La Presa de la Carpa esconde muchos secretos. Desde que los españoles
llegaron por primera vez hace más de doscientos años, la tierra ha guardado confesiones,
cadáveres, brujería y mentiras; pero, el más común de todos, es el sexo. En muchas
ocasiones, una pareja caliente de carne y piel llega a reunirse en aquella
parte boscosa que se encuentra al norte —muy al norte— del pueblo. Sobran
piedras y laderas donde la gente desahogue las pasiones insatisfechas en calles
o habitaciones por miedo a que les juzguen.
Por esto, los parroquianos de
Churubusco el Alto conocen las razones por las cuales dos amantes deciden salir
del pueblo con rumbo al norte. Los bosques de la Presa de la Carpa son más que
un refugio de criaturas y plantas diferentes, aquí, cada espacio cumple
diversas funciones según la necesidad lo amerite. Para quienes buscan una
primera vez romántica, cerca de la costa hay una cama de hojas secas que cruje
al ritmo de las caricias, todas las exhalaciones y jadeos se convierten
rápidamente en el ruido de las olas. Las parejas intrépidas que gozan de la
violencia, de los gritos y de los golpes consensuados, tienen su lugar más al
norte, cerca de las montañas. Las faldas de la Sierra Caliza son resistentes
contra las embestidas de amantes de caderas potentes para comerse el placer con
violencia. Sin embargo, hay una zona oculta del bosque conocida por pocos habitantes
de Churubusco el Alto: y es donde crecen los árboles enfermos: un claro lleno
de tocones y troncos caídos. No cualquiera podría encontrar el placer en este
sitio, solo algunos privilegiados, los hombres, hombres que buscan a otros
hombres y —en su supuesta desviación— deciden morar áreas secretas donde nadie
los podría ver ni encontrar.
Justo aquí se han dejado marcadas
tantas veces las manchas blancas de la carnalidad. Es el lugar al cual Jacinto
detesta ir, pues es donde cobra menos; a pesar de esto, su semilla se había
escurrido tantas veces ahí, preñando la tierra y corrompiendo el bosque desde
dentro, como él mismo se ha ido echando a perder, cualquier cosa por juntar las
63,000 piezas de plata que necesitaba.
—Creo que aquí podemos estar
tranquilos —propuso Jacinto mientras revisaba sus bolsillos con todo lo necesario
para asearse después de acabar el trabajo.
—¿Ya habías venido por acá? —los
ojos de ignorancia del otro sujeto hicieron reír a Jacinto.
—Lo conocía —mintió mientras
pasaba su mano por detrás de la oreja para acomodar su pelo negro. Pocos se
resistían a aquel movimiento, más cuando se agarró la entrepierna; así era más simple
conseguir que sus clientes más dudosos terminaran aceptando.
—Y entonces… —el otro tragó saliva
al ver a Jacinto desabrocharse la camisa—, ¿cómo funciona esto?
—Pues como siempre: tú ya me
pagaste, nomás es cosa de que elijas en dónde —desabrochó su último botón
dejando su cuerpo delgado a la vista. Él mismo sabía su atractivo, los hombres
no buscaban músculo, querían a alguien débil que confundieran con mujeres,
porque finalmente el hombre siempre se comportaba como hombre. Se abrió de
brazos esperando la elección del otro.
Para Jacinto, esto era parte de la
rutina. Vio cómo su cliente movía los ojos seleccionando cuál sería el mejor
punto para tener su momento con el prostituto del pueblo. Nadie elegía el mismo
lugar; y, de cierta manera, siempre era su primera vez.
—Creo que ahí —señaló el cascarón
de un tronco joven, seco y carcomido por insectos.
A estas alturas, Jacinto había
aprendido que sus clientes no solo se guiaban por la comodidad o sus
perversiones; más bien cada uno llenaba esas áreas con demasiado simbolismo;
cada lugar representaba cómo se sentían sus clientes por dentro, si eran
árboles mohosos, si tenían frutos podridos o si nunca habían podido
desarrollarse.
Jacinto se colocó a la expectativa.
Su cliente era un primerizo y seguramente estaba confundido. No era la primera
ocasión en que un hombre llegaba buscando escurrirse dentro de él solo por
curiosidad. Si él le confesara a su madre con cuántos clientes había estado,
seguramente ella se encargaría de esparcir los rumores por todo el pueblo. Quizás
este sujeto buscaba descubrir ese placer que solamente un hombre le puede dar a
otro.
—No seas tímido; ven para acá —Jacinto
se quitó la camisa y recostó su espalda desnuda en el tronco de aquel árbol
enfermo.
La respuesta de su cliente fue aproximarse
como un cachorro golpeado e inseguro; era algo que había deseado desde hace
mucho, estar con Jacinto, a quien consideraba el chico más guapo de todo
Churubusco el Alto; cuando escuchó en el café cómo se alquilaba para otros
hombres, supo que era momento de actuar.
—Ponte aquí conmigo. Si no sabes
qué hacer, yo te ayudo —reflexionando un poco: era el primer cliente de su
edad. En la mayoría eran viejos o señores, jamás alguien joven; algo le vio de
divertido al asunto y pensó que incluso lo podría disfrutar—. Si quieres, podemos
platicar antes… o yo qué sé… si tienes prisa, acércate y te ayudo a terminar.
Buena parte de sus clientes solo venían
a fornicar, no esperaban quedarse a discutir largo y tendido; tenían miedo de ser
descubiertos por terceros o peor aún: por sus esposas e hijas en medio de sus
encuentros furtivos a la Presa de la Carpa. Desde que incursionó en ese
negocio, solo en una ocasión había pasado eso: uno de sus clientes encontró a su
esposa de la mano de su compadre. Finalmente, ese bosque era un lugar en donde
el pecado hacía convergencia con el Diablo: una extensión del segundo círculo
del Infierno. Jacinto entrecerró los ojos. Si el cliente buscaba hablar, Jacinto
era un primerizo en esos aspectos y el peor para resolverle las dudas
existenciales o sexuales.
—Venga… ¿De qué quieres platicar?
—fuere como fuera, si él desperdiciaba sus gozosos minutos charlando, a Jacinto
le importaba poco; y aunque era más difícil escuchar a las personas que tener
sexo con ellas, cada quién lo alquilaba como quería. Solo por molestarlo, hizo
la pregunta incómoda que solía hacerle a sus clientes difíciles: —¿Por qué
quieres tener sexo conmigo? —la sonrisa de Jacinto sonrojó al otro.
—La verdad… desde que me enteré de
a lo que te dedicabas… —la duda fue bañando sus mejillas, agachando la mirada
para que no supiera qué pensaba siquiera; aunque Jacinto podría atravesarle con
sus ojos llenos de deseo—. Era la única manera en la que yo podía ver… —la
respiración se le fue entrecortando— si era verdad lo que sentía.
—¿Qué sentías?
Esas respuestas en forma de
pregunta eran parte de la tortura que adoraba ejercer en sus hombres; las daba
gratis y reparaban los gastos de parafilias y demás pecados.
—Pues… que tú me gustabas.
—¿Yo? —la carcajada caló entre los
árboles. Su cliente era de esos que en ocasiones le solían declarar palabras de
amor, de gustos, cariño y otras voces huecas que buscaban caricias más baratas
o escarceos donde la carnalidad trascendiera más allá del sexo. Jacinto no era
así, jamás daría descuentos para quienes buscaran algo interpersonal—. Déjame
decirte que te enamoraste de la persona equivocada —le dejó seco y frío como uno
de los árboles enfermos—. Yo no puedo querer a nadie.
Esa respuesta ya la tenía
practicada; al primero en decírselo fue don Florencio, y cada cliente que la
había escuchado terminaba enojándose, generalmente derrochando un golpe a sus
pómulos o incluso dejándolo solo ahí, en medio del bosque envejecido, junto a una
presa llena de secretos. Sin embargo, ese desprecio en ocasiones hacía que los
hombres lo desearan más; machos a fin de cuentas.
—Aunque tú no me quieras, yo sí te
puedo querer.
La reacción fue distinta a la
esperada, aquel se arrojaba a sus pies sin dignidad alguna.
—Es porque te conozco desde hace
tiempo —le confesó a Jacinto—; desde que mi madre se fue… Fuiste el único que
se comportó lindo conmigo.
Siempre que sacaban algo de su
pasado era porque trataban de hacer el chantaje. Ni se acordaba de cuándo había
visto a aquel.
—Cuando mi madre me abandonó, fui
a comer al restaurante y… y tú me dijiste que me invitabas.
Con problemas se acordaba de aquello.
Su madre habría invitado al nuevo huérfano del pueblo; pero era obvio que lo
había hecho por conmiseración. Debía de haber medido más sus palabras,
empezaría a tener más cuidado mientras trabajaba con su madre.
—Y tú —el rubor lo invadió aún
más— me dijiste que querías que comiera.
Para Jacinto, todo lo que oía era
una obsesión extraña: un niño recién abandonado sumado a sus falsos buenos
deseos.
—Te das cuenta que, por mi trabajo,
yo no puedo querer a nadie, ¿verdad?
—Quizá… pero me gustaría
intentarlo.
—Yo no —fue directo. De su pantalón
sacó las veinticinco monedas de plata que le habían pagado y las puso en su
mano, contó quince para él y las apartó—. Te regreso parte de lo que gastaste —y
aventó el resto a los pies del joven.
Las lágrimas rebotaron con un
rechazo despótico. En la tierra el llanto se entremezcló con la plata.
Jacinto se indignó suficiente de
aquella actitud infantil. —Voy a regresar a Churubusco el Alto, ¿sabes cómo
salir del bosque?
—No… ¿Puedo ir contigo?
—Siempre y cuando no intentes
cualquier estupidez; adelante. Tú y yo ya no vamos a hacer nada hoy —el
desprecio salió con una mirada de arriba abajo—. Y si te interesa tener algo,
me vas a volver a pagar… y más.
Al irse del lugar, los insectos
que habían podrido el árbol volvieron a carcomer las entrañas de aquel tronco.
Los dos jóvenes cabalgaron en silencio hacia el pueblo. Tardaron
cerca de dos horas hasta que saliera algo de plática entre ellos, tonterías: gustos,
colores, platillos, aromas. Muchas de estas cosas las dijo Jacinto sin saber
que terminarían siendo utilizadas para atarlo, para controlarlo y denigrarlo.
Al acercarse a su destino, se
separaron: Jacinto entraría por la puerta principal de Churubusco el Alto
mientras el otro llegaría por el norte, cerca de su taller, así aprovecharía
para hacer una última labor.
El sufrimiento y frustración
regresaron a sus ojos, los cuales se tornaron negros de coraje, sus manos, sus
piernas, todo en él se volvió oscuro, característica que tenía desde que su
madre lo había abandonado.
Aprovechando esa negrura corriendo
por sus venas, tomó sus emociones negativas, sacó una valija antigua: la misma
que había utilizado años atrás. Con pericia dispuso su contenido en una plancha
que luego colocó en la máquina; con sus manos negras de ira, jaló una palanca,
el sonido de un clac resonó en sus adentros. Al ver impresa una hoja se
le fueron limpiando las manchas de tinta que viajaban por debajo de su piel. En
el papel de la India estaba ahora escrito un amenazante:
Jacinto Loreto se enamora
de David Domínguez.
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