Mis canónicos
lectores. Hoy puedo afirmar a ciencia cierta que estoy hartándome de tanta
teoría literaria y preparativos de mi tesis y trabajos académicos por una
simple y sencilla razón. Una palabra que para Patchbell pudo ser hermosa, pero
para mí me ha colmado la paciencia desde hace mucho: Canon.
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua le define como: “Catálogo o
lista”; pero también como “Modelo de características perfectas”. Y es que este
término le ha roto la cabeza a tantas personas, pues cada uno establece sus
propios cánones. Mi gusto desmedido por la narrativa, en particular la
literatura fantástica me ha dado ciertos libros de cabecera. Y aunque mi
maestría sea específicamente sobre “hispanoamericanos”, mi librero académico
tiene como residentes permanentes: la selección de Italo Calvino de Cuentos
fantásticos del xix, El
cantar de los Nibelungos, Bola de sebo de Maupassant, el cuento
persa El coloquio de los pájaros, los cuentos rusos de Afanasiev, y la
leyenda china de Las diosas de las flores de loto. Eso no quita que
tenga a Silvina Ocampo, Cortázar, Borges, César Vallejo, Lugones… Pensemos en
que siempre nuestras ideas de un corpus son muy —pero muy— arbitrarias.
Si tuvieran la posibilidad de llevarse un libro a una isla desierta,
quizá la decisión sería muy difícil. Pero si les diera a escoger 25 libros, las
cosas cambian bastante. Estarían creando un canon literario. Y aunque tengan
literatura de la que llaman “comercial”, o “fácil”, todos tenemos total derecho
de emitir un juicio a favor de ciertos libros.
El problema surgió cuando se publicaron en el siglo xx libros intentando explicar el canon.
Ahí tenemos a Harold Bloom con El canon occidental, donde incluyó a
Borges como un autor imprescindible, junto con Shakespeare, Joyce y Cervantes.
Pero la idea va más allá. El Diccionario de estudios culturales
latinoamericanos nos define al canon como “un espacio que institucionaliza,
o bien, a una lista que conglomera, para intentar fijar ciertas normas o
valores en un campo cultural”. Pero entramos en la disputa nuevamente de lo que
las instituciones nos dicen que es correcto, bueno y aceptable. Si Carlos
Fuentes, García Márquez, incluso Cortázar, fueron aceptados en el resto del
mundo fue por intervención de editoriales españolas. Si un autor es publicado por
el Fondo de Cultura Económica, Anagrama o en Alfaguara debe ser porque sus
escritos llegan a ser de los mejores en el mercado, pero en la academia
rechazamos textos provenientes de editoriales como Tomo o Editores Mexicanos
Unidos es porque no tienen los prólogos o estudios introductorios que nos
muestra Cátedra o la Universidad Veracruzana.
Ahí está el problema de lo que consideramos un canon. Es verdad que
importa la opinión de los expertos —por algo son expertos—; pero no siempre
debe ser tomada en cuenta. Incluso yo como columnista de recomendaciones
literarias, sólo he hablado de textos que conozco y me han gustado a tal grado
de recomendarlos. Por ello mismo, les invito a ustedes, mis canónicos lectores,
a compartirme sus propios libros favoritos, y en caso de que no concuerden
conmigo en la opinión positiva de algún libro, rebatan esa idea.
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