Faltando un minuto para las 9:00, las puertas del convento fueron
golpeadas con fuerza. Las jerónimas estaban tan desacostumbradas a recibir
visitas que llevaban varios meses sin mover los cerrojos: esa mañana solo habían
abierto la puerta de servicio para mandar a Sor Filiana al mercado. Por lo mismo,
esos toquidos eran atípicos.
Desde su despacho, el padre Aparicio
bajó la taza de su chocolate caliente cuando percibió ese aporreo cuasimarcial.
Junto a él, la madre Antonia sonrió socarronamente al identificar en ese
golpeteo el ritmo inconfundible de las procesiones de san Bartolo el Pesaroso.
—¿Quiere que vaya, padre?
—Proceda, y si no es importante, dígales
que vengan mañana; ya no son momentos de visitas.
Cuando la madre Antonia salió por
las llaves, el padre Aparicio miró el reloj: se dio cuenta de que seguía
marcando las 8:59. Se le hizo raro, la última vez que había volteado faltaban algunos
instantes para las campanadas; el padre analizó el segundero, se movía, pero de
qué modo: avanzaba y retrocedía el mismo segundo, como si se hubiera atorado el
engrane, o como si no quisiera dar las nueve campanadas aún.
La madre Antonia giró los
prestillos y sacó los candados de la puerta principal.
En su estudio, el padre Aparicio
dio unos golpecitos al vidrio, pero el reloj seguía intimidado.
Cuando por fin se abrieron las
puertas, se reveló la exaltada figura de la madre Ramona: el hábito parecía
planchado encima de ella, ni una ceja estaba fuera de lugar; el rosario de su
cuello hacía una simetría perfecta: ni un centímetro más ni uno de menos,
Cristo no podría haber estado mejor columpiado en otro lado que no fuese sobre la
panza ahuecada de la superiora.
La madre Ramona levantó una ceja: —¿Por
qué tienen cerrado tan temprano?
—Ay, madre superiora… no la
esperábamos.
—Las puertas se cierran a las 9:00
en punto, hermana Antonia: lo dice el libro.
—Qué pena con usted, madre. Pero
si son ya las… —sor Antonia dirigió la mirada a la torre de la iglesia la cual
seguía marcando las 8:59.
La madre Ramona se abrió paso hacia
el convento, y en cuanto puso un pie dentro, todos los relojes de Churubusco el
Alto marcaron la hora.
—Yo no llego tarde, hermana. ¿Ve?
En punto.
El padre Aparicio se asustó
cuando, después de haber contado cerca de tres minutos en su cabeza, las
campanas golpearan la hora exacta. Y aquí el primer milagro de la madre Ramona:
ningún reloj volvió a desfasarse en todo Churubusco el Alto; ni el tiempo podía
contradecir a la superiora de las jerónimas.
El arrastrar de las sandalias de
la madre Ramona rozaba en clave de fa por todo el convento, y ya fuera en las celdas
o en las capillas, las jerónimas sintieron ese tono grabado en las losetas de
granito.
—¿Madre Ramona? —sor Antonia se
dignó a hablarle mientras la otra caminaba evaluando de tanto en tanto las
instalaciones del convento—, me da mucho gusto que leyera mi carta.
—Inquietante, sí. Tendré que hablar
muy seriamente con el padre Aparicio…
Sor Antonia sonrió en sus
adentros; pero entonces la superiora giró sus talones en perfectos 120º.
—También debo reclamarle a usted,
hermana —la aludida tragó saliva—. Es su labor cuidar el orden del convento… no
interrumpir mis oraciones diarias para que yo venga a hacer su trabajo —los
talones continuaron su giro en 240º más, exactos—. Luego hablaremos de su
penitencia.
Las jerónimas dicen que si una recorre
desde la capilla hasta el círculo dejado ese día en el granito por la madre
Ramona, se pueden rezar dieciocho avemarías y seis padrenuestros sin un “santo”
que le sobre o que le falte.
El despacho del padre Aparicio fue
irrumpido de pronto por la superiora. El religioso no tenía idea de quién era
aquella; claro, vestía los colores de la orden; pero, siendo tan joven, era
lógico que no reconociera aquel rostro en lo más mínimo.
—Hermana, ¿puedo ayudarle?
Los serafines dibujados se cubrieron
la boca ante semejante blasfemia.
—¿Perdone?
—Sí, ¿qué desea?… ¿Qué puedo hacer
por usted, hermana?
Hasta Santo Anselmo Retador se
cubrió los ojos.
—Sin afán de ofender, padre —pero
lo iba a ofender—, hace varios lustros que dejaron de llamarme “hermana”. Soy
la madre Ramona, padre, superiora del arzobispado.
—¿Quién?
Imágenes, estatuas, y estampitas
se golpearon la frente desesperados. Se cumplía el segundo milagro de la madre
Ramona: la iconografía de Churubusco el Alto ahora advertiría detenidamente
cuando alguien cometiera errores tan grandes como los del padre Aparicio.
Cuando sor Antonia entró al despacho, descubrió a la madre
Ramona sentada en el escritorio; el padre permanecía de pie frente a ella como
niño regañado.
—Madre —se atrevió a irrumpir la
religiosa—, le traigo un chocolatito caliente para que recupere fuerzas después
de su viaje desde Atototlán de la Paz.
—¿Chocolate a estas horas? —miró
de soslayo al padre Aparicio—. ¿Y usted les permite a las hermanas semejantes libertades?
Ay, padre. ¿Qué no conoce el Levítico? Capítulo 11, versículos 3 al 7; ya los
judíos hablaban de los peligros de tomar chocolate en las noches: ¡tan
espirituoso y pecador como el licor!
Nadie se atrevió a mirar una Biblia
y desmentirla, y aunque estaban seguros de que el chocolate era un fruto más
moderno que el judaísmo; no querían arriesgarse a cambiar las Sagradas
Escrituras. Luego tendrían problemas con David: el impresor de Biblias
de Churubusco el Alto.
—Tire eso a la letrina. Y sí, cansada
estoy; pero Dios me dio fuerzas para llegar aquí. No necesito de esas bebidas
para reconfortarme; tráigame vinagre, quiero una jarra de vinagre y un vaso con
hielo.
Los dos se extrañaron de la petición.
—¿Agüita?
—Una jarra de vinagre y un vaso
con hielo, le dije. También quiero un par de paños limpios, hermana.
La hermana salió en busca de Sor
Filiana, ella sabría dónde estaba todo en la cocina y quizá la ubicación de una
letrina. Mientras, dejó a los otros discutir los acomodos del convento.
—Padre Aparicio. La arquidiócesis me
mandó para revisarle sus trabajos. Escuchamos ciertos tejemanejes de usted… y cómo
ensucia el nombre de las jerónimas —la madre Ramona sacó de entre sus mantos
una libretita—: apuesta en juegos de azar, se le ha visto platicar con alguien
sospechoso: un tal Luciferino; hereje según sé. En las fiestas de Independencia
lo vieron bebiendo licor… Además, me reportan un supuesto caso de brujería y
usted aún no ha hecho nada. ¿ Y todo esto, padre Aparicio? —la madre Ramona
golpeó la libretita haciendo un eco que le espantó los miedos a la Virgen—. ¿Qué
me va a explicar?
—Verá, herman… madre… Le decía: son
malidicencias de la gente. No todo lo que dicen es cierto.
—Octavo mandamiento de la Ley de
Dios, padre Aparicio… ¿me acusa de falso testimonio?
—No, madre… pero la gente…
—¿Entonces su gente miente? ¡Vaya
nada más!
La puerta se abrió de nuevo y Sor Antonia
entró con una jarra llena de vinagre, el vaso con hielos y unas toallas
blancas: todo en una bandejita de plata.
—¡Mire cómo gastan en metales
preciosos! —sujetó su libretita de nuevo—. Dieciocho indigentes tiene Churubusco
el Alto y se gastan los salarios de la caridad en placeres. ¡Qué bonito, padre!
Qué bonito…
La madre Ramona tomó la jarra y vertió
un poco en el vaso con hielo. Hasta los libros de las estanterías fruncieron
las narices cuando el hedor se levantó por todo el despacho.
De a tragos largos, la madre
Ramona se terminó el vaso de vinagre y se sirvió otro.
Sor Antonia y el padre Aparicio se
quedaron sorprendidos de lo que veían: se había bebido un vaso completo de
vinagre de caña sin cambiarle el semblante.
—Es importante purgarse de todos
los males, padre. ¡Que las hermanas empiecen mañana a tomar vinagre por las
noches en vez de sus chocolates! No somos cafetería de chinos. ¡Le falta templanza
a sus monjas, padre Aparicio!
Sor Antonia abrió los ojos como
para que se le metiera el Espíritu Santo: ¿iban a tomarse eso?
La madre Ramona introdujo un paño
en la jarra; lo exprimió con fuerza y se levantó el hábito. Tenía todas las
rodillas peladas hasta el hueso, la sangre le manaba hasta los tobillos, pero
con calma y un poco de presión se fue limpiando. Hasta parecía que le había
dolido más beberse el vaso de vinagre que las heridas abiertas.
—¡Pero, madre! ¿Qué le pasó? —saltó
de su lugar sor Antonia—. ¿Le traigo al doctor Mendiola?
—Descuide, hermana… de esto me
encargo… me vine de rodillas desde Atototlán de la Paz… también por eso me
tardé en responder a su carta. Tenía una penitencia pendiente y aproveché en
dedicarle a Nuestra Virgen Madre el viaje hasta acá.
El padre Arnulfo giró una mueca
hacia la religiosa. En su semblante se leía un “Así que fue usted”, mientras la
otra le respondía con una cara de “Pues, ¿por qué no me hace caso?”.
La madre Ramona terminó de curar sus
heridas y se puso de pie. El color castaño de su hábito disimulaba muy bien el
batidillo de sangre avinagrada.
—Es tarde para regaños, mañana los
veo tempranito. Dos horas antes del maitines que tenemos mucho por
aclarar. Los veo aquí… ¡A ambos!
—¡Pero, madre! —el Padre Arnulfo
quiso oponerse al mandato; vio cómo ella tomaba una pluma del despacho y
anotaba algo en la libretita. Prefirió darse sus precauciones.
—¿Sí, padre?
—No nos ha dicho si quiere que nos
traigamos el libro de oraciones de una vez, o si los guardamos hasta los rezos.
—¿Sus monjas no se saben los rezos
todavía?… —comenzó a anotar en la libretita y remató con un punto asestado como
puñalada traicionera—. Hermana Antonia, diríjame a mi celda, por favor.
Había pasado una semana desde que la ley marcial de la madre
Ramona se instaurara en Churubusco el Alto, y con ello, nuevas rutinas, no solo
para el convento, sino para todo el pueblo. La madre Ramona pedía cada mañana
dos grandes cubetas de hielo y las colocaba dentro de unas bolsas especiales que
amarraba a sus pantorrillas a modo de un silicio helado. “Enfriarse las piernas
ayuda a que no tengan malos pensamientos, mis niñas”, les decía a las
religiosas mientras las monjitas sufrían de resfriados y escozores. “Yo ya no
siento nada por nadie. Pero cada que me quito las bolsas y veo mi carne
amoratada, sé que es por el Señor que sufrió en la cruz por nosotras. Piensen
en eso cuando digan que no están listas para la penitencia”. Y luego, se cubría
el silicio con su sayo.
Entre sus otras reformas, estaba calentar
a medias la comida. El punto era no usar tanta leña, “Ensuciar el cielo es
manchar de hollín la Casa de Dios”, les decía la superiora. No iba permitir que
nadie del convento cometiera semejante ignominia; así las comidas tibias suplantaron
a las calientes. Tenía cronometradas a las hermanas, y si veía a sor Filiana agregando
un tronquito de más o dejando las ollas por más segundos de lo reglamentado, la
libretita servía de testigo. Nadie sabía qué tanto anotaba; pero de que
intimidaba, intimidaba.
Hasta ir a los baños resultaba ser
un martirio; lo que nunca: había filas para entrar. El torzón del vinagre tenía
al convento en una evacuación constante; pero la madre Ramona encontraba una
palabra para todo: “El diablo es como los retortijones: no los queremos dentro
de nosotras. La purga nos ayuda a salvar nuestro cuerpo y alma, niñas. Vinagre
con hielo… si quieren acostumbrarse, le pueden poner tres gotitas de limón. Así
seguro y llegan a beatas”.
Y entre lo malo, una cosa buena: les
maravillaba a todas las religiosas la velocidad y el volumen que tenía para
rezar. En tres minutos se acababa un rosario completo. Las jerónimas tardaban treinta,
pero en ese tiempo la superiora ya le había dado diez giros a las cuentas. ¡Pobre
don Luciferino! Cada que la madre Ramona rezaba, lo dejaba tan moreteado que
mejor decidió tomarse unas vacaciones fuera de Churubusco el Alto. “El maligno
siente los golpes, niñas. Rezar rápido hace que ni se pueda parar”; y, en
efecto, don Luciferino fue visto corriendo hacia las afueras del pueblo: maleta
en mano prometió volver para llevarse a esa monja, pero un izquierdazo avemariano
dado por los ángeles custodios le calló de golpe. Se sabe que dejó por ahí unas
gotitas de sangre que echaron a perder la tierra de unas macetas; pero en sus
andadas por las calles, la superiora se le quedó viendo a ese espacio, y tercer
milagro: de puro miedo, hasta las plantas reverdecieron.
Era un espectáculo mirar a la
religiosa fuera del convento. Todos escuchaban ese rasguido de las sandalias, y
los locatarios del mercado insistían en que sonaba tan sagrado que hasta la
fruta en mal estado se ponía bonita. Ya diría el padre Aparicio que eso también
era parte del tercer milagro de la madre Ramona, pero los teólogos no se han
puesto de acuerdo.
Todas sus acciones eran
perfectamente divinas y aunque las religiosas sufrían estragos en sus cuerpos,
notaban que si seguían esa rutina un par de meses más, seguro hasta se
elevaban.
Pronto, los habitantes de Churubusco el Alto se dieron
cuenta de que la estancia de la madre Ramona tenía su precio. Más de un
cristiano terminó apareciendo en la libretita; cualquier comentario lo tomaba
como ofensa o pecado. Los chistes que la superiora escuchó por parte de Eulogio
de la Cruz en la fonda de doña Mitotes le agriaron tanto como el vinagre que
pidió para acompañar su cena. “A esa monja no se le calienta ni la sonrisa”,
dijo Eulogio. Tísica como ella sola, la madre Ramona también lo transcribió.
Con escusa de vigilar al padre
Aparicio e investigar los casos de brujería, se veía a la madre Ramona vagar de
casa en casa. Todo lo que le mencionaban los vecinos era rápidamente anotado,
hasta asustaba que no se hubiese acabado la libretita, porque seguro tenía más
información de Churubusco el Alto que la futura biblioteca que construirían en
el pueblo. Si eso era un cuarto milagro o no, ni los teólogos lo sabían.
Y pese a vivir una Cuaresma
eterna, el caos impuesto por la madre Ramona pronto se convirtió en un
puritanismo devoto. Dicen las malas lenguas que hasta a las floreadas
prostitutas las vieron con un rosario al cuello: si la madre Ramona había
tenido tanta suerte con su reformas, seguro así ellas podrían cobrar el triple
como siempre habían querido.
Pero todo cambió un fatídico día
de San Bartolo Bailador, porque en la misa de seis, el padre Aparicio terminó
el oficio con una terrible noticia:
—Parroquianos: lamento informarles
que mi tiempo en Churubusco el Alto se ha acabado.
Hasta el loquito Dimas se quedó
pasmado de la noticia.
—La madre Ramona me informó que el
mismísimo Papa, ¡Dios lo tenga en su gloria…!
—¡Amén! —contestaron personas,
pájaros y hasta el eco de las paredes.
—El Papa… me ordena volver a
Atototlán de la Paz para terminar mi educación. No les he servido como el guía
espiritual que necesitan. El tiempo que estuvimos juntos lo llevaré en mi alma.
“Pone otras cosas en su alma
además de Dios”, escribió la madre Ramona.
—Tengan por seguro que los
recordaré por siempre… y sé que se quedan en buenas manos, porque mientras el
arzobispado no les mande otro cura, se quedan bajo la guarda espiritual de la
madre Ramona.
Doña Mitotes se llevó las manos a
los cachetes pensando en que ya no vendería refrescos sino vinagres con limón
en su cenaduría. Don Gaspar y don Liber se conspiraron ante la posible
inquisición que les iba a caer encima cuando averiguaran que en sus talleres
tenían cosas de don Luciferino.
Todos estaban pálidos.
—Así que mañana vuelvo a Atototlán
de la Paz. Espero y esto sea lo mejor para ustedes.
La superiora subió al altar y tomó
la palabra.
—Feligreses: como saben a una
monja no se le autoriza oficiar, por lo que habrá rosarios diarios para
solventar el domingo. Espero verlos a todos en la misa de Santísimo aquí a las
6:00… Dia-ria-men-te —observó las bancas de la iglesia y entonces se detuvo.
Las pinturas y estampitas miraron
a la madre Ramona, algo le pasaba.
De pronto, el hielo que cargaba
entre las piernas se le derritió y escurrió por el mármol a chorros. La
superiora se estaba poniendo roja-roja-roja.
Todos en la iglesia se miraron,
hasta las estatuas tenían cara de no entender qué ocurría, y entonces, la madre
Ramona se escurrió, no solo en agua, sino en un llanto demente.
Entre las filas una persona
reconoció a la madre Ramona y se quejó sofocando un “Ah” lastimero. El pueblo
dirigió la mirada al susodicho: era el general Fulgencio Buenrostro quien se
llevó una mano a la cara como lamentándose aquella mala fortuna.
La monja fue bajando del altar
paso a pasito. Conforme avanzaba seguía chorreando el mármol. Posesa como
estaba, no se persignó ni miró a otro lado que no fuera hacia el general.
Los “Compermiso”, “Disculpe” y
“Perdón” sonaron entre las filas. El general Buenrostro necesitaba salir a
trompicones de ahí. Pronto se le vio corriendo.
La madre Ramona gritó un “¡Fulgencio!”
desde el fondo de su pecho. Aquello hizo saber a los feligreses que ella era de
quien tanto hablaba el hombre: la malquerida que se enamoró de él en Atototlán
de la Paz y a la que la refundieron en un convento para bajarle los sopores de
la juventud.
De no haber sido porque el padre
Aparicio era chismoso, todos se habrían quedado paralizados en la iglesia; y no
fue hasta que el religioso conminó al pueblo entero para ver cómo terminaba aquello
que los parroquianos salieron en busca del espectáculo. Si se apresuraban,
podrían darle alcance a la madre Ramona y averiguar qué había roto su máscara
de seriedad. Muchos ya se daban una idea, pero querían testimonio de primera
mano.
Las calles de Churubusco el Alto
se convirtieron en un maratón donde los primeros en línea eran el general
Buenrostro y la madre Ramona en segundo. Las polvaredas se elevaron mientras
las multitudes seguían ese rastro de hielo derretido dejado por la superiora.
Por su parte, el general Buenrostro huía, y pese a su panza de pudiente, todavía
mantenía buena forma. La madre Ramona iba unos metros tras de él, pero las
rodillas peladas le lastimaban en su pesquisa.
Iglesia, la plaza, la mansión de
las Serrato; dieron vuelta en el bar de don Apolonio Garcés. El general
Buenrostro llegó entonces a la entrada de Churubusco el Alto, ahí estaba un
camión esperándole con un don Luciferino apurándolo, dando brazadas para que
corriera más rápido.
Fueron unos instantes, pero en
cuanto el hombre subió, don Luciferino le dio dos golpes a la carrocería; el
vehículo comenzó a alejarse hacia lo lejos.
—¡Fulgencio! —el sudor perlaba la
cara a la monja.
—Madre Ramona —don Luciferino le
sonrió, seguía moreteado—, si quiere, le vendo un boleto para ir tras él.
La respuesta de la superiora fue
aventarle a la cara el hábito y su bien balanceado rosario. —Ya sé quién eres,
bestia rastrera. Pero rapidito con el boleto —y tronó los dedos dos veces.
El corro de espectadores se
apelmazaba mirando a la madre Ramona en calzones apurando al Diablo para que la
ayudara a subir al camión.
—La libretita, madre —pidió
parcimonioso.
Con aspavientos, puso el
cuadernillo sobre el atado de ropa. —¡Mi boleto!
El camión se fue acercando, pero
la monja corrió despavorida para subirse.
Desde el Arco de Ingreso el pueblo
observó cómo la monja se alejaba de sus vidas.
Aún anonadados miraron a don
Luciferino aproximarse al padre Aparicio y darle la libretita. —Su permiso para
quedarse en Churubusco el Alto.
Las multitudes aplaudieron y
comenzaron una algarabía de fiesta tal que hasta lo habrían canonizado.
Un silencio amenazó al pueblo
entero, el camión venía de regreso. Asustados de muerte creyeron ver a la madre
Ramona bajarse para imponer de nuevo una dieta de comidas tibias y vinagres. Los
semblantes cambiaron cuando don Luciferino se acercó a la puerta del vehículo y
ayudó al general Buenrostro a bajar las escaleras.
—¿Cuánto le debo ahora, don
Luciferino?
El aludido asintió ligeramente con
la cabeza y se llevó unos dedos al cardenal bajo su párpado derecho. —Viene por
parte de la casa, general. Es mi regalo por su anterior compra.
El militar rio entre dientes. La
multitud ya se iba desperdigando cuando don Apolonio Garcés lo abordó.
—¿Y esa era la loca que lo
perseguía por todos lados allá en Atototlán de la Paz?
—Ya ve, ¡viejas locas, nada más!
Imagen de Paul_Henri en Pixabay.com |
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