Si de edades se trata,
cada generación tiene un gusto distinto y algo que separa completamente la
forma de ver el mundo es lo que los sociólogos han tratado de llamar
“plataformas” o “soportes”. Los sumerios leían en tablillas de arcilla, la Edad
Media vio la transición del pergamino al libro y cuatrocientos años después, tuvimos
la fortuna ―o no― de pasar a la pantalla que amenaza con suplantar a nuestra
apreciada plataforma de papel. Desde que los hermanos Lumière proyectaron ese
tren en dirección a sus espectadores, muchas plataformas han resguardado el
material audiovisual. De igual modo han existido diversas maneras en que la
sociedad observa este hecho.
La
primera ocasión en que la imagen cobró vida, puede remitirse a la primera
ocasión en que las sombras del hombre primitivo se proyectaron en las cuevas
neolíticas. Los chinos desarrollaron un sistema más tecnológico en el siglo vii. Su idea de “sombras chinescas” era
una pantalla de papel arroz iluminada por la parte trasera donde se podían
proyectar pequeñas figuras de papel. Desde la Dinastía Tang hasta la Dinastía
Song tuvieron lugar compañías de teatro que iban por las casas de los nombres y
los pueblos para transmitir su arte. En el siglo xviii ya se conocía en casi toda Europa el teatro de sombras
chinas Gracias a los viajes de Marco Polo. De ese entonces, y hasta finales del
siglo xix nada impactó tanto como los
fotogramas consecutivos que para los Lumière ―“Luz” en francés― era meramente
una moda pasajera. Estos rollos se convirtieron en objetos coleccionables de la
tradición cinéfila.
Cuando
alguien se enamora de una historia leída, tiende a conseguir el ejemplar en físico
y tenerlo en su colección privada; pero con las películas no fue posible en sus
inicios. L'arrivée du train es el
primer rollo de película datado en 1895 debería costar una buena cantidad de
millones. Los Lumière no imaginaban que más tarde celulares y computadoras
―convendría explicarles primero qué son dichos affaires― grabarían videos en un espacio infinitesimalmente
pequeño.
Pero
de ahí en más se fue evolucionando. Desde los primeros cartuchos, hasta los
casi olvidados beta o vhs, sirvieron para coleccionar
películas. Introducidos por Sony en 1975, las videocasetes beta llegaron a ser orgullo, prez y
gloria de los cinéfilos. Aquellos aficionados de las producciones audiovisuales
conservaron sus películas en un espacio de 156 × 96 × 25 mm. El cartucho
brindaba la comodidad para reproducirlas en la pantalla chica sin necesidad de
un proyector especializado. La manía de los vhs
y su gran utilidad causó la primera ola de aparatos obsoletos. Aunque ya
estaban los casetes de audio remplazando los vinilos, las películas hicieron
que se notara aún más este paso hacia el futuro.
Los
vhs de Panasonic dominaron el
mercado cinematográfico desde la década de los 80 dejando a Sony con un mal
sabor de boca. Todos los despampanantes ejercicios mercadotécnicos de compañías
como Walt Disney Studios Motion Pictures ―heredados de Buena Vista Pictures
Distribution― como teñir de color pastel sus casetes, colocaron al vhs sobre el beta y Betamax. Todos apilados, emulaban una colección de
libros de puestos de periódicos, con los rostros del protagonista o princesa en
turno en la parte de arriba, y la tipografía particular de la película en
cuestión, las colecciones de Disney
se hacían notar en toda casa con varios ejemplares.
El
dvd rompió el encanto de
Cenicienta en 1995. Llegó como una ampliación del poder del cd-rom de Phillips. Su poder era mucho
mejor que el de su predecesor y, en definitiva, se podían almacenar más cosas
en él. Las películas tenían una calidad desbordante. Aún no se conocía el
término hd ―equivalente a 720p―,
pues el dvd funcionaba entonces en
televisores de 600p, que significa el número de líneas verticales en barrido progresivo.
Los
dvd permitieron al mundo digital
guardar datos y películas que en su tiempo acumulaban muchísimo espacio en el
ordenador para resguardarlos en esas carteras con separadores de fieltro blanco.
¿Cuántos no quemamos “Música A-J” y “Música K-Z” en dos dvd? Aquí nació también la compraventa desmedida de los
marcadores permanentes de punto fino, todo gracias a la comercialización del dvd que ahora nos golpea como un
problema ambiental.
Así
nació un modo distinto de almacenar películas excesivamente. Internet tenía ya
la velocidad necesaria para no tardar una semana en bajar un capítulo de 20min,
sino día y medio en una película de moda. Aunque a veces los subtítulos estaban
en un idioma apenas reconocible, las películas fueron invadiendo internet, surgiendo
páginas para descargar subtítulos en tu idioma. Además, con la salida al
mercado de los discos duros externos, se podían resguardar en un volumen menor
al de una Biblia de bolsillo, todas
las películas de Disney en medio terabyte.
Hoy
en día, el almacenamiento de películas se ha vuelto innecesario. Borramos
fotografías ―que de “grafía” ya no queda mucho― de nuestros celulares cuando se
llega al límite de memoria. No dudamos en eliminar programas que antaño nos
sirvieron, o videos ―que siempre ocupan bastante― sin chistar. Muchos archivos son
omitibles; sin embargo guardamos con recelos otras cosas que nunca saldrán de
nuestra vida, como un viaje, un primer “algo”, o aquella imagen donde uno se ve
excelente y seguro decora nuestro perfil en redes sociales.
La
vida se transforma en un click. Ya ni
siquiera se guardan vínculos o marcadores en el buscador de interne, dejamos
que Google nos indique el camino.
Cuando mucho se crea un bloc de notas ―notepad para los ingenieros en sistemas
que conocen el atajo Win+R― y se deja en el escritorio pensando en regresar a
él. Se regresa; pero muchas veces el tiempo y las prisas nos obligan a cerrar
el archivo .txt y continuar en la procastrinación y el zapping.
Las
nuevas generaciones ―y las no tan nuevas― prefieren buscar la música en YouTube a descargar canciones en su
computadora o celular. Lo que era antes un ritual extraño: entrar con el
celular a al baño para escuchar música en la ducha, ha devenido para muchos quienes
prefieren su “Lista de reproducción” y esperar a que se carguen los videos al
tener una mala recepción del WiFi, lo
que hace, además, espantoso el suplicio de descargar una melodía.
Lo
mismo acontece con las películas. Aquellos orgullosos coleccionistas que tenían
en su haberes digitales cientos de películas ―y entre su acervo incluyen
algunas no tan buenas―, empiezan a suprimirlas como si fuesen fotografías tras
la aparición de servidores como Netflix,
ClaroVideo o Popcorn Time. Vale más la pena guardar otra tipo de archivos que
películas encontradas con elativa rapidez en internet. Ya muy poco queda de
esas cacerías de videos extraños o la compraventa en mercados subculturales
donde uno podía adquirir el famoso “cine de culto”, que iba desde lo pulp, lo noir y demás términos rimbombantes.
El
mundo de posibilidades está limitado ―igual que la televisión por cable― a
varias centenas de programas, pero ―igual que con los libros― sería imposible
verlas todas, y esto lo hace un catálogo bastante amplio, pues en una sociedad
de apuros, no se podría dedicar mucho tiempo a estos placeres de la pantalla. Si
se decide ver una serie televisiva por completo, es como leer toda la
producción de un autor conocido. Series intensas de más de 40 min están
revolucionando el mundo de las producciones audiovisuales. Algunas series de la
bbc como Sherlock, o especiales de Doctor
Who, duran poco más de 90 minutos de intensa acción, donde nadie osaría
despegarse de la pantalla si no hubiera la opción de pausar y continuar viendo
horas más tarde. A veces resulta es más entretenido seguir una serie de ocho
temporadas que una película. Eso dependería del espectador, sus gustos, espalda
y alma crítica.
La
felicidad siempre ha sido relativa. En ocasiones comprar un helado en un día
caluroso nos da tanta satisfacción como terminar una carrera universitaria o
ganar un premio; pero el coleccionismo audiovisual ―al menos
contemporáneamente― ya conserva kilogramos de cinta o discos compactos; sino marcas
de “Visto” y calificaciones de cinco o cuatro estrellas un centenar de
películas y de series. Las colecciones se han vuelto digitales. Muchos sufrirán
cuando un servidor se caiga y no encuentren sus películas en la lista de espera
que jamás verían. Son los mismos comportamientos que en siglos anteriores, pero
ahora en 2.0. La felicidad y los gustos han cambiado; para ser cinéfilo, basta conectarse
a la red con mayor intensidad.
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