Después de 25 años, el padre Arnulfo fue promocionado para
convertirse en obispo. Todo el pueblo estaba emocionado y no podía dejar de
pensar en ese sentimiento que combinaba la tristeza, la agonía y el orgullo de
tener a su cura en la capital.
Las jerónimas movieron todas sus
influencias para que las viudas Serrato pagaran una biblia en filigrana de plata.
―Está canijo el trabajo… ―comentó
don Alfonso el impresor, quien siempre se adornaba en grasa y tinta, con
virutas de cartón y de papel en cada una de sus cejas. Don Alfonso era todo,
menos humano; era un bruto que se la vivía entre libros, muriendo por mujeres,
alcohol y tabaco; tolerando su soledad cuarentona, con horas de desasosiego e
imprudencia que humillaría al más temerario de los hombres.
Al ser el único con una imprenta
en todo el pueblo de Churubusco el Alto, no tenía grandes ganancias con sus
invitaciones para fiestas, panfletos y hojitas parroquiales. De todo imprimía
el hombre. Y era justo el regalo de las hermanas Serrato el que le haría un
pequeño guardadito. Esa biblia estaría hecha con todo el cariño ―y dinero― del
pueblo. No era nadie para entrometerse en el camino de esas monjitas caritativas.
Don Alfonso recibiría con brazos
abiertos esta situación ―al dinero; no a las personas―, pues Churubusco el Alto
no era la minita para alguien con una prensa. No se ganaba tanto al maquilar
con papel y tinta; mucho menos con los tres reales que le pagaba a Davidcito
cada fin de semana. Éste era un niño demasiado ilusionado con la vida como para
perderse en la negra fortuna de un impresor. Fuese como fuere, Davidcito era lo
mejor que le podía haber pasado a don Alfonso pues necesitaba la ayuda de ágiles
dedos infantiles para colocar una tras otra esas letras metálicas, los tipos de
La Biblia definitiva, su mejor
trabajo ―el mejor pagado― y el cual le dejaría suficiente dinero para irse a la
capital. Don Alfonso siempre había querido ser millonario. Anhelaba el dinero
como la solución a su penitencia. Deseaba abandonar Churubusco el Alto.
Entonces comenzaron: tipo a tipo,
Davidcito colocaba la palabra en las planchas que más tarde pasarían por la
prensa. Don Alfonso había heredado la máquina de su padre y éste de su abuelo
Jorge Magallanes. La máquina no llevaba tantos años existiendo como una biblia;
era un invento medianamente moderno, y volver a servir para una creación
gutemberiana, despertó algo en el artefacto.
Les tomó dos horas encontrar todo
lo necesario para el armado. Biblia
de 42 cm de alto con una letra especial: aquella empolvada tipografía hecha de
hierro y plata que no se había usado desde 1737. El padre Arnulfo, con sus 57
años, tenía una vista cansada y esa composición le bastaría. El trabajo tendría
acabados tan perfectos que los mismísimos cardenales envidiarían el ejemplar, y
eso que la envidia era un pecado.
Las primeras horas fueron las más
tardadas. Las pruebas las hicieron en el papel de la India. Plancha por
plancha, prensa por prensa, con la sagrada palabra dictada por Dios a los
profetas.
Con el estupor del cigarro, el
olor de la tinta y el ruido de la máquina, se creaba un ambiente casi milagroso.
Aquello era un momento mágico que a Davidcito le encantaba: el instante en el
cual las palabras empezaban a cobrar sentido, cuando cada letra combinada recibía
un significado único. La historia se volvía una con el papel. La cultura
cobraba vida. El hierro y la plata de los tipos móviles retumbaban en la imprenta
como invocando a sus propios espíritus escondidos.
Fue un día cansado. Ni siquiera la serigrafía era tan
complicada. Estos diseños eran bastante aburridos. Una sola placa. Una sola
plancha. Debía desperdiciarse todo el trabajo de Davidcito en medio de un clac de la máquina. Era de esperarse que
durante la noche los dos roncaran en sus respectivas habitaciones. Davidcito en
casa de su madre y don Alfonso en su viejo catre en la parte alta de su
imprenta.
Nadie lo notó: primero un crac, luego cric, y terminó con otro sonido, uno muy similar al de una vara
rompiéndose; una vara del tamaño de Goliat, una vara de proporciones
gargantúicas. La presa vino abajo. El agua corrió con tanta fuerza que los
pájaros y tecolotes gritaron en medio de la noche espantando los sueños y las
pesadillas de la gente del pueblo. Nadie comprendió lo ocurrido hasta que la
inundación llegó a ellos. Todos sintieron el barritar de esas aguas atacando
sus hogares como gladiofantes ancestrales.
Treinta y dos casas devastadas.
Las viudas Serrato, desesperadas, lloraban por sus libros. Reclamaban al
servicio no haber dejado la ropa secarse al sol y ponerla en los cajones ahora
inundados.
Todos fueron afectados, menos la
imprenta: permaneció intacta. Era una colina mínima la que la alejaba de la
civilización. Como la vara de Moisés, hubo un respeto por la zona donde estaba
el taller de don Alfonso.
Infantil e inmaduro como siempre,
se burló de sus compatriotas, y entre broma y demás, ofreció a las hermanas
Serrato imprimirles una nueva colección de los clásicos de William Shakespeare.
El único libro intacto fue La tempestad,
y las hermanas Serrato se identificaron con el viejo Próspero, quien no tenía
de otra que escuchar el reclamo de un ser menor vociferante y terco. Don Alfonso
era un Calibán desafiante y grosero, alimentado por el dinero en potencia de
bibliotecas devastadas.
Sin embargo, con inundación o sin
ella. El trabajo estaba pedido, y los días para que el padre Arnulfo abandonara
Churubusco el Alto eran cada vez menos. Davidcito debió salir de su húmedo
hogar e ir corriendo a trabajar. No fuera que otra vez le rebajara dos monedas
por llegar tarde.
Don Alfonso lo esperaba con la
pierna cruzada en medio de un estupor de mezcal y tabaco. Parecía creerse un
ser sobrenatural, un ídolo. Y al no decir más que un “Buenos días, don
Alfonso”, se quitó de ideas y se puso manos a la obra.
Continuó con el trabajo: el
“Génesis” dejado a medias el día anterior y terminaron con el “Éxodo”. Para una
jornada interrumpida constantemente por las jerónimas pidiendo apoyo, el avance
había sido significativo.
La primera noche de humedad tras el desastre; la mamá de
Davidcito, doña Soledad, fue a buscarlo. “No vaya a ser que se me caiga en una
alcantarilla” pensó. La inundación había convertido a Churubusco el Alto en
Lagos del Churubusco. Don Alfonso quedó apabullado de la belleza sobrehumana de
la señora. Con sólo observar el despilfarro de carnes, don Alfonso permaneció mudo
por varias horas.
A la mañana siguiente, todos en el pueblo notaron una gran
problemática: el agua había traído insectos, una plaga de proporciones
bíblicas. Toda la gente en Churubusco el Alto se preocupaba: los saltamontes
devoraban con gusto el trigo plateado. Esto causó un susto en los habitantes,
pues era la alimentación básica de Churubusco el Alto. Y ahora estaba en las
diminutas patas de esas criaturas. “Esto no pasó por azar”, comentaban algunos.
“Fue designio de la Sagrada Providencia”, replicaban otros. Era la penitencia
del mismísimo Job. “Dios siempre pone a prueba a sus hijos más fieles”, clamaba
el padrecito.
Y gracias a estos falsos ánimos
subidos, todo habría pasado desapercibido de no ser por Davidcito. Él recordaba
cada una de las palabras de la Biblia:
las plagas de Egipto y el Diluvio no se le fueron de las manos. Le insistió a
don Alfonso que todo eso aparecía impreso.
Sin embargo, lo ignoró.
Davidcito salió del lugar con la
duda sobre ese libro mágico, y don Alfonso cerró la puerta tras de él.
“Babosadas de chamacos”. Don
Alfonso dejó la impresora mientras daba un par de caladas al cigarro.
“Aunque…”. Preparó una plancha tipográfica y después del clac, se vio impreso:
Alfonso Hernández millonario
La salsa de palabras sólo era inspirada por la pereza de un
impresor quien, a falta de Davidcito, no podía llenar una hoja. Cómo se iba a ganar
esa suma de dinero poco le importaba, sólo pensaba en las jugosas carnes de
doña Soledad, y cómo granjearse la paternidad de Davidcito. “Los hijos trabajan
gratis”, reflexionó. Esos cinco reales ya eran mucho dinero para un niño tan joven.
El milagro pasó tal cual lo había predicho Davidcito.
Al día siguiente, los periódicos
anunciaron los números de la lotería, y a pesar de que su borrachera le
impidiera recordar cada tontería hecha la noche anterior, no sabía cómo tenía
el billete ganador en su bolsillo. Arrugado y con un ligero olor a lejía, eran
uno a uno los números del periódico.
Consiguió un boleto en la agencia
de viajes, y esa misma tarde salió rumbo la capital a cobrar las ochenta mil
piezas de plata. El premio, una cantidad desbordada, le hacía imaginarse
paseando en cualquier lugar del mundo con doña Soledad, comiendo los más finos
cortes, durmiendo en camas tranquilas y acolchonadas. Pero eran más cómodos los
senos de doña Soledad, porque, al final de cuentas, lo único que le interesaba
era tener un desfogue con la madre de su ayudante.
Y lo hizo.
Volvió de la capital vestido a la
usanza. Contrató a una sirvienta de las viudas Serrato y la mandó a trabajar
con doña Soledad quien lavaba y planchaba ajeno. Así, quedó libre la tarde para
abrírsele al amor.
Don Alfonso, con toda la
desfachatez de un pobre que conoce el dinero por primera vez en su vida, la
invitó a salir. La noche fue llena de lujos. Doña Soledad no entendía cómo un
hombre podía hacerla sentir así: una mujer digna y no un vil pedazo de carne,
como lo fue cuando tuvo a su hijo. Por un momento, doña Soledad ya se veía por
la capital, por las carreteras; tomando refresco de raíz en las plazas,
comprando panes en las esquinas y conociendo las cafeterías de chinos de las que
tanto hablaban sus primas de Atototlán de la Paz.
Toda la noche fue vertiginosa. Aún
más para Davidcito al avistar desde su ventana a su madre en semejante
sobaqueada con don Alfonso. Lo que vio, le motivó a salir corriendo. Tomó
camino hacia su único refugio: la misma imprenta. Enojado, pateó los botes de
tinta, tiró los papeles, casi rompía la Biblia;
pero, por miedo al pecado, no levantó ni un dedo. Eso sí, en la prensa notó las
palabras: “Alfonso Hernández
millonario”.
La ira se consumó. La tinta
derramada en el piso se le metió por sus venas y bombeaba por todo su cuerpo,
convirtiendo sus intenciones en algo más negro que una letra, incluso más oscuro
que el alma de don Alfonso. Así, Davidcito se inundó de aquel menjunje y
terminó siendo posesionado por esa maldad de hollín y agua.
Todo había salido bien para el impresor. Al día siguiente
atravesó el lúgubre portal chiflando de felicidad, lo cual ya era sospechoso.
Esperaba que la caridad de Dios le
compensara al hacer la Biblia. Rápido
ordenó a Davidcito continuar con el trabajo. Ya llevaba “Génesis” y “Éxodo”; el
Viejo Testamento se atestaba de tantos libros y cualquier retraso movería la
hechura de La Biblia un mes más.
Con un breve canturreo se burló de
Davidcito, diciéndole que era una lástima que su padre nunca hubiera estado
ahí, qué ojalá ya tuviera su madre la oportunidad encontrar un hombre que la
quisiera. Era injusto para el pobre niño no tener padre.
Davidcito masticaba cada una de
las palabras dichas por don Alfonso, y en medio del silencio de la mañana, puso
la primera plancha. El clac de la
máquina retumbó con un eco.
—Pues sí; pero se murió —atajó
Davidcito.
Parecía extraño. Eso no le habían
dicho el otro día. Doña Soledad le había abierto su corazón —y otras cosas— a
don Alfonso. Le informó con inocencia y lindura, los infantiles errores
sexuales y el desliz e imprudencia que terminó llamando Davidcito Domínguez.
Don Alfonso sintió necesidad de
cachetearlo. Nadie contestaba así a un adulto. Sabía que los niños no hacían
tonterías inocentes, que los niños eran malos y debían ser educados con
cinturón y bofetadas. Así, Davidcito se haría un hombre de bien, un hombre como
tienen que ser los hombres.
Ante la sombría sonrisa de
Davidcito, don Alfonso quedó callado. Ninguna placa había sido cambiada desde
el último golpe de la máquina. Parecía que la prensa guardaba un silencio
funerario. No había movimiento más allá de la mirada penetrante de David. Esa
sonrisa con la mitad de la boca enmarcada en una cara negra de tinta le causó
un escalofrío a don Alfonso. Lo entendió. Bajó la mirada hacia la prensa, y ahí
lo decía el papel:
Alfonso Hernández millonario
muere de un paro cardíaco
Imagen de Antonio_Molina de Pixabay.com |
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