martes, 29 de septiembre de 2020

La chanchería

 Después de que Mary terminara ahogada, su abuela murió a los pocos días: quizá de pena o de culpa. Algo invadió por completo a la señora Honorato y requirieron trasladarla de urgencia hasta Atototlán de la Paz. El doctor Mendiola aseguraba que nunca había visto una situación así: huérfana de madre e hija, el remordimiento le caló tan adentro que de no haberle pedido la combi a las jerónimas, el viaje en cualquier otro transporte hubiera acabado con su vida.

Así, la pequeña Lucy se quedó a merced de la expectativa y al cuidado de la casa. Ella es mi vecina, y me acuerdo de haberla visto toda preocupada, ayudando en la chanchería, llevando pedidos, embutiendo chorizos, friendo tripas y riñones, yendo de un lado para el otro y agradeciendo a los vecinos por los panes y estofados que de pronto le llevaron con intención de saber más sobre su madre.

“Lucy dice que su mamá anda mala todavía… y ella sola… pobrecita”.

Eso pasó cuando yo tenía diez; Lucy tendría unos poquitos más años que yo, nunca le hablé, aunque pudimos habernos caído bien. Era una niña muy bonita, pero no quise hacerme a la esperanza. Mi mamá me decía que esa familia estaba maldita, que primero las vacas, luego los abuelos, la hija y ahora la señora.

“Esos Honorato, desde lo del señor Estéfano… y ahora lo de Mary, fíjate”.

Por varias noches, doña Mitotes le mandó comida y nunca le faltaba nada; pero el exceso de atención y la poca familia, le fueron calando.

“Ese muchacho de con la Mitotes no me gusta. anda llevándole comida a la Lucy y se le queda viendo… y la niña toda sola, oye”.

Lucy empezó a cambiar: dejó de ser delgada y alegre para volverse hombruda y seca. Alguna vez mis papás compraron un cuarto de lomo y me contaron que Lucy estaba sentada en el refrigerador, leyendo un libro y tomándose un licorcito. Aquello sorprendió a las señoras encopetadas, pero como era la única chanchería y tenían muy buen surtido, nadie se puso a discutirle.

“Que la regañe su madre… si sale de esa. Ya serían tres muertes en el año, fíjate”.

Luego, empezaron a llegar las postales: Francisco el Cartero comenzó a hacer escalas con los Honorato cada martes. Ese día se volvió nuestra vigilia obligada: primero, porque ir a la chanchería era recibir un trato seco y agresivo, y segundo, porque la carne se amargaba.

Dirán que miento o exagero, pero es verdad: cuando la señora Lucía atendía, siempre salía sabrosa la carne: con grasita, hasta el sartén la disfrutaba; pero cuando se la llevaron de emergencia, Lucy se quedó a cargo, la carne empezó a ser más insípida, más magra.

“No es bueno que la niña se quede sola todo el tiempo, vela nomás”.

Pero ya después de varias semanas, cuando empezamos a ver que Lucy estaba yéndose al vicio los martes de cartero, supimos que los miércoles eran de cortes finos. Ir a la chanchería en ese día era señal de carnitas tan suavecitas que parecían hasta envinadas: jugosas, de esas que le metes el tenedor y se te deshacen en la boca. Todos en Churubusco el Alto hacían fila en la chanchería por deshebrada y lomo. Las costillitas, esas costillas, se te acababan desbaratando de lo ricas que quedaban.

“Si te compras espaldilla, nomás la pones a freír con poquita naranja y te sabe a monja recién bautizada”.

Por eso dejamos de comprar los martes. Nada qué ver con los miércoles de sabor. Ese día te aseguraba cortes duros y tiesos, como si la hubieran dejado al sol y se hubiera resecado. Además, la actitud de Lucy no ayudaba: enojosa, hasta llorando nos recibía. Y así la gente no podría pedir ni tocino ni molida.

“Tiene un dolor bien metido esa niña… la pobre extraña a su hermanita… y sin madre ni abuela que la quieran”.

Fue un acuerdo silencioso. Comprábamos el triple los miércoles y dejábamos de ir los martes. Hasta le convino a Lucy, porque así no abría y se dedicaba a vivírsela sola en las sombras de su casa, leyendo postales y embebiéndose.

“No es que sea chismoso, pero Chisco el cartero me dijo que la señora anda mala…”

Y así pasaron meses.

De los señores Honorato no supimos nada. Y de Lucy nomás la veíamos caer más y más, encerrase en sí misma hasta que sus cortes empezaron a perder sabor.

Pero entonces, pasó.

Un martes ya en la noche, los vecinos escuchamos un golpe en la casa de los Honorato. Quizá se oyó en todo el pueblo, pero a quienes más nos interesó asomarnos era a los vecinos.

En la puerta, con una bolsa de mandado colgando del brazo, estaba don Luciferino fumando tranquilo, limpiándose el polvo de sus zapatos y alisando un poco el dobladillo de su saco a cuadros.

En la vida lo habíamos visto comprando en el barrio, de hecho yo solo me lo había topado muy de vez en cuando en las fiestas del pueblo, por lo que ver a ese señor de bigotes relamidos se me quedó grabado hasta la fecha.

La puerta se abrió y Lucy vio quién la visitaba. Ella estaba rota, con los ojos rojos y cansados, con la piel ajada por las lágrimas silenciosas y deshecha por el alcohol. Don Luciferino debió decirle algo importante, porque lo dejó pasar al momento.

Permanecí expectante por horas; no era de gratis todo lo que se decía de aquel señor.

No sé cuándo pasó, pero de pronto, como salido de la nada, don Luciferino apareció a media calle prendiéndose otro cigarro almizclado; en la bolsa del mandado cargaba una cabeza de puerco, aún chorreante de sangre. Sé que no solo yo lo vi, todos en la colonia vimos a ese señor aventando el cerillo al piso y dar una onda calada. Y a nadie se le olvida cómo nos miró, yo digo que nomás me lanzó los ojos a mí, pero los vecinos también sintieron que les escudriñaba hasta en lo profundo del alma. Justo entonces, un viento de invierno proveniente de la Sierra azotó las ventanas y apagó todas las velas.

“Que don Luciferino fue con la niña Lucy… no crees que hayan hecho sus cosas, ¿verdad, Cleo?”.

Ese miércoles, todo Churubusco el Alto estaba atento con sus bolsas esperando comprarse un chisme o dos en la chanchería; pero nada. La puerta permanecía cerrada desde el día anterior. Los parroquianos se fueron pronto, aunque querían satisfacer su curiosidad, unos olían azufre y otros que a podrido.

“¿Le habrá cortado la cabeza a la niña? Pues ya ves que le hace a esas cosas… Ay, yo sí me preocupo”.

Lo que sí, esa noche ya se masticaban nuevos rumores en las casas: vieron la combi de las jerónimas estacionada afuera del convento, señal de que doña Lucía había acabado su estancia en Atototlán de la Paz.

Y pronto, los mercados se llenaron de chismorreos: era difícil no enterarse de las cosas que se decían sobre cómo habían llegado en la madrugada y metido a doña Lucía en completo secretismo. Decían que la sacaron de la camioneta envuelta en sábanas, tapándola por completo.

“Nomás nos dijeron las monjitas que quedó medio desvielada su camionetita”.

Por semanas, no supimos nada de los Honorato. Y eso fue muy malo: Churubusco el Alto se convirtió al vegetarianismo resignado. Quizás en su momento fue bueno ese giro a la gastronomía: arroces, pastas, papas con queso, verduras rellenas y los famosos naquitos que empezó a preparar doña Mitotes.

Pero no hay manera de cambiar la dieta tan fácilmente. Y aunque quisimos ignorar la falta de chuletas y demases, los ruidos provenientes de la chanchería nos recordaban esa hambruna a cada rato. ¿Y qué eran? No sabíamos: los de la calle veíamos entrar y salir a carpinteros y herreros; algo andaban construyendo allá dentro.

“Y hasta las 9:00 de la noche, fíjate. ¿Pues qué tanto harán?”.

Todos nos preocupamos, queríamos regresar a la grasita del tocino. Los Miramontes empezaron a vender sus reses, pero eran precios tan elevados que seguimos resignados a vivir sin carne. Sin embargo, cuando los arreglos terminaron, la chanchería reabrió sus puertas un bendito 15 de marzo.

“Que doña Lucy ya volvió a las andadas. Y hasta se ve más repuestita”.

Todos en Churubusco el Alto visitaron de nuevo el local. ¡Qué delicia! Volver a la carne era un gusto para el paladar, pero, además, habían remodelado toda la chanchería. Antes, podíamos ver a todas cara a cara; ahora una barra impedía mirar tras el mostrador, y por más que quisieras, doña Lucy te veía siempre desde arriba. Además, estaba aquel listón verde olivo enmarcado en vidrio que le daba una sensación de ritos fúnebres al lugar. Muchos preguntaron qué era aquello, pero doña Lucy nomás se hinchaba de trompas, refunfuñaba para sus adentros, y decía “Ya ve, regalos que le hace la vida a una”. Así, nadie tuvo razón de aquel cuadro o del nuevo mobiliario. No hubo quejas reales, y con doña Lucy a cargo, la carne de puerco empezó a sabernos tan sabrosa como nuestro antojo.

Los martes se quedaron de vigilia: hasta eso, les pareció un buen día de descanso a los Honorato. Pero, aunque libre, la señora dejó de aparecer en las calles. Ahora era su hija o el marido quienes veíamos por el mercado y los mandados: caminaban nerviosos y hasta asustados de toparse con alguna persona chismosa que quisiera sacarles plática.

“¿Qué crees que tenga doña Lucy que ya ni la vemos en el Club Numismático?”.

Suponíamos que aún estaba mal de los nervios. En el bar, don Liberación decía que quería ayudarla con unas gotitas, pero tenía que examinarla, y su familia rechazaba la visita de otros.

La extrañaban en las fiestas y reuniones; ella declinaba con tristeza aquellas invitaciones no sin antes suspirar como si realmente le calara no asistir al Club Numismático a chismorrear sobre el pueblo, las personas o la Mitotes.

Ya en verano, las gentes llegaban a la chanchería por la mejor carne de puerco, no para preguntar por aquel listoncito verde olivo, ni por el mostrador alzado, ni por la renuencia de la señora Honorato por salir. Era una tensa calma donde no había ningún problema, no existían dudas incómodas ni comentarios irreverentes.

Sin embargo, esas voces chismosas que nunca dejan de sonar hicieron de las suyas.

“Tenían algo, te digo. Cuando la regresamos en la combi se veía extraña”.

“Se me hace raro que no quiera verme, si antes éramos tan buenas amigas”.

“Ese listón verde es el que tenía Mary cuando se les ahogó en el río”.

“Ya es la tercera vez que le cambian las maderas, parece que le caminara un puerco encima”.

“Algo ha de tener qué ver don Luciferino; si me acuerdo de aquella noche”.

“Pues sí, fíjate; pero la carne les sabe más sabrosa. Eso está raro, ¿no?”.

Todos empezaron a dudar, a hablar tanto, a quejarse y a meterse donde no les importaba. Había chismes por todos lados: que si era carne de verdad, que si se había vuelto loca en Atototlán de la Paz, que si le habían operado el cerebro, que don Luciferino había hecho de sus artes negras para traerla de entre las garras de Los Muertos.

“Tengo un primo que es camillero en Atototlán de la Paz… Ni sabes lo que me dijo…”.

Cuando llegó esa información, todo Churubusco el Alto esperó fuera de la chanchería con sus bolsas de mandado y montones de billetes. Desde la ventana se podían ver a cientos de personas arremolinadas para ver a doña Lucy. Pero lo Honorato, con honor hasta en el nombre, les hizo de tripas corazón y no abrieron ese día, ni el siguiente, ni muchos más.

 

El regreso del vegetarianismo hizo que todo el pueblo empezara a arremangarse el estómago y adelgazar peligrosamente. Estábamos hartos de comer frijoles, arroces y esos malditos naquitos de con doña Mitotes. Así que, en masa, todas las amas de casa se fueron directito con el padre Aparicio. No lo querían tanto porque no le llegaba a los talones al padre Arnulfo, obispo de la capital; pero si él tenía a Dios de su lado, seguramente algo podría hacer.

Desde las ventanas, estábamos al tanto de esa noche. Los golpes en la puerta sonaron como un Kyrie Eleison de carnicería. Ya luego de dialogar un rato, el padrecito entró a la casa.

“Que lo dejaron pasar, fíjate”.

“Ay, que las haga entrar en razón; qué culpa tenemos nosotras de que le fuera tan mal”.

El domingo siguiente, el padre Aparicio fue muy claro: si queríamos nuestras carnitas, bisteces y chorizos, nada se debía decir de Lucía Honorato.

Encopetadas e inconformes, Churubusco el Alto se encargó de que los chismes cesaran.

Entonces, abrieron de nuevo: Lucy y la señora Honorato manejaban la chanchería con dedicación. A veces la carne les sabía envinada, a veces algo amarga: como la vida misma. Pero lo que sí se nos permitió ver de nuevo, fue a doña Lucía de la mano de su esposo de camino al mercado. Estaba sana y cuerda, era lo importante; esas patas de puerco que ahora tenía eran lo de menos.

“Que el marido de la Lucy se está enflacando, ¿te fijaste?”.


Imagen de Suju, en Pixabay


martes, 22 de septiembre de 2020

Gatomaquia

Despertó intranquila de una noche de recuerdos negros. No habían pasado más de tres días de la muerte del gato: sus sueños y el trauma se volvían cada vez más complejos. Sus pesadillas eran lógicas; desde un punto de vista psicoanalítico, las repetición era un síntoma del duelo sin tratar: ella frente a la veterinaria, del rcp infructuoso, del repentino rigor mortis tras la broncoaspiración y del llanto cuarteado que los acompañó hasta la casa.

Miró la cama vacía: sin hombre a su lado, ni gato a sus pies. El único indicio de hallarse en la cruel realidad, fue el aroma del café que se preparaba escalones abajo.

Era el primer sábado de duelo —seguramente habría más—. Le lastimó bastante ver en el piso, el plato de croquetas a medio llenar; no se animaba a tirarlas.

—¿Te preparo algo, Daina? —la voz de su novio tardó en llegar a sus oídos, quizás porque primero debía rodear esa muralla de tristezas infinitas.

—Lo que te prepares está bien —le respondió con una mueca adolorida y se sentaron a la mesa.

 

Comieron sin apetito.

A ambos les dolía la muerte del gato, por lo que debería pasar tiempo para afrontar la sombra que se avecinaba sobre ellos; así de deprimidos como estaban, no lograrían comprender de forma adecuada al pequeño animal que se paró en su puerta.

Lo primero fue pausar la televisión. Pensaron que habían escuchado mal; pero el cantarín maullido reptó desde fuera. Un miedo instintivo les rodeó por completo.

El llanto se le escapó cuando vio a través del vidrio texturizado la silueta inconfundible de Hazael. No podía ser, al gato —veterinaria, rcp, rigor mortis—, la encargada lo había mandado a incinerar. Por un momento, no supo si era buena idea abrir la puerta; quizá si Alejandro no le hubiera puesto las manos en los hombros, ella se habría lanzado a abrirle. La nostalgia la golpeó de pronto y le susurró que debía dejarlo entrar.

Decidieron ignorar ese evento y buscar algo en el refrigerador. Quizá un poco de comida les haría bien. Era fin de semana, las leyes de la rutina no los gobernaban; pero el destino se acurrucó en la ventana con sus ojos fijos hacia la nada. Daina ahorcó la botella de jugo al ver recostado contra los vidrios a aquel ser. Ahora, tras la ventana, se veía idéntico a él, dormitando en meditación con las sombras, el animal —con los ojos cerrados— estaba atento del menguante sol de agosto repiqueteando contra su pelaje.

—Álex, ¿qué hacemos? —veterinaria, rcp, rigor mortis—. Es Haza…

—Hay muchos gatos negros en el mundo; no creo que sea…

Sus ojos.

El animal miró con parsimonia felina a la pareja y notaron el mismo verde profundo. La cabeza hacia uno, la cabeza hacia otro. El animal se tomó el tiempo de analizarlos a cada uno para luego parpadear de nuevo. Estiró la espalda al ponerse de pie y se dirigió hacia la entrada de la cocina.

—¿Qué hacemos? ¿Le abrimos? —veterinaria, rcp, rigor mortis—. Aunque sea otro gato deberíamos darle comida, se ve…

—No, Daina. No se ve mal. Al contrario, se ve peligrosamente bien. Mejor lo ahuyentamos. No creo que sea bueno tener contacto con otro gato igual al Haza.

En medio de su llegada a la veterinaria y la resucitación se coló la imagen del plato. Así, como por un trance inducido, Daina dejó la botella de jugo en la barra y avanzó despacio hasta el plato a medio llenar.

—¿Qué haces? —Alejandro se detuvo al ver el paso lento de su novia y cómo llevaba las croquetas hacia la puerta—. ¿Lo vas a meter?

—No; le voy a dejar la comida afuera —susurró despacio mientras los recuerdos le mostraban el rigor mortis una y otra vez, distorsionado, como animación trabada justo en el punto más cruel de la historia.

La puerta se abrió con cuidado y la criatura no esperó; sino que se coló con su cuerpo líquido en medio de la pierna de Daina y se fue a parar, expectante, donde antes estaba el plato de comida.

Un maullido.

El silencio sonó más fuerte que el eco del animal. Ambos miraron al gato negro en el suelo. Daina tragó saliva y le dejó el plato a su lado —veterinaria, rcp, rigor mortis— dudando entre si era buena idea o no acariciarlo. Las croquetas crujían ante sus colmillos. Tranquilo, comía como si fuera un gato real. La mujer estiró sus dedos hacia el pelaje —veterinaria, rcp, rigor mortis—, el desplante fue tardado —veterinaria, rcp, rigor mortis—, y cuando sintió la estática del pelambre —veterinaria, rcp, rigor mortis, veterinaria, rcp, rigor mortis, veterinaria, rcp, rigor mortis—, le puso la mano encima, y la pena le escurrió por los ojos.

Para Alejandro, esa noche fue la más extraña de todas: a sus pies dormía el cuerpo de un muerto. Era atípico no saber siquiera si el animal era el mismo, o por qué razón eran ellos los elegidos para padecer este evento. Le contrariaba tanto que Daina ya no sufriera. Era como si en las pocas horas que el animal estuvo con ella, el luto se cortara de pronto y, como si quitaran la nata de la leche, se reestabilizó sola, sin seguir los pasos freudianos, rompiendo un proceso arquetípico que jamás debería alterarse.

Los sueños de la pareja fueron distintos: las imágenes recurrentes que veía Daina, cesaron para dar pie a un mar de noche, a una negrura de ignorancia, como sedada por un químico más fuerte de lo que debería soportar el cuerpo. Mientras, Alejandro no podía conciliar el sueño. Ese animal lo miraba de tanto en tanto desde los pies de la cama. Y aunque estaba totalmente en contra de que pasara con ellos la noche, la cara resanada de su novia lo detuvo. Ahora, el gato le constreñía desde dentro a sentirse incómodo, por lo que pasadas las 4:00 de la madrugada, y harto de darle tantas vueltas a la realidad, buscó entre la caja de pastillas un temazepam y lo tragó con agua del grifo.

Al bajar la cabeza sintió como si la vigía constante del animal potenciara el medicamento. La pesadumbre fue más fuerte que de costumbre. Sus ideas fueron más lentas: suficiente para ver al gato negro caminar hacia la planta baja. Asíncrono y distópico; pero le atribuyó al efecto repentino de la benzodiazepina; así que, ignorando sus alrededores, fue de regreso a la cama y se acostó junto a su novia y al gato.

 

Despertó con la risa de Daina haciendo eco en la casa. Apesadumbrado, Alejandro se levantó y notó al gato aún dormido, acompañándolo en el sueño. La imagen no tuvo sentido en un inicio, hasta que rememoró lo acontecido en la veterinaria días antes, o hasta que su mente trajo el recuerdo de aquel intruso.

El asco que tuvo todo el día por el animal, le obligó a recortar sus piernas; el gato se removió sin despertar.

La felicidad de Daina seguía resonando desde abajo, así que decidió ir a ver qué pasaba.

¿Acaso permanecía en el sueño? Descubrió a Daina, hilo en mano, jugando con tres gatos negros. Todos terriblemente idénticos.

Ella, sin percatarse de la situación tan surrealista, disfrutaba jugar con los tres animales, como si para Daina no fuese necesaria una explicación.

—Álex, mira. ¡Tres Hazael!

El nombre le caló en lo hondo a Alejandro; pero el miedo era mayor al luto.

—¿No te parece extraño —miró con detenimiento— que de pronto tengamos tres gatos aquí?

—Pues sí. ¡Pero son tan bonitos! Son como Haza…

Un maullido le erizó el vello de la espalda. El felino bajaba los escalones y se acercó a Daina, repegando contra el pijama su pelaje de oscuridad.

Daina se llevó la mano al pecho, como si quisiera decir una frase emotiva, como si la verdad le hiciera llorar por dentro. —Son cuatro pequeños, Álex. Son cuatro gatitos vivos.

—¿De verdad no lo notas? Hazael se murió y de pronto tenemos cuatro gatos iguales y tú no percibes lo extraño del asunto.

—Es que son tan bonitos.

Alejandro calculó —embotado aún por la píldora— y decidió buscar ayuda. Tomó camino por la escalera en búsqueda de su celular. Entró al cuarto donde lo tenía conectado y entonces vio al gato negro encima del aparato.

Cinco.

Pensó en acercarse y tomarlo, al fin y a al cabo había hecho eso mismo con Hazael muchas veces. Se detuvo en seco cuando el gato abrió los ojos y parpadeó despacio. La voz que alguna vez imaginaron tendría la mascota le dijo cosas horribles en su cabeza. Recorrió la alcoba con los ojos en busca de algo para arrojarle al animal, pero le llamó la atención el otro gato negro en la puerta. Se lamía tranquilo con su lengua espinosa como si no quisiera prestarle atención.

Alejandro trató de tomar la cobija, jalarla y llevarse a la bestia felina de su cama; pero el recién llegado maulló y le mostró sus ojos verdes, mesurados, que escrudiñaban inmóviles. El gato dio un salto y se colocó junto al del celular, comenzó a limpiar a su gemelo; para Alejandro esa lengua tenía algo sobrenatural. La aversión le obligó a huir: tratar de llegar a la sala, jalar a Daina y conducir hasta un punto seguro donde pudieran pedir ayuda.

Enfiló las escaleras y saltó del susto cuando otra sombra negra subía moderado hacia el cuarto.

Preocupado de cómo salir de ahí, miró la credenza: el bol de vidrio donde siempre guardaban las llaves estaba decorado con un ronroneante gato negro. Saldrían a la calle, no importaba si lo hacían a pie y en bóxer. Quiso acercarse a Daina, ella seguía riendo en la sala. Desde el resquicio, apareció otro animal, éste, le dirigía la misma mirada calma y aterradora. Alejandro avanzó pegado a la pared para adentrarse a la sala, y lo hubiera hecho de no ser porque este nuevo Hazael maulló, haciendo que todos le dirigieran esos jades hirvientes. Algo en su interior se empezó a desmoronar. El temazepam caló en sus entrañas como una punzada: era el vacío del estómago mezclado con la agonía del pánico.

Los animales dejaron de escudriñarlo y siguieron en lo suyo. Daina, gozante, seguía con el mismo hilo, desplazándolo de lado a lado para que las garritas de los ocho gatos lo atraparan.

—Daina… —habló para llamar su atención; pero el embrujo de los felinos la tenía absorta— ¡Daina!

El grito se hubiera repetido de no ser por un nuevo maullido que hizo a todos esas esferas verdes hacia él, y entre tanto destello ominoso, se encontraban los ojos avellana de su novia. Las miradas quedaron estáticas en esa habitación; los gatos por su respectiva cualidad para juzgar parpadear, pero Daina y Alejandro eran casos distintos: él por el pánico de no saber qué pasaría si parpadeaba, y ella por un influjo extraño que la llevaría a la veterinaria, al rcp y al rigor mortis de no enfocar los ojos en donde los gatos le decían.

Alejandro, lloroso, apartó la mirada de la sala para notar cómo otros cuatro gatos empezaban a bajar del dormitorio. Cerró por unos segundos los ojos y al volver a abrirlos la sala había perdido terreno, pues ahora cientos de manchas negras rodeaban a la incólume Daina. Podría decirse que incluso el aroma se había multiplicado: el tufo de cientos de animales le caló en las fosas nasales.

Dirigió una oteada rápida a la entrada de la casa. Parecía un camino libre, pero notó que, atrás del cristal de la puerta, una sombra llegaba a posarse justo en la entrada. Los ojos desorbitados giraron hasta la cocina, no sin antes ver de soslayo un negror intenso en la sala. Había un gato en la ventana, además: dos mininos se lamían tranquilos en la barra.

Un cosquilleo le molestó la nariz. Sintió el pelo calarle el olfato, y entonces vio una barrera negra, con cientos de ojos verdes abrirse paso desde la sala y empezar a rodearlo. La pared parecía empujarle contra ellos, contra eso.

Entre la masa disforme que se abalanzaba sobre él; vio al fondo un par de puntos marrones que representaban a una Daina agonizante que padecía en su cabeza la veterinaria, el rcp y el rigor mortis, a la veterinaria, el rcp y el rigor mortis, la veterinaria, el rcp y el rigor mortis.

Cuando Alejandro cerró los ojos, percibió el pelambre suave rodearlo asfixiantemente, el ronroneo vuelto un estruendo, y una alergia sofocante en su nariz. Todo, conduciéndolo a perderse a sí mismo entre un mar de noche.


LisaRedfern en Pixabay


jueves, 10 de septiembre de 2020

Método 1986 para volverse escritor

Siempre he deseado convertirme en un autor y vivir de lo que me gusta. Recuerdo que, cuando el pediatra me preguntaba que qué quería ser de grande, yo le decía “escritor nocturno”, porque mis mejores ideas provenían de mirar el negro cielo desde mi ventana.

En la primaria, quise vender mis historias a dos pesos; pero el bullying —no le decíamos así antes— hizo que Alan, Diego y Alejandro botaran a un charco las hojitas que esperaba venderle a mis compañeros. La tinta, como en toda impresora de puntos, tardó en borrarse, diluyéndose en un humo de olvido, dejando un trauma en mi cabeza por ver cualquier libro destruido. No tuve tiempo de llorar, ellos me aventaron al charco y la fricción de mi cuerpo con sus cadáveres, destruyó esas historias, ya borradas después de tanto silencio. A mi madre —quien siempre esperó más de mí— le dije que se habían vendido todas. La mentira es necesaria para un buen escritor.

Fue hasta la adolescencia cuando encontré a una amiga con quien subía historias a internet. Mi ortografía y sintaxis mejoraron por despecho, porque los comentarios negativos —como esos que llenaban mi correo— vuelan más rápido que los elogios, para muestra: un taller literario o una tesis de posgrado. Para evitar sus teclas llenas de ira, memoricé la ortografía de “hocico”, palabra que no suena como se escribe; me descubrí que me gustaba el guion largo, y poner “descolocado”, “ominoso” o “mandoble” en mis textos; y, por último: leí a Lovecraft, a Tolkien, a Wilde, a Margaret Weis y a Tracy Hickman: referentes necesarios en mi vida. Desencantado del mundo literario, sé que de haber tenido su tono en mi infancia, hubieran sufrido el mismo destino de mis impresiones de dos pesos; no estaba listo aún.

En esta misma etapa alguien se enamoró de mí. Confundimos la atracción intelectual con el deseo. Salieron cursilerías de aquel noviazgo: ideas simples con un léxico estúpido y descuidado. Fue un idilio temporal, y cuando murió en un accidente, veté a la literatura de mi vida. Vestido en un luto eterno —y en secreto— dejaba en cuadernos el germen de cuentos e historias. Entonces, aprendí que eso era catártico; no borraba, sólo volvía la culpa más llevadera… seis años más llevadera.

Estudié Letras, como muchos de los escritores frustrados lo han hecho. Sentía en aquellos libros una probadita de realidad, en cada tarea descubría un mundo nuevo: y era catártico, eran referentes, eran mentiras; todo para seguir con la falsa vida que mis padres esperaban: porque no seguí sus pasos, porque llegaba tarde a casa, porque regresaba con un olor a sexo arrumbado, porque me emborrachaba los fines de semana, porque no me despegaba de los cuadernos o de la computadora.

Tras subsistir a base de rechazos, ya no espero nada: “pesimismo objetivo” le llaman. Recuerdo la bofetada de mi ex, la humillación, el decirme que no tenía talento o que jamás lograría nada en la vida. Fue hasta este punto de quiebre cuando maduré intelectualmente. Ya no era el niño en el charco, estaba ante la vida y no me dejé golpear más.

Escribí para mí, no para recibir dos pesos, ni por la aprobación de los demás; tomé la pluma: muerte, desamor, traición, lujuria, represión, horror, violencia… y libertad.

Aquella historia por la que mi ex me había escupido, ganó un primer lugar en otro estado. Mis mediocres ensayos universitarios resultaron publicados en el extranjero. Las ideas juveniles se transmutaron en cuentos de antologías y revistas.

Del resto, poco está publicado. Mis libros —mi voz— esperan, recargados junto a la televisión; verlos continuamente me recuerda que debo hacer algo con ellos. Como mi yo adolescente, han estado entre tantas manos, y de ellas han aprendido, salido con correcciones y cambiado sus perspectivas.

Paso a paso, me abro en el mundo literario. Quizá el mote “escritor” esté sobrevalorado, pero denominarse así es hasta amor propio. Ahora sé que poco importan los títulos o nombres, vale más cómo recreamos nuestras vivencias, porque por más negra que sea la situación, cada letra será impresa en ese tono. Y, en cada punto final, puede estar la memoria de aquella impresión desdibujada en la superficie de un charco.




lunes, 7 de septiembre de 2020

La agencia de viajes

Como cada día, don Luciferino, abría su tienda a las 7:06. Todos en el pueblo tenían un relato sobre él, porque, tarde o temprano, uno empieza a comprender esas cosas que pasan en la ciudad: historias en reuniones familiares, borracheras o de gentes sin nada mejor qué hacer. A fin de cuentas, en Churubusco el Alto varios sabemos que don Luciferino es el mismo Diablo.

Su tienda es tranquila y agradable, llena de publicidad de destinos turísticos: Italia, París, Burkenreich, Ciudad de México, Buenos Aires, catálogo atrayente y tentador para irse a conocer regiones exóticas.

Todos hemos entrado alguna vez a su tienda. Nadie lo admite estando sobrio o en público. Conozco a muchos de esos clientes, porque les he visto desde el café: llegan, platican, se enojan, lloran; muy pocos salen con un boleto en mano. Son conocidos los precios elevados de sus servicios.

Me costó mucho tiempo decidirme por visitar la agencia de viajes, sabía que, de hacerlo, no habría vuelta atrás. Yo siempre supe que no pertenecía a este sitio, y si don Luciferino me decía que costaba siete millones, yo empezaría a ahorrar dinero. Quiero irme, buscar la libertad, escapar, dejar el olvido atrás: esa soledad horrible y a esas personas que me aman o me desean, pero nunca ambas. Por ello, siempre estaba atento de quiénes entraban y cómo salían. Y recuerdo perfectamente a doña Soledad.

Eran pasaditas las 7:00 cuando empecé a escuchar a lo lejos los tacones bajos de la mujer. Su caminar no era firme ni estrepitoso; al contrario, parecía venir regando su tristeza por las calles. Sé que algo le ocurría porque muchas madrugadas, cuando se acababa mi turno, yo hacía el mismo sonido con mis zapatos. Podrán ser nimiedades, pero su desesperación me caló en lo hondo y me hizo ver que yo también cargaba ese sufrimiento a cuestas. Recuerdo vívidamente cómo ese llanto inquieto se calmó a una calle. Miré a la agencia y percibí a don Luciferino parado dentro de la tienda. ¿Él vivía ahí? Esperaba a las 7:06; con parsimonia miraba su reloj de pulsera. Doña Soledad llegó justo a tiempo cuando el letrero de “Cerrado” le dio la bienvenida con un giro. Los ademanes de recibimiento fueron exagerados. Yo veía desde el otro lado de la calle y aunque no escuchaba a su clienta, seguramente serían similares a las que le lloraría a dúo si entrara en ese momento. Debían ser las palabras de una viuda que no quiere aceptar esa soledad puesta hasta en el nombre. Imaginé que ella, igual que yo, solo quería olvidar. Recuerdo bien a don Luciferino: tranquilo, recargaba sus codos en el escritorio de ébano, sus dedos entrelazados cubrían la mitad de su sonrisa, parecía un maníaco que escucha historias de terror o un sádico que prevé las torturas a infligir esa noche. Los manoteos de Doña soledad se hicieron más visibles, todo en ella se caía a pedazos, como si esa cosa que la mantenía firme se hubiese diluido con la lluvia.

Había visto ya esa actitud en algunos clientes de don Luciferino: gente desgajada, sin ganas de vivir y que buscaba comprar un boleto para irse lejos; pero que, al momento de saber el precio negaban con la cabeza; nadie se atrevía a desembolsar lo que cobrara él. Doña Soledad, sin movimiento de asco ni repudio, asintió. Don Luciferino abrió sus manos y reveló una sonrisa intitulada por esos bigotes largos y engomados. Luego, con la sutileza del diplomático, me miró con sus ojos de demonio altivo; sabía que les espiaba desde el otro lado de la calle.

Se la pasó revisando papeles hasta que encendió uno de sus cigarros almizclados; le invitó uno a doña Soledad pero no lo aceptó. Él se veía pleno. Años más tarde, me di cuenta de que fumábamos por razones similares: gotitas de placer para prolongar el gusto.

Al poco, la mujer salió rozagante, como si una vida nueva se gestara en sus adentros y con la mirada victoriosa de alguien venciendo una enfermedad prolongada; en su mano llevaba un billete de camión.

 

La central de autobuses de Churubusco el Alto ha funcionado en menos de cincuenta ocasiones desde que el alcalde la mandó construir. Ningún camión sale de aquí; pero esa noche escuché el rugido de los motores. Me asomé a las calles para investigar qué eran esas trompetas infernales y descubrí a doña Soledad cargando un pequeño bolso, iba bien coloreada con unos labios rojos y un vestido amarillo brillante muy distinto del luto que siempre le observé. Ella nunca miró hacia atrás, mantuvo una marcha constante hasta que don Luciferino abrió la puerta del autobús.

Todavía retumban en mis adentros los doce toques de la iglesia: levanté los ojos hasta la torre y vi volar palomas, zanates y tecolotes. Fue la única vez que escuché las campanas por la noche: eran un presagio de un nuevo huérfano, como muchos en Churubusco el Alto. Para cuando regresé la mirada, doña Soledad ya había subido. Don Luciferino permanecía ahí parado, quieto junto al camión que retrocedía de poco en poco, se removía las manos feliz, como alguien que acaba de ganar una apuesta y ahora nomás necesitaba abrazar sus ganancias y llevárselas a casa. Lo vi tomando de entre su saco a cuadros un cigarro, encenderlo y dar una honda calada. Cuando el humo salió por sus narices, yo supe que debía ser su próximo cliente; algo en esa imagen me resultó atractivo necesario. Quizá, por eso sigo fumando o pidiendo pitillos a mis conocidos, porque él me obligaba a hacerlo.

Los años pasaron y de aquellas imágenes guardadas por un niño de catorce, quedaron solo lo que cuento. Entonces, mi horrible trabajo me nubló el recuerdo y mi memoria se perdió en un mar de blanco. Mi inconsciente se encargó de recordarme cada día que don Luciferino era un escape para aquella soledad que me embargaba.

 

Durante cuatro años, seguí viendo gente entrar llorando a la tienda para luego salir con una rabia corrosiva. Me resultaba extraño que, a diferencia del café de la calle Asunción, la agencia de viajes siguiera funcionando cuando la única clienta que había visto era doña Soledad. Don Luciferino abría siempre a las siete con seis minutos; de lunes a sábado: aparecía tras la puerta de vidrio bien vestido, con su traje sastre, zapatos de punta afilada y con grasa en pelo y bigote. Esto lo supe hasta dedicarme a observar religiosamente la tienda y a su curioso dueño. Pude comprender bien qué es lo que cargaba: los anillos de rubíes y ese alfiler de diamante colgado en el ojal del saco. Don Luciferino era la misma estampa del Diablo: todos lo sabíamos, pero a pocos les importaba. El único reticente a entrar era el padre Arnulfo; aunque cuando lo hicieron obispo, tuvo que ir con él a comprar su billete de autobús; desde entonces, ya no le tuvimos cuidado a las advertencias dominicales que siempre nos hizo.

Con todo eso en la cabeza, me dediqué a investigar un poco más sobre nuestro vecino de siete a ocho. Todo lo dicho sobre él se cubría con una neblina ominosa. Las monjitas me advirtieron de acercármele, que su nombre no estaba de a gratis; sin embargo, cuando puse el ejemplo del padre Arnulfo, callaron. En la cantina y en el café, muchos me dijeron que no había razón para desconfiar de él, que era un buen amigo y a veces los acompañaba en las fiestas; y una celebración con don Luciferino era señal de que todos iban a divertirse como se debía. Don Gaspar y don Liber, me dijeron que fue él quien les guio por buen camino, regalándoles su piedra de afilar y unas gafas alemanas respectivamente. El costo por ese favor era ridículo, decían los dos entre copa y copa. Con esas referencias, me armé de valor y avisé que me tomaría libre el día siguiente.

Entré porque me motivaron las ganas de alejarme de Churubusco el Alto y descubrir qué era todo aquello que don Luciferino les decía a sus clientes.

La campanilla resonó en la tienda. Ahí estaba él, con su mano en la hervidora, uno de esos aparatos eléctricos que nomás podrían pagar los Miramontes. Me recibió con una sonrisa desmedida. Vertió agua caliente en una de las tazas y el té comenzó a soltar aromas refinados.

Recuerdo su pregunta: —¿Ya tienes tu destino?

Me mortifiqué. Ese hombre conocía mis deseos más ocultos. Mi respuesta no le satisfizo: —¿Cómo que mi destino? ¿Sí sabe a lo que vengo?

—Querido —su voz sonó como una caricia horrible por la espalda—, estás en una agencia de viajes; ¿a qué otra cosa podrías haber venido?

La lógica de su respuesta me hizo sentir estúpido. No bajé la guardia: tantas cosas se decían de él.

—Entonces, ¿ya sabes a dónde quieres ir?

No me atreví a contestarle nada. Pensé en preguntarle a dónde se había ido doña Soledad, pero algo me lo impidió.

Como guiado por mi propio pensamiento, don Luciferino abrió una carpeta. —Una clienta vino a mí hace algunos años con tu misma cara. Quizá quiera saber a dónde fue.

Incrédulo, asentí.

—Ella se fue al Olvido.

No supe qué contestarle. ¿En dónde estaba qué lugar?, ¿qué clase de metáfora quería señalarme?

—¿Dó… dónde queda eso? —tartamudeé.

—No lo recordarías —soltó una risa afeminada. Respiró hondo y bebió un poco de té.

Con el dorso de su mano apuntó mi taza. ¿Debía resistir o sucumbir? Di un sorbo. Él sonrió.

—Todos sabemos dónde está Olvido de los Santos; pero no muchos llegan a él. Mi clienta me pidió que la sacara de este pueblo y la mandara a donde nada ni nadie la conociera. La envié lejos, lejos de su hijo, de sus memorias, de los amantes muertos; pero tú… —le dimos un sorbo a la par—, tú no quieres olvidar, tú quieres Libertad.

El trago de saliva se juntó con mi parpadeo nervioso. En el pecho se me inflaban las emociones, sentía chispas recorriendo mis brazos demandándome un poco más de la infusión.

—Quieres poder hablar de lo que quieras con quien quieras —continuó—, y hacer contigo y otros lo que te venga en gana. Conozco a los de tu tipo, son a quienes me da gusto ayudar. Y por eso, estoy dispuesto a venderte un boleto para Libertad de Juárez.

No supe qué significaban aquellas palabras. Nos rodeaba un aire viciado: almas de cigarros muertos, el té de oscuras hierbas, el perfume de doña Soledad, la respiración de señores horribles, la negrura de los callejones y de árboles enfermos. Tanto peso me obligó a tirar la cabeza hacia la taza que ahora se coagulaba en sangre antigua.

Los minutos pasaron. Respetuosamente, don Luciferino no se atrevió a interrumpirme, solo sonreía bajo ese bigote perfilado dejando a sus incisivos asomar entre sus labios.

—Yo… no sé si pudiera… —dudé.

—Entiendo, querido. Hablemos de lo que te va a costar.

Estiró una carpeta hacia mí. La abrió: era idéntico a un álbum fotográfico y con varias litografías a color, las páginas gruesas rechinaron en los anillos. En una imagen, dos personas se abrazaban, hambrientas de placer, gozosos, jóvenes; no viejos ni amargados. Unían sus cuerpos por gusto y no para recibir burdas propinas de 10 y de a 20 reales. En otra: una casa, vecinos alegres que no miraban enojados hacia nuestras ventanas y mucho menos discutían de apellidos o de preferencias.

—Si te quieres ir de Churubusco el Alto, tengo un paquete que podría interesarte: Libertad de Juárez. En unos años podrías estar tan feliz como quisiera… —empezó a decir palabra por palabra— y con quién quieras —sonrió—. Solamente te costará 63,000 reales.

La cantidad me derritió por dentro. Era más dinero del que podría conseguir en dos vidas.

—¿Es lo menos?

Don Luciferino se relamió los labios.

—Es lo menos, pero puedo esperarme y respetarte el precio. Deberás juntarme todo para dentro de cinco años.

—No… —apreté los puños—, es mucho dinero para mí.

Como estirando el tiempo, cerró la carpeta en un gesto dramático que alejó Libertad de mi vista. Cada milímetro la veía más necesaria.

La dejó en su sitio.

Abrió de golpe en otra página: vi a los ancianos y a la gente horrible con la que mendigaba dinero a cambio de caricias.

—¿Sabes? Te puedo recomendar algo si tanto quieres viajar. Ya conoces al señor Carcamaz —me ruboricé—; otros amigos suyos podrían darte dinero a cambio de unos… favores. Dime qué tanto vale este viaje para ti.

No recuerdo qué contesté, o si le dije algo. Tengo bien claro que no lo acepté; pero tampoco rechacé su oferta.

A los pocos días, llegó don Florencio Carcamaz al café acompañado de un hombre que colocó cien monedas en la mesa proponiéndome un viaje al bosque de la Sierra Caliza.

Sé que don Luciferino sigue guardándome ese itinerario hacia la Libertad. Mientras tanto, habré de seguir, no solo con viejos en callejones, sino con gente que me pide lo impensable a cambio de tres cifras: aquellos que buscan la carne joven y la perversión velada.

Ya van cuatro años de haberme adentrado a la agencia y tengo listos 51,000 reales.




Fotograma de El fistol del Diablo (1961)