El doctor Agustín Mendiola preparó todas sus cosas antes de salir
de su consultorio. Ya llevaba un tiempo atendiendo al anciano Secundino
Miramontes, pero el paciente insistía en que lo revisaran cada día; la paga no
estaba nada mal, por esto el doctor Mendiola aceptaba tratar diariamente al
enfermo en casa.
El médico llevaba poco en
Churubusco el Alto. La gente supo que ese joven de bata blanca y de cabello
rebelde y femenino había sido enviado desde Atototlán de la Paz para trabajar
como patólogo general e internista en su pueblo. Agustín Mendiola sabía que más
que un hospital, estaba a cargo de una mediocre casita de tres habitaciones:
una para el encargado y las otras dos para tratar a los enfermos con la
precaria tecnología de Churubusco el Alto y que parecía haberse quedado a
inicios de los 1800.
Salió de su consultorio recordando
que esa noche habría Luna nueva. Ya le habían advertido mucho sobre ese
temporal. Si se apuraba, regresaría a su casa antes de que la noche su hubiese
comido las calles; tomó camino entre las gentes del pueblo. Empíricamente, si andaba
por su derecha, nadie le molestaría.
La llegada del doctor Mendiola fue
recibida de forma ambivalente por Panacleta de Miramontes. Abrió la casa con el
cerrojo que siempre tenían puesto: levantar para luego dar un tirón y abrir la
puerta de manera mecánica.
—Llegó temprano hoy, doctor.
—Me desocupé antes del
consultorio.
El barrido que le hizo Panacleta
al hombre pareció adivinar que algo se ocultaba en esas palabras, seguro y era el
miedo primigenio a las noches sin Luna experimentado por todos los del Valle
Mayor.
El recorrido fue hecho con
parsimonia. El pasillo era amplio, recto y comunicaba hasta el fondo con la
habitación de visitas, la cual habían adecuado para atender a Secundino
Miramontes.
Aquella noche al enfermo se le iba
la vida. La calentura parecía demostrar que —pese a los cuidados del doctor
Mendiola— no llegaría a un día más.
El proceso fue rutinario:
temperatura, preguntas, toma de pulsos y ritmos respiratorios, limpiarle la
lengua saburral y esperar la arcada de vómito para sacar la bilis cargada de
rencores que traía. En esta ocasión, el doctor Mendiola se dio cuenta de que la
temperatura se le había disparado y le inyectó un sedante para dormir más
plácidamente sin el efecto de los calores.
Ya en la sala, el doctor le
confesó sus miedos a la esposa: —No me hago tantas esperanzas.
Panacleta, más que acongojarla, vio
en esa sentencia una promesa de libertad. Su marido la había tratado mal hasta
el hartazgo; así, ella podría tener una tranquila viudez y descansar como
debía.
—Oiga, doctor. ¿Y no está muy,
muy, muy enfermo?
—Es lo que le estoy diciendo,
señora. Su esposo está delicado. Está a tres corajes de que la bilis se lo coma
por dentro. Debería dejarlo tranquilo y consentirlo un poco a ver si mejora con
las pastillas. ¿Se las sigue dando?
—No me lo tome a mal, doctor. Usted
está joven… y quizá no conoce nuestras costumbres; pero le conviene a mi marido
ya ponerse a descansar ¿no?
—No entiendo qué quiere decir.
—Mi esposo siempre ha sido hombre
de campo. Tenemos vacas y caballos. Yo no sé tanto de los asuntos de los animales;
pero él siempre fue caritativo cuando uno de sus caballos se lastimaba una
pata. ¿Sabe? Ya no pueden volver a caminar sin relinchar de dolor los
pobrecitos. Él les decía a los mozos que debía acabar con el sufrimiento de aquellos.
Los llevaba a un lugar tranquilo, los acariciaba y de un tiro, los hacía
descansar por fin. ¿Usted no tiene algo similar? No digo que le dé un balazo
—Panacleta de Miramontes se arrugó el vestido tratando de darle coherencia a
sus palabras—. Pero, pues… algo que le haga sentir más relajado y en sintonía
con Dios.
El doctor Mendiola supo a qué se
refería. Y así como ella adivinó el miedo supersticioso del médico, él comprendió
el rencor que esa mujer traía metido en sus ojos.
—Ay… —suspiró el doctor—. Creo que
no le puedo ayudar, señora. Yo hice un juramento para salvar la vida de mis
pacientes, no para acabarlas. Con gusto puedo dejar de tratarlo —se mordió la
lengua al darse cuenta de qué decía—, pero eso será porque usted me lo diga.
Eso, por más caritativo que sea, no puedo permitírmelo.
La mujer bufó con desgano sabiendo
que el terco de su esposo terminaría viviendo por otro mes más. El doctor
Mendiola había empezado sus tratamientos hacía tres semanas y le pronosticaba
dos meses al inicio; pero conforme avanzaban los días, las porciones de
medicamentos se hicieron mayores y las expectativas de vida más cortas.
—Descuide, doctor —Panacleta de
Miramontes sonrió con la única cara que sabe hacer una mujer violentada por el
yugo matrimonial y abrió de nuevo la puerta: alzando y empujando para destrabar
el prestillo—. Ojalá pueda dormir bien esta noche. Mañana lo vemos.
Cuando el doctor estuvo fuera de
la casa, Panacleta de Miramontes puso seguro nuevamente: pensó que quitarle la
llave podría hacer que el espíritu de su marido quisiera irse esa noche sin
Luna, pero esa tradición ridícula de los Miramontes era por los querencieros
que venían en esa casa un botín de plata y joyas.
Qué le costaba esperarse tantito.
Días más o días menos, el doctor Mendiola terminaría liberando los papeles para
que, en poco tiempo, los chamanes hicieran los ritos fúnebres. En muy poco
tiempo…
Churubusco el Alto dormía en silencio y el doctor Mendiola
era el único afuera en esa Luna nueva. Aún no se enteraba de todas las cosas
malas que decían los parroquianos, solo aquellos rumores en el puestito de
comida de doña Jacinta. Es más, ni se sabía aún las tradiciones a respetar en
Churubusco el Alto. Con decir que cuando lo vieron pagando con monedas de oro,
se doblaron de risa. La gente le dijo que nadie cambiaba aquellas monedas de
fantasía, que volviera cuando tuviera monedas de verdad: reales de plata
debidamente acuñados. Por fortuna-desgracia, don Secundino Miramontes cayó
enfermo y le dio un cuantioso botín para empezar su vida en el Valle Mayor.
El viento arrastró las hojas secas
que yacían en el suelo y el sonido le nubló los recuerdos de todo lo que le
habían advertido sobre estar fuera tan tarde. Notó que las calles estaban solas
y las velas daban una luz mediocre a sus pasos. En efecto: el pueblo y el astro
nocturno se habían resguardado en sus casa sabiendo que debía temer a lo que
empezara a deambular.
En la mente del doctor Mendiola —como
buen hombre de ciencia— surgieron digresiones tranquilizadoras que le
explicaron que todo aquello, seguro era parte del folklore. Sus cosas
ocurrían también en Atototlán de la Paz: pero la gente de su pueblo natal sabía
que en Churubusco el Alto algo desentonaba con la lógica. Y quizá fue esa
incredulidad o predisposición lo que hizo que un miedo preternatural le soplara
los pensamientos cuando vio al final de la calle a aquella persona.
La figura avanzaba con paso lento
y seguro en su dirección, vestía completamente de negro, y pese a la distancia
que los separaba, podía notar sus ropas finas como si hubieran sido hechas de
un lino exquisito o de alguna manta traída desde Libertad de Juárez.
El doctor Mendiola recapacitó,
nunca había visto a nadie con ropas tan exquisitas en todo Churubusco el Alto
de no ser por los vestidos de Panacleta de Miramontes o de su hijo Edgardo.
Llevaba poco tiempo y sabía que los tres matrimonios Serrato tenían bastante
dinero, pero ellos no estarían caminando hacia él, además, los esposos de las
Serrato eran hombres más famélicos, y esta figura se veía de espaldas anchas,
brazos duros y piernas de corredor.
El viento movió de nuevo las hojas
y las arrastró calle arriba; pero no movió ni un centímetro las telas de aquel
hombre que se aproximaba despacio hacia el médico. Notó entonces el repiqueteo
de unas espuelas plateadas con cada paso. Las botas, finamente decoradas,
hacían juego con el sombrero caído sobre la cara tapándole lo que el doctor creyó
sería el rostro de un hombre de verdad, con ese cuerpo y esa actitud tan
soberbia y bruta, no cabía duda de que debería ser alguien de mentón grueso y
bigote. Cuando se puso a analizar a aquel sujeto, descubrió que vestía casi el
sueldo de veinte años de un médico de pueblo como él, o incluso más.
El extraño venía bajando la calle
justo en dirección contraria. Agustín Mendiola tenía su consultorio junto a una
vecindad a las afueras del pueblo; allá, mucho después de la escuela. Aquel
extraño parecía venir del norte, como si la Sierra Caliza se hubiera abierto
para dejarlo pasar. Recordaba haber leído en su infancia alguno que otro cuento
infantil donde los niños eran comidos por una montaña gracias a un flautista, y
aunque aquel cuento distaba mucho del páramo altoaltochurubusquense, se percató
de que, aun así, empezaba a percibir un efecto ominoso en ese encuentro.
Los pasos de cada uno iban aproximándose.
La calle era ancha, pero el extraño parecía avanzar por su izquierda, de seguir
así, acabarían en un inminente choque. El doctor Mendiola se movió al lado
contrario para dejarlo continuar, casi pegándose a la pared y reduciendo su
velocidad. El extraño hombre de negro siguió su andar rítmico, las espuelas de plata
parecían campanas de ultratumba en medio de la noche. Agustín Mendiola se
detuvo y colocó frente a él su botiquín para indicar que le cedía el paso,
reconociendo que a esos hombres no debía detenérseles.
A pocos palmos de distancia el uno
del otro, el doctor Mendiola sintió un miedo total: el sujeto de negro no
estaba vivo. Aquel ser, robusto y fornido, era realmente un esqueleto andante
que asomaba la punta de sus falanges por los guantes de montar. El rostro no
era aquel que imaginaba, sino un terrible retablo híbrido: era el cuerpo de un
hombre rematado con un cráneo de gallo enorme. El pico sin carne refulgía casi
como si fuera de plata brillando con la intensidad de las almas en pena, sus
cuencas oculares se rellenaban de fuegos danzantes que vagaban entre el azul y
el naranja.
Eran las brasas de los demonios en
el Infierno: pensó el doctor justo al momento en que aquel detuvo su andar
continuo. El espectro giró su pico y se pudo escuchar un olfateo denso como si
quisiera llenarse por completo del aroma del médico. Las llamas de sus ojos se
avivaron con el aire y tornáronse aún más terribles.
Al doctor Mendiola solo se le
ocurrió correr: los frascos de vidrio y sus instrumentos de metal reventaron
dentro de su maleta mientras huía despavorido. Jamás en su vida había corrido
tanto, las dos calles que le faltaban para llegar a su hogar las completó en
menos de un minuto y cuando llegó a la esquina, giró reticente hacia atrás,
aquel cráneo de gallo lo veía desde lejos; los puntos ardientes de sus ojos
seguían clavados en él, pero pronto la cabeza que miraba anormalmente hacia
atrás recuperó su posición. Aquel ser siguió avanzando en la misma dirección
que el doctor Mendiola había tomado, El Gallo Negro iba a visitar la casa de
los Miramontes.
Los tosidos secos de Secundino seguían escuchándose en la hacienda.
Edgardo, inquieto, le rezaba a la Virgen del Valle Mayor para hacerle el
milagro de regalarle a su padre varios años más. De haber sido por Panacleta de
Miramontes, le hubiera pedido que parara y no solicitara semejantes cosas, que
dejara a su padre morir como se debía. Sin embargo, ella no quería enemistarse
también con su hijo de quince años, quien ya mostraba comportamientos similares
a los de Secundino: agresivo, contestón y altanero, todo desde hacía un año en
que su padre lo había llevado de pesca a la Presa de la Carpa. Por eso,
prefería seguir la fiesta en paz, no fuera que se muriera el marido y su alma
podrida se le metiera en el hijo.
Panacleta de Miramontes no se
había tomado tiempo en preparar la cena: sacó un poco de leche y se dispuso a
tomar un pan dulce de con Santiago Jojoringo como su única merienda.
Estaba en la cocina cuando todos aquellos
con el apellido Miramontes en su nombre escucharon tres horribles toquidos en
la puerta. La potencia con la que la madera retumbó la hizo despegar los ojos
de la estufa; al mirar atenta hacia la entrada se perdió de un espectáculo que
no volvería a ver en su vida. Lo mismo le pasó a Edgardo Miramontes, quien sintió
un ansia enorme por abandonar la figura de la Virgen del Valle Mayor y la
veladora puesta frente a ella.
Otros tres toquidos retumbaron en la
hacienda Miramontes. Madre e hijo pudieron haber permanecido en sus labores
para ver al fuego tornar en un púrpura infernal; pero ellos —más preocupados
por lo que había allá fuera— no notaron al viento de olvido que apagó las
veladoras ni a la leche hirviendo tan rápido por intercesión demoniaca hasta
desbordarse y silenciar aquel fuego purpúreo.
Una tercera vez: tres golpes.
Para Secundino, aquello era claro:
se trataba del Gallo Negro que venía a buscarlo.
Los tosidos secos del enfermo
retronaron como respuesta en los pasillos. Madre e hijo escucharon el sonido
palmeante de los pies descalzos de Secundino avanzando como podía hacia la
puerta.
A partir de ese instante, Edgardo sabría
cuál era el final de todos los Miramontes: de los toquidos del Gallo Negro para
ponerle fin a la maldición que empezaba a los catorce años. Los nueve golpes
retumbaron en su alma como una nueva tradición.
—Papá, ¿qué está haciendo
despierto?
—¿Tu papá se levantó? —Panacleta
de Miramontes salió de la cocina para ver a su marido pegando la mano en las
paredes, avanzando poco a poco, guiado por un hálito extraño en dirección a la
calle.
—Tengo… —la tos lo volvió a
invadir—. Tengo que abrirle. Tengo que irme ya.
—¡Papá! Regrésese a la cama. Está
malo, no puede estar caminando descalzo así como así.
Panacleta de Miramontes no quiso
decir nada anhelando que aquello fuese el verdadero delirio de un hombre antes
de morir. La promesa del doctor Mendiola sobre lo inminente de la muerte de su
marido se cumplía.
Secundino empujó a su hijo sin
siquiera perder el equilibrio. Esa era la fuerza sobrehumana de cualquier
Miramontes y volvió a relucir por última vez cuando Edgardo salió volando para
estrellarse contra un espejo de casi cien años.
En la puerta principal, escucharon
ruidos. Panacleta de Miramontes reconoció el sonido de una llave introducida
desde fuera para abrir la puerta, eran esos tres botes metálicos antes de que
la llave entrara por completo, notó cómo levantaban ligeramente la puerta y la
empujaban antes de girar la perilla.
Los goznes chirriaron con un óxido
de ultratumba.
Secundino Miramontes corrió en un
ataque de tos que casi le hizo estallar los pulmones, su cara estaba roja y
tenía los ojos abiertos como un maníaco. A pesar de aquello, la bilis acumulada
brotó en un sudor chorreante y viejo.
Edgardo recobró el sentido para observar
a su padre abrir la puerta. Ahí estaba aquella figura vestida de un negro
lujoso rematado en plata y con un cráneo de gallo sobre sus hombros. Percibió
aquel tono purpúreo y experimentó en su cabeza el miedo de saber que esa sería
la última cosa que vería antes de morir. Su padre dio un paso hacia fuera. Allá
en la cocina, quieta de pánico, Panacleta de Miramontes vio cómo su marido
salía de sus vidas para siempre, y aquel camisón que vistió durante sus tres
semanas de agonía se iba ennegreciendo, haciéndose la misma ropa de ese ser.
En un abrazo sobrenatural, ambas figuras se fusionaron en un solo monstruo de ojos morados. El nuevo Gallo Negro miró a Edgardo Miramontes antes de dar la vuelta y alejarse del portón. Antes de siquiera llamar a su padre, la puerta se azotó de golpe y el sonido de la cerradura retumbó dentro de la hacienda.
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Creo que comenzaré a desconfiar de las aves de corral de color oscuro.
ResponderEliminarPreocúpate si te apellidas Miramontes... de ahí en más, creo que todo saldrá bien.
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