Malaquías es el único que tiene
acceso al libro. Si no es el culpable de los crímenes, quizás ignore los
peligros que ese libro encierra...
Umberto Eco
Cuando Lyotard habló de la
posmodernidad, seguramente no se imaginaba toda la sarta de eventos
cienciaficcionales con las que lidiamos hoy en día. La actualidad nos alcanzó,
no solo en las artes, sino también a las maneras en que mostramos muchas de las
obras estéticas. Los lectores contemporáneos nos enfrentamos a una nueva era de
soportes y discursos, donde no sólo tenemos libros y periódicos como la única
fuente de conocimiento impreso, sino que también existen computadoras, tablets,
lectores digitales y todo un abanico que podría detonarse en los años venideros
a la publicación de este trabajo. ¿Qué diría Verne de todas las maravillas a
las que nos enfrentamos como el Streaming o las redes sociales? En
general tenemos una revolución sobre el modo de informarnos y en cómo la
almacenamos.
¿Deberíamos
preocuparnos de aquellos millones de resultados que arroja Google al
buscar sobre la desaparición del libro impreso? Quizá muchos hemos pensado que
eso es un indicador para desanimarnos o creer que el libro está en aras de
extinguirse, como tanto han cantado diversos autores sobre la desaparición del
papel, la tinta y la encuadernación. Sin embargo, no tenemos por qué
sorprendernos: decir que la destrucción de libros es nueva, sería ignorar
milenios de historia, y —sobre todo— aparentar ignorancia ante un tema que ha
rondado la literatura desde siempre. Hemos afrontado muchísimas veces una
posible desaparición del libro, no sólo por manos de la tecnología —como se ha
debatido recientemente— sino también a lo largo de los anales: los rollos, el
papiro o el incunable; todos descolocados o reemplazados por una nueva presentación
y elaboración que extiende su durabilidad. Estos soportes son materiales y no
digitales como los que están en boga últimamente; más relevante desde que las
películas en soporte rígido se han tornado hasta obsoletas. ¿Nos enfrentamos
hoy en día a la verdadera desaparición del libro? Quizá exagere, pero hay muchas
razones para pensar que a lo largo de nuestra existencia, la biblioclastia
—término más práctico para hablar de la destrucción de estos materiales— es una
preocupación de los intelectuales y de aquellos que leen; ejemplo lo hallamos
en Borges y su ensayo “La muralla y los libros”, texto que apertura Otras
inquisiciones (1952): por un lado la construcción de la monumental Muralla
china y por el otro el olvido de todos los registros anteriores al gran Shih
Huang Ti. Esta desaparición del conocimiento es contextualizada por Fernando Báez
en su obra Historia universal de la destrucción de los libros: de las
tablillas sumerias a la guerra de Irak (2004), principal fuente para hablar
de la biblioclastia, la libroclastia, libricidio o bibliolitia; términos que
van de la mano, pero que para fines prácticos referirán a las conductas,
prácticas, procedimientos, dispositivos y políticas para destruir, desvalorar o
invisibilizar recursos de información, espacios o personas relacionadas con el
mundo bibliotecario o editorial (Báez, 2004). Es hasta irónico que el
memoricidio provenga de oriente: lugar donde nació el libro, aplicando por
completo la destrucción de libros y bibliotecas por medio del fuego —elemento
simbólico en la historia humana— pero que remarca el vínculo que hay con la
destrucción de las ideas y las revoluciones constantes del pensamiento. Una de
las premisas que no desarrolla por completo Báez la podemos encontrar en el
libro Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura
(1944) de Ernst Cassirer: el lenguaje oral y escrito, deriva del mito y la
religión, de él proviene el arte y después la ciencia (Cassirer, 2016:
205-254). Es quizá este carácter aún subjetivo que puede tener la palabra
escrita el que puede hacer que el tema sea volátil y desdeñable en algunos
aspectos. La palabra y las artes escritas son discutibles y pueden dañar la
ideología de otros, por lo tanto, están sujetas a la iconoclastia.
Podemos observar
que el memoricidio coexiste culturalmente con la formación humana. La relación
con el análisis literario parece ser aún sutil, pero proviene de las premisas
dadas por Báez y trasciende a escritores de hoy en día. En nuestra vida
cotidiana, ¿quiénes son más propensos al libricidio, los hombres cultos o incultos?
Una respuesta simple podría ser que los no lectores tienden a no darle el peso
o importancia que tiene la palabra escrita (Galindo Núñez, 2019). Al desconocer
todo el proceso editorial que requiere un libro, parecería usual esa condena
inquisitorial que les dan a los libros. Culpar a los incultos simula ser una
salida fácil; pero ignorar a los letrados en esta ecuación puede llevar a una
puerta falsa. La gente culta conoce todas las horas de trabajo que tiene un
solo ejemplar —más si es un tomo medieval— y sabrá que el condenar al olvido un
tomo no es sólo destruir papel, sino parte del contexto, y es que muchos de
esos libros condenados a la hoguera reflejan de los intereses de una sociedad —como
el ensayo de Borges— para prevalecer a lo largo de la historia.
Si miramos la
otra cara —la de los lectores críticos—reconoceremos ciertos elementos que
podrían desentonar en esta discusión: una persona inculta podría destruir los
objetos de conocimiento porque no aprecia su interior; pero el que sabe valorar
su contenido también podría querer aniquilarlo. En el famoso escrutinio de la
biblioteca de Alonso Quijana en el capítulo vi
del Quijote, el cura y el barbero son conocedores de los libros y pueden
juzgar cuáles son malos para el seso de su vecino. ¿Qué tipo de pensamientos se
ponen en juego al juzgar un libro? En la obra cervantina se intentaba liberar
la mente del hidalgo de las infames palabras de la caballería; sin embargo ejemplifica
cómo aterran los libros al mundo. La palabra es poderosa cuando puede llegar a
la persona adecuada, y el papel del crítico es crucialpara esto.
¿Qué sucedía en El
nombre de la rosa de Umberto Eco si no era este mismo proceso? Jorge de
Burgos —nuestro Borges benedictino— reconoce el peligro de ciertos libros y no
teme matar a todo monje que tenga contacto con el tomo ii de la Poética aristotélica. Esta misma situación
ocurría en los scriptorium monacales, donde sin mayor razón que la
persistencia de las tradiciones morales y religiosas de su tiempo, los
académicos destazaban y censuraban ejemplares con el único motivo de que veían
algo peligroso en sus hojas (Rey Bueno, 2006). Este memoricidio lleva a
encajonar el pensamiento, pero deja muy evidente para el lector que hay una
cercanía entre la gente culta o letrada y la destrucción o invisibilización de
estos libros, porque, ¿quiénes son los primeros filtros del canon si no es la
Ciudad letrada[1] y
todos los mecanismos de poder que conlleva?
Es verdad que
habido gente inculta que buscó desaparecer la palabra impresa; pero hay más
lectores críticos que conocen la crudeza de la palabra, las injurias y
subjetividades que los libros llegan a ocultar; no por nada, existe la anécdota
de coleccionistas que mutilaron la primera Biblia de Gutenberg hasta
convertirla en despojos vendidos a granel a un precio mucho mayor que una Biblia
íntegra. Si partimos de esta premisa, podemos extender la tarea que nos
compete y darnos cuenta de quienes tendrán más problemas con los libros y su
administración: las personas más cercanas a ellos. Tenemos inmiscuidos en los
organismos de validación del canon literario a cientos de escritores que
dedicaron su vida para evidenciar estos hechos por medio de una metaliteratura
—libros que hablan de libros—, convirtiendo a la biblioteca en un tópico
central de sus palabras, ya sea narrativa, lírica o ensayística; y para todos
aquellos que estén envueltos en el mundo editorial es muy posible que
encuentren una inspiración potencial en su proceso de creación literaria.
Y es justamente
aquí que tenemos un punto de unión entre la biblioclastia y la metaliteratura,
pues a nadie le parece extraña la presencia de la Enciclopedia Británica
en el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” debido al carácter academicista que
compartían Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. Es verosímil que estos dos
personajes se pasaran las tardes discutiendo entradas de libros de referencia;
del mismo modo que en México el Ateneo de la Juventud departía con gusto
lecturas extranjeras o términos exquisitos de otras lenguas. Esto abona en el
argumento de que los letrados tienden a tener un fetiche con el libro,
volviéndolo un punto de fuga para muchas de sus creaciones. Así, esta
metaliteratura es un reflejo de las preocupaciones primigenias de ciertos
escritores; como el poeta que confecciona su ars pœtica o que le canta a
la Poesía. Siguiendo estos preceptos, habrá en algún momento un escritor que dé
una pincelada a sus maestros: un libro puesto en una escena del crimen, una
biblioteca en algún personaje, un profesor de literatura; si la bibliolitia se
da más en la gente culta es porque ningún individuo es inmune a su contexto:
moverse en el mundo de los libros y las bibliotecas terminará afectando al
sujeto de modo que sublime estas experiencias de algún modo; pueden ser
vertiendo su experiencia bibliófila en los textos o describiendo un libricidio.
La afirmación anterior es una peligrosa aseveración: es importante precisar que
no todos los que tienen contacto con los materiales impresos se volverán un
Borges o un Burgos. Sin embargo, es importante mencionar que hay un carácter
logócrata a tratar aquí (Steiner, 2003), y convendría acercar otro ensayo de
Umberto Eco —curiosamente uno sobre el gusto por los libros—: “Desear, poseer y
enloquecer”, donde habla sobre la bibliofilia y la bibliomanía y que nos hace
reflexionar cómo muchas veces hay coleccionistas que no leen las obras que
archivan. El ensayo es crudo y deja a discreción los juicios de valor. Eco
reconoce que no todos los bibliómanos leen, del mismo modo, no todos los
involucrados en el mundo de las letras acaban tocando el libro en sus historias.
Estas referencias nos indican que está presente una cercanía con estos tópicos,
y esto será algo muy relevante a lo largo de este trabajo.
Resulta hasta
obvio pensar que no existe un texto que no responda a su contexto: ese objeto
hablará demasiado del tiempo y lugar en el que se desarrolló. Un producto
estético surge de lo que le resulta inquietante a la sociedad. Así, del mismo
modo en que personas asoladas por el narcotráfico tienden a evidenciar sus
traumas por una sublimación estética, muchos pueden querer ser escuchados. La
falta de comunicación con otros la encontramos en la biblioclastia: autores
preocupados por retomar la existencia del libro y recuperar aquellos días
idílicos cuando la literatura estaba a la orden del día. Si no se exalta, puede
crearse una distopía donde la letra sea despreciada. Ante la pregunta sobre quiénes
destruyen más libros, si los lectores o los no lectores, podemos regresar a la
hipótesis de que los más cercanos a los libros, son los escritores que sacan su
frustración académica e intelectual por medio de las letras. Cuando tanto preocupa
esta situación a alguien más necesita dialogarla; el libro responde tendiendo
la comunicación con un lector futuro —lector ideal o lector modelo— para que
entre ambos concluyan sus reflexiones sobre la erudición: caso similar que
muchos lectores han experimentado frente a estos autores que discuten su
postura biblioclasta dentro de la literatura.
Podemos llevar
esta reflexión a un metadiscurso y situar la lupa en que los mismos letrados
hablan de las obras literarias. Parecería lógico que, si juntamos ciertos
caracteres personales, contextuales o de recepción, aparezca ante nosotros la
figura de un autor que escriba sobre libros, convirtiendo el ejemplar, si no en
un objeto destruible, en materiales monstruosos o llenos de imposibilidades.
¿No somos acaso producto de lo que nos rodea? Este trastocamiento, esta
polimorfismo del libro normal al ominoso que debe ser destruido es un paso
importante para la literatura: es una reescritura del grimorio medieval, y del
mismo modo que aquellos tomos arcanos, debe ser aniquilado, o él nos destruirá
a todos (Galindo Núñez, 2019). Esto es una renovación literaria, una nueva
manera de crear autoficciones donde se desmenuce una clara intención estética.
La biblioclastia y el olvido son una preocupación constante incluso a modo
administrativo, pues la desaparición de los libros debe preocupar a cualquier
escritor que depende de sus lectores; y aunque sustente la idea romántica de
escribir únicamente para él, es posible que busque ser publicado.
Escritores
preocupados por este tema son muchos, y el listado que viene a continuación
parecerá ser más propio de un catálogo que de un análisis minucioso, pero
quisiera recalcar que ya otros han dado sus opiniones en torno a estos
ejemplares o han creado análisis más significativos de los que pueda mostrar en
este momento.
Ya se citó la
obra cervantina y a Umberto Eco en El nombre de la rosa; sin embargo, otro
bastante reconocido por el público es Farenheit 451 (1953) de Ray
Bradbury: distopía donde se puede recurrir al memoricidio: olvidar el arte, la
literatura y las obras dignas de pensamiento. Bradbury —en su cualidad de
escritor de ciencia ficción— mostró de manera anticipada —como buena parte de
los autores de este género— una manera en que la biblioclastia podía ser
llevada al extremo, causando resistencia en algunos rebeldes y haciendo que
muchos murieran por esos ideales, incluso, abandonando la civilización
tecnológica para volverse sabios marginales.
De un modo
similar, Pérez-Reverte nos muestra en El club Dumas (1993) a un cazador
de libros: un mercenario que consigue ejemplares extraños, y en este caso el
libro Las nueve puertas del reino de las sombras escrito por el Diablo.
En dicho tomo se cuenta la manera en que puede liberarse al mal en el mundo;
aunado a ello aparecen personajes de Los tres mosqueteros y emularían
una caricatura de lo que tememos los lectores: que haya vida dentro de nuestras
historias. En la obra propuesta por el actual miembro de la Real Academia
Española se encuentran situaciones propias del coleccionismo, similar a lo dicho
por Eco en su ensayo. Lo que nos deja Pérez-Reverte es una duda en torno a por
qué debemos cuidar los libros, qué hacer cuando alguien busca aniquilar lo que
deseamos o robarse tomos de las bibliotecas particulares. Si bien es una
historia de aventura, no deja de tener un carácter reflexivo sobre cómo se va
forjando la idea del libricidio.
De España también
—pero más contemporáneo— Carlos Ruiz Zafón ha logrado llegar a generar un best
seller: por ejemplo, su saga Cementerio de los libros olvidados conformada
por La sombra del viento (2001), El juego del ángel (2008), El
prisionero del cielo (2011) y El laberinto de los espíritus (2016). Esta
colección propone una biblioteca exclusiva y que sirve de refugio para aquellos
libros que sufrieron durante la Guerra Civil y de los cuales sólo queda uno o
muy pocos. ¿Cuál es su propuesta? Ruiz Zafón muestra la bibliolitia: esa
particular destrucción bibliográfica realizada por los editores o autores en
búsqueda de borrar ciertas obras. La sombra que recorre toda esta tetralogía es
el amor por los libros y cómo personas se han arriesgado por salvar
colecciones, así como otros por destruirlas, no sólo por el régimen franquista,
sino también porque detestan lo que viene escrito en ellas. La tetralogía nos
llevará girando en torno a este cementerio: personajes que atraviesan este
espacio, que escriben y destruyen libros, pero también, razones para que esto
sea cuestionado.
En El último
lector (2004) de David Toscana se plantea un tema interesante: el castigo
de un mal ejemplar. En la novela, el personaje principal sirve de juez literario
que decide si un ejemplar permanece en la biblioteca regional para ser leídos o
si merecen ser condenados a las ratas, las cucarachas y la humedad. El
protagonista vive en y para la literatura: los libros son el fin y el medio,
una manera de recrear el discurso y desarrollar la historia por medio de la
metaficción: una historia que dentro de otra historia, proceso metaliterario
por excelencia proveniente de los tiempos modernos de la literatura, como con
el Quijote y Borges (Cercas, 2016: 13-18).
Entre otras
muestras literarias tenemos otro best seller: La ladrona de libros (2005),
de Markus Zusak. Obra relevante para muchos mediadores de espacios lectores y
que habla del libricidio nazi y cómo una niña trata de salvar poco a poco
varios ejemplares. La narradora de esta novela es la Muerte, quien va siguiendo
los pasos de los protagonistas en medio del Holocausto. Simbólico resulta que
un personaje tan interesante tenga la voz del narrador: fondo y forma se
conectan, pues qué mejor manera de contar el fin de una bibliografía completa
sino por medio de la aniquiladora por excelencia.
En la parte
lúdica, El arte de rechazar una novela (2008) de Camilien Roy es una
interesante manera de crear ficciones alternativas a modo de cartas de rechazo
editorial: ¿cómo rechazar un libro de haikús si no es con “¡Nace un manuscrito!
Las palabras, frágiles, despiertan. La espada se alza y mata” (Roy, 2008: 157).
Mismo caso para una novela feminista, una de horror y un poemario en verso
libre. Aunque este libro sea más cercano a la minificción, tiene mucho de
lúdico y giros argumentales; sigue tratándose de un nuevo tipo de bibliolitia,
pues son los editores quienes por medio de ciertos procedimientos —una carta de
rechazo— no permiten a las nuevas voces del mundo literario salir; aunque según
desarrollan las epístolas, seguramente estos textos no deberían vaciarse a la
tinta y al papel. ¿Esto es un tipo nuevo de biblioclastia? Podría darse una
respuesta que no satisfaga en su totalidad esta pregunta; sin embargo: ¿el
negar la voz no es violencia de toda formas? Quizá este ejemplo pueda suponer
un modo innovador de pensar, pero dejarlo de lado sería descartar la cercanía
con el término “bibliolitia”.
Hay un tópico
común en todos los ejemplos mencionados: el libro que debe ser aniquilado. El tomo
tiene que ser desterrado de un modo u otro, ya sea por su baja calidad
literaria como con Camilien Roy o porque se trata de conservar la memoria en
medio del franquismo, movimientos similares al de Borges en su inquisición.
¿Qué interés
puede haber fuera del literario por la persistencia de la memoria? El libro, la
biblioteca, el autor y la librería tienden a fascinar; quizá una extrapolación
de esta teoría pueda deberse al carácter divino que tiene la inspiración:
llámese duende, musa, numen o cualquier otro; son reflexiones que podremos
encontrar en archivos y en detallados recortes periodísticos de las localidades.
En mero 2020 preocupa no sólo la transmigración del libro de la celulosa a lo
digital, sino también el cierre de librerías y de editoriales. El mundo se vuelve
agreste para el autor, de modo que la biblioclastia nos sigue atormentando: no
a modo de incendios en Alejandría, sino en otros modos más ominosos. Sea el
soporte o el discurso, el libro prevalece: es un mito, una manera de llevar la
palabra y un símbolo que persiste en la consciencia colectiva (Carrión, 2013:
26-32). Quizá leer tanto sobre biblioclastia termine maravillando al lector,
haciéndolo abrazar aún más sus ejemplares, apreciar la belleza de las librerías
y completando su discurso cotidiano con metáforas renovadas en torno a lo que
es ser intelectual, el leer y la bibliomanía.
Bibliografía
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Ruiz Zafón, C. (2020). El Laberinto de los Espejos.
México: Booket.
Steiner, G. (2003). Los logócratas. Barcelona:
Siruela.
Szurmuk, M. y McKee, R. (Coords.) (2013). Diccionario
de Estudios Culturales Latinoamericanos. México: Siglo xxi.
[1] El
término de “ciudad letrada” es propuesto por Ángel Rama y engloba a los
mecanismos políticos, sociales y culturales que configuran la adecuada
distribución de una obra artística o literaria: editores, concursos,
periódicos, círculos de lectura, academias, ferias, críticos y medios de
comunicación masiva (Szurmuk y McKee, 2013: 55-60).
Imagen generada con Midjourney |
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