Como cada día, don Luciferino, abría su tienda a las 7:06.
Todos en el pueblo tenían un relato sobre él, porque, tarde o temprano, uno
empieza a comprender esas cosas que pasan en la ciudad: historias en reuniones
familiares, borracheras o de gentes sin nada mejor qué hacer. A fin de cuentas,
en Churubusco el Alto varios sabemos que don Luciferino es el mismo Diablo.
Su tienda es tranquila y
agradable, llena de publicidad de destinos turísticos: Italia, París,
Burkenreich, Ciudad de México, Buenos Aires, catálogo atrayente y tentador para
irse a conocer regiones exóticas.
Todos hemos entrado alguna vez a
su tienda. Nadie lo admite estando sobrio o en público. Conozco a muchos de
esos clientes, porque les he visto desde el café: llegan, platican, se enojan,
lloran; muy pocos salen con un boleto en mano. Son conocidos los precios
elevados de sus servicios.
Me costó mucho tiempo decidirme
por visitar la agencia de viajes, sabía que, de hacerlo, no habría vuelta
atrás. Yo siempre supe que no pertenecía a este sitio, y si don Luciferino me
decía que costaba siete millones, yo empezaría a ahorrar dinero. Quiero irme,
buscar la libertad, escapar, dejar el olvido atrás: esa soledad horrible y a
esas personas que me aman o me desean, pero nunca ambas. Por ello, siempre
estaba atento de quiénes entraban y cómo salían. Y recuerdo perfectamente a doña
Soledad.
Eran pasaditas las 7:00 cuando
empecé a escuchar a lo lejos los tacones bajos de la mujer. Su caminar no era
firme ni estrepitoso; al contrario, parecía venir regando su tristeza por las
calles. Sé que algo le ocurría porque muchas madrugadas, cuando se acababa mi
turno, yo hacía el mismo sonido con mis zapatos. Podrán ser nimiedades, pero su
desesperación me caló en lo hondo y me hizo ver que yo también cargaba ese
sufrimiento a cuestas. Recuerdo vívidamente cómo ese llanto inquieto se calmó a
una calle. Miré a la agencia y percibí a don Luciferino parado dentro de la tienda.
¿Él vivía ahí? Esperaba a las 7:06; con parsimonia miraba su reloj de pulsera.
Doña Soledad llegó justo a tiempo cuando el letrero de “Cerrado” le dio la
bienvenida con un giro. Los ademanes de recibimiento fueron exagerados. Yo veía
desde el otro lado de la calle y aunque no escuchaba a su clienta, seguramente serían
similares a las que le lloraría a dúo si entrara en ese momento. Debían ser las
palabras de una viuda que no quiere aceptar esa soledad puesta hasta en el
nombre. Imaginé que ella, igual que yo, solo quería olvidar. Recuerdo bien a
don Luciferino: tranquilo, recargaba sus codos en el escritorio de ébano, sus
dedos entrelazados cubrían la mitad de su sonrisa, parecía un maníaco que
escucha historias de terror o un sádico que prevé las torturas a infligir esa
noche. Los manoteos de Doña soledad se hicieron más visibles, todo en ella se
caía a pedazos, como si esa cosa que la mantenía firme se hubiese diluido con
la lluvia.
Había visto ya esa actitud en
algunos clientes de don Luciferino: gente desgajada, sin ganas de vivir y que
buscaba comprar un boleto para irse lejos; pero que, al momento de saber el
precio negaban con la cabeza; nadie se atrevía a desembolsar lo que cobrara él.
Doña Soledad, sin movimiento de asco ni repudio, asintió. Don Luciferino abrió
sus manos y reveló una sonrisa intitulada por esos bigotes largos y engomados.
Luego, con la sutileza del diplomático, me miró con sus ojos de demonio altivo;
sabía que les espiaba desde el otro lado de la calle.
Se la pasó revisando papeles hasta
que encendió uno de sus cigarros almizclados; le invitó uno a doña Soledad pero
no lo aceptó. Él se veía pleno. Años más tarde, me di cuenta de que fumábamos
por razones similares: gotitas de placer para prolongar el gusto.
Al poco, la mujer salió rozagante,
como si una vida nueva se gestara en sus adentros y con la mirada victoriosa de
alguien venciendo una enfermedad prolongada; en su mano llevaba un billete de
camión.
La central de autobuses de Churubusco el Alto ha funcionado en
menos de cincuenta ocasiones desde que el alcalde la mandó construir. Ningún
camión sale de aquí; pero esa noche escuché el rugido de los motores. Me asomé
a las calles para investigar qué eran esas trompetas infernales y descubrí a
doña Soledad cargando un pequeño bolso, iba bien coloreada con unos labios
rojos y un vestido amarillo brillante muy distinto del luto que siempre le
observé. Ella nunca miró hacia atrás, mantuvo una marcha constante hasta que
don Luciferino abrió la puerta del autobús.
Todavía retumban en mis adentros los
doce toques de la iglesia: levanté los ojos hasta la torre y vi volar palomas, zanates
y tecolotes. Fue la única vez que escuché las campanas por la noche: eran un
presagio de un nuevo huérfano, como muchos en Churubusco el Alto. Para cuando
regresé la mirada, doña Soledad ya había subido. Don Luciferino permanecía ahí
parado, quieto junto al camión que retrocedía de poco en poco, se removía las
manos feliz, como alguien que acaba de ganar una apuesta y ahora nomás
necesitaba abrazar sus ganancias y llevárselas a casa. Lo vi tomando de entre
su saco a cuadros un cigarro, encenderlo y dar una honda calada. Cuando el humo
salió por sus narices, yo supe que debía ser su próximo cliente; algo en esa
imagen me resultó atractivo necesario. Quizá, por eso sigo fumando o pidiendo
pitillos a mis conocidos, porque él me obligaba a hacerlo.
Los años pasaron y de aquellas
imágenes guardadas por un niño de catorce, quedaron solo lo que cuento.
Entonces, mi horrible trabajo me nubló el recuerdo y mi memoria se perdió en un
mar de blanco. Mi inconsciente se encargó de recordarme cada día que don Luciferino
era un escape para aquella soledad que me embargaba.
Durante cuatro años, seguí viendo gente entrar llorando a la
tienda para luego salir con una rabia corrosiva. Me resultaba extraño que, a diferencia
del café de la calle Asunción, la agencia de viajes siguiera funcionando cuando
la única clienta que había visto era doña Soledad. Don Luciferino abría siempre
a las siete con seis minutos; de lunes a sábado: aparecía tras la puerta de
vidrio bien vestido, con su traje sastre, zapatos de punta afilada y con grasa
en pelo y bigote. Esto lo supe hasta dedicarme a observar religiosamente la
tienda y a su curioso dueño. Pude comprender bien qué es lo que cargaba: los
anillos de rubíes y ese alfiler de diamante colgado en el ojal del saco. Don
Luciferino era la misma estampa del Diablo: todos lo sabíamos, pero a pocos les
importaba. El único reticente a entrar era el padre Arnulfo; aunque cuando lo
hicieron obispo, tuvo que ir con él a comprar su billete de autobús; desde
entonces, ya no le tuvimos cuidado a las advertencias dominicales que siempre
nos hizo.
Con todo eso en la cabeza, me
dediqué a investigar un poco más sobre nuestro vecino de siete a ocho. Todo lo
dicho sobre él se cubría con una neblina ominosa. Las monjitas me advirtieron de
acercármele, que su nombre no estaba de a gratis; sin embargo, cuando puse el
ejemplo del padre Arnulfo, callaron. En la cantina y en el café, muchos me
dijeron que no había razón para desconfiar de él, que era un buen amigo y a
veces los acompañaba en las fiestas; y una celebración con don Luciferino era
señal de que todos iban a divertirse como se debía. Don Gaspar y don Liber, me
dijeron que fue él quien les guio por buen camino, regalándoles su piedra de
afilar y unas gafas alemanas respectivamente. El costo por ese favor era
ridículo, decían los dos entre copa y copa. Con esas referencias, me armé de
valor y avisé que me tomaría libre el día siguiente.
Entré porque me motivaron las
ganas de alejarme de Churubusco el Alto y descubrir qué era todo aquello que
don Luciferino les decía a sus clientes.
La campanilla resonó en la tienda.
Ahí estaba él, con su mano en la hervidora, uno de esos aparatos eléctricos que
nomás podrían pagar los Miramontes. Me recibió con una sonrisa desmedida.
Vertió agua caliente en una de las tazas y el té comenzó a soltar aromas
refinados.
Recuerdo su pregunta: —¿Ya tienes
tu destino?
Me mortifiqué. Ese hombre conocía
mis deseos más ocultos. Mi respuesta no le satisfizo: —¿Cómo que mi destino? ¿Sí
sabe a lo que vengo?
—Querido —su voz sonó como una
caricia horrible por la espalda—, estás en una agencia de viajes; ¿a qué otra
cosa podrías haber venido?
La lógica de su respuesta me hizo
sentir estúpido. No bajé la guardia: tantas cosas se decían de él.
—Entonces, ¿ya sabes a dónde
quieres ir?
No me atreví a contestarle nada.
Pensé en preguntarle a dónde se había ido doña Soledad, pero algo me lo
impidió.
Como guiado por mi propio
pensamiento, don Luciferino abrió una carpeta. —Una clienta vino a mí hace
algunos años con tu misma cara. Quizá quiera saber a dónde fue.
Incrédulo, asentí.
—Ella se fue al Olvido.
No supe qué contestarle. ¿En dónde
estaba qué lugar?, ¿qué clase de metáfora quería señalarme?
—¿Dó… dónde queda eso? —tartamudeé.
—No lo recordarías —soltó una risa
afeminada. Respiró hondo y bebió un poco de té.
Con el dorso de su mano apuntó mi
taza. ¿Debía resistir o sucumbir? Di un sorbo. Él sonrió.
—Todos sabemos dónde está Olvido
de los Santos; pero no muchos llegan a él. Mi clienta me pidió que la sacara de
este pueblo y la mandara a donde nada ni nadie la conociera. La envié lejos,
lejos de su hijo, de sus memorias, de los amantes muertos; pero tú… —le dimos
un sorbo a la par—, tú no quieres olvidar, tú quieres Libertad.
El trago de saliva se juntó con mi
parpadeo nervioso. En el pecho se me inflaban las emociones, sentía chispas
recorriendo mis brazos demandándome un poco más de la infusión.
—Quieres poder hablar de lo que
quieras con quien quieras —continuó—, y hacer contigo y otros lo que te venga
en gana. Conozco a los de tu tipo, son a quienes me da gusto ayudar. Y por eso,
estoy dispuesto a venderte un boleto para Libertad de Juárez.
No supe qué significaban aquellas
palabras. Nos rodeaba un aire viciado: almas de cigarros muertos, el té de
oscuras hierbas, el perfume de doña Soledad, la respiración de señores
horribles, la negrura de los callejones y de árboles enfermos. Tanto peso me
obligó a tirar la cabeza hacia la taza que ahora se coagulaba en sangre
antigua.
Los minutos pasaron.
Respetuosamente, don Luciferino no se atrevió a interrumpirme, solo sonreía
bajo ese bigote perfilado dejando a sus incisivos asomar entre sus labios.
—Yo… no sé si pudiera… —dudé.
—Entiendo, querido. Hablemos de lo
que te va a costar.
Estiró una carpeta hacia mí. La
abrió: era idéntico a un álbum fotográfico y con varias litografías a color,
las páginas gruesas rechinaron en los anillos. En una imagen, dos personas se
abrazaban, hambrientas de placer, gozosos, jóvenes; no viejos ni amargados. Unían
sus cuerpos por gusto y no para recibir burdas propinas de 10 y de a 20 reales.
En otra: una casa, vecinos alegres que no miraban enojados hacia nuestras
ventanas y mucho menos discutían de apellidos o de preferencias.
—Si te quieres ir de Churubusco el
Alto, tengo un paquete que podría interesarte: Libertad de Juárez. En unos años
podrías estar tan feliz como quisiera… —empezó a decir palabra por palabra— y
con quién quieras —sonrió—. Solamente te costará 63,000 reales.
La cantidad me derritió por dentro.
Era más dinero del que podría conseguir en dos vidas.
—¿Es lo menos?
Don Luciferino se relamió los
labios.
—Es lo menos, pero puedo esperarme
y respetarte el precio. Deberás juntarme todo para dentro de cinco años.
—No… —apreté los puños—, es mucho
dinero para mí.
Como estirando el tiempo, cerró la
carpeta en un gesto dramático que alejó Libertad de mi vista. Cada milímetro la
veía más necesaria.
La dejó en su sitio.
Abrió de golpe en otra página: vi
a los ancianos y a la gente horrible con la que mendigaba dinero a cambio de
caricias.
—¿Sabes? Te puedo recomendar algo
si tanto quieres viajar. Ya conoces al señor Carcamaz —me ruboricé—; otros
amigos suyos podrían darte dinero a cambio de unos… favores. Dime qué tanto
vale este viaje para ti.
No recuerdo qué contesté, o si le
dije algo. Tengo bien claro que no lo acepté; pero tampoco rechacé su oferta.
A los pocos días, llegó don
Florencio Carcamaz al café acompañado de un hombre que colocó cien monedas en
la mesa proponiéndome un viaje al bosque de la Sierra Caliza.
Sé que don Luciferino sigue
guardándome ese itinerario hacia la Libertad. Mientras tanto, habré de seguir,
no solo con viejos en callejones, sino con gente que me pide lo impensable a
cambio de tres cifras: aquellos que buscan la carne joven y la perversión
velada.
Ya van cuatro años de haberme
adentrado a la agencia y tengo listos 51,000 reales.
Fotograma de El fistol del Diablo (1961) |
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