Ese viernes, día en que hubiera considerado el suicidio de
seguir con las bajas ventas, Luciferino entró a la finca. Se trataba del nuevo
integrante de Churubusco el Alto, el extraño dueño de la agencia de viajes que habían
visto días atrás empujando una carreta atiborrada de toneles de licor. Había
escuchado los rumores sobre el extraño aquel, y Apolonio Garcés tenía enfrente al
señor Luciferino entrando en la cantina Las
Trece Musas con un papelito arrugado en la mano.
Apolonio Garcés se animó de que su
primer cliente fuera el extranjero. De hacérselo un parroquiano frecuente, los altochurubusquenses
empezarían a acercarse a Las Trece Musas
tan solo para chismear en torno a Luciferino. El sujeto era todo un personaje:
un estrafalario forastero ataviado de saquitos a cuadros y zapatos puntiagudos.
A Apolonio Garcés le llegó un aroma guardado entre las ropas del sujeto: era el
olor de cigarros almizclados; seguramente con unos traguitos encima se le
disiparía ese tufillo. Además de su olor y vestido peculiar, el tal Luciferino tenía
negocios ridículos: ¿quién pondría una agencia de viajes ahí? Nadie en su sano
juicio estaba interesado en irse de Churubusco el Alto; a quienes salían, ya no
se les veía de regreso o acababan muertos. Pero si Luciferino podía salir
adelante; Apolonio Garcés podría tener éxito con su proyecto de Las Trece Musas.
—Está medio sola la noche de
poesía, ¿no? —Luciferino dio un paso adentro. No supo si seguir o no. Repasó
las paredes: Las Trece Musas estaba
decorada con guitarras, cuadros de toreros, abanicos de flamenco, caballetes y
la variedad de vinos y licores que manejaba. Era un barroco innecesario; un
fútil intento de parte de Apolonio Garcés de convertir a Churubusco el Alto en
la capital de las artes del Valle Mayor.
—Creo que seremos usted y yo, ¿cómo
ve? ¡Que no es que me moleste! Nomás le digo: vamos a estar, como dicen: en
intimidad… ¡No me lo tome a mal¡ No, no, no —Luciferino sonrió y siguió hasta
la barra.
Apolonio Garcés estaba nervioso: creía
haber descubierto que, de los pocos cientos de personas que habitaban
Churubusco el Alto, el único interesado en alguna variedad de arte era él
mismo. Y pese a su disponibilidad y templanza, la depresión se le venía colando
por atrás de los ojos amenazándolo a morir sobrio de arte.
—No se diga más. Empecemos la
noche literaria. ¿Que trae usted? —el cliente hizo un ademán de invitación tan
fino que inquietó al propietario.
Apolonio Garcés quedó pensativo. Era
la primera vez que alguien le preguntaba directamente sobre sus escritos y,
aunque nervioso; si lo impresionaba, seguro volvería.
—Le voy a leer un soneto que hice
hace unos días.
Apolonio Garcés tomó su libreta
endeble de sudor y la abrió en la última página escrita:
Nocturnos a la madre perdida
Cuando te miro con mi mirada,
oh, madre, tu amor sigue con vida.
Y aunque la muerte te esté reprimida
por días yo te tendré alabada.
En los dulces Campos más que olvidados.
Tu memoria me está atormentando;
aunque el númen me venga agotando.
De tu amor, nuestro sino consagrado.
Para un luto que llena mis ojos,
y detona lágrimas sin estribo,
que empaparán a toda la ciudad.
De ti me quedan cuágulos rojos,
ya ni siquiera recuerdos de algún libro;
arrebatada por una triste deidad.
Cuando terminó, Apolonio Garcés despegó los ojos de su
cuadernillo y notó el rictus indescifrable del forastero que podría
interpretarse como una mofa disfrazada de diplomacia.
—Me gusta su pluma, Apolonio.
Tiene… —hizo el ademán de querer atrapar algo en el aire, quizás el nulo talento
del barista—. Quizá le hace falta pulir un poco más, si no me equivoco hay un
par de versos de diez sílabas
El rubor se le fue amontonando a Apolonio
Garcés en los cachetes. Nadie le había dicho que contara mal. Sin embargo,
trató de disimular la molestia sacando un poco la parte teatral de su tío
abuelo y sonrió falsamente.
—¿Y usted qué trae escrito, señor?
Veo que tiene ahí una servilleta con emociones fuertes.
—¿Esto? —retronó su risa en el eco
de la habitación—. Pequeñas tonterías que se me ocurrieron de pronto. Un versito
o dos que compuse hace días tras cerrar un buen negocio con un literato como
usted en la capital.
Apolonio Garcés le sirvió un
vasito de aguardiente a cuenta de la casa.
—Está bien —Luciferino sonrió
colmillos afuera. El cantinero pensó que así serían los dientes de las
bestias—. Solo no se vaya a reír.
Los vasitos se elevaron al aire y
entonces el lugar se llenó de un ambiente lírico propio del Siglo de Oro, qué retruécanos,
qué métrica.
Dorada,
sobre el bronce, existe lámina.
Porque
Dios cuida lo que el sol domina,
aunque el Diablo se oculte en cada esquina
para
ver de quién hacerse otra Ánima.
No
culpe a quien busca con presteza
dar su alma a cambio de bella ordenanza.
En
vida, gozará de cada andanza
sin cuidar aquella delicadeza
El
pactante observa en derredor
sabiendo que no será algo grato.
Surge
entonces el potente estertor.
Mefisto
otorga el don de literato
a este hombre que entra en nuevo sopor
pues con el Diablo ya firmó contrato.
Apolonio Garcés se quedó pasmado ante esa obra, medida y
rimada con la exquisitez de los grandes poetas hispanos. ¿Era posible que
alguien sacara poemas así de exquisitos en tan poco tiempo? Era interesante
cómo había creado una historia lírica.
De pronto le llamó la atención el
anciano en la mesa a la entrada. Se le hizo descolocado, porque llevaba tiempo
sin verlo rondar por Churubusco el Alto, pero un cliente era un cliente.
—Permítame, Luciferino, deje veo
qué necesita aquel.
—Descuide… acabamos por ahora…
vaya y atiéndalo.
Apolonio Garcés se acercó para
preguntarle qué quería tomar.
—Brandy de Jerez —fue lo único que
salió de los labios del viejo.
—No manejamos Jerez, señor, tengo
aguardiente y ron blanco.
—Brandy de Jerez —repitió aquel.
De un momento a otro se le vino el
mundo abajo. Su segundo cliente y no tenía la comanda.
—Si me permite —Luciferino se coló
entre las sombras de Las Trece Musas
y apareció tras de Apolonio Garcés—. Tengo una colección de barricas de vino de
Jerez esperándome ahí afuera. Y justamente quería deshacerme de ellas.
—Brandy de Jerez —volvió a decir.
—Se las podría heredar si luego me
hiciera un par de favorcitos.
Apolonio Garcés vio sentados en
otra mesa a un par de ancianos más que lo miraron atento con una sola orden:
“Brandy de Jerez”.
El cantinero vio en Luciferino una
contingente salvación.
Los colmillos mefistofélicos del
hombre reaparecieron en su semblante. Esa misma mañana el pueblo lo había visto
empujando una carretilla con seis botas de licor. Aparentemente, provenían de
la Casa Morelos, un hogar abandonado, cubierto por polvo, rumores y fantasmas.
A los oídos de Apolonio Garcés, Las Trece Musas cobró pronto un ambiente de trabajo arduo: seguro se
había corrido la voz entre los ancianos, porque todos pedían su vino de Jerez. Ni
los veía entrar de lo ocupado que estaba, pero siempre dejaban sus empolvadas o
lodosas monedas de plata en la mesa.
Luciferino miraba de un lado a
otro mientras seguía escribiendo en servilletas más frases de algún poema
improvisado. Esto, a Apolonio, le causaba dolor de panza: él era el artista de
Churubusco el Alto, no ese agente de viajes. Pero debía reconocer que aquellos
viejos entraban y salían gracias a Luciferino, seguramente para ver al
extranjero tomar aguardiente.
A la noche, ya podía cerrar sin
problemas. Las copas de brandy apenas habían gastado una minúscula parte de uno
de los toneles. La venta de las soleras dejaban beneficios tangibles. El precio
de esas barricas, estaría resarcido a los pocos días.
—Ya que acabamos de trabajar,
quiero enmendarle el favor que me hizo con los toneles, Luciferino.
—No es necesario. Y sobre el pago…
—No se diga más. Lo voy a invitar
a cenar con doña Mitotes. ¿Ya ha visitado su cenaduría?
—Aún no.
—Tras comer ahí, todo el pueblo
hablará de usted.
La sonrisa del extranjero volvió a
sacar a relucir sus caninos. —Eso espero, Apolonio… Eso sería estupendo para
mis negocios. Pero de los toneles, no se preocupe… ya le cobraré en otro
momento, usted acábeselas y luego hablamos.
A partir de ese entonces, Luciferino iba los viernes a leer
algún poema o a escuchar los trabajos del cantinero, llegaban de pronto decenas
de ancianos. Apolonio Garcés no recordaba haberles visto, pero le daban un aire
a varios habitantes de Churubusco el Alto. Sin embargo, siempre dejaban
propinas agradables. A veces eran más monedas del costo real del trago. Lo
único raro era lo poco platicadores que se volvían. “Brandy de Jerez” pedían en
voz cansina y más tarde se iban. Pero nadie hablaba con él, salvo Luciferino, y
eso era realmente una pena. Aunque era entretenido, siempre la conversación de
Luciferino terminaba en su talento literario y poco cobraba los toneles.
Lo más curioso fue la entrada por
la puerta principal de una persona distinta: Edgardo Miramontes. Entró cuando
Apolonio Garcés había terminado de servir el último vasito de Jerez a sus
clientes.
—¿Viene por el brandy? —Apolonio
limpió un lugar en la barra: Luciferino y el resto de sus comensales se habían
esfumado.
—Aguardiente… —le corrigió con ira
el cacique—. No soy de esas bebidas amaneradas que train de España.
Apolonio Garcés sirvió el trago y
dejó la botella a la vista.
—Oiga, ¿y cómo se mantiene si no
tiene clientes? ¿Le apuesta a los gallos como yo?
Edgardo Miramontes observó la
decoración tan estrafalaria.
—¡Tengo mucha gente los viernes!
Vienen varios señores a tomar su brandy de Jerez.
—Ancianos ridículos.
Por un momento, Apolonio Garcés
vio las ganancias: las sucias monedas de plata de los ancianos se hallaban
llenas de un lodo seco, como si hubieran salido de la tierra. Vio en derredor y
encontró los vasos de Jerez a medio terminar y el polvo en las sillas como si
jamás hubieran sido ocupadas. Con un movimiento lento de cabeza peinó la
habitación y sintió muy en el fondo de su alma el hálito de mortandad que
recorría la cantina. De pronto, recordó los funerales a los que le había tocado
asistir, los de todos los artistas Garcés que había despedido. En la cara de
sus clientes vio el semblante de antiguos habitantes de Churubusco el Alto: los
asistentes y protagonistas de los velorios antes de llevárselos al osario de la
Sierra Caliza.
—Otro —el golpe en la barra le
hizo reaccionar—. Sepa de dónde consigue este licor, pero ya me ganó como
cliente.
—¿De verdad le gustó? Me hice
tratos con un distribuidor de la capital.
—Cuando me muera, me voy a llevar
en la mano una de estas botellas, oiga. Está bueno para repetir el trago.
—Descuide —la sonrisa en la cara
de Apolonio Garcés se fue haciendo más amplia y críptica—, apuesto que luego
podría volver a probarlo ya muerto, señor.
Edgardo Miramontes soltó un bufido
a modo de burla.
Cada uno pensó que el otro no
sabía nada sobre la muerte.
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