Ay, señor Buenrostro… Pues ni qué decirle. Después de la
correteada que le dieron, ni como ayudarle. Ya le decía yo cuando nos conocimos
que todas las mujeres estaban locas y que no se puede confiar en ellas. ¡Y sí,
ya sé que yo también soy mujer! Pero estoy muerta y creo que eso no aplica más
que para las vivas.
Ya ve cómo da giros la vida, y sobre
todo en las religiones. Que no por nada estoy enojada con el Señor de Allá
Arriba. ¡Y que me escuche, eh! Aunque ya sé que me hace caso a medias. Yo por
eso no confío ni en las mujeres, ni en los religiosos. Qué bueno que llegó usté’
a ponerle orden a esta casa, que luego me cansaba de escuchar tantos rezos y
confesiones en medio de la noche por parte de mi hermano —esto es antes de que
nos muriésemos, eh—… ya que lleguemos a esa parte de la historia se le va a
bajar lo borracho del susto. Aunque deje que le cuente. Y sí, ya sé que anda todo
torolaco; pero le voy a contar una historia a ver si con eso se duerme.
Resulta que, cuando llegamos a
Churubusco el Alto mi hermano y yo, toda la iglesia estaba nuevecita, brillante
y reluciente, y eso que no habían barnizado nada todavía. Afuera teníamos la
plaza: ni una piedra le faltaba a las jardineras, y ninguna puerta parecía
dañada. Con decirle que ni estación de autobuses teníamos; que no es como que
la necesitemos mucho: quien llega se queda y quien sale, no regresa. Hasta se
me hizo raro el otro día que me dijo que había llegado en un camión, porque
creo que no requerimos eso acá en el pueblo. Seguramente el alcaide lo hizo
para llevarse sus cientos al bolsillo; ya ve lo uña largas de los políticos: pura
robadera.
Pero sí, oiga. Todo estaba bien
bonito. Hasta las campanas tañían como recién bajadas del cielo. Imagínese
usted: “la Casa Morelos” era un edificio solito pa’l cura, algo que no nos
hubiéramos esperado cuando nos mudamos pa’cá. Y rápido salieron las habladurías:
¿que por qué traía a una mujer a su casa? ¿que por qué era peligroso que la
sirvienta se quedara a vivir con él? Nombre, puros chismes bien mensos. Pero
los entiendo, aunque yo era la hermana del padre, parecía su sirvienta. Ya ve
cómo son las mamás, que cuando una sale niña, la encajonan como mujer de hogar,
y eso nomás porque fui la segunda en nacer, eh. ¡28 segundos! La esclavitud se
mide en 28 segundos, Buenrostro. Ay, a la siguiente le voy a pedir un alcoholito
para acompañarle en las penas. Pero ya me ando desviando de nuevo.
Seguro ha de pensar un pueblo nuevo
significaba que no habría errores: la iglesia parecía recién bañada —con
decirle que la hoja de plata destellaba cuando uno prendía las velas—; pero sí
tenía un detallito, uno muy importante: no había un Cristo colgado en el altar.
¿Se imagina usted una iglesia sin un Cristo? Nomás porque yo sí la vi, pero
apuesto que no puede imaginárselo; y menos con los tres litros que ha de traer
de borrachera en la sangre.
El caso es que yo le dije a mi
hermano. ¡Fíjese! La segunda en nacer fue la que lo notó, y eso que yo no le
olía las axilas al Señor de Arriba como él. Entonces se le ocurrió una idea de
esas que no tienen sentido más que para el que las dice: hacer una colecta para
fundir un Cristo nuevecito. Qué ocurrencias las de él, ¿verdad? ¿Cómo les pides
a las gentes que regalen lo poco que tiene para un Dios que ni siquiera es
bueno para llevarse a los fallecidos? Le dije que era una idea tonta, porque
piense: ¿cuánto le mide un Cristo? Yo me imagino que de dos a tres metros,
cuatro si lo quiere muy bíblico; ahora, ¿cuántas monedas necesitaría para
fundir un monigote de esos? Y si lo quiere que sea en pura patina, pues sí es
más simple, pero igual no había nadie en todo Churubusco el Alto que hiciera
eso, por lo que traerse a otra persona saldría todavía más caro. El que
trabajaba la madera se había muerto en el incendio. ¡Y todo esto lo sé porque
soy lista, eh, no porque sea mujer! Aunque buena para las cuentas también soy,
¿apoco no puedo hacerle una salsa exactamente igual cada vez y sin contarle
cucharadas y pizquitas? Pa’que vea.
Lo que sí pensé hasta que ya
estaba muerta era: ¿y por qué no había un Cristo? Era como si El de Allá Arriba
nos hubiera aventado acá sin siquiera la imagen de su Hijo… y qué raro… pero
eso ya fue hasta después; ahorita mejor le seguimos como íbamos: Duramos casi
seis años sin un cristo. El señor… ay, uno de los carpinteros que ya ni me
acuerdo de su nombre, donó un par de vigas que las colgaron haciendo una cruz,
lo malo era que estaba medio pálida: ya ve, madera de pino en vez de una de más
calidad; pero la supieron barnizar y quedó más oscurita. El caso es que duramos
muchísimo sin que Aquel se apareciera en misa. Estábamos solos en Churubusco el
Alto, y eso lo empezó a notar mi hermano. Yo ya sabía, pero le digo que a mi
hermano le costaba comprender, yo creo que le faltó aire cuando nos sacaron de
mi madre… atrabancado para nacer, segurito y hasta se le olvidó respirar bien y
le dio un algo en el cerebro.
Ay, señor Buenrostro, no se me
vaya a dormir todavía, que aquí es cuando se pone interesante la historia: un
nueve de noviembre las puertas de la iglesia se abrieron temprano. Mi hermano
nunca me prestaba atención, podía estar bailando un zapateado en el altar; pero
el muy nariz de que ni huele un pedo no me hubiera dirigido la mirada. Y
creo que fue bueno, si me tuviera más entreojeada seguramente no hubiera
escuchado todo lo que dijeron en la iglesia ese día. Yo limpiaba el
confesionario con agua y jabón; mi hermano decía que los pecados se quedaban
pegados con la mugre, así que ahí me tenían fregando la madera para dejarla
libre de maldad. Pero apuesto que la que entró traía mucha mala vibra con ella,
porque hasta la espuma de mi cubeta se bajó de golpe. No me va a creer, ya lo
conozco, pero algo tenía de rara esa persona. Los pasos descalzos de aquella
mujer parecieron ir callando uno a uno los ruidos dentro de la iglesia.
—Usted es el padrecito del que
tanto hablan.
Para que vea, todavía me acuerdo
de cada palabra que dijo esa méndiga.
—Usted no me conoce; pero yo he escuchado
bastante de usted.
La verdad ni me acuerdo qué dijo
mi hermano; yo me quedé ahí adentro de rodillas, con el trapo escurriéndome
jabón por el brazo. Escucharla era hasta feo. Le digo: si tuviera pellejo
ahorita mismo lo tendría chinito-chinito.
—Es temprano todavía. Si quiere decorar
esa pared, lo veo en la entrada del pueblo.
No podía ver nada escondida ahí en
donde estaba. Si me paraba iba a hacer ruido, por lo que nomás me pude imaginar
la cara de mi hermano, su voz tartamudeó cuando le quiso contestar, pero
escuché de nuevo que la mujer se fue alejando hasta salir de la iglesia.
Yo sé que ahorita no está mucho
para filosofar y demás, ¿verdad, señor Buenrostro?; pero, ¿sabe algo?, la voz de
esa muchacha me hizo desconfiar: sonaba joven, y hasta bonita. No sé cómo explicarlo,
algo tenía que no me gustaba. No sé qué cosa sería, eh. El punto es que a ella hasta
se le oía la maldad. Y ha de pensar que estoy loca —que bueno, a cada rato me
lo dice; no me hago—, pero más loco mi hermano, porque dejó el libro de
oraciones en una banca y salió corriendo. Ese día, no supe nada de él. Así, ¡nada!…
igual de payaso que usted, se me iba sin desayunar cuando se enojaba.
Hasta eso, que dejara de estar
pululando en todos lados me dio libertad de hacer bastantitas cosas: colgué el
cuadro del padre Nicolás en su despacho; lavé las sotanas moradas y hasta me
pude echar un poco de espíritu con su vino de consagrar. Y fue un buen día: se
desapareció por completo el menonengo y me dejó a mis anchas por varias horas.
Con decirle que hasta las jerónimas rezaron más a gusto en el convento. Lo que
sí se me olvidó fue terminar de limpiar el confesionario. Ya me regañarían
después porque una ancianita se descalabró porque dejé lleno de jabón; pobre
alma, ¡pero ella tiene la culpa! Si no hubiera pecado ni siquiera se hubiera
tenido que meter al confesionario, ¿a poco no?
Le decía de mi hermano: así como
se fue, volvió. Yo estaba en mi tercer cafecito: pese a todo era mi hermano y
tenía que esperarlo, y así lo hice, hasta cerca de las dos de la mañana que
llegó como pedo: apestoso y ruidoso; incluso diría que hasta de improvisto,
pero los pedos no salen porque sí, se planean; al menos así le hacía yo…
¡Como sea! Piense nomás la
estampa. El cuello lo tenía todo desbarajustado, despeinado, la cara mugrosa,
su túnica llena de manchas de barro y sus dedos lastimados: con decirle que le
faltaban dos uñas y las líneas de sangre se hacían pastosas en la palma de sus
manos. Lo que salía de tono —pese a todo lo que estaba viendo— era que cargaba
una cobijita envolviendo algo. Yo dije: ¡El maldito tuvo un hijo! Que era
posible, eh. Seguro el baboso había embarazado a una muchacha y ahora se traía
al niño. ¡Nombre! Pensé que había matado a la mamá y la había enterrado con sus
manos; pero fue entonces que puso algo en la mesa de madera, justo en donde
está usted.
—Jacoba —pronunció mi nombre con
una respiración entrecortada—. ¡Dios nos ha sonreído! Te presento… —y sacó de
entre la tela la figura imponente de una virgen de plata— la respuesta a
nuestras plegarias.
¡Ya ve! Le dije que se me iba a
despertar con esta parte de la historia. A ver, tómele poquito al agua para que
se desempance del alcohol.
Yo sé que no me va a creer, pero
ese día lo tengo grabado todavía en mi memoria. Desde que llegó aquella fulana
a la iglesia, el tiempo en que se desapareció mi hermano y toda la perorata que
luego me dijo: que se había ido al sur, que se fue en Abedul —un potro güero rentado
a Eusebio Miramontes—, que se había acercado mucho al río y que ahí encontró
junto a una piedra enorme la punta de la estatuilla esa. Me dijo que tuvo que
cavar con sus manos, y que en varias ocasiones se lastimó, que se le volaron
las uñas, que se encajó una esquirla de plata que crecía ahí dentro; pero que
al final, logró sacar esa figura.
Mi hermano me dijo: —Mira, Jacoba.
Este es un regalo de Dios.
Ay, no. Todavía me cae mal Ese Viejo
de Arriba, dejándome aquí sola… pero le digo, señor Buenrostro: esa figura era
divina —pero no lo era—. Me explico: parecería ser la Virgen, pero no se engañe;
nomás son apariencias. Cuando vaya a la iglesia, le reto a que se acerque bien
al altar y la vea de cerquitas. Tiene colmillos; no es como la de la iglesia de
Atototlán de la Paz según me ha contado. Esta es extraña. Mire, le voy a ser
sincera: cuando vi esa figura me acordé de esos libros llenos de arte mundial:
los egipcios, los fenicios. ¿Usted nunca tuvo uno de chiquito? Estoy segura que
también debió haber tenido desas enciclopedias en Atototlán de la Paz, eran unos
libros grandotes como de 40 cm con tapas blancas y llenas de imágenes; pero lo
más importante es que, en esas, había una vieja con unas alas abiertas. Me
acuerdo bien que el libro decía que era la Pascua, y no me va a creer, pero era
casi la misma cara que la virgen esta. La misma, solo que la que estaba
enfrente de mí tenía sus colmillos feos metidos en una sonrisa de benevolencia
fingida. Luego, se me hace bien raro que tuviera como ese halo que le ponen a
los santos; pero si uno se fija bien, tiene como una medialuna. Yo que la vi de
merititita cara, noté que hasta parecían cuernos. ¡Bien fea que está!
No sé cómo explicarlo, señor Buenrostro.
De tan horrible que era, hasta se me hacía bonita. Mi hermano ya me había
contado que si uno viera a un ángel, lloraría de miedo y de alegría, algo de “lo
sublimado”. Yo nunca le hice mucho caso a sus discursos de loco. Pero
creo que debí haberlo hecho, más porque ahí tenía en mis narices la prueba
clarita de lo que me había dicho antes: algo divino que te asusta.
Pero deje le sigo describiendo esa
cosa. Me recordó a la Bienaventurada, esa de los brazos abiertos. Que bueno… usted
ya ha ido a la iglesia y la debe haber visto… pero no importa. Le voy a contar
hasta el más mínimo detalle, más porque difiere mucho de lo que dicen los
padres acerca de la virgen. Lo que se posa en su brazo izquierdo no es el búho
de la sabiduría —eso ya se lo inventaron después—, es un tecolote. ¿Y sabe dónde
hay más tecolotes acá en Churubusco el Alto? En el Bosque de las Ánimas… —el
bosque que está acá al sur— y el de la leyenda: el de la casa de la Bruja.
Creo que ya le han contado esa historia:
La Bruja del Valle Mayor, ¿verdad? Uy, si no; ya tengo otra anécdota para
cuando me llegue todo borracho. Nada… no me levante la mano, usted tome otra
tacita de agua, si le preparo un café se le va a cruzar. Pero lo que le quiero
decir: sé que suena medio ridículo, o que a lo mejor me lo estoy inventando —digo,
he tenido mucho tiempo muerta para estar inventando cosas, ¿verdad?—; pero le
aseguro, señor Buenrostro, que esa virgencita a la que todos le rezan tiene la
misma figura que dijo Epitafia que vio de niña. Es más, hasta hay una leyenda
que dice que hay un tecolote que nos vigila en las noches sin luna y que luego
va y le cuenta todo a la bruja. Ay… ya ni me acuerdo de si había luna ese día, ¡Tan
mensa! Le habría dado más suspenso a la historia.
En fin: yo sé que suena tonto, y
sé que suena ridículo; pero es que estoy segura de eso: la Virgen del Valle
Mayor es la figura de la bruja. No solo por estas reflexiones, sino porque mi
hermano no fue el mismo desde ese entonces, cambió, se hizo raro, cayó en el
pomo y empezó a hablar solo cuando se iba a dormir a su cuarto… que era orador este,
¡mire nada más qué ocurrente el fulano!
En un inicio pensaba que preparaba
sus discursos, ¡hágame el favor! Resulta que tenía talento o algo porque la
labia le salió de pronto; y viera para qué la usó: para engañar a medio
Churubusco el Alto con una historia imposible de cómo halló a la virgencita esa.
Dijo que esa semana había salido al Valle Mayor por inspiración divina. Que el
cielo se le abría como indicándole ir hacia el norte, hacia las minas de
Reynaga, quesque al norte. ¡No, no, no, no, no! ¿Se acuerda? ¡Si hasta le dije
lo del bosque de los tecolotes! Menso no estaba: quería engañar a los
feligreses. Seguro ni se acordaba que me había dicho a mí cómo la encontró. A
lo mejor se contó tantas veces esa mentira que se la acabó creyendo. Pero
—insisto—, decir que estaba en el Socavón, que Los Muertos le fueron
guiando por el Camino del Gato, ¡vaya usté a saber! Inventos nomás para
hacerse menso, eh. ¡Le creyeron! Todos le aplaudieron, quesque había visto
postrada esta imagen en las minas, enguantada de cuarzo y plata. ¡Hágame el
favor! Y luego lo del nombrecito, que no iba a ser la Virgen de la Cueva ni del
Socavón, que porque esa era otra; que era la Virgen del Valle Mayor. ¡Y así de
sencillo!
Fíjese que desde ese entonces, le
hicieron tantas fiestas a mi hermano. Y así, cada año celebrábamos religiosamente
el día de la Virgen del Valle Mayor cada 9 de noviembre. Ahí tenía al padre
Morelos dando discursos que —según yo— practicaba en las noches. Hasta capilla
le pusieron ahí afuera del Socavón y tenemos fiesta y peregrinaciones en todo
noviembre para ver la nieve en la Sierra Caliza.
Pero, ¿sabe? No eran discursos
practicados. No. Me di cuenta una vez que lo encontré todo ojeroso tomándose un
café a la primera hora del día. Esa mujer extraña me lo había dejado atarantado
y fue perdiendo la gracia de ser el padre que encontró a la Virgen del Valle
Mayor, el que le compuso su letanía: “Reparadora de vacas, la que duerme entre
la plata, dispensora de conejos”. Le digo que le mandó construir una capillita
allá al norte con el dinero de Eusebio Miramontes y de los Honorato. Pero se
fue apagando, haciéndose una sombra, una persona que rezaba de forma piadosa,
pero que ya no salía con gusto, ni comía mis platillos con el buen colmillo que
tiene usted. De sus últimas cosas cuerdas fue pedirme escribirle un librito que
tratara de los milagros de la Virgen del Valle Mayor. Yo creo que ya para ese
entonces algo se le había metido en la cabeza, porque no razonaba como quería;
con decirle que hasta se le pasó haberme pedido
el libro aquel. Ni supe ni qué le ocurría, según yo era cansancio.
He repasado muchas veces esas
escenas ya estando muerta. Ya ve que le he dicho que al maldito no se le
ocurrió darme los santos óleos antes de morirse; pero le aseguro que esa mujer tuvo
parte de la culpa. Aquella fulana se colaba en la habitación de mi hermano por
las noches. Pero si una se la piensa, si se había metido en la iglesia era casi
lógico que no tuviera problema para meterse acá también. Le aseguro que algo le
hizo, lo tentó o le aventó sus maldiciones. ¡Algo debió moverle! La gente normal
no se la pasa hablando sola en sus cuartos por las noches. Decía que la veía,
que bajara del techo, que no se pegara a las paredes como lagartija. Le digo
que estaba medio loco. Y siempre que le preguntaba que qué tanto decía, él
respondía que nada, que yo estaba de ideática; pero le juro, general: algo le
hicieron a mi hermano. Tanto, que así nos fuimos enfermando, ya sabe: el mal de
los gemelos.
Yo sé que a él sí se lo llevaron,
a mí me dejó acá abandonada el Viejo de Allá Arriba. Pero créame que siempre le
rogué para que le quitara esa maldición que traía en las noches. Sus veinte
años me duró. Seguro se murió del corazón: por no descansar, por tomar tanto y
entrarle al vicio del tabaco. Qué difícil va a ser poder dormirse aquí ahora
sabiendo esto, ¿no? Lo escuchaba desde mi cuarto: diciendo que alguien caminaba
por estas paredes, que le miraba desnuda pegada al techo. Él siempre cerró la
puerta con llave, además de que tenía mis traumas de ser la segundona de la
familia; pero créame que ahora si se le llega a aparecer esa vieja, me va a
tener aquí para defenderlo y darle sus cachetadotas guajoloteras por haberle
corrompido la mente y el alma a mi hermano. Va a ver cómo le agarro de las
greñas y me la despeluco. Y descuide, que si tiene la puerta con llave, la
ventaja de estar muerta es que las paredes ya no significan nada para mí.
En fin, ya para terminar —que ya
lo veo con los ojos chinitos—: hágame caso y descanse. No siga a las viejas más
que a mí. No son de fiar. Aquella le arruinó la vida a mi hermano, y ya me dijo
que el don Lucy puso en un camión a la canija de su pretendienta. Es más,
aunque esté fea y colmilluda, usté’ récele a la Virgen del Valle Mayor; quizá
hasta le hace el favor sabiendo dónde está. ¡Ay, qué cosas le digo! No, a esa
vieja mejor hay que tenerla lejos.
Ya lo dejo en paz. Usted relájese y
duerma tranquilo. Ahí tiene una cubeta para que vomite si se siente mal. Y a la
siguiente me invita, eh. Que ya luego le contaré cosas de otras personas, como
de mi amiga Epitafia, como cuando le mataron al marido.
‘Tá bueno. Mañana le traigo su salecita
de uva para que se componga un poco el estómago… lo malo es que ya no hay
comida, eh. Y lo entiendo, con la correteada que le metieron se le olvidó
comprarme el pollito y el huevo que le había pedido la semana pasada.
Buenas noches, mi general. Nos
vemos mañana.
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