Por más que odiara a su abuela Epitafia y a mamá Esme, Gabriel
Núñez debía seguir su camino; con el sol y las memorias quemándole con rencor
la espalda.
Llevaba cuatro días caminando desde
Atototlán de la Paz. Al norte del Valle Mayor estaba la Sierra Caliza —aún sin
nieve en sus puntas—, le recordaba su infancia: eso que tuvo y le arrebataron
tan fácil. Siguió avanzando por el camino enterregado hacia su pueblo —o a lo
que alguna vez pudo llamar hogar—: Churubusco el Alto. Quien cruzaba el Río de
los Gambusinos para un lado, rara vez podía irse de regreso; esto le llegó a la
cabeza cuando distinguió aquel viejo puente de madera: la frontera.
Ahí se erguía el Puente de la
Asunción, suspiró sabiendo que al fin era libre de cruzarlo. Sintió el frescor
del agua corriente deslavándole el sudor repegado en su rostro. Podría haberse
ido en otra dirección: hacia Libertad de Juárez, a la capital, pero él —necio— regresaría
a casa.
Y allá delante: su primera prueba.
Una niña corría de un lado al otro
del puente. Junto al vado, un par de borrachos se ahogaban en alcohol, aún se
acordaba de aquellos dos; sin embargo, la niña era nueva en el paisaje. La miró
como analizándole sus intenciones.
—¡Niña! —gritó sin pisar la
madera.
Ella sonrió alegre y lo saludó con
la mano.
Gabriel se quitó el sombrero y una
mata rizada de pelo castaño se meció con el viento, sus ojos azules refulgieron
al mirar a la pequeña.
—¡Niña! —gritó con más fuerza,
pero ella no se acercó.
Leyó todos sus indicios y supo que
—si ya era complicado volver a casa— aquello le haría dar un rodeo.
Era el único cruce en kilómetros,
y le urgía llegar a Churubusco el Alto esa misma noche. Sopesó la caminata y
supo lo que debía hacer. En medio de una rabieta, Gabriel se sentó en la tierra
y comenzó a desabrocharse las botas, le había costado caro tenerlas y no iba a
dañarlas. Y todo por esa niña de listón verde olivo: Gabriel ahora debería cruzar
el río por debajo del puente.
Entró al agua descalzo. Sus pocas
pertenencias que había traído consigo desde Atototlán de la Paz estaban en un
bolso sobre su cabeza. El agua estaba fría: seguro le iban a salir ampollas;
pero prefería eso al mugroso fantasma de esa niña.
Desde el vado, los borrachos renegaron
entre burlas e insultos. “Ya volverá”, pensó la mujer del río, quiso observar
las reacciones de la niña, pero ella ya no estaba ahí.
Empapado de panza y piernas, Gabriel continuó su caminata
sin ponerse las botas. El calor le mordía los pies, pero estaba seguro de que
pronto llegaría a los sembradíos de trigo plateado. En su memoria se detonaron
las imágenes de aquellas tardes de pan recién horneado con don Santiago
Jojoringo. ¡Aún se acordaba del nombre!; bueno, también él no lo había
traicionado como su propia familia. Un temblor le movió por dentro y no supo si
era el río helado que le calaba los huesos o las ansias de enfrentar a sus rostros
de su juventud. ¿Cómo lo recibirían?
Esta respuesta la tuvo cuando la
Luna llena decoraba el cielo. Mientras el astro brillaba sobre los senderos,
era libre; ¡de haber sido Luna nueva, ni loco se hubiera adentrado en el Valle
Mayor! No iba a cometer ningún error, no esta vez.
Las campanadas del convento de sor
Melchora de Eixample tañeron como advirtiendo la llegada de Gabriel, coincidiendo
con el primer paso que daba dentro de Churubusco el Alto desde hace tanto
tiempo. Un llanto de felicidad se agolpó detrás de sus ojos, entonces las
lágrimas fueron avanzando junto a él.
Una mujer se extrañó del viajero.
Así como estaba vestido, parecía un indio cualquiera: ropa deslavada y un atado
a la espalda; para la gente del pueblo, Gabriel no podría ser reconocido si no
se le veía vestido con el traje ceremonial de los Núñez.
—¿Visitante? —dijo aquella: por su
cara, voz y complexión, era una persona de bien. Ella, ante el desharrapamiento
del extraño, podría considerar invitarle a cenar.
—Residente… —los ojos azules de
Gabriel sacaron un brillo de antorchas y velas—. ¿Señora Loreta?
La aludida se maravilló. No
conocía a ningún joven así de guapo en todo Churubusco el Alto; no desde…
—¿Gabriel? —el nombre se arrastró como un eco que caló en los oídos de todos
los habitantes—. ¿Gabriel Núñez?
—¿Cómo está, señora Loreta?
—¡Mi corazón! No te veía desde que
estabas así de chiquito —el ademán fue una seña de estatura, pero Gabriel lo
interpretó como de madurez. Estaba de regreso siendo un hombre—. Pero qué
milagro. ¿Ya cenastes? ¡No has comido! Te invito a mi fondita.
Gabriel sonrió con ese rostro
hermoso que siempre le había causado problemas. —No se preocupe…
—Pero debes cenar algo, ¿no?
¿Cuándo comistes por última vez?
—Hace varios días —estaba seguro
de que le invitaban porque se sentía atraída por él.
—Muchacho, tienes que comer, y ve
nomás: todo un hombrecito.
Sí, era por eso que era
amable con él.
—Y hueles a chivito correteado,
también. Pásale conmigo y te aseas, que no puedes llegar así a tu casa… ¿qué va
a decir tu familia?
Le importaba poco. Apestando o
hambreado, iba a plantárseles frente a todos.
—Descuide, doña Loreta —el nombre
se le hizo extraño, ¿cómo le decía el pueblo a esa señora?—. Tengo que llegar
con la familia, ya ve lo de…
—Sí… lo de tu mami —chasqueó la
lengua en señal de conmiseración—. Pero llega conmigo cuando quieras, ¿eh? —y
le sobó el brazo izquierdo como movida por una fuerza que apenas reconocía en
ella. De pronto deseaba ayudarle en todo lo posible.
Gabriel sonrió y se alejó despacio
despreciando el contacto físico. Seguramente la mujer estaba tentando la carne;
siempre le pasaba, en todos lados él era solo una cara bonita: era su maldición.
Así, indignado, se puso de nuevo el sombrero para cubrir su rostro.
Caminó todo derecho, la casa
estaba hasta el otro extremo de Churubusco el Alto, a su familia le gustaba aquella
zona: tan lejos de todos y tan cerca de las minas.
¡Doña Mitotes! ¡Así le decían a la
dueña de la cenaduría! Seguro se dejó ver como un tonto al llamarle por su
apellido.
La noticia de que Gabriel Núñez —el Ángel de la Muerte—
había regresado, se esparció en menos de lo que se calentaba un plato. Doña
Mitotes se encargó de hacerle honor a su nombre y esa noche, desde Flavio
Miramontes en sus peleas de gallos, hasta el mismísimo don Luciferino, supieron
que había regresado a Churubusco el Alto el eslabón que le venía faltando a los
Núñez desde hacía varios años. Los engranajes del mecanismo desarmado antaño
por la vieja Epitafia de Sánchez empezaban a trabajar de nuevo; a trompicones y
oxidado; pero avanzando. Don Liberación se alistó para preparar un nuevo
menjunje para el recién llegado, don Fernando, el barbero, preparó su silla
para escuchar todo lo que quisieran decirle mientras le cortaba el pelo. El
pueblo, ansioso de novedad, quería asir alguna historia, chisme o rumor sobre
el Ángel de la Muerte. Churubusco el Alto estaba presenciando el inicio de una
revolución equiparable a la de 1738, año de la Virgen del Valle Mayor.
El padre Aparicio iba en el tercer misterio. La familia rezaba
en medio de un aire cargado de pachuli y otras hierbas. Al religioso no le
gustaba el sincretismo de los Núñez: los aromas eran hasta paganos. El altar
construido para Esmeralda Sánchez parecía más propio de la superchería que de
buenos cristianos, pero debía corresponderles a los Núñez, ellos le habían
quitado aquel dolor de huesos que casi lo mataba. Debía darles la misa privada
para el descanso eterno de aquella mujer.
El padre cerraba los ojos
abrazando su fe y esperando no quedarse dormido después de aquel día: era
jueves y traía unas copitas y cigarros encima; siguió con la letanía
memorizada: —Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo…
Silencio.
—Gloria al Padre, y al Hijo, y al
Espíritu Santo…—repitió esperando la respuesta de los presentes.
Abrió sus ojos rojos de alcohol y
tabaco. A la entrada del salón, estaba un hombre descalzo y de sombrero ancho;
todos en el funeral lo miraban dándole la espalda al padrecito.
—Como era en un principio, ahora y
siempre, por los siglos de los siglos —Gabriel empezó a avanzar. Se santiguó—.
Amén.
Las caras y reacciones fueron
distintas: su padre lo miraba con cariño y gozo, sus hermanos entre el coraje y
la decepción; pero la más importante: Epitafia de Sánchez. La abuela se
sorprendió al verlo ahí. Recordó por qué lo habían corrido del pueblo y mejor
cerró los ojos ahogada en ira.
Gabriel no se tentó el corazón; se
siguió de largo hasta la primera fila y tomó asiento; se persignó una vez más y
entrelazó sus manos en señal de oración. Cerró los ojos con respeto: ahí yacía
el cuerpo de su madre, al menos debía fingir un poco.
Los insultos se pensaron con tanta
fuerza que casi se les salían hasta por las orejas. Graciela Catenaria frunció
los labios en una seriedad de culo de gato.
—¿Continuamos, padre Aparicio?
Gabriel ni conocía a ese
religioso, se acordaba de cuando el padre Arnulfo lidereaba a las jerónimas,
¿qué habría sido del padre Chucho en todos esos años?
El religioso terminó su oficio y salió de la casa. Al paso,
le abordó Gregorio Núñez hijo y estiró la mano con unas monedas de plata. El
parroquiano insistió en que era su deber, que no podía aceptarlas. Goyo no
estaba en ese momento para aguantar falsas modestias, por lo cual se las guardó
agradeciendo con un movimiento de cabeza; regresó al salón y se dispuso a
pelear con su hermano en cuanto el padre Aparicio saliera de la casa. Por su
parte, el religioso pensó en que nunca más volvería a negarse a unas monedas;
menos desde que llevaba una racha de tres semanas perdiendo a las cartas contra
Francisco Albarde.
—¿Tú qué haces aquí, maldito?
—empezó Gregorio Núñez hijo, su hermano.
—Maldito no, pero sí despreciado
—elevó la mano para calmar los ánimos—. Tengo derecho de estar acá.
—Mamá te desterró —completó Graciela
Catenaria.
—Mamá ya se murió, ¿no? Mi exilio
se acabó esa noche.
—Ni el novenario le respetaste.
—Hubiera llegado antes de haber
podido; pero Atototlán de la Paz no está aquí a la vuelta.
—Y ni zapatos traes —su hermana
regresó al ruedo—. Habrase visto una pinta tan más jodida.
—Hermanita, respeta el cuerpo
presente de mamá.
—Ni es tu madre, ni somos familia.
Ante los presentes, Gabriel
deshizo el paquete que venía cargando. Se quitó el sombrero y la camisa de
manta frente a todos. La abuela Epitafia de Sánchez masculló en silencio y no
dejó de lanzarle miradas iracundas mientras lo veía desnudarse. Por su parte,
Gabriel se vistió con la ropa púrpura propia de los chamanes, se endilgó al
cuello el tótem de tecolote confeccionado con plata y amatista y puso en sus
manos una piedra oscura. La presencia de aquello silenció a todos los asistentes
del velorio. El señor Gregorio Núñez, su padre, se llenó de orgullo al ver la cachetada
que les había dado a sus hermanos; estos, por su parte, apreciaron la calidad
de los materiales. La abuela, muda, molesta y maniaca, recapacitó que ese
muchachito salido de casa a los catorce años, volvía ahora con más indumentaria
que cualquiera de los Olmedo, de los Sánchez y de los Núñez. En su árbol
familiar, nadie había conseguido un pedazo de meteorito, ni siquiera ella.
—Tengo que mandar a mamá a
descansar antes de meterla en el Osario. ¿Y quién va a poder hacer eso? Con
todo respeto, digo… —fue mirando de uno a uno a los presentes—. Ni un chamán
que acaba de aprenderse los ritos de paso, ni una niña que nomás habla con los
espíritus… Y la abuela —sonrió socarronamente— no puede desde que le quité la
voz.
Las miradas de asombro fueron a
juego con las ofensas apelmazadas en la garganta.
Don Gregorio Núñez no podía estar
más alegre por su hijo que había vuelto con bolsas vacías y ansias llenas.
En medio de una nube de aires
mágicos y escándalos a media voz, Gabriel levantó en alto la piedra negra que
lo distinguía como un chamán de verdad. El fragmento de meteorito era un logro
exclusivo para los más iniciados en las artes de Evangelina: la maestra
familiar. Quizás eso era lo único que había acallado las maldiciones que
querían lanzarle desde que entró desarreglado y arrastrando las arenas de los
caminos hasta las alfombras de la casa.
—Esmeralda Sánchez de Núñez:
madre, estás muerta.
La voz de Gabriel apagó todas las
velas del lugar.
Los presentes percibieron en esa
oscuridad un olor a cementerio y a plata mojada; fue entonces que cada flama
prendió —ahora— en tonos purpúreos,
La imagen regordeta de una señora,
mamá Esme, se manifestó sobre su cadáver.
—Qué vergüenza la mía —el aire
resonó con la voz del ánima—. Ser evocada por mi hijo desterrado. ¡Bastardo!
Sus hermanos quisieron intervenir,
aproximarse a Gabriel e interrumpir aquel horrible proceso. Su padre tomó el
brazo de su hijo mayor. La orden fue silenciosa: una mezcla de cortarle el
pulso y de una mirada severa.
—Eres el ánima de Esmeralda
Sánchez de Núñez, y yo soy el chamán. No te permito hablarme así —la boca
traslúcida del fantasma se selló como si nunca hubiese existido.
Epitafia de Sánchez mordió el aire
como recordando con furia el momento en que perdió la voz del mismo modo.
—Esmeralda Sánchez de Núñez, soy Grabiel
Núñez. Y aquí le pregunto —la boca del espíritu apareció de pronto; ella no se
atrevió a volverla a abrir—: ¿quiere quedarse en nuestro mundo o ascender?
Graciela Catenaria se puso de pie
como queriendo reclamar esa audacia. Allá, la abuela, muda como estaba, la
fulminó con un reclamo silente que la hizo regresar a su asiento.
Las luces purpúreas volaban con un
viento inexistente que les helaba el miedo a todos.
Esmeralda Sánchez respondió:
—Primero muerta antes que verte todos los días.
La entrada fue aporreada con ira:
nueve ronquidos, nueve golpes en la puerta. Todos en esa casa supieron de qué
se trataba. Epitafia de Sánchez movió los labios en un llanto ahogado en su
pecho. ¡Era él!
Esmeralda Sánchez se arremolinó
sobre su cuerpo. —¡Me quiero quedar! ¡No me voy a ir con ese!
Gabriel, teniendo el poder que
ostentaba, supo que su madre había tardado en contestar. De haberle pegado el
ánima a sus huesos, el Gallo Negro no habría podido reclamar aquella alma.
Gabriel suspiró lastimeramente.
—Pues, Esmeralda Sánchez de Núñez,
despídete de tu cuerpo, y que así sea hasta que puedas salir de nuevo a las
calles, tomar camino hacia la Sierra Caliza y recoger tus huesos.
El fantasma se fue corporeizando y
se colocó a un lado de Epitafia de Sánchez: las dos matronas habían muerto y
ahora quedaba un desquite entre el hijo mayor: Gregorio; el segundo y más
poderoso: Gabriel; y la única mujer: Graciela Catenaria. Los tres Núñez se
discutirían el título de nuevo jefe familiar. Allá, los dos espíritus de las
difuntas refunfuñaron con desprecio, al menos a mamá Esme le habían devuelto su
voz y no estaba condenada a un silencio eterno como Epitafia de Sánchez.
Nadie se metía con Gabriel: el
Ángel de la Muerte, el que podía doblegar los poderes del Más Allá, el que,
según las enseñanzas de Evangelina, rompería la maldición de la familia,
liberándolos para siempre del Gallo Negro y de esos toquidos en la puerta que
llegaban cuando los chamanes o los Miramontes fallecían.
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