se lo dejó el señor
Luciferino anoche antes de montar los muebles.
Ni abrió bien los ojos, es más: ni
reclamó su presencia dentro de la cocina.
Mi
estimadísimo general,
Me
tomé el atrevimiento de decorar un poco mejor la Casa Morelos, ahora deberemos llamarla Casa Buenrostro.
Algunos de los muebles estaban en el
sótano; pero descuide, ya me encargué de ponerle naftalina para que no
siguieran oliendo a humedad.
En cuanto a su equipaje: mis hombres
saquearon su habitación en Atototlán de la Paz. Si se preocupa de que cierta persona supiera de su
viaje, tenga por seguro que usted no será localizable ni por los mismísimos ángeles.
Su admiradora, no tendrá rastro suyo en ningún momento. Y, en caso de que esa mujer llegue a
Churubusco el Alto, yo le
prometo que lo coloco en un autobús que lo mande a otro lado donde siga
teniendo tranquilidad.
Lo que pagó fue suficiente para que le
diera su vida. De eso me encargo yo.
Si tiene necesidad de hablar conmigo, ya sabe dónde encontrarme.
Luciferino
Le dio una segunda leída a la carta. Comprendió que estaba
en su casa y que aquellos muebles eran parte del mal gusto de su contratista.
¿Qué podía esperar de alguien que usaba zapatos puntiagudos y saco en pleno sol
de la tarde? Reparó en que tuviera todas sus monedas de oro, el bolso pesaba lo
mismo; pero se dio cuenta de su inocencia: primero desconfiar de los hombres
que de Luciferino.
—¿Va a querer desayunar? Su amigo
dejó papas, huevos y chorizos ¿Qué le preparo?
¡Esa voz de nuevo! Allá una mujer
fregaba la loza. Pero ahora que la veía un poco más despierto notó que algo
debía tener en los ojos: era transparente.
—Mucho gusto, señor. Soy Jacoba, para
servirle a usted y a… bueno… a usted nada más.
—¿Cómo entró en mi casa? —el
general era hombre de guerra, pero se dio cuenta de que a simple vista una
mujer no resultaba tan amenazante; aunque, era rara. Conocía todo tipo de mujeres
en Atototlán de la Paz, ¿pero transparentes? Algo había escuchado de que en ese
pueblo pasaban cosas medio raras: como el chamán Grabiel que mataba con una
imposición de manos; pero, ¿personas transparentes?
—Nuestra casa, dirá.
—No, señora. Pagué por ella con
dinero constante y sonante —era muy temprano para andar con pleitos.
—A mí no me engaña ni me hace taruga.
Vi cuánto le pagó y yo sé lo que vale mi casa.
—¿Y quién se cree usted para decir
que es su casa?
—Jacoba Morelos, heredera legítima
de esta santa construcción hasta que me vaya al cielo… ¡Y no me voy a ir!
—¿Morelos? Entonces es de los antiguos
dueños.
—No me malentienda: no soy de los viejos dueños; que muerta sigo siéndolo.
Eso que usted pagó se lo permito por toda la planta de abajo, sin contar la
cocina, claro está; ni el lavadero y menos el cuarto de arriba; ese es mío.
—Qué tonterías son esas. Si quiere
que le pague tome —el general se aproximó a su bolso— ¿Cuántas monedas quiere
pues?, ¿tres?, ¿cuatro?
—Ahí sí no se puede hacer nada,
señor. ¿De qué me sirve el dinero a mí que ya estoy muerta?
—Lo mismo le pregunto: ¿de qué le
sirve a usted esta casa?
—Hombre tenía que ser… Se nota que
no sabe lo importante que es el hogar para una mujer hecha y derecha.
—Señora, ¡está muerta!
—Pero decente, y eso ni la muerte
me lo quita.
—Me fui de mi casa para escapar de
una loca y me encuentro con otra. ¡Ah, qué jijos!
—Me modela sus palabras que aquí
no se andan diciendo groserías.
—Yo hago lo que me venga en gana
en mi casa.
—Pues de la cocina para fuera, que
aquí no me va a venir a gritar. Y no ha respondido… ¿va a desayunar o no?
—Ah, viejas canijas. Hasta muertas
son buenas para joder.
—¡Jum! Pues no me conteste; le voy
a preparar lo que yo quiera.
En pocos minutos, el general Buenrostro
tenía frente a él un suculento plato humeante: cuatro huevos revueltos y un
pedazo de chorizo que escurría manteca roja.
El fantasma miró al general.
—¡Ándele pues! Lávese las manos y
véngase, que mis platos no están para comerse fríos.
Era su segundo día en Churubusco
el Alto y el general Buenrostro ya había descubierto que nadie estaba cuerdo en
ese pueblo guajolotero; ni siquiera los aparecidos.
—Y antes de que se vaya a asear, mínimo
dígame su nombre, oiga. Que no lo voy a estar tratando de “usted” y de “señor”
todo el tiempo. ¡Jum! Vivir en mi casa y ni presentarse. Estos muchachos
groseros.
—General Fulgencio Buenrostro.
—¿Ve? Tan fácil que era. Ya sígale
a lavarse las manos que se le va a enfriar.
En esas miserables horas ya había
visto más que en toda la Guerra de los Olotes. Tanta discusión le levantó un
dolor de cabeza más fuerte; por lo que se quiso quitar de problemas: fue al
baño y se aseó para desayunar. Pese a todo, tenía hambre y la carne le bajaría
la migraña; además, lo que menos quería lograr era discutir con otra vieja.
Enojado estaba; pero al dar la
primer mordida descubrió una buena razón para que el fantasma viviera con él —que
tampoco era como que viviera mucho; estaba muerta—; si esa mujer quería
quedarse con él en la casa, le iba a decir que sí.
—¿Está o no está bueno?
—No, pos sí…
El fantasma de Jacoba Morelos
movió un par de ollas más y sirvió un par de tazas de café.
—¿Y usted qué está haciendo acá en
Churubusco el Alto?
—Nombre, ¿pa’ qué le digo? Las
viejas no son de fiar… —probó los huevos y descubrió que estaban tiernitos:
como le gustaban.
—Ay, no sea tarugo, señor Buenrostro.
¿Qué no sabe que los secretos se llevan hasta en la tumba? Pero tiene razón en
eso de que las mujeres no somos de fiar —la memoria se le agolpó en el
espíritu—. Aunque ya con eso, ya me dijo muchas cosas: militar, güero, ojos
azules, desconfía de las mujeres y le gustan los muebles de viejita. Pues ni
modo, ya me tocaba pasarme la eternidad con un jotito.
—¡Ah, no me friegue, señora! ¡No
soy de esos!
—Bueno, tampoco le vería nada de
malo.
—Vieja necia, ¡que no! —le dio un
sorbo al café: era el más sabroso que había probado en su vida, ¿era canela o
clavo ese saborcito que se le escapaba? Nomás por el gusto de la comida decidió
contarle todo—. Le vengo escapando a una loca y a su familia. A mí nadie me
manda y esos malditos me querían contratar… comprar… ¡algo así! Yo soy hombre
pa’que vea.
—Pues da igual le huyó al
compromiso. Qué buen general me salió, si no puede con una mujer y dominarla
cómo es la ley de Dios… ¡Ay, no Ése qué! La ley del hombre ha de ser. Pero
le huyó a una muchacha… ¿Ya ve porque tenía mis sospechas de usted? Pa’mí que
sí es jotito, oiga.
—Vieja cabrona.
—¡Qué en mi cocina no se dicen
groserías! ¿No escuchó?
—Pinches viejas locas —el general Buenrostro
azotó la taza en la mesa. Se puso de pie; tomó su bolso de monedas y se fue
hacia la calle. Antes de cruzar la puerta principal dio media vuelta y gritó a
todo pulmón:
—¡Cabrona! —el patio sí era suyo e
iba a decir lo que le diera la gana, que su oro le había costado.
Ya a las 4:00 de la tarde, el general Buenrostro entró de
nuevo en la casa. La comida le había costado casi quince monedas de oro y, por
desgracia, en ningún lado le ofrecían un cambio justo de una pieza de oro por
varias de plata. Hasta parecía que la vieja que lo persiguió por todo Atototlán
de la Paz le había pasado su locura al pueblo completo. Sopesó lo que había
sufrido en esos dos días: a pesar de todo, tolerar la irracionalidad de Churubusco
el Alto era mejor que despertar a medianoche con una vieja encuerada encima de
él queriendo endilgarle un hijo.
Dejó su bolso en la mesa de la
cocina y se encontró con la taza de café que el fantasma de Jacoba Morelos se
había servido en la mañana.
—Bonitas horas de llegar, eh.
—Bueno, ¿y a usted qué le importa?
—Pues que hice de comer y ya se le
enfrió.
Se la pensó un poco y miró de
tanto en tanto las cosas servidas.
—¿Usted come?
—Ahí anda con sus preguntas
tarugas otra vez.
—¿Entonces pa’que cocina?
—Pues ya estoy aquí, ¿qué puedo
hacer? Si aquel de arriba me dejó, mínimo me tengo que entretener. Mi hermano
me prometió que me iba a dar los santos óleos antes de morirme; pero el
desgraciado se le olvidó: nacimos juntos y juntos nos íbamos a morir —un
suspiro de ultratumba le dio conmiseración al general Buenrostro—. Ya luego le
contaré acerca de las cosas que hizo aquel canijo. Si no se me va otra vez —lo
miró con saña—, porque a cómo tiene su carácter… Una le dice algo y luego se
encabrona y se va de la casa.
—Señora, está en la cocina;
respeto.
El fantasma de Jacoba Morelos se
rio. En vida siempre había sido la segunda en nacer, la mujer, la sirvienta, y
ahora, con casi cuatro generaciones de haber muerto, se dio cuenta que era la
primera carcajada en toda su existencia. Los fantasmas no lloraban; pero de
mera felicidad lo habría hecho.
—Ándele pues. Vaya a lavarse las
manos en lo que prendo la estufa. Y no me importa si ya comió, ¡eh! Le voy a preparar
cuatro tacos; así que se los traga.
Ese fue de los últimos días en que
al general Buenrostro se le vio delgado. Sí, se había escapado de Atototlán de
la Paz para huirle a esa loca, para no casarse, no tener las responsabilidades
de un marido. —Bonita chingadera… —susurró por lo bajo.
—¿Qué anda diciendo?
—Nada… Jacoba, nada —suspiró—. Sírvame
el plato, pues —se lavó las manos en la tarja de la cocina.
—¿¡Y a fuerzas quiere hacer lo que
quiere verdad!? Las manos se las lava en el baño a la siguiente. Hace las cosas
como se debe o no las hace.
—Pues a la siguiente muérase como
se debe y así no voy a tener que estar aguantando fantasmas ruidosas.
—¡Ándele, pues! Tome —le dejó el
plato en la mesa. Estaría enojada; pero su comida tenía algo de sagrado y no
iba a aventarla por un mugre enojo—. Ahí mañana me trae tempranito un pollo
fresco y unas papas que voy a prender el horno.
El general Buenrostro se aguantó
los regaños y dio un bocado: ya le diría sus verdades al salir al patio.
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