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Cada tanto tiempo la profesión del
escritor cambia; la sociedad espera cosas distintas de ese artista según sus
épocas. Tenemos de este modo a personas que piensan que la literatura es meramente
en un entretenimiento para gente ociosa. Al mismo tiempo, muchos ven a la
literatura como una manera de generar cultura, de cambiar ideologías o de formar
criterios.
El oficio del escritor —entonces— se vuelve algo distinto,
nuevo y ambicioso. En medio de una sociedad preocupada más por el cine, la
televisión y —por qué no— sistemas de streaming
como lo son Nétflix o Amazon, el libro parece ser una
herramienta innecesaria en la ideología posmoderna. No necesariamente por el
formato, materiales o costos; sino porque representa un pasado que tratamos de
olvidar. Desde este punto de vista, el libro —así como el escritor— parecen tratar de recordar aquellos momentos antiguos
con sociedades románticas. “Un mundo abarcable, jiarizado gracias a la metáfora
de una biblioteca, la librería portátil o la memoria fotográfica descriptible,
cartografiable” (Carrión, 2013, p. 26). Muchas personas disfrutan de la
añoranza generada por libros-objeto; sin embargo, son pocos los defensores de
esta arcaica tecnología. Como dice Borges en su “Parábola de Cervantes y de
Quijote”: “Porque en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en
el fin” (Borges, 1974, p. 799).
Parece extremista esta situación. Ángel Rama en su libro La ciudad letrada (2004), nos plantea
una realidad organizacional donde libros, autores y editoriales se mueven en un
trasfondo económico. La idea de Rama parecería verdadera. Pensemos en la
educación desde sus inicios hasta la universitaria, donde el libro es una
herramienta de validación. Tanto el alumno como de los saberes esperados de un curso
fueron escritos y validados por alguien. La palabra escrita, al ser —aparentemente—
mejor, necesita posicionarse en medio del ámbito económico, vendiendo libros de
texto a los futuros egresados, certificando una serie de conocimientos,
habilidades, aptitudes y valores esperados: competencias.
Hasta este punto, podemos considerar la lengua, la lectura y
la tradición literaria como un elemento el cual, en el pasado, era sumamente
importante. Podemos recordar a Umberto Eco; no solamente desde El nombre de la rosa, sino también en su
apartado: “Sobre algunas funciones en la literatura” (Eco, 2017). Desde la
presencia del manuscrito medieval, hasta los más modernos dispositivos o
soportes de lectura. Poco a poco se ha dado denigrado o rebajado su importancia
para la sociedad. Si bien es cierto que la educación trata constantemente de
reivindicarla, es bien sabido que la red de intelectuales y académicos no es
tan vasta como para cambiar la ideología de las personas (Petit, 2016).
Parecería denigrante u ofensivo el hecho de que nuestra
sociedad dé la espalda a lo que antaño era una fuente de conocimiento dada por
un grupo de sabios ilustres. Las personas encuentran en los libros un objeto
coleccionable. Muchos pueden ser los escritores que en el pasado dieron ejemplo
de su genio; pero, hoy día, parece ser necesaria la validación de las masas
para escribir. Un triste ejemplo de esto son los best seller de YouTubers,
o los simples libros de sexo, política o juventud firmados por famosos de la
televisión.
¿Dónde está esa figura idealizada del escritor?, ¿el genio
del artista se ha perdido al entrar en la posmodernidad? Es posible que las
respuestas a estas preguntas sean un tanto incómodas para la comunidad letrada.
Según Emilia Ferreiro “Ese objeto que parecía tan simple —la escritura— se ha
complejizado considerablemente […], somos sensibles a las diferencias en la
significación social de la producción y utilización de marcas escritas […] en
un contexto sociohistórico que les dará otro sentido” (Ferreiro, 2016, p. 60).
Así, pensaríamos que no se ha denigrado; sino que ha cambiado su sentido. Parecería
que su objetivo se ha ido diluyendo en medio de una sociedad desencantada.
Manifestaciones como éstas se pueden ver reflejadas en el
arte actual, al que muchos denominan “posmoderno”. Una definición del incursor
del término, Jean-François Lyotard.
Lo posmoderno sería aquello que alega lo impresentable en lo moderno y en la presentación misma; aquello que se niega a la consolación de las formas bellas, al consenso de un gusto que permitiría experimentar en común la nostalgia de lo imposible; aquello que indaga por presentaciones nuevas, no para gozar de ellas sino para hacer sentir mejor que hay algo que es impresentable (Lyotard, 1987, p. 25).
Así, el arte y la posmodernidad van
de la mano para crear discursos emancipados de la tradición, pero llenos de
significados nuevos, donde el autor busca decir algo distinto a su público, y
es el mismo público quien debe completar las ideas inconclusas. Pese a que el
mismo Diccionario de estudios culturales
opina que surge “A partir de un proyecto modernizador inacabado y de una
posmodernidad –contradictoria ella misma– que no terminó de instalarse, el
espacio crítico latinoamericano” (Lorenzano, 2009, p. 228). El arte posmoderno
tiene una serie de patrones propios, los cuales comprueban su pertinencia inmiscuidos
en Andy Warhol y su lata de sopa, Roy Lichtenstein con su emulación del comic, los relojes y personas
aletargadas de Dali o el cubismo de Picasso.
Si recordamos un poco la lógica kantiana, el artista se
convierte en un sujeto controversial en la sociedad capitalista: es un posible
generador de ingresos por medio de la obra que se está vendiendo.
El artista -o el genio- posee tal sensus communis y con sus creaciones estipula nuevamente como ejemplos que tales objetos, a saber sus obras, son los casos de una regla que concierne a cada uno, esto es, a toda la esfera de los que juzgan. Las obras de arte serían los ejemplos de una regla que todos estamos en condiciones de operar. Así, aun cuando las obras de arte puedan ser tomadas como objetos entre otros en el mundo, sus cualidades estéticas no dependen de condiciones objetivamente perceptibles, cuanto de la posibilidad de que propicien una misma manera de juzgar, de que logren activar una misma capacidad subjetiva de reaccionar, basada en algo que todos, como sujetos, poseemos: el sensus communis (Fianza, 2008, p. 59)
Como ejemplo se puede tomar la
escultura posmoderna La pluma de Pedro
Escapa. Esta escultura nace de un proyecto llamado “Arte Público de
Guadalajara” con su división “Gigantes urbanos”. La iniciativa del Gobierno de
Guadalajara, Jalisco propuesta en agosto de 2016 busca “una oportunidad para
que los artistas le hagan un homenaje a la ciudad y la ciudad le haga un
reconocimiento a sus artistas” (Gobierno de Guadalajara, 28 de julio de 2017).
Fue el lunes 31 de julio de 2017 que se inaugura la pieza “[…] de 4.8 metros de
altura, tuvo un presupuesto de 1.3 millones de pesos y está realizada en
concreto blanco y acero corten, que hace alusión a la libertad de expresión, es
un homenaje a los escritores y periodistas que han sido desaparecidos o
asesinados por su labor […]” (Pérez Vega, 31 de julio de 2017).
Tomando como antecedente la denigrante idea del escritor y
de los libros para nuestra sociedad posmoderna, se entiende el mensaje que
busca dar esta obra. El mismo autor explica que el bolígrafo gigante que
enciende en luz roja simboliza la sangre derramada de escritores y periodistas (Gobierno
de Guadalajara, 7 de agosto de 2017). ¿Es acaso la escritura una actividad
peligrosa? Quizá lo sea, aunque el
comparar las actividades de un escritor con las de un periodista es un tanto
infantil para la comunidad letrada y académica del mundo literario actual. Son
muchas las cosas que se le pueden leer a la obra, pero nos limita el mismo
escultor haciendo una interpretación única e invariable de su trabajo. Como
diría la historiadora del arte Ivonne Pini:
Con frecuencia se sostiene que el arte contemporáneo es “críptico” y, si se acepta la validez de ese término, el arte debería ser descifrado por los expertos. Sin embargo, en paralelo se argumenta que la obra debe explicarse por sí misma y que el público tiene la posibilidad de interpretarla, sin que medie la voz del experto para analizarla. De allí que uno de los dilemas que se plantean al hablar de arte contemporáneo sea la apertura a un amplio universo de propuestas que supone una reformulación de qué se entiende por arte. El público e incluso los expertos que siguen amarrados a la certeza que significaba asociar arte con virtuosismo técnico se hacen la famosa pregunta: ¿esto es arte? (Conceptos…, 2014, pp. 34-35)
¿Qué convierte a esta pieza
monumental en arte? A través de la reproducción mecánica de Warhol, se pueden
hacer más obras que otros, como ya dijo Walter Benjamin en su famosa obra
ensayística: La obra de arte en la época
de la reproductibilidad técnica (Benjamin, 2003, pp. 39-41). La obra de
arte se vuelve irreproducible por varios elementos: su precio, su
monumentalidad, y, sobre todo, su patrocinio. Hoy en día, en épocas donde todos
tratan de recibir patrocinios y mecenazgos, la intermediación del Gobierno es
algo que se anhela bastante. Muchos buscan en becas y convocatorias la
posibilidad de ser incluidos en el catálogo de artistas, y esto incluye a los
literatos. Esto lo explica Mauricio Cruz Arango, un artista, escritor y docente
colombiano: “Una combinación popular (es decir política) auspiciada por un par
de ideas exitosas: ‘cualquier cosa puede ser arte’, ‘cualquiera puede ser
artista’. Esta última, un ‘puede’ que se da por hecho en la mayoría de los
casos” (Conceptos…, 2014, p. 54). Y
es que la ciudad letrada y sus intereses económicos siguen repitiéndose y
traspasando las fronteras de su arte, hasta el mismo proceso escultórico.
Si es verdad que todos somos artistas en potencia, como lo
es el español Pedro Escapa sin estudios formales de arte; todos podemos obtener
un patrocinio por parte del Gobierno. El ser artista se vuelve un trabajo
lucrativo, que innova a cada momento para generar una idea perfecta de lo que
es el arte. Ahora es algo bizarre,
palabra que en francés deviene de “abigarrado”: “De varios colores,
especialmente si están mal combinados […] Heterogéneo, reunido sin concierto” (rae,
2002, p. 7). Los artistas se vuelven productores, se convierten en empleados
que deben hacer un trabajo específico, y que desentone en el ambiente urbano
que hemos ido desarrollando. Son ellos los que deben imponer la idea de lo que
es la literatura. Sus obras ya no son vistas como un objeto divino que imita a
la naturaleza, como dijo alguna vez Aristóteles.
Antes se hablaba de “espacio ambiental” o simplemente “escultura”. Sin embargo, tanto las llamadas “instalaciones”, como los “espacios ambientales”, como las “esculturas” asumen su manera de existir en el arte bajo parámetros similares: son tridimensionales y problematizan la idea de superficie, se emplazan, instalan, localizan de una manera determinada dentro de un espacio, implican pensar en su materialidad, la manera como alguien se acerca y se mueve dentro de ellas, etcétera (Conceptos…, 2014, p. 27)
Siguiendo las palabras del artista
colombiano Felipe Arturo, esto sucede con el arte hoy día. El arte se cuela entre
nosotros, se ha aliado con el Poder para crear una nueva ideología en el
pueblo. Si el espectador debe participar en la obra de arte, necesita de alguien
que pueda darle un valor, y —sobre todo— participe en ella. Lo colocan —o
instalan— en un lugar público. Ésta es la idea de “Comunidad”. Transforman a la
escultura en un ejemplo: el escritor debe ser un ente público. La instalación
se encuentra entre las avenidas Américas y Pablo Neruda, una zona económicamente
alta, como deben ser los escritores y los periodistas. Son seres en medio de
una revolución, pero son aquellos que todos conocemos como divinos. Son
aquellos que merecen una escultura monumental, porque, como dice Pedro Escapa: “el
hacha no puede borrar lo que la pluma escribe” (Gobierno de Guadalajara, 7 de
agosto de 2018).
Los autores, los escritores, y los periodistas requieren
colocarse en esta ciudad, deben estar inmiscuidos en el pensamiento del pueblo.
“[…] la experiencia artística de la creación de formas es, cada vez, un «nuevo acuerdo» que indudablemente toma posesión de los
elementos constitutivos del «paisaje
humano» en el que vive el
artista (este paisaje es mental o anecdótico), pero que sugiere un nuevo
acuerdo, inédito, proponiendo una redistribución del sistema” (Duvignaud, 1967,
p. 28).[1]
Desde esta perspectiva —quizá para varios anticuada—, esta obra nos ayuda a
recordar la presencia del escritor y de su obra. Pero ¿hasta qué punto nos
están mostrando una visión equívoca de la tradición literaria?
La obra —en teoría— nos coloca al escritor posmoderno como
alguien público, alguien que se enciende en rojo por las noches en memoria de
su pueblo. ¿El literato puede ser incluido en este tramado? Podría ser que no.
Hay rumores de que Borges no recibió el Nobel por su desinterés en la dictadura
argentina. El escritor posmoderno —entonces— puede que no sirva si la sociedad
no lo quiere. Y es cuando los libros no son recibidos si no tienen este mensaje
contestatario. Los lectores siguen encadenados a los macrotemas, y los que no
lean temas radicales y posmodernos, posiblemente deban ser pasados por el hacha
que Pedro Escapa diseñó, porque los libros posmodernos parecen ir perdiendo su
importancia, o al menos eso piensan algunos de los literatos, artistas, o
aquellos que crecimos en la posmodernidad sin saber cómo se llamaba.
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de la lengua española (22.a ed.). México: sep
y Espasa.
[1]
“[…] l’expérience artistique de
création de formes est, chaque fois, une « nouvelle donne » qui s’empare sans
doute des éléments constitutifs du « paysage humains » qu’habite l’artiste (que
ce paysage soit mental ou anecdotique), mais qui suggère un arrangement
nouveau, inédit, propose une redistribution du système constitué”. En
francés el original, la traducción es propia.
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