viernes, 11 de diciembre de 2020

Biblioclastia: la subsistencia y destrucción en la metaliteratura

 

Malaquías es el único que tiene acceso al libro. Si no es el culpable de los crímenes, quizás ignore los peligros que ese libro encierra...

Umberto Eco

 

Cuando Lyotard habló de la posmodernidad, seguramente no se imaginaba toda la sarta de eventos cienciaficcionales con las que lidiamos hoy en día. La actualidad nos alcanzó, no solo en las artes, sino también a las maneras en que mostramos muchas de las obras estéticas. Los lectores contemporáneos nos enfrentamos a una nueva era de soportes y discursos, donde no sólo tenemos libros y periódicos como la única fuente de conocimiento impreso, sino que también existen computadoras, tablets, lectores digitales y todo un abanico que podría detonarse en los años venideros a la publicación de este trabajo. ¿Qué diría Verne de todas las maravillas a las que nos enfrentamos como el Streaming o las redes sociales? En general tenemos una revolución sobre el modo de informarnos y en cómo la almacenamos.

¿Deberíamos preocuparnos de aquellos millones de resultados que arroja Google al buscar sobre la desaparición del libro impreso? Quizá muchos hemos pensado que eso es un indicador para desanimarnos o creer que el libro está en aras de extinguirse, como tanto han cantado diversos autores sobre la desaparición del papel, la tinta y la encuadernación. Sin embargo, no tenemos por qué sorprendernos: decir que la destrucción de libros es nueva, sería ignorar milenios de historia, y —sobre todo— aparentar ignorancia ante un tema que ha rondado la literatura desde siempre. Hemos afrontado muchísimas veces una posible desaparición del libro, no sólo por manos de la tecnología —como se ha debatido recientemente— sino también a lo largo de los anales: los rollos, el papiro o el incunable; todos descolocados o reemplazados por una nueva presentación y elaboración que extiende su durabilidad. Estos soportes son materiales y no digitales como los que están en boga últimamente; más relevante desde que las películas en soporte rígido se han tornado hasta obsoletas. ¿Nos enfrentamos hoy en día a la verdadera desaparición del libro? Quizá exagere, pero hay muchas razones para pensar que a lo largo de nuestra existencia, la biblioclastia —término más práctico para hablar de la destrucción de estos materiales— es una preocupación de los intelectuales y de aquellos que leen; ejemplo lo hallamos en Borges y su ensayo “La muralla y los libros”, texto que apertura Otras inquisiciones (1952): por un lado la construcción de la monumental Muralla china y por el otro el olvido de todos los registros anteriores al gran Shih Huang Ti. Esta desaparición del conocimiento es contextualizada por Fernando Báez en su obra Historia universal de la destrucción de los libros: de las tablillas sumerias a la guerra de Irak (2004), principal fuente para hablar de la biblioclastia, la libroclastia, libricidio o bibliolitia; términos que van de la mano, pero que para fines prácticos referirán a las conductas, prácticas, procedimientos, dispositivos y políticas para destruir, desvalorar o invisibilizar recursos de información, espacios o personas relacionadas con el mundo bibliotecario o editorial (Báez, 2004). Es hasta irónico que el memoricidio provenga de oriente: lugar donde nació el libro, aplicando por completo la destrucción de libros y bibliotecas por medio del fuego —elemento simbólico en la historia humana— pero que remarca el vínculo que hay con la destrucción de las ideas y las revoluciones constantes del pensamiento. Una de las premisas que no desarrolla por completo Báez la podemos encontrar en el libro Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura (1944) de Ernst Cassirer: el lenguaje oral y escrito, deriva del mito y la religión, de él proviene el arte y después la ciencia (Cassirer, 2016: 205-254). Es quizá este carácter aún subjetivo que puede tener la palabra escrita el que puede hacer que el tema sea volátil y desdeñable en algunos aspectos. La palabra y las artes escritas son discutibles y pueden dañar la ideología de otros, por lo tanto, están sujetas a la iconoclastia.

Podemos observar que el memoricidio coexiste culturalmente con la formación humana. La relación con el análisis literario parece ser aún sutil, pero proviene de las premisas dadas por Báez y trasciende a escritores de hoy en día. En nuestra vida cotidiana, ¿quiénes son más propensos al libricidio, los hombres cultos o incultos? Una respuesta simple podría ser que los no lectores tienden a no darle el peso o importancia que tiene la palabra escrita (Galindo Núñez, 2019). Al desconocer todo el proceso editorial que requiere un libro, parecería usual esa condena inquisitorial que les dan a los libros. Culpar a los incultos simula ser una salida fácil; pero ignorar a los letrados en esta ecuación puede llevar a una puerta falsa. La gente culta conoce todas las horas de trabajo que tiene un solo ejemplar —más si es un tomo medieval— y sabrá que el condenar al olvido un tomo no es sólo destruir papel, sino parte del contexto, y es que muchos de esos libros condenados a la hoguera reflejan de los intereses de una sociedad —como el ensayo de Borges— para prevalecer a lo largo de la historia.

Si miramos la otra cara —la de los lectores críticos—reconoceremos ciertos elementos que podrían desentonar en esta discusión: una persona inculta podría destruir los objetos de conocimiento porque no aprecia su interior; pero el que sabe valorar su contenido también podría querer aniquilarlo. En el famoso escrutinio de la biblioteca de Alonso Quijana en el capítulo vi del Quijote, el cura y el barbero son conocedores de los libros y pueden juzgar cuáles son malos para el seso de su vecino. ¿Qué tipo de pensamientos se ponen en juego al juzgar un libro? En la obra cervantina se intentaba liberar la mente del hidalgo de las infames palabras de la caballería; sin embargo ejemplifica cómo aterran los libros al mundo. La palabra es poderosa cuando puede llegar a la persona adecuada, y el papel del crítico es crucialpara esto.

¿Qué sucedía en El nombre de la rosa de Umberto Eco si no era este mismo proceso? Jorge de Burgos —nuestro Borges benedictino— reconoce el peligro de ciertos libros y no teme matar a todo monje que tenga contacto con el tomo ii de la Poética aristotélica. Esta misma situación ocurría en los scriptorium monacales, donde sin mayor razón que la persistencia de las tradiciones morales y religiosas de su tiempo, los académicos destazaban y censuraban ejemplares con el único motivo de que veían algo peligroso en sus hojas (Rey Bueno, 2006). Este memoricidio lleva a encajonar el pensamiento, pero deja muy evidente para el lector que hay una cercanía entre la gente culta o letrada y la destrucción o invisibilización de estos libros, porque, ¿quiénes son los primeros filtros del canon si no es la Ciudad letrada[1] y todos los mecanismos de poder que conlleva?

Es verdad que habido gente inculta que buscó desaparecer la palabra impresa; pero hay más lectores críticos que conocen la crudeza de la palabra, las injurias y subjetividades que los libros llegan a ocultar; no por nada, existe la anécdota de coleccionistas que mutilaron la primera Biblia de Gutenberg hasta convertirla en despojos vendidos a granel a un precio mucho mayor que una Biblia íntegra. Si partimos de esta premisa, podemos extender la tarea que nos compete y darnos cuenta de quienes tendrán más problemas con los libros y su administración: las personas más cercanas a ellos. Tenemos inmiscuidos en los organismos de validación del canon literario a cientos de escritores que dedicaron su vida para evidenciar estos hechos por medio de una metaliteratura —libros que hablan de libros—, convirtiendo a la biblioteca en un tópico central de sus palabras, ya sea narrativa, lírica o ensayística; y para todos aquellos que estén envueltos en el mundo editorial es muy posible que encuentren una inspiración potencial en su proceso de creación literaria.

Y es justamente aquí que tenemos un punto de unión entre la biblioclastia y la metaliteratura, pues a nadie le parece extraña la presencia de la Enciclopedia Británica en el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” debido al carácter academicista que compartían Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. Es verosímil que estos dos personajes se pasaran las tardes discutiendo entradas de libros de referencia; del mismo modo que en México el Ateneo de la Juventud departía con gusto lecturas extranjeras o términos exquisitos de otras lenguas. Esto abona en el argumento de que los letrados tienden a tener un fetiche con el libro, volviéndolo un punto de fuga para muchas de sus creaciones. Así, esta metaliteratura es un reflejo de las preocupaciones primigenias de ciertos escritores; como el poeta que confecciona su ars pœtica o que le canta a la Poesía. Siguiendo estos preceptos, habrá en algún momento un escritor que dé una pincelada a sus maestros: un libro puesto en una escena del crimen, una biblioteca en algún personaje, un profesor de literatura; si la bibliolitia se da más en la gente culta es porque ningún individuo es inmune a su contexto: moverse en el mundo de los libros y las bibliotecas terminará afectando al sujeto de modo que sublime estas experiencias de algún modo; pueden ser vertiendo su experiencia bibliófila en los textos o describiendo un libricidio. La afirmación anterior es una peligrosa aseveración: es importante precisar que no todos los que tienen contacto con los materiales impresos se volverán un Borges o un Burgos. Sin embargo, es importante mencionar que hay un carácter logócrata a tratar aquí (Steiner, 2003), y convendría acercar otro ensayo de Umberto Eco —curiosamente uno sobre el gusto por los libros—: “Desear, poseer y enloquecer”, donde habla sobre la bibliofilia y la bibliomanía y que nos hace reflexionar cómo muchas veces hay coleccionistas que no leen las obras que archivan. El ensayo es crudo y deja a discreción los juicios de valor. Eco reconoce que no todos los bibliómanos leen, del mismo modo, no todos los involucrados en el mundo de las letras acaban tocando el libro en sus historias. Estas referencias nos indican que está presente una cercanía con estos tópicos, y esto será algo muy relevante a lo largo de este trabajo.

Resulta hasta obvio pensar que no existe un texto que no responda a su contexto: ese objeto hablará demasiado del tiempo y lugar en el que se desarrolló. Un producto estético surge de lo que le resulta inquietante a la sociedad. Así, del mismo modo en que personas asoladas por el narcotráfico tienden a evidenciar sus traumas por una sublimación estética, muchos pueden querer ser escuchados. La falta de comunicación con otros la encontramos en la biblioclastia: autores preocupados por retomar la existencia del libro y recuperar aquellos días idílicos cuando la literatura estaba a la orden del día. Si no se exalta, puede crearse una distopía donde la letra sea despreciada. Ante la pregunta sobre quiénes destruyen más libros, si los lectores o los no lectores, podemos regresar a la hipótesis de que los más cercanos a los libros, son los escritores que sacan su frustración académica e intelectual por medio de las letras. Cuando tanto preocupa esta situación a alguien más necesita dialogarla; el libro responde tendiendo la comunicación con un lector futuro —lector ideal o lector modelo— para que entre ambos concluyan sus reflexiones sobre la erudición: caso similar que muchos lectores han experimentado frente a estos autores que discuten su postura biblioclasta dentro de la literatura.

Podemos llevar esta reflexión a un metadiscurso y situar la lupa en que los mismos letrados hablan de las obras literarias. Parecería lógico que, si juntamos ciertos caracteres personales, contextuales o de recepción, aparezca ante nosotros la figura de un autor que escriba sobre libros, convirtiendo el ejemplar, si no en un objeto destruible, en materiales monstruosos o llenos de imposibilidades. ¿No somos acaso producto de lo que nos rodea? Este trastocamiento, esta polimorfismo del libro normal al ominoso que debe ser destruido es un paso importante para la literatura: es una reescritura del grimorio medieval, y del mismo modo que aquellos tomos arcanos, debe ser aniquilado, o él nos destruirá a todos (Galindo Núñez, 2019). Esto es una renovación literaria, una nueva manera de crear autoficciones donde se desmenuce una clara intención estética. La biblioclastia y el olvido son una preocupación constante incluso a modo administrativo, pues la desaparición de los libros debe preocupar a cualquier escritor que depende de sus lectores; y aunque sustente la idea romántica de escribir únicamente para él, es posible que busque ser publicado.

Escritores preocupados por este tema son muchos, y el listado que viene a continuación parecerá ser más propio de un catálogo que de un análisis minucioso, pero quisiera recalcar que ya otros han dado sus opiniones en torno a estos ejemplares o han creado análisis más significativos de los que pueda mostrar en este momento.

Ya se citó la obra cervantina y a Umberto Eco en El nombre de la rosa; sin embargo, otro bastante reconocido por el público es Farenheit 451 (1953) de Ray Bradbury: distopía donde se puede recurrir al memoricidio: olvidar el arte, la literatura y las obras dignas de pensamiento. Bradbury —en su cualidad de escritor de ciencia ficción— mostró de manera anticipada —como buena parte de los autores de este género— una manera en que la biblioclastia podía ser llevada al extremo, causando resistencia en algunos rebeldes y haciendo que muchos murieran por esos ideales, incluso, abandonando la civilización tecnológica para volverse sabios marginales.

De un modo similar, Pérez-Reverte nos muestra en El club Dumas (1993) a un cazador de libros: un mercenario que consigue ejemplares extraños, y en este caso el libro Las nueve puertas del reino de las sombras escrito por el Diablo. En dicho tomo se cuenta la manera en que puede liberarse al mal en el mundo; aunado a ello aparecen personajes de Los tres mosqueteros y emularían una caricatura de lo que tememos los lectores: que haya vida dentro de nuestras historias. En la obra propuesta por el actual miembro de la Real Academia Española se encuentran situaciones propias del coleccionismo, similar a lo dicho por Eco en su ensayo. Lo que nos deja Pérez-Reverte es una duda en torno a por qué debemos cuidar los libros, qué hacer cuando alguien busca aniquilar lo que deseamos o robarse tomos de las bibliotecas particulares. Si bien es una historia de aventura, no deja de tener un carácter reflexivo sobre cómo se va forjando la idea del libricidio.

De España también —pero más contemporáneo— Carlos Ruiz Zafón ha logrado llegar a generar un best seller: por ejemplo, su saga Cementerio de los libros olvidados conformada por La sombra del viento (2001), El juego del ángel (2008), El prisionero del cielo (2011) y El laberinto de los espíritus (2016). Esta colección propone una biblioteca exclusiva y que sirve de refugio para aquellos libros que sufrieron durante la Guerra Civil y de los cuales sólo queda uno o muy pocos. ¿Cuál es su propuesta? Ruiz Zafón muestra la bibliolitia: esa particular destrucción bibliográfica realizada por los editores o autores en búsqueda de borrar ciertas obras. La sombra que recorre toda esta tetralogía es el amor por los libros y cómo personas se han arriesgado por salvar colecciones, así como otros por destruirlas, no sólo por el régimen franquista, sino también porque detestan lo que viene escrito en ellas. La tetralogía nos llevará girando en torno a este cementerio: personajes que atraviesan este espacio, que escriben y destruyen libros, pero también, razones para que esto sea cuestionado.

En El último lector (2004) de David Toscana se plantea un tema interesante: el castigo de un mal ejemplar. En la novela, el personaje principal sirve de juez literario que decide si un ejemplar permanece en la biblioteca regional para ser leídos o si merecen ser condenados a las ratas, las cucarachas y la humedad. El protagonista vive en y para la literatura: los libros son el fin y el medio, una manera de recrear el discurso y desarrollar la historia por medio de la metaficción: una historia que dentro de otra historia, proceso metaliterario por excelencia proveniente de los tiempos modernos de la literatura, como con el Quijote y Borges (Cercas, 2016: 13-18).

Entre otras muestras literarias tenemos otro best seller: La ladrona de libros (2005), de Markus Zusak. Obra relevante para muchos mediadores de espacios lectores y que habla del libricidio nazi y cómo una niña trata de salvar poco a poco varios ejemplares. La narradora de esta novela es la Muerte, quien va siguiendo los pasos de los protagonistas en medio del Holocausto. Simbólico resulta que un personaje tan interesante tenga la voz del narrador: fondo y forma se conectan, pues qué mejor manera de contar el fin de una bibliografía completa sino por medio de la aniquiladora por excelencia.

En la parte lúdica, El arte de rechazar una novela (2008) de Camilien Roy es una interesante manera de crear ficciones alternativas a modo de cartas de rechazo editorial: ¿cómo rechazar un libro de haikús si no es con “¡Nace un manuscrito! Las palabras, frágiles, despiertan. La espada se alza y mata” (Roy, 2008: 157). Mismo caso para una novela feminista, una de horror y un poemario en verso libre. Aunque este libro sea más cercano a la minificción, tiene mucho de lúdico y giros argumentales; sigue tratándose de un nuevo tipo de bibliolitia, pues son los editores quienes por medio de ciertos procedimientos —una carta de rechazo— no permiten a las nuevas voces del mundo literario salir; aunque según desarrollan las epístolas, seguramente estos textos no deberían vaciarse a la tinta y al papel. ¿Esto es un tipo nuevo de biblioclastia? Podría darse una respuesta que no satisfaga en su totalidad esta pregunta; sin embargo: ¿el negar la voz no es violencia de toda formas? Quizá este ejemplo pueda suponer un modo innovador de pensar, pero dejarlo de lado sería descartar la cercanía con el término “bibliolitia”.

Hay un tópico común en todos los ejemplos mencionados: el libro que debe ser aniquilado. El tomo tiene que ser desterrado de un modo u otro, ya sea por su baja calidad literaria como con Camilien Roy o porque se trata de conservar la memoria en medio del franquismo, movimientos similares al de Borges en su inquisición.

¿Qué interés puede haber fuera del literario por la persistencia de la memoria? El libro, la biblioteca, el autor y la librería tienden a fascinar; quizá una extrapolación de esta teoría pueda deberse al carácter divino que tiene la inspiración: llámese duende, musa, numen o cualquier otro; son reflexiones que podremos encontrar en archivos y en detallados recortes periodísticos de las localidades. En mero 2020 preocupa no sólo la transmigración del libro de la celulosa a lo digital, sino también el cierre de librerías y de editoriales. El mundo se vuelve agreste para el autor, de modo que la biblioclastia nos sigue atormentando: no a modo de incendios en Alejandría, sino en otros modos más ominosos. Sea el soporte o el discurso, el libro prevalece: es un mito, una manera de llevar la palabra y un símbolo que persiste en la consciencia colectiva (Carrión, 2013: 26-32). Quizá leer tanto sobre biblioclastia termine maravillando al lector, haciéndolo abrazar aún más sus ejemplares, apreciar la belleza de las librerías y completando su discurso cotidiano con metáforas renovadas en torno a lo que es ser intelectual, el leer y la bibliomanía.

 

Bibliografía

Báez, F. (2004). Historia universal de la destrucción de libros. De las tablillas sumerias a la guerra de Irak. Barcelona: Destino.

Borges, J. (2012). “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius“. En Cuentos completos. México: Lumen.

Borges, J. (2014). “La muralla y los libros”. En Inquisiciones / Otras inquisiciones. México: DeBolsillo.

Bradbury, R. (2009). Farenheit 451. Guadalajara, México: Random House Mondadori, Universidad de Guadalajara.

Carrión, J. (2013). Librerías. Barcelona: Anagrama.

Cassirer, E. (2016). Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura. México: fce.

Cercas, J. (2016). El punto ciego. México: Penguin Random House.

Cervantes, M. (2004). Don Quijote de la Mancha. Edición del iv centenario. México: Alfaguara-Real Academia Española.

Eco, U. (2001). “Desear, poseer, enloquecer”. En El malpensante (31). Recuperado el 10 de diciembre de 2020 de http://www.elmalpensante.com/31_breviario.asp

Eco, U. (2005). El nombre de la rosa. México: DeBolsillo.

Galindo Núñez, M. (2019). “Libros malditos: el mundo editorial dentro de las historias fantásticas”. En Realidades y Ficciones (39. Septiembre). Recuperada el 16 de mayo de 2020 de https://revista-realidades-y-ficciones.blogspot.com/2019/09/realidades-y-ficciones-revista.html.

Geraldo, D. (2015). “Parodia y autoparodia en El último lector de David Toscana”. En Revista Valenciana, estudios de filosofía y letras (16. Julio-diciembre). Recuperado el 11 de diciembre de 2020 de http://www.scielo.org.mx/pdf/valencia/v8n16/2007-2538-valencia-8-16-00057.pdf

González Echevarría, R. (2011). Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana. México: fce.

Pérez-Reverte, A. (2008). El Club Dumas. Barcelona: Punto de Lectura.

Rey Bueno, M. (2006). Los libros malditos: textos mágicos, prohibidos, secretos, condenados y perseguidos. Barcelona: Círculo de lectores.

Roy, C. (2008). El arte de rechazar una novela. Barcelona: Bruguera.

Ruiz Zafón, C. (2013). El prisionero del cielo. México: Booket.

Ruiz Zafón, C. (2013). El juego del ángel. México: Booket.

Ruiz Zafón, C. (2016). La sombra del viento. México: Planeta.

Ruiz Zafón, C. (2020). El Laberinto de los Espejos. México: Booket.

Steiner, G. (2003). Los logócratas. Barcelona: Siruela.

Szurmuk, M. y McKee, R. (Coords.) (2013). Diccionario de Estudios Culturales Latinoamericanos. México: Siglo xxi.



[1] El término de “ciudad letrada” es propuesto por Ángel Rama y engloba a los mecanismos políticos, sociales y culturales que configuran la adecuada distribución de una obra artística o literaria: editores, concursos, periódicos, círculos de lectura, academias, ferias, críticos y medios de comunicación masiva (Szurmuk y McKee, 2013: 55-60).



Imagen generada con Midjourney


jueves, 3 de diciembre de 2020

La Virgen del Valle Mayor

Ay, señor Buenrostro… Pues ni qué decirle. Después de la correteada que le dieron, ni como ayudarle. Ya le decía yo cuando nos conocimos que todas las mujeres estaban locas y que no se puede confiar en ellas. ¡Y sí, ya sé que yo también soy mujer! Pero estoy muerta y creo que eso no aplica más que para las vivas.

Ya ve cómo da giros la vida, y sobre todo en las religiones. Que no por nada estoy enojada con el Señor de Allá Arriba. ¡Y que me escuche, eh! Aunque ya sé que me hace caso a medias. Yo por eso no confío ni en las mujeres, ni en los religiosos. Qué bueno que llegó usté’ a ponerle orden a esta casa, que luego me cansaba de escuchar tantos rezos y confesiones en medio de la noche por parte de mi hermano —esto es antes de que nos muriésemos, eh—… ya que lleguemos a esa parte de la historia se le va a bajar lo borracho del susto. Aunque deje que le cuente. Y sí, ya sé que anda todo torolaco; pero le voy a contar una historia a ver si con eso se duerme.

Resulta que, cuando llegamos a Churubusco el Alto mi hermano y yo, toda la iglesia estaba nuevecita, brillante y reluciente, y eso que no habían barnizado nada todavía. Afuera teníamos la plaza: ni una piedra le faltaba a las jardineras, y ninguna puerta parecía dañada. Con decirle que ni estación de autobuses teníamos; que no es como que la necesitemos mucho: quien llega se queda y quien sale, no regresa. Hasta se me hizo raro el otro día que me dijo que había llegado en un camión, porque creo que no requerimos eso acá en el pueblo. Seguramente el alcaide lo hizo para llevarse sus cientos al bolsillo; ya ve lo uña largas de los políticos: pura robadera.

Pero sí, oiga. Todo estaba bien bonito. Hasta las campanas tañían como recién bajadas del cielo. Imagínese usted: “la Casa Morelos” era un edificio solito pa’l cura, algo que no nos hubiéramos esperado cuando nos mudamos pa’cá. Y rápido salieron las habladurías: ¿que por qué traía a una mujer a su casa? ¿que por qué era peligroso que la sirvienta se quedara a vivir con él? Nombre, puros chismes bien mensos. Pero los entiendo, aunque yo era la hermana del padre, parecía su sirvienta. Ya ve cómo son las mamás, que cuando una sale niña, la encajonan como mujer de hogar, y eso nomás porque fui la segunda en nacer, eh. ¡28 segundos! La esclavitud se mide en 28 segundos, Buenrostro. Ay, a la siguiente le voy a pedir un alcoholito para acompañarle en las penas. Pero ya me ando desviando de nuevo.

Seguro ha de pensar un pueblo nuevo significaba que no habría errores: la iglesia parecía recién bañada —con decirle que la hoja de plata destellaba cuando uno prendía las velas—; pero sí tenía un detallito, uno muy importante: no había un Cristo colgado en el altar. ¿Se imagina usted una iglesia sin un Cristo? Nomás porque yo sí la vi, pero apuesto que no puede imaginárselo; y menos con los tres litros que ha de traer de borrachera en la sangre.

El caso es que yo le dije a mi hermano. ¡Fíjese! La segunda en nacer fue la que lo notó, y eso que yo no le olía las axilas al Señor de Arriba como él. Entonces se le ocurrió una idea de esas que no tienen sentido más que para el que las dice: hacer una colecta para fundir un Cristo nuevecito. Qué ocurrencias las de él, ¿verdad? ¿Cómo les pides a las gentes que regalen lo poco que tiene para un Dios que ni siquiera es bueno para llevarse a los fallecidos? Le dije que era una idea tonta, porque piense: ¿cuánto le mide un Cristo? Yo me imagino que de dos a tres metros, cuatro si lo quiere muy bíblico; ahora, ¿cuántas monedas necesitaría para fundir un monigote de esos? Y si lo quiere que sea en pura patina, pues sí es más simple, pero igual no había nadie en todo Churubusco el Alto que hiciera eso, por lo que traerse a otra persona saldría todavía más caro. El que trabajaba la madera se había muerto en el incendio. ¡Y todo esto lo sé porque soy lista, eh, no porque sea mujer! Aunque buena para las cuentas también soy, ¿apoco no puedo hacerle una salsa exactamente igual cada vez y sin contarle cucharadas y pizquitas? Pa’que vea.

Lo que sí pensé hasta que ya estaba muerta era: ¿y por qué no había un Cristo? Era como si El de Allá Arriba nos hubiera aventado acá sin siquiera la imagen de su Hijo… y qué raro… pero eso ya fue hasta después; ahorita mejor le seguimos como íbamos: Duramos casi seis años sin un cristo. El señor… ay, uno de los carpinteros que ya ni me acuerdo de su nombre, donó un par de vigas que las colgaron haciendo una cruz, lo malo era que estaba medio pálida: ya ve, madera de pino en vez de una de más calidad; pero la supieron barnizar y quedó más oscurita. El caso es que duramos muchísimo sin que Aquel se apareciera en misa. Estábamos solos en Churubusco el Alto, y eso lo empezó a notar mi hermano. Yo ya sabía, pero le digo que a mi hermano le costaba comprender, yo creo que le faltó aire cuando nos sacaron de mi madre… atrabancado para nacer, segurito y hasta se le olvidó respirar bien y le dio un algo en el cerebro.

Ay, señor Buenrostro, no se me vaya a dormir todavía, que aquí es cuando se pone interesante la historia: un nueve de noviembre las puertas de la iglesia se abrieron temprano. Mi hermano nunca me prestaba atención, podía estar bailando un zapateado en el altar; pero el muy nariz de que ni huele un pedo no me hubiera dirigido la mirada. Y creo que fue bueno, si me tuviera más entreojeada seguramente no hubiera escuchado todo lo que dijeron en la iglesia ese día. Yo limpiaba el confesionario con agua y jabón; mi hermano decía que los pecados se quedaban pegados con la mugre, así que ahí me tenían fregando la madera para dejarla libre de maldad. Pero apuesto que la que entró traía mucha mala vibra con ella, porque hasta la espuma de mi cubeta se bajó de golpe. No me va a creer, ya lo conozco, pero algo tenía de rara esa persona. Los pasos descalzos de aquella mujer parecieron ir callando uno a uno los ruidos dentro de la iglesia.

—Usted es el padrecito del que tanto hablan.

Para que vea, todavía me acuerdo de cada palabra que dijo esa méndiga.

—Usted no me conoce; pero yo he escuchado bastante de usted.

La verdad ni me acuerdo qué dijo mi hermano; yo me quedé ahí adentro de rodillas, con el trapo escurriéndome jabón por el brazo. Escucharla era hasta feo. Le digo: si tuviera pellejo ahorita mismo lo tendría chinito-chinito.

—Es temprano todavía. Si quiere decorar esa pared, lo veo en la entrada del pueblo.

No podía ver nada escondida ahí en donde estaba. Si me paraba iba a hacer ruido, por lo que nomás me pude imaginar la cara de mi hermano, su voz tartamudeó cuando le quiso contestar, pero escuché de nuevo que la mujer se fue alejando hasta salir de la iglesia.

Yo sé que ahorita no está mucho para filosofar y demás, ¿verdad, señor Buenrostro?; pero, ¿sabe algo?, la voz de esa muchacha me hizo desconfiar: sonaba joven, y hasta bonita. No sé cómo explicarlo, algo tenía que no me gustaba. No sé qué cosa sería, eh. El punto es que a ella hasta se le oía la maldad. Y ha de pensar que estoy loca —que bueno, a cada rato me lo dice; no me hago—, pero más loco mi hermano, porque dejó el libro de oraciones en una banca y salió corriendo. Ese día, no supe nada de él. Así, ¡nada!… igual de payaso que usted, se me iba sin desayunar cuando se enojaba.

Hasta eso, que dejara de estar pululando en todos lados me dio libertad de hacer bastantitas cosas: colgué el cuadro del padre Nicolás en su despacho; lavé las sotanas moradas y hasta me pude echar un poco de espíritu con su vino de consagrar. Y fue un buen día: se desapareció por completo el menonengo y me dejó a mis anchas por varias horas. Con decirle que hasta las jerónimas rezaron más a gusto en el convento. Lo que sí se me olvidó fue terminar de limpiar el confesionario. Ya me regañarían después porque una ancianita se descalabró porque dejé lleno de jabón; pobre alma, ¡pero ella tiene la culpa! Si no hubiera pecado ni siquiera se hubiera tenido que meter al confesionario, ¿a poco no?

Le decía de mi hermano: así como se fue, volvió. Yo estaba en mi tercer cafecito: pese a todo era mi hermano y tenía que esperarlo, y así lo hice, hasta cerca de las dos de la mañana que llegó como pedo: apestoso y ruidoso; incluso diría que hasta de improvisto, pero los pedos no salen porque sí, se planean; al menos así le hacía yo…

¡Como sea! Piense nomás la estampa. El cuello lo tenía todo desbarajustado, despeinado, la cara mugrosa, su túnica llena de manchas de barro y sus dedos lastimados: con decirle que le faltaban dos uñas y las líneas de sangre se hacían pastosas en la palma de sus manos. Lo que salía de tono —pese a todo lo que estaba viendo— era que cargaba una cobijita envolviendo algo. Yo dije: ¡El maldito tuvo un hijo! Que era posible, eh. Seguro el baboso había embarazado a una muchacha y ahora se traía al niño. ¡Nombre! Pensé que había matado a la mamá y la había enterrado con sus manos; pero fue entonces que puso algo en la mesa de madera, justo en donde está usted.

—Jacoba —pronunció mi nombre con una respiración entrecortada—. ¡Dios nos ha sonreído! Te presento… —y sacó de entre la tela la figura imponente de una virgen de plata— la respuesta a nuestras plegarias.

¡Ya ve! Le dije que se me iba a despertar con esta parte de la historia. A ver, tómele poquito al agua para que se desempance del alcohol.

Yo sé que no me va a creer, pero ese día lo tengo grabado todavía en mi memoria. Desde que llegó aquella fulana a la iglesia, el tiempo en que se desapareció mi hermano y toda la perorata que luego me dijo: que se había ido al sur, que se fue en Abedul —un potro güero rentado a Eusebio Miramontes—, que se había acercado mucho al río y que ahí encontró junto a una piedra enorme la punta de la estatuilla esa. Me dijo que tuvo que cavar con sus manos, y que en varias ocasiones se lastimó, que se le volaron las uñas, que se encajó una esquirla de plata que crecía ahí dentro; pero que al final, logró sacar esa figura.

Mi hermano me dijo: —Mira, Jacoba. Este es un regalo de Dios.

Ay, no. Todavía me cae mal Ese Viejo de Arriba, dejándome aquí sola… pero le digo, señor Buenrostro: esa figura era divina —pero no lo era—. Me explico: parecería ser la Virgen, pero no se engañe; nomás son apariencias. Cuando vaya a la iglesia, le reto a que se acerque bien al altar y la vea de cerquitas. Tiene colmillos; no es como la de la iglesia de Atototlán de la Paz según me ha contado. Esta es extraña. Mire, le voy a ser sincera: cuando vi esa figura me acordé de esos libros llenos de arte mundial: los egipcios, los fenicios. ¿Usted nunca tuvo uno de chiquito? Estoy segura que también debió haber tenido desas enciclopedias en Atototlán de la Paz, eran unos libros grandotes como de 40 cm con tapas blancas y llenas de imágenes; pero lo más importante es que, en esas, había una vieja con unas alas abiertas. Me acuerdo bien que el libro decía que era la Pascua, y no me va a creer, pero era casi la misma cara que la virgen esta. La misma, solo que la que estaba enfrente de mí tenía sus colmillos feos metidos en una sonrisa de benevolencia fingida. Luego, se me hace bien raro que tuviera como ese halo que le ponen a los santos; pero si uno se fija bien, tiene como una medialuna. Yo que la vi de merititita cara, noté que hasta parecían cuernos. ¡Bien fea que está!

No sé cómo explicarlo, señor Buenrostro. De tan horrible que era, hasta se me hacía bonita. Mi hermano ya me había contado que si uno viera a un ángel, lloraría de miedo y de alegría, algo de “lo sublimado”. Yo nunca le hice mucho caso a sus discursos de loco. Pero creo que debí haberlo hecho, más porque ahí tenía en mis narices la prueba clarita de lo que me había dicho antes: algo divino que te asusta.

Pero deje le sigo describiendo esa cosa. Me recordó a la Bienaventurada, esa de los brazos abiertos. Que bueno… usted ya ha ido a la iglesia y la debe haber visto… pero no importa. Le voy a contar hasta el más mínimo detalle, más porque difiere mucho de lo que dicen los padres acerca de la virgen. Lo que se posa en su brazo izquierdo no es el búho de la sabiduría —eso ya se lo inventaron después—, es un tecolote. ¿Y sabe dónde hay más tecolotes acá en Churubusco el Alto? En el Bosque de las Ánimas… —el bosque que está acá al sur— y el de la leyenda: el de la casa de la Bruja.

Creo que ya le han contado esa historia: La Bruja del Valle Mayor, ¿verdad? Uy, si no; ya tengo otra anécdota para cuando me llegue todo borracho. Nada… no me levante la mano, usted tome otra tacita de agua, si le preparo un café se le va a cruzar. Pero lo que le quiero decir: sé que suena medio ridículo, o que a lo mejor me lo estoy inventando —digo, he tenido mucho tiempo muerta para estar inventando cosas, ¿verdad?—; pero le aseguro, señor Buenrostro, que esa virgencita a la que todos le rezan tiene la misma figura que dijo Epitafia que vio de niña. Es más, hasta hay una leyenda que dice que hay un tecolote que nos vigila en las noches sin luna y que luego va y le cuenta todo a la bruja. Ay… ya ni me acuerdo de si había luna ese día, ¡Tan mensa! Le habría dado más suspenso a la historia.

En fin: yo sé que suena tonto, y sé que suena ridículo; pero es que estoy segura de eso: la Virgen del Valle Mayor es la figura de la bruja. No solo por estas reflexiones, sino porque mi hermano no fue el mismo desde ese entonces, cambió, se hizo raro, cayó en el pomo y empezó a hablar solo cuando se iba a dormir a su cuarto… que era orador este, ¡mire nada más qué ocurrente el fulano!

En un inicio pensaba que preparaba sus discursos, ¡hágame el favor! Resulta que tenía talento o algo porque la labia le salió de pronto; y viera para qué la usó: para engañar a medio Churubusco el Alto con una historia imposible de cómo halló a la virgencita esa. Dijo que esa semana había salido al Valle Mayor por inspiración divina. Que el cielo se le abría como indicándole ir hacia el norte, hacia las minas de Reynaga, quesque al norte. ¡No, no, no, no, no! ¿Se acuerda? ¡Si hasta le dije lo del bosque de los tecolotes! Menso no estaba: quería engañar a los feligreses. Seguro ni se acordaba que me había dicho a mí cómo la encontró. A lo mejor se contó tantas veces esa mentira que se la acabó creyendo. Pero —insisto—, decir que estaba en el Socavón, que Los Muertos le fueron guiando por el Camino del Gato, ¡vaya usté a saber! Inventos nomás para hacerse menso, eh. ¡Le creyeron! Todos le aplaudieron, quesque había visto postrada esta imagen en las minas, enguantada de cuarzo y plata. ¡Hágame el favor! Y luego lo del nombrecito, que no iba a ser la Virgen de la Cueva ni del Socavón, que porque esa era otra; que era la Virgen del Valle Mayor. ¡Y así de sencillo!

Fíjese que desde ese entonces, le hicieron tantas fiestas a mi hermano. Y así, cada año celebrábamos religiosamente el día de la Virgen del Valle Mayor cada 9 de noviembre. Ahí tenía al padre Morelos dando discursos que —según yo— practicaba en las noches. Hasta capilla le pusieron ahí afuera del Socavón y tenemos fiesta y peregrinaciones en todo noviembre para ver la nieve en la Sierra Caliza.

Pero, ¿sabe? No eran discursos practicados. No. Me di cuenta una vez que lo encontré todo ojeroso tomándose un café a la primera hora del día. Esa mujer extraña me lo había dejado atarantado y fue perdiendo la gracia de ser el padre que encontró a la Virgen del Valle Mayor, el que le compuso su letanía: “Reparadora de vacas, la que duerme entre la plata, dispensora de conejos”. Le digo que le mandó construir una capillita allá al norte con el dinero de Eusebio Miramontes y de los Honorato. Pero se fue apagando, haciéndose una sombra, una persona que rezaba de forma piadosa, pero que ya no salía con gusto, ni comía mis platillos con el buen colmillo que tiene usted. De sus últimas cosas cuerdas fue pedirme escribirle un librito que tratara de los milagros de la Virgen del Valle Mayor. Yo creo que ya para ese entonces algo se le había metido en la cabeza, porque no razonaba como quería; con decirle que hasta se le pasó haberme pedido el libro aquel. Ni supe ni qué le ocurría, según yo era cansancio.

He repasado muchas veces esas escenas ya estando muerta. Ya ve que le he dicho que al maldito no se le ocurrió darme los santos óleos antes de morirse; pero le aseguro que esa mujer tuvo parte de la culpa. Aquella fulana se colaba en la habitación de mi hermano por las noches. Pero si una se la piensa, si se había metido en la iglesia era casi lógico que no tuviera problema para meterse acá también. Le aseguro que algo le hizo, lo tentó o le aventó sus maldiciones. ¡Algo debió moverle! La gente normal no se la pasa hablando sola en sus cuartos por las noches. Decía que la veía, que bajara del techo, que no se pegara a las paredes como lagartija. Le digo que estaba medio loco. Y siempre que le preguntaba que qué tanto decía, él respondía que nada, que yo estaba de ideática; pero le juro, general: algo le hicieron a mi hermano. Tanto, que así nos fuimos enfermando, ya sabe: el mal de los gemelos.

Yo sé que a él sí se lo llevaron, a mí me dejó acá abandonada el Viejo de Allá Arriba. Pero créame que siempre le rogué para que le quitara esa maldición que traía en las noches. Sus veinte años me duró. Seguro se murió del corazón: por no descansar, por tomar tanto y entrarle al vicio del tabaco. Qué difícil va a ser poder dormirse aquí ahora sabiendo esto, ¿no? Lo escuchaba desde mi cuarto: diciendo que alguien caminaba por estas paredes, que le miraba desnuda pegada al techo. Él siempre cerró la puerta con llave, además de que tenía mis traumas de ser la segundona de la familia; pero créame que ahora si se le llega a aparecer esa vieja, me va a tener aquí para defenderlo y darle sus cachetadotas guajoloteras por haberle corrompido la mente y el alma a mi hermano. Va a ver cómo le agarro de las greñas y me la despeluco. Y descuide, que si tiene la puerta con llave, la ventaja de estar muerta es que las paredes ya no significan nada para mí.

En fin, ya para terminar —que ya lo veo con los ojos chinitos—: hágame caso y descanse. No siga a las viejas más que a mí. No son de fiar. Aquella le arruinó la vida a mi hermano, y ya me dijo que el don Lucy puso en un camión a la canija de su pretendienta. Es más, aunque esté fea y colmilluda, usté’ récele a la Virgen del Valle Mayor; quizá hasta le hace el favor sabiendo dónde está. ¡Ay, qué cosas le digo! No, a esa vieja mejor hay que tenerla lejos.

Ya lo dejo en paz. Usted relájese y duerma tranquilo. Ahí tiene una cubeta para que vomite si se siente mal. Y a la siguiente me invita, eh. Que ya luego le contaré cosas de otras personas, como de mi amiga Epitafia, como cuando le mataron al marido.

‘Tá bueno. Mañana le traigo su salecita de uva para que se componga un poco el estómago… lo malo es que ya no hay comida, eh. Y lo entiendo, con la correteada que le metieron se le olvidó comprarme el pollito y el huevo que le había pedido la semana pasada.

Buenas noches, mi general. Nos vemos mañana.


Imagen "La Virgen del Valle Mayor" por Alejandro Hernández García©