Esa mañana la señora Park Young-Mi descubrió a las
enredaderas colándose de nuevo entre las persianas. Aún con pereza, fue hacia
la ventana, tomó el cuchillo del alfeizar y mutiló las hojas que invadían su
hogar en cada oportunidad. Por los vidrios se veía poco: las plantas iban
cubriendo la casa como el capullo de una polilla. Allá afuera estaba el
restaurante abandonado hacía meses, desde la desaparición de Lian.
Fue a la cocina. Ahí, sacó los
refractarios del refrigerador, los dispuso sobre la mesa, preparó la estufa y
calentó el desayuno. Se estaba quedando sin lechuga, sus pequeños iban
creciendo y se alimentaban cada vez más.
Todavía tenía dinero del seguro. Gastaba
poco en la renta y en víveres; mudarse a ese barrio después del accidente de
Ueo había sido buena idea. En su nueva finca instaló su restaurante, plantó un
huerto en el jardín; pero no contaba con que una noche, Lian no regresaría y
que tendría el mismo destino de su padre, de esa familia rota. La templanza de
Young-Mi quedaría cuarteada desde entonces.
Esta era su rutina. Cuando el
desayuno estuvo listo, sus dos pequeños se sentaron, devoraron todo,
agradecieron por los alimentos y fueron de regreso a sus habitaciones, de vuelta
al encierro; la señora Park no dejaría que alguien partiera de esa casa, no
permitiría a nadie escapar allá fuera donde te descuartizan máquinas o te
desaparecen.
Miró la mesa del comedor: ahí
estaban los despojos del desayuno, un poco de sopa, algo de arroz, el kimchi
de la semana pasada y los restos del pescado. Comió despacio y con cada
mordida, paladeaba los recuerdos que la atormentaban desde hacía tanto. Retenía
en su mente cómo la empresa le había notificardo el aparatoso accidente en el
que el cuerpo de su marido se había convertido en una masa irreconocible, la
firma del cheque por la indemnización, y cómo se mudó a esa casa. Quería
olvidar el lugar que compartió con Ueo, para dejar atrás ese hogar
descuartizado y alejarse de la máquina que le arrebató a su marido, aunque eso
significara sufrir más en el futuro.
Tomó el celular, abrió la
aplicación de delivery y pidió cigarros y los faltantes del refrigerador.
Mientras tanto, tendría tiempo de limpiar. Suspiró profundo sabiendo lo
horrible que era abrir la puerta para pelear contra la vegetación, aunque llevara
haciéndolo desde que Lian desapareciera.
Park Young-Mi tomó las tijeras de
podar y se armó de valor.
La selva de fuera bloqueaba por
completo su vista hacia la calle. Le costaría poco menos una hora liberar el
espacio hasta llegar a la puerta. En cierto modo, le molestaba esa crisálida en
la que se había adentrado y donde había protegido a su familia. El exterior era
peligroso, por ello nadie debía poner un pie afuera, estaban malditos e irían
muriendo de uno en uno en cuanto emergieran de nuevo.
Con apremio, fue talando las
vainas y ramajes que estorbaban hacia la entrada principal. El camino de piedra
apenas era visible entre el césped crecido y el musgo que recubría las
baldosas. El sudor se manifestó pronto: tanta humedad rodeándola, el zumbar de
los insectos y el silente arrastre de los caracoles. Era un trabajo maquinal al
que se había acostumbrado después de meses de encierro total.
Entre la espesura, notó el
huertito. Tras los arbustos, las berenjenas y los pimientos brillaban con su
aperlado rocío. Recordó su promesa antes del resguardo, en cómo revisó sus frutos:
no volvería a comer nada de ahí mientras su hija no regresara del bachillerato.
Desganada, siguió avanzando,
cortando hierbas hasta mirar la puerta. Escuchó ruidos afuera, era la
civilización, el delivery había llegado antes de lo esperado. Sonó el
timbre muy temprano, un mensajero dejó una caja. Ella firmó de recibido: eran
coles, zanahorias, arroz y uno de esos caracoles. Young-Mi escudriñó al animal.
La fauna salvaje provenía de su jardín, no de ese afuera que ella rechazaba. Estaba
segura de que más allá del cerco de vegetación, se hallaban calles asfaltadas,
empresas devoradoras de personas y el cuerpo perdido de su hija.
Cerró la puerta, quitó el animal
de la comida, buscó sus cigarrillos entre las cosas, dio varias fumadas
nerviosas y regresó a su casa para alimentar de rutina a sus pequeños y a sus
problemas.
Al otro día, despertó con una
inquietante sensación en sus pies: cuando levantó la sábana se encontró con un
montón de tierra engusanada.
Junto a la
ventana, a un lado del cuchillo, estaba un cepillo dentro de un cubo. Recogió
toda la tierra que se le había colado en su cama y se preparó para tirarla
cuando saliera a podar la vegetación crecida.
Así como había
estado sucediendo ordinariamente, sus niños bajaron, engulleron casi todo en la
mesa y regresaron a sus cuartos. Young-Mi pidió por delivery sus
comestibles y los cigarros faltantes y se dedicó a enfrentar la maleza que
recuperaba camino cada noche.
Mientras
combatía con las enredaderas, recordó cómo la desaparición de Lian había
carcomido aún más el roído tronco del árbol familiar de los Park. Ahora estaba
sola, cuidando a esos dos pequeños. Alimentándose de las tiendas de abarrotes
en vez de aprovechar los frutos de su jardín. Así habitualmente desde que Lian
no regresó a casa ese 24 de abril.
Pensando qué
hacer, encendió otro cigarrillo. El humo se dirigió hacia el fondo, allá le
seguían llamando las hortalizas, esperando que se acercara a contemplarlas;
pero no sucumbió, nunca lo hacía.
Para no tener
eso en la cabeza, se apresuró a terminar con la poda y darse unos minutos.
Consideró
comenzar una novela, pero cuando consultó la estantería, se encontró otro
caracol; en esta ocasión le dio asco ver eso, por lo cual prefirió no acercarse.
El intruso se había colado en ese espacio tan suyo. Estaba harta de contrarrestar
a esos parásitos, por ello dejó al animal continuar con su camino. Ya buscaría
otro entretenimiento. Pero descubrió los moldes para hornear llenos de ciempiés
y el control remoto envuelto en las enredaderas que había olvidado cortar esa
mañana.
Tomó asiento en
el comedor. Ahí yacía su agónica cajetilla de cigarros y el cenicero. Su tiempo
libre se iría en disfrutar de un tabaco. Aún no llegaba el mensajero, por lo
que tendría oportunidad de una fumada o dos.
La casa permanecía
en silencio. De no ser porque sabía que sus niños seguían ahí, creería que
estaba sola.
Con cigarro en mano,
decidió revisar la casa para saber qué hacían aquellos dos. Desde el encierro,
las cosas se habían vuelto confusas: sacando a la naturaleza de su hogar,
destazando a la vegetación extraña, pidiendo lo necesario desde fuera, evitando
que todas esas alimañas siguieran escurriéndose en su vida, dándole la mayor
parte de su alimento a sus pequeños…
Llegó a la
puerta de aquellos dos después de tramitar un largo pasillo ambientado con
fotos familiares: de ella con Ueo, de ella con Lian.
Entró al cuarto
donde tenía guardados a sus pequeños y se encontró con un espacio negro, incompleto.
En la habitación, inertes, estaban los recuerdos de Ueo y de Lian: una masa
sanguinolenta y el vacío incómodo de una hija perdida. Ella, de pie en el
umbral, notó cómo los caracoles, los gusanos, las polillas y los escarabajos
reptaban dentro e invadían el espacio que ella tenía dedicado al olvido.
Young-Mi corrió
de ahí. No soportó esas paredes donde conservaba recuerdos muertos. Dejó la
recámara abierta, los animales siguieron infestando aquel rincón congelado en
su mente. Pasó por la cocina con escasas provisiones, dejó atrás la puerta
principal, atravesó la agreste vegetación, no miró hacia el huerto donde las
relucientes hortalizas decían estar listas para ser cosechadas. Tras encarar
todos esos obstáculos, rompió reticencias y se marchó de ahí.
La luz de la sociedad le caló en los ojos, allá estaba su viejo restaurante abandonado, el asfalto generaba espejismos con el sol de junio. Miró hacia atrás: la casa descuidada, se vio a sí misma vistiendo la ropa deslucida con la cual se encerró junto a sus dos pequeños recuerdos. Parada a mitad de la calle, notó que en el cemento no había caracoles ni otros insectos.
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