Siempre he deseado convertirme en un autor y vivir de lo que me gusta. Recuerdo que, cuando el pediatra me preguntaba que qué quería ser de grande, yo le decía “escritor nocturno”, porque mis mejores ideas provenían de mirar el negro cielo desde mi ventana.
En la primaria,
quise vender mis historias a dos pesos; pero el bullying —no le decíamos
así antes— hizo que Alan, Diego y Alejandro botaran a un charco las hojitas que
esperaba venderle a mis compañeros. La tinta, como en toda impresora de puntos,
tardó en borrarse, diluyéndose en un humo de olvido, dejando un trauma en mi
cabeza por ver cualquier libro destruido. No tuve tiempo de llorar, ellos me
aventaron al charco y la fricción de mi cuerpo con sus cadáveres, destruyó esas
historias, ya borradas después de tanto silencio. A mi madre —quien siempre
esperó más de mí— le dije que se habían vendido todas. La mentira es necesaria
para un buen escritor.
Fue hasta la
adolescencia cuando encontré a una amiga con quien subía historias a internet.
Mi ortografía y sintaxis mejoraron por despecho, porque los comentarios
negativos —como esos que llenaban mi correo— vuelan más rápido que los elogios,
para muestra: un taller literario o una tesis de posgrado. Para evitar sus
teclas llenas de ira, memoricé la ortografía de “hocico”, palabra que no suena
como se escribe; me descubrí que me gustaba el guion largo, y poner
“descolocado”, “ominoso” o “mandoble” en mis textos; y, por último: leí a
Lovecraft, a Tolkien, a Wilde, a Margaret Weis y a Tracy Hickman: referentes necesarios
en mi vida. Desencantado del mundo literario, sé que de haber tenido su tono en
mi infancia, hubieran sufrido el mismo destino de mis impresiones de dos pesos;
no estaba listo aún.
En esta misma
etapa alguien se enamoró de mí. Confundimos la atracción intelectual con el deseo.
Salieron cursilerías de aquel noviazgo: ideas simples con un léxico estúpido y
descuidado. Fue un idilio temporal, y cuando murió en un accidente, veté a la
literatura de mi vida. Vestido en un luto eterno —y en secreto— dejaba en
cuadernos el germen de cuentos e historias. Entonces, aprendí que eso era
catártico; no borraba, sólo volvía la culpa más llevadera… seis años más
llevadera.
Estudié Letras,
como muchos de los escritores frustrados lo han hecho. Sentía en aquellos
libros una probadita de realidad, en cada tarea descubría un mundo nuevo: y era
catártico, eran referentes, eran mentiras; todo para seguir con la falsa vida
que mis padres esperaban: porque no seguí sus pasos, porque llegaba tarde a
casa, porque regresaba con un olor a sexo arrumbado, porque me emborrachaba los
fines de semana, porque no me despegaba de los cuadernos o de la computadora.
Tras subsistir
a base de rechazos, ya no espero nada: “pesimismo objetivo” le llaman. Recuerdo
la bofetada de mi ex, la humillación, el decirme que no tenía talento o que
jamás lograría nada en la vida. Fue hasta este punto de quiebre cuando maduré
intelectualmente. Ya no era el niño en el charco, estaba ante la vida y no me
dejé golpear más.
Escribí para
mí, no para recibir dos pesos, ni por la aprobación de los demás; tomé la
pluma: muerte, desamor, traición, lujuria, represión, horror, violencia… y
libertad.
Aquella
historia por la que mi ex me había escupido, ganó un primer lugar en otro
estado. Mis mediocres ensayos universitarios resultaron publicados en el
extranjero. Las ideas juveniles se transmutaron en cuentos de antologías y
revistas.
Del resto, poco
está publicado. Mis libros —mi voz— esperan, recargados junto a la televisión; verlos
continuamente me recuerda que debo hacer algo con ellos. Como mi yo
adolescente, han estado entre tantas manos, y de ellas han aprendido, salido
con correcciones y cambiado sus perspectivas.
Paso a paso, me
abro en el mundo literario. Quizá el mote “escritor” esté sobrevalorado, pero denominarse
así es hasta amor propio. Ahora sé que poco importan los títulos o nombres, vale
más cómo recreamos nuestras vivencias, porque por más negra que sea la
situación, cada letra será impresa en ese tono. Y, en cada punto final, puede
estar la memoria de aquella impresión desdibujada en la superficie de un
charco.
Me atrapó, simplemente la morfología y estructura de cada frase, de cada oración de cada párrafo me metió en un risco de emociones que todo escritor llegó a pasar.
ResponderEliminarFelicitaciones por su relato mi estimado some Galindo.
Gracias, Joab.
EliminarEspero leer algo tuyo en otro momento, recuerdo que tenías buena redacción.
Me encanta la manera en la que escribe, la verdad disfruto cada uno de sus textos, recuerdo que el primero que escuche fue uno de un padre y una hija que jugaban al doctor, la manera en la que me atrapó desde el primer instante y como al finalizar yo queria que continuara, estaba lleno de ganas de escuchar más y más, esas cosas hicieron que yo comenzara a interesarme en los textos, buscar la manera de colocar las palabras para que hicieran sentir a los otros lo que yo sentí cuando escuche su obra, me encanta leer sus historias y algun dia espero poder ser la mitad del escritor que es usted.
ResponderEliminarGracias, Wallace, estoy muy agradecido de tus comentarios.
EliminarÉse lo leí hace tiempo en mi página de Facebook.