Sus primeras palabras fueron un:
“¿Mamá?”, musitado lastimeramente. No encontró respuesta. A sus once años ya
podía moverse solo. “Todo un hombrecito”, le repetía su papá. Pero hombrecito o
no, el abrazo de su madre siempre le reconfortaba.
Intentó salir del sueño. Borroso,
reconoció las paredes y dimensiones del cuarto en el que estaba. Comprobó que
algo no iba bien. Miró a un lado, al otro. Las paredes estaban desteñidas, como
si hubiesen pasado siglos desde que él entró en el profundo sueño tras ver al
doctor. Estaba solo en el piso cuatro del Hospital Civil.
Se puso de pie y caminó despacito hacia
las camillas. Sujetó su vientre para mitigar las punzadas de dolor. Su amigo:
otro niño que —recordaba— ocupaba un lugar a su derecha, se había levantado y
escapado. O eso creía, porque dejó atrás sus cosas.
Le calaron el tiempo y la ausencia.
Salió al pasillo.
Todo igual: degenerado. Algo iba
causando estragos en las paredes que habían perdido sus colores para volverse
negras, añejas, sucias.
El camino que tenía que seguir le
resultó contrario. Parecía alguna especie de película de horror, monstruos que
atacaron y se comieron a todos, o esa de zombis
donde despertabas en medio de un hospital y te perseguían esos seres en las
noches. Se empezó a impacientar pensando en que llegarían en
cualquier momento. Como cada noche.
Vio la puerta del piso infantil. Eso
conectaba con los pasillos principales, donde estaban los adultos. Conforme iba
acercándose, se fue sintiendo cada vez peor. Su cuerpo parecía remeter en
convulsiones internas, como si algo dentro de sus tripas rompiera su ser.
Sintió una respiración cargada: como el humo de cigarro, como cerveza
derramada. Todo se iba enviciando.
Llegó.
Apoyó las manos en la superficie áspera
de la madera azul.
Lo que estaba al fondo no tenía
sentido, al menos él no comprendía lo que pasaba. Parecía una pintura de Internet. A través de un ventanal se
dejaba ver a toda su ciudad destruida: columnas de humo de cigarro se elevaban
hacia el cielo.
Las punzadas de dolor continuaron en su
estómago. Pero, lo peor de todo: el cielo. Levantar la vista —como mirando al
techo— era lo más perturbador que jamás se había imaginado: el cielo tenía piel
de color sepia, y, en vez de estrellas, parpadeaban ojos de pupilas enrojecidas,
asustados, como mirando nerviosamente hacia la puerta. Aparecían y
desaparecían. Una sonrisa en vez de luna brotó en el cielo, como gritando una
“O” enorme. Eso mismo indicaba que estaba a punto de terminar.
El niño se tiró de rodillas y lloró. El
dolor se intensificó como si un gigante le apretara fuertemente sus costados.
Unos segundos después sintió un vacío dentro de sí.
—Gracias, hijo —su padre irrumpió la fantasía del niño, mientras se abrochaba el pantalón—. Mañana volvemos a jugar al doctor… ¿Va? —y le dio un beso en la frente.
Ilustración de OR |
Usted me leyó ese relato en clase, acabo de contarlo a mi familia y quedaron sorprendidos
ResponderEliminarHace años me contó este relato en las primeras clases de preparatoria que tuve con usted. Años!!!!
ResponderEliminarHoy en día lo sigo recomendando...