Cada mañana, Felipa se hacía camino hacia el mercado con
cientos de ideas pululando en su cabeza: junto a la lista de compras, rebotaban
de un lado a otro de su cabeza términos y fórmulas. Esto ocurrió rutinariamente
durante los primeros años de su vida, siempre cumpliendo con las normas
impuestas por su familia: no descuidar a su hermano, no perder el tiempo
leyendo, no hacer nada que diera de hablar a los vecinos. Más que reglas, eran
prohibiciones, y su responsabilidad como la hija estaba ligada a lo que sus
padres dijeran; le gustara o no.
Sin embargo, la posibilidad de ser
la encargada de preparar la comida era algo bueno, pese a todo. La razón
distaba mucho de las artes femeninas; ella estaba enamorada de descubrir lo que
había atrás de aquellas ciencias. Felipa tenía un alma de investigadora: cuando
abrió por primera vez los antiguos libros de su abuelo, se enteró de todas las
fuerzas que interactuaban en su día a día. Desde temprana edad empezó a leer
sobre temperaturas, oxidaciones, reducciones y demás palabras que le habían
sorprendido sobremanera. Felipa sabía poco de esos secretos matemáticos
reflejados en los libros, pero con paciencia, empezó a experimentar lo leído.
Lo difícil no era reducir sus términos de laboratorio a una simple olla o
sartén, sino comprender el complicado alemán de los ejemplares de su abuelo.
Con el tiempo, adecuar y traducir se hicieron parte de su vida cotidiana y de esa
rutina de señorita de hogar.
Las noches se las dedicaba a leer
aquellas páginas. Sus sueños eran arropados por fórmulas flotando en su mente,
susurrándole cariños hasta entrada la madrugada. Temprano, debía salir en busca
de materias primas interesantes: una gallina grasosa, papas llenas de almidón,
semillas rebosantes de aceites esenciales, y a veces frutos dulces que
convertiría en alcohol; de haber sido mayor de edad, esto último lo habría
hecho todos los días. Así, anotaba en su
recetario complicadas reacciones: cómo se cuajaba la grasa con el frío, el
color lechoso que cobraban las salsas cuando le agregaba aceite o la tan
compleja fécula de maíz: en toda su vida había descubierto por qué se
comportaba tan extraño cuando la diluía en agua. ¿Y para qué hacía todo esto?
Las lecturas, experimentos y anotaciones eran para volverse profesora de alguna
universidad, la misma donde había vivido su abuelo: en Burkenreich.
Churubusco el Alto no tenía
ninguna casa de estudios superiores, ni estaba cerca de llegar a tenerla. Ni
siquiera en la ciudad más cercana, Atototlán de la Paz, podría encontrar algo
similar a una escuela. Una opción sería la capital, pero sus padres jamás
aceptarían que ella se dedicara a estudiar cosas de hombres, mucho menos porque
debía cuidar a su hermanito Armindo Moles, quien nació con las piernas atrofiadas
y postrado sobre su silla de ruedas. Felipa era la única que empujaba al pobre
Armindo, era su culpa por robarle la fertilidad a su madre, era su
responsabilidad porque ella sí caminaba y el hombrecito de la casa no. Así, la
posibilidad de irse era distante. Lo que había descubierto en los libros de su abuelo
parecía una mentira: ese mítico lugar —Burkenreich Universität— era tan lejano
para ella a pesar de que sus antepasados provenían de allá, lo supo cuando
encontró entre uno de los ejemplares de la biblioteca, una postal de una
hermosa ciudad colonial, la letra de una tal Hilde Müller, su tía abuela, movió
su espíritu y le conmovió más. Algún día visitaría aquel pueblo suizo, quizá
hasta podría dar clases allá. Quienes conocían tantas cosas, terminaban siendo
profesores como el señor Enquiridión González.
Su padre nunca le compartió la
historia del abuelo; ella la había descubierto en los diarios escritos en
alemán guardados en el despacho de la casa. Gustav Müller había llegado desde
Europa cuando abrieron las minas gracias a su mejor amigo y próximo cuñado
Ferdinand. Sus estudios profesionales eran de geólogo y metalistero, por lo que
había sido llamado por el entonces alcaide Reynaga para diseñar un modo de
extracción de aquel metal. Su misión era sacar de las entrañas de la Sierra
Caliza la añeja y pastosa plata. Reabrieron los túneles clausurados hacía cien
años y dejaron a Gustav Müller trabajar.
Gustav Müller había llegado como un
extraño, pero pronto se volvió un pilar de la sociedad: un extranjero que
apelmazaba piedras enormes de plata en los socavones. Poco a poco su abuelo dejó
de serle útil a las minas: cálculo que hacía, cálculo que salía mal, y era
porque no contaba con que Los Muertos del pueblo endurecían y reblandaban
los suelos a su capricho para que los dejaran descansar. De no haberse casado,
seguro habría visto la pobreza. Fue así que el apellido alemán perdió su
fuerza, tanto así que se castellanizó hasta cambiar por algo más propio de las
tierras americanas.
Quizás poco quedaba de Suiza en
sus venas, pero Felipa se hizo fluida en aquel idioma que ni siquiera su padre
o tía conocían. Tanto así, que ella se sorprendía repitiendo poemas, obras de
teatro o frases sarcásticas en alemán. De hecho, pensar en dos idiomas le permitía
separar su mente cuando trabajaba, y con facilidad era una de las personas más
inteligentes de todo Churubusco el Alto; el acabose se daría más tarde.
En Churubusco el Alto estaba
penada la brujería, de esta suerte, cualquier mujer con un mínimo conocimiento
de los secretos de la vida, era vista como peligrosa y hereje. El padre Arnulfo
había condenado en una ocasión a una de las sirvientas de su tía por decir sepa
qué en latín; quizá ni siquiera era algo demoniaco, el padre no conocía
aquel idioma arcaico. Sin embargo, el castigo de la pobre Melania — sirvienta en
la casa de las tías segundas de Felipa— fue de veinte azotes con un fuete
mojado en agua bendita. Los recuerdos de aquella penitencia siguen decorando el
patio trasero del convento de las jerónimas, esas gotas cafés son recordatorio
de que la magia no es bien vista. Todos los habitantes llegaron a este acuerdo,
pese a convivir diario con los Sánchez y sus artes chamánicas. De esta
experiencia, se le quedó grabado a Felipa que no debía dar a conocer su inteligencia.
Por eso no quiso involucrarse más
allá de calcular las tazas de azúcar necesarias para una mermelada; cuántas
horas o grados requería una masa para elevarse; aprendió de fermentación y
otros menesteres.
Y por años quedó así: una mujer
que cumplía con el estándar de saber cocinar con sazón; nadie se podía imaginar
todo aquel proceso científico que respaldaba la buena cuchara de Felipa. De
esta suerte, jamás imaginaron sus objetivos secretos alejados de los oídos del
pueblo y, sobre todo, de su madre, porque cuando Felipa confesó sus intereses,
ardió Suiza.
La señora Coraldina de Moles ya se
imaginaba aquellas desviaciones que se llevaba entre manos su hija. Esa amistad
con Froilán de la Cruz y Davidcito Domínguez no le gustaba en absoluto. Esos
muchachos no tardaban ni cinco minutos en platicar de los misterios de
Churubusco el Alto. “Verdades científicas mis nalgas”, recalcaba su madre al
escucharlos. Y por ello, cuando Felipa se abrió a sus padres pensando en que entenderían
su futura vida académica. Suiza no se puso más cerca; sino imposible. ¡Nunca
iban a mandar a Felipa a las Europas! Al contrario, se iba a quedar en
Churubusco el Alto para siempre. ¡Nada de ciencia! Sería el mismísimo Señor
Jesucristo quien le iba a bajar esos humos de grandeza. En menos de una semana,
Felipa ya estaba siendo entregada a las jerónimas para convertirse en novia de
Jesús. ¡Qué ciencia ni qué nada! La educación de una mujer solo podía servir
para alabar al Señor. ¡Luego acabarían igual que el abuelo Müller!
Así, la pobre de Felipa abandonó su
vida —no solo a su hermano y amigos, sino también su nombre— para convertirse
en sor Filiana. Por más que se quejó, no tuvo voz ni voto, y como monja, perdió
casi toda su individualidad.
Durante más de seis años, la hermana Filiana desapareció de las
calles. El único contacto con el exterior lo tenía al salir a comprar al
mercado, pero esa responsabilidad se la dieron hasta varios años después de
abonarse a las filas del Señor. Su padre era su única visita, una vez cada tres
meses y en veces le contaba cómo su hermano seguía mirando la ventana en
dirección a la chanchería de los Honorato. Pero su padre decidió ausentarse de
su vida, hacer perdedizas las cartas que Froilán le mandaba a su hija y todo ese
abandono ayudó a que sor Filiana buscara desdibujarse de esos pasillos
monacales.
Debieron haberlo sospechado,
cuando sor Filiana mató a las mejores gallinas y molió las más finas especias
era una señal de advertencia; sobre todo cuando cortó las frutas más dulces
para preparar un refresquito delicioso. Las jerónimas tuvieron una cena de
última voluntad. En su celda, esa noche sor Filiana amarró sus sábanas a las
vigas de su techo y subió a una silla. Su plan era ahorcarse y ya, sin explicar
nada. Seguramente las hermanas se preguntarían el porqué, notando —quizá— que
habían sido cómplices de aquella tragedia.
Sor Filiana subió descalza a la
silla. El crujido parecía incitarla a que no lo hiciera: le rogaba que recapacitara;
puso la almidonada sábana alrededor de su cuello.
Se quedó unos segundos pensando,
mirando por la ventana aquella noche de luna llena.
Reflexionó sobre la muerte y el
pecado. ¿Cuánto tardaría en morir? El tiempo en que la sangre dejara de estar
oxigenada, el peso de ella, la altura de la viga; no era suficiente para
dislocarle el cuello y matarla de un solo tirón, pero ahorcarse en otro lugar
era imposible.
En medio de ese velado
arrepentimiento, le llegó un olor conocido, similar al de su padre, al de la
familia Moles: era humo de cigarro. Seguro eran desvaríos; sin embargo, un
chiflido con el ritmo de Mussorgsky le llevó su atención a lo que estuviese
pasando afuera de su celda.
—No me diga que tan desamparada
está una monja.
Esa voz reptó hasta los oídos de sor
Filiana entre los barrotes de la ventana; por unos instantes se sintió mejor
sin saber por qué. El timbre de aquella persona le tentaba a seguirlo. Quiso
desmontarse el yugo de su cuello y averiguar qué sucedía allá abajo.
—No me gusta lo que está a punto
de hacer, hermana.
La voz era educada, como debían
ser las voces europeas según ella.
—¿No quiere bajarse de la silla y
acercarla a la ventana para que platiquemos? —aquella invitación le pareció
incomprensible—. De nada le sirve morirse con la duda de quién soy. Si tanto
quiere, después de platicar conmigo, vuelve a amarrar esa sábana en su cuello. Yo
le puedo decir un nudo más efectivo que no le lastime y la asfixie más fácil.
Sor Filiana analizó que, por más
atento que hubiera estado aquel extraño, jamás habría sabido que se estaba
ahorcando. Su celda se localizaba en segunda planta y, a menos que tuviese una
escalera, era humanamente imposible saber todo aquello.
Con premura deshizo la horca, bajó
de la silla, la arrastró hasta la ventana y se asomó a la calle. Ahí estaba
fumando un hombre de zapatos puntiagudos, el bigote era un refinado mostacho
arremolinado en sus puntas y traía un fino saco de lino púrpura con líneas
rojas. Esa cara socarrona, el tono tan pedante, las caladas al cigarro, el saberlo
todo cuando nadie le decía algo; había escuchado de aquel hombre: era don Luciferino.
—Perdón que le hable desde acá
afuera, pero nadie me ha dejado pasar al convento a saludarla, hermana.
—Lo que quiera, no lo va a obtener
de mí, engendro.
—Ay, hermana. Permítame empezar
antes de hacerme juicio de valor. ¡Me preocupa que usted se quiera matar
teniendo tanto potencial! ¿Qué no razonó con su increíble mente científica todo
lo que estaría dejando de lado?
Era la primera persona en decirle
a sor Filiana que era valiosa.
—Yo la puedo ayudar. A lo mejor no
me tiene confianza. Yo tampoco me tendría confianza, y eso es digno de alguien
listo, debo confesarle. Sin embargo, busco llegar a un trato con usted… algo
que… que no la haga perecer; algo para sacarla del hastío en el que está
ahorita. ¿No quiere darle uso a esa ciencia que se carga en el cerebro? ¡Venga!
Seguro que no va a echar en saco roto todo lo que aprendió desde chica… “Wir
müssen jeden Moment leben”.
Esa oración —lo supo sor Filiana—
provenía de las obras de un tal Ancel Schmelel encontradas en la biblioteca de
su abuelo con una dedicatoria a sus amigos y mecenas. Era del poema “Carpe
diem” el cual había memorizado en alemán.
Sor Filiana —y la desmuerta Felipa
Moles— comenzaron a salivar para sus adentros como si estuviese frente a ellas
un humeante platillo delicioso tras un ayuno cuaresmático. Ese hombre habría
sido un compañero de charlas perfecto. La Madre Superiora indicaba tajantemente
no prestarle atención a aquel sujeto.
—¿Y usted qué gana?, ¿qué quiere
de mí? No lo hace de a gratis.
—Claro que lo sabe. Ha leído mucho,
incluso su abuelo tiene un libro dedicado a mí: luego lo busca —le guiñó un
ojo—. Me maravilló su conocimiento de alemán desde niña… pero ¿ignorar el gran
papel que está por jugar en nuestro pueblito…?
—Mi hermano me contó cosas de
usted y de cómo engañó a Lucy. ¿Qué quiere?
—¿Cómo voy a engañar a la persona
más lista de toda esta ciudad? Seguramente usted resultaría más sabia que el
mismísimo Odín.
El nombre de un dios ajeno les dio
pesadillas a las monjas. La madre Antonia abrió los ojos de golpe. Sor Filiana,
impresionada, soltó sus atavíos y se dispuso a escucharle.
—Y entonces, ¿por qué no quiere
que me mate?
—Con usted no puedo llegar con apariencias,
ni con falsos disfraces. Usted y sus amiguitos conocen muy bien a Churubusco el
Alto. Por eso, me sirven para que sobrevivamos a lo que se nos viene. Nuestro
tiempo está ya muy avanzado y no quiero desperdiciar todo esto. Necesito guardar
todas las palabras dichas en Churubusco el Alto, no solo las personas, sino
hasta lo que dicen las casas y los animales.
—No entiendo; ¿quiere que escriba
la historia del pueblo?
—No… usted no tiene esa pluma. Su
hermanito sí, ¿sabe? Puedo hablar con mi amigo don Apolonio Garcés para que le
dé unas recomendaciones: ya sabe, conjugaciones, puntos de vista, cosas de
escritores. Pero a él tampoco lo necesito.
—¿Y yo que, entonces?
—Hermana… Usted es la clé
principale en todo Churubusco el Alto.
—Ya no ande con rodeos, ¿qué
quiere?
—Regalarle esta llave —en su mano,
la figura de bronce pareció brillar como si estuviera recién fundida— esta es
la llave de la biblioteca.
—No hay ninguna biblioteca en todo
Churubusco el Alto.
—Sí, sí la hay —sus colmillos
enmarcaron una sonrisa aterradora.
—¿En el convento? ¿Dónde?
—No, aquí a dos calles se
inaugurará la Biblioteca Regional y usted debe administr el lugar, sor Filiana.
Claro, a modo de castigo por estar despierta a tan altas horas de la noche
escribiendo y leyendo.
—¿Cómo?
—Es lista y no desperdiciará esta
oportunidad, hermana. Baje de esa silla y póngase a leer los papeles de su
escritorio.
Al mirar, sor Filiana encontró en
la mesa un par de hojas manuscritas: reconoció la letra de Armindo, su
hermanito.
Cuando regresó sus ojos, notó cómo
aquel hombre se alejaba por las calles dando una calada a esos cigarros de
azufre y almizcle.
—¡Oiga! —gritó sor Filiana—. ¿Qué
nudo debería usar para matarme?
Don Luciferino se rio por lo hondo
y tiró la bachicha de cigarro al piso. —Si tanto le interesa, va a estar en su
escritorio en unos días.
El hombre desapareció tras la
esquina. Las calles quedaron mustias, como si él —o la depresión de sor
Filiana— jamás hubiese pasado por ahí, dejando como única prueba el aroma del
cigarro flotando en la bruma.
La monja sonrió y se jugó todo en
ese momento desanudó la horca: regresó su silla a la mesita. Ahí estaban unas
hojas escritas con la reconocida mano de su hermanito: era un cuento sobre una profesora
en la ciudad imaginaria de Töden, Suiza.
Quiso sonreír, pero la
tranquilidad de la lectura fue tajada por la madre Antonia, quien llegó a
revisar su celda y verificar qué hacía despierta a deshoras.
Según la madre Antonia: la
literatura era materia profana, vedada para las jerónimas desde que su santa
patrona, sor Melchora de Eixample, la había prohibido. Esa era la razón principal
para agendarle un severo castigo a sor Filiana.
Si sor Filiana no hubiera tenido
conocimientos vagos de su futuro, esa amenaza le habría quitado el sueño; pero
al contrario, le dio el más tranquilo descanso de todos. La novicia se llenó de
paz, porque, ya fuera Dios o fuera el Diablo, aquello no estaba tan mal
previsto.
Como era de esperarse, sor Filiana despertó temprano y
comenzó sus rezos. La madre Antonia la vigilaba con ojos de escopeta desde el
fondo de la capilla. Tras servir el desayuno, recibió su citatorio para hablar
con la superiora en el despacho del padre Aparicio.
—¿Sabe que está prohibida la
literatura en este convento, hermana? —ni un “Buenos días” la recibió al entrar
a la oficina.
—No.
—Desconocía esos gustitos suyos. Debe
de irse dando cuenta de que esas manifestaciones artísticas no sirven de nada
si no están dirigidas a Nuestro Señor o a la Virgen.
Sor Filiana sabía que su madre
jamás le había comentado a la religiosa nada acerca de los gustos desviados de
su hija: leer, investigar, querer impartir clases en una escuela. Todo eso era
para dar pena; seguramente se lo había guardado como secreto de confesión.
—Espero que esto —la madre Antonia
levantó del escritorio las hojas escritas por su hermanito— le haga darse
cuenta de que esos gustitos… —terminaron rasgadas ante ella, parando en el
cesto de basura—, no los tenemos bien permitidos aquí.
Sor Filiana sintió hervirle el
coraje. Quiso responder y gritarle a la superiora, pero se detuvo de golpe
cuando vio que la madre Antonia sacaba de su hábito una llave de bronce.
En el despacho del padre Aparicio,
todos los cuadros miraron aquel objeto sabiendo que no provenía de algún orden
divino, sino que había sido fundida en algún círculo del Infierno; pero esto lo
sabían exclusivamente sor Filiana y las potestades angelicales.
—El señor don Félix acaba de salir
de aquí y me pidió ayuda a cambio de un dinero para nuestra Orden.
Sor Filiana abrió los ojos como
para comerse la escena con los párpados, trató de fingir su emoción, pero una
sonrisa la delató; por desgracia, la madre Antonia no se percató de ese desliz al
estar concentrada en unos papeles con las indicaciones del alcalde.
—Son libros sin importancia:
ciencias duras y tecnología. A ver si así se cansa un poquito de sus literaturas. Limpiará y vigilará el
espacio: le va a tocar estar a cargo de la Biblioteca de Churubusco el Alto
“Enquiridión González”. Espero usted se desencante de esas historietas
románticas —cuando la madre Antonia miró a sor Filiana, esta se puso seria y
renegosa—. Ojalá y se harte de los libros. En ellos hay puras mentiras. ¡Me va
a leer todos los ejemplares de la biblioteca! Hasta la aburrición… Ya no piense
en sus mundos imposibles y tonterías de niña enamorada como las de la otra noche.
Ese espacio se llamaba igual que
su profesor de primaria; le dio gusto ver que se había convertido en una
persona importante para el pueblo. No se imaginaba cuánto. Además, si ya tenían una
biblioteca, ya distaban poco menos de una escuela superior.
—Ojalá esta incursión le haga ver a
los libros como lo que son: repositorios de conocimiento y no de falsedades.
En medio de un silencio acogedor, sor
Filiana se quedó pensando en todas las posibilidades.
—No está muy contenta con esto, ¿verdad?
¡Me alegra! Retírese ya.
Esperar a darse media vuelta para
sacar la sonrisa más auténtica y pulcra de todas. En su mano la llave de bronce
le daba un calor latente inusual.
El problema ahora, sería averiguar
por qué don Luciferino estaba interesado en esos libros.
A partir de entonces, Churubusco el Alto empezó a acercarse
un poco más a la civilización. Poco faltaba para ser la Capital de las Artes
del Valle Mayor, según dijo don Apolonio Garcés en Las Trece Musas.
Sor Filiana se estableció una
nueva rutina: despertar, rezos, desayuno para doce, lavar la loza; después:
romper su voto de reclusión para ir a trabajar a la biblioteca.
La primera vez que abrió el lugar
olía a pintura y a barniz, aromas desconocidos hasta ese momento: indicio
místico de experiencias desconocidas.
La biblioteca consistía apenas de seis
mesas con sus respectivas seis sillas cada una. Al fondo, se erguían seis
estantes atiborrados de libros dispuestos perpendiculares a la pared. También
eran seis las lámparas que daban una iluminación tan pura como la del Santísimo.
Sor Filiana analizó que si eso no era un plan numerológico de don Luciferino, era
una muy grata coincidencia.
El espacio le encantó de primera
mano. La biblioteca estaba ubicada a una calle de la plaza. Antes había servido
a modo de almacén de granos y de aquellos tiempos ya no sobrevivía ni el
recuerdo. Se habían gastado algo de dinero para adaptar ese bodegón de altos
tejados en una casa del conocimiento.
Arremangó sus hábitos y fue al
escritorio desde el cual gobernaría ese espacio.
Manual de nudos y amarres
Fracfort.
Sor Filiana rio para sus adentros
al ver la promesa de don Luciferino cumplida. Sobre su escritorio tenía, a modo
de separador, una tarjeta de don Luciferino como “Abogado de lo civil”, la cual
marcaba las páginas correspondientes al Nudo coulant. Sacó la tarjeta y
la desbalagó en algún lugar al instante en que don Félix Santiago Ordóñez
González entró con su paso regordete a la biblioteca. Tras de él, su secretario,
Florencio Carcamaz, llevaba una amplia carpeta llena de folios y pendientes.
Más allá, un hombre que cargaba un aparatoso bulto esperaba en la entrada del
recinto.
—¡Hermana!, ¿cómo se encuentra? —dijo
muy quitado de la pena el hombre mientras con estrépito sacudía la mano de la
religiosa.
Sor Filiana pensó que al alcalde
debería de darle vergüenza entrar a ese territorio con sus botas repletas de
lodo, una característica ya innata del político pues decía que recorría a
diario todos los caminos de Churubusco el Alto queriendo encontrar una piedra fuera
de lugar. Realmente, para todos en el pueblo, eso era una tontería: en vez de comprar
buenas sillas para la escuela, encargarse de la seguridad de todos en las
noches de Luna nueva o buscar una institución adecuada para el loco Dimas.
—¿Cómo se encuentra? —cuestionó la
monja—. Muy buen día. La madre Antonia no me explicó del todo qué quería de mí.
—Mire, hermana: voy a aprovechar
mi secreto de confesión con usted. Quiero mi reelección, por eso ando haciendo
estas cosas. La gente contenta volverá a votar por mí. ¿O no, mi Florencio?
Sor Filiana juzgó en silencio al
hombre mientras el secretario asentía vivazmente. Ahora ella tenía una
información interesante para negociar su futuro.
—Don Luciferino —cada sílaba
pronunciada por don Félix Santiago Ordóñez González fue emitida con parsimonia y
respeto—, quería poner una biblioteca aquí… trajo los libros, los estantes y
hasta al señor de la Cruz para darle una pintadita. Nomás nos faltaba quien lo
administrara. Y aquí anda usted.
—¿Pero a qué se refiere con
administrar? ¿Cuál es mi papel en esto?
—¡Qué filósofa la monjita! ¿Verdad,
Florencio? —se quiso reír y el secretario hizo una fingida segunda—. Mire bien:
su papel es abrir y cerrar. Usted haga lo que quiera, siempre y cuando no vaya
en contra mía. Su salario se lo va a administrar el padre Aparicio, si quiere,
ya se arregla con ellos.
—Pero… ¿los libros los vamos a
prestar?, ¿vamos a recibir donaciones?, ¿hacemos eventos? Se me están
ocurriendo varias cosas para que la gente de Churubusco el Alto…
—Agárreseme los hábitos y espérese
tantito —interrumpió—. A ver, mi Florencio: anótale que tienes una cita con la monjita.
Quiero que le quede claro: sus ideas son importantes, hermana; solamente me las
habla con la persona indicada, no conmigo. Aquí luego vendrá mi secre para
platicar con usted.
Esa promesa quedó anotada en la
agenda, pero nunca llegaría a realizarse, al menos no con las intenciones que
había anotado.
—Pero, entonces, ¿no voy a poder
hacer nada mientras …
—No, no, no, no… No se me haga. Usted
haga de todo mientras no se me revele. Y no se le olvide decir que yo le ayudé
a que se logren todas esas cosas. Le diría que no fuera en contra de las buenas
costumbres; pero es monja. Ya se las ha de saber. Eso sí, no quiero que den
catecismo aquí, ya tenemos suficiente de las jerónimas de lunes a domingo. Usted
se me va a descatolicatizar… ¿descatolizar?… ¡Eso! Y me trabaja de lunes a
viernes. Los fines de semana sí se los dedica al Señor; si quiere trabajar los
sábados o los domingos, eso ya se lo pregunta su patrón allá arriba a ver si le
dice que está bien no andarle rezando. Mientras tanto, yo la quiero en horario
de oficina. Si usted decide hacer algo, pues lo hace con su dinero, y si quiere
financiación, ahí le busca usted los recursos, que las monjas son rebuenas para
pedir.
El largo discurso político dejó a
sor Filiana con una cosa segura: ese lugar le pertenecía.
—¡Florencio! —gritó el alcalde—.
¡Saque la cámara!
El aludido le gritó al fotógrafo traído
desde Atototlán de la Paz. El hombre colocó en el pie una antigua cámara de
bulbo y encuadró al político, al secretario y a la religiosa. Ella se quedó sin
saber qué cara poner. El alcalde don Félix le dio la mano y estiró la llave que
había dejado la religiosa en el mueble; ella quiso sostenerla, pero el alcalde
tuvo que arrebatársela.
—No, no, no. Usted nomás ponga
como que la va a agarrar, pero no la tome.
La lámpara destelló y la imagen
quedó inmortalizada en una fotografía que aparecería en varias publicaciones alrededor
del Valle Mayor.
Y así como entraron, los hombres
desaparecieron del lugar sin preocuparse mucho en agradecer la presencia de la
monja. En la mente de la religiosa seguía constante la pregunta de cuál era su
papel en todo aquello, ¿por qué Churubusco el Alto?, ¿por qué don Luciferino?
Al final, después de mirar a
detalle la pintura fresca, pensó que nunca sabría esas respuestas.
En eso se equivocaba.
Fanart "La llave de Bronce" creada por Tierra Favel |
Me ha encantado el cuento de la Monja, por un momento en mí cabeza eran “Las Moradas, libro de su vida, Santa Filomena”, disculpe usted, no sé porque estaba buscando el cuento con dicho nombre.
ResponderEliminarPero tengo una duda, ¿hay imprenta en Churubusco el Alto? Recuerdo haber leído un cuento suyo donde se mencionaba una imprenta, me surgió la duda pues, al leer este relato.
Espero que Don Luciferino sea un hombre guapo, sino ¿cómo sería una tentación para los demás? Incluso para la propia monja, a menos que ella guste de otras cosas, usted me entiende.
Sí, hay una imprenta, la administra David. Ya le leí ese texto a mi papá en otra ocasión. Esa imprenta es parte importante de Churubusco el Alto.
EliminarCreo que fue gracias a ti que me di cuenta que debía usar "papel de la India" para mi Biblia.