Después de que Mary terminara ahogada, su abuela murió a los pocos días: quizá de pena o de culpa. Algo invadió por completo a la señora Honorato y requirieron trasladarla de urgencia hasta Atototlán de la Paz. El doctor Mendiola aseguraba que nunca había visto una situación así: huérfana de madre e hija, el remordimiento le caló tan adentro que de no haberle pedido la combi a las jerónimas, el viaje en cualquier otro transporte hubiera acabado con su vida.
Así, la pequeña Lucy se quedó a
merced de la expectativa y al cuidado de la casa. Ella es mi vecina, y me
acuerdo de haberla visto toda preocupada, ayudando en la chanchería, llevando
pedidos, embutiendo chorizos, friendo tripas y riñones, yendo de un lado para
el otro y agradeciendo a los vecinos por los panes y estofados que de pronto le
llevaron con intención de saber más sobre su madre.
“Lucy dice que su mamá anda mala
todavía… y ella sola… pobrecita”.
Eso pasó cuando yo tenía diez;
Lucy tendría unos poquitos más años que yo, nunca le hablé, aunque pudimos
habernos caído bien. Era una niña muy bonita, pero no quise hacerme a la
esperanza. Mi mamá me decía que esa familia estaba maldita, que primero las
vacas, luego los abuelos, la hija y ahora la señora.
“Esos Honorato, desde lo del señor
Estéfano… y ahora lo de Mary, fíjate”.
Por varias noches, doña Mitotes le
mandó comida y nunca le faltaba nada; pero el exceso de atención y la poca
familia, le fueron calando.
“Ese muchacho de con la Mitotes no
me gusta. anda llevándole comida a la Lucy y se le queda viendo… y la niña toda
sola, oye”.
Lucy empezó a cambiar: dejó de ser
delgada y alegre para volverse hombruda y seca. Alguna vez mis papás compraron
un cuarto de lomo y me contaron que Lucy estaba sentada en el refrigerador,
leyendo un libro y tomándose un licorcito. Aquello sorprendió a las señoras
encopetadas, pero como era la única chanchería y tenían muy buen surtido, nadie
se puso a discutirle.
“Que la regañe su madre… si sale
de esa. Ya serían tres muertes en el año, fíjate”.
Luego, empezaron a llegar las
postales: Francisco el Cartero comenzó a hacer escalas con los Honorato cada
martes. Ese día se volvió nuestra vigilia obligada: primero, porque ir a la
chanchería era recibir un trato seco y agresivo, y segundo, porque la carne se
amargaba.
Dirán que miento o exagero, pero
es verdad: cuando la señora Lucía atendía, siempre salía sabrosa la carne: con
grasita, hasta el sartén la disfrutaba; pero cuando se la llevaron de
emergencia, Lucy se quedó a cargo, la carne empezó a ser más insípida, más
magra.
“No es bueno que la niña se quede
sola todo el tiempo, vela nomás”.
Pero ya después de varias semanas,
cuando empezamos a ver que Lucy estaba yéndose al vicio los martes de cartero,
supimos que los miércoles eran de cortes finos. Ir a la chanchería en ese día
era señal de carnitas tan suavecitas que parecían hasta envinadas: jugosas, de
esas que le metes el tenedor y se te deshacen en la boca. Todos en Churubusco
el Alto hacían fila en la chanchería por deshebrada y lomo. Las costillitas,
esas costillas, se te acababan desbaratando de lo ricas que quedaban.
“Si te compras espaldilla, nomás
la pones a freír con poquita naranja y te sabe a monja recién bautizada”.
Por eso dejamos de comprar los
martes. Nada qué ver con los miércoles de sabor. Ese día te aseguraba cortes
duros y tiesos, como si la hubieran dejado al sol y se hubiera resecado.
Además, la actitud de Lucy no ayudaba: enojosa, hasta llorando nos recibía. Y
así la gente no podría pedir ni tocino ni molida.
“Tiene un dolor bien metido esa
niña… la pobre extraña a su hermanita… y sin madre ni abuela que la quieran”.
Fue un acuerdo silencioso.
Comprábamos el triple los miércoles y dejábamos de ir los martes. Hasta le
convino a Lucy, porque así no abría y se dedicaba a vivírsela sola en las
sombras de su casa, leyendo postales y embebiéndose.
“No es que sea chismoso, pero
Chisco el cartero me dijo que la señora anda mala…”
Y así pasaron meses.
De los señores Honorato no supimos
nada. Y de Lucy nomás la veíamos caer más y más, encerrase en sí misma hasta que
sus cortes empezaron a perder sabor.
Pero entonces, pasó.
Un martes ya en la noche, los
vecinos escuchamos un golpe en la casa de los Honorato. Quizá se oyó en todo el
pueblo, pero a quienes más nos interesó asomarnos era a los vecinos.
En la puerta, con una bolsa de
mandado colgando del brazo, estaba don Luciferino fumando tranquilo,
limpiándose el polvo de sus zapatos y alisando un poco el dobladillo de su saco
a cuadros.
En la vida lo habíamos visto
comprando en el barrio, de hecho yo solo me lo había topado muy de vez en
cuando en las fiestas del pueblo, por lo que ver a ese señor de bigotes
relamidos se me quedó grabado hasta la fecha.
La puerta se abrió y Lucy vio
quién la visitaba. Ella estaba rota, con los ojos rojos y cansados, con la piel
ajada por las lágrimas silenciosas y deshecha por el alcohol. Don Luciferino
debió decirle algo importante, porque lo dejó pasar al momento.
Permanecí expectante por horas; no
era de gratis todo lo que se decía de aquel señor.
No sé cuándo pasó, pero de pronto,
como salido de la nada, don Luciferino apareció a media calle prendiéndose otro
cigarro almizclado; en la bolsa del mandado cargaba una cabeza de puerco, aún
chorreante de sangre. Sé que no solo yo lo vi, todos en la colonia vimos a ese
señor aventando el cerillo al piso y dar una onda calada. Y a nadie se le
olvida cómo nos miró, yo digo que nomás me lanzó los ojos a mí, pero los
vecinos también sintieron que les escudriñaba hasta en lo profundo del alma.
Justo entonces, un viento de invierno proveniente de la Sierra azotó las
ventanas y apagó todas las velas.
“Que don Luciferino fue con la
niña Lucy… no crees que hayan hecho sus cosas, ¿verdad, Cleo?”.
Ese miércoles, todo Churubusco el
Alto estaba atento con sus bolsas esperando comprarse un chisme o dos en la
chanchería; pero nada. La puerta permanecía cerrada desde el día anterior. Los
parroquianos se fueron pronto, aunque querían satisfacer su curiosidad, unos olían
azufre y otros que a podrido.
“¿Le habrá cortado la cabeza a la
niña? Pues ya ves que le hace a esas cosas… Ay, yo sí me preocupo”.
Lo que sí, esa noche ya se
masticaban nuevos rumores en las casas: vieron la combi de las jerónimas
estacionada afuera del convento, señal de que doña Lucía había acabado su
estancia en Atototlán de la Paz.
Y pronto, los mercados se llenaron
de chismorreos: era difícil no enterarse de las cosas que se decían sobre cómo
habían llegado en la madrugada y metido a doña Lucía en completo secretismo. Decían
que la sacaron de la camioneta envuelta en sábanas, tapándola por completo.
“Nomás nos dijeron las monjitas
que quedó medio desvielada su camionetita”.
Por semanas, no supimos nada de
los Honorato. Y eso fue muy malo: Churubusco el Alto se convirtió al
vegetarianismo resignado. Quizás en su momento fue bueno ese giro a la
gastronomía: arroces, pastas, papas con queso, verduras rellenas y los famosos
naquitos que empezó a preparar doña Mitotes.
Pero no hay manera de cambiar la
dieta tan fácilmente. Y aunque quisimos ignorar la falta de chuletas y demases,
los ruidos provenientes de la chanchería nos recordaban esa hambruna a cada
rato. ¿Y qué eran? No sabíamos: los de la calle veíamos entrar y salir a
carpinteros y herreros; algo andaban construyendo allá dentro.
“Y hasta las 9:00 de la noche,
fíjate. ¿Pues qué tanto harán?”.
Todos nos preocupamos, queríamos regresar
a la grasita del tocino. Los Miramontes empezaron a vender sus reses, pero eran
precios tan elevados que seguimos resignados a vivir sin carne. Sin embargo, cuando
los arreglos terminaron, la chanchería reabrió sus puertas un bendito 15 de
marzo.
“Que doña Lucy ya volvió a las
andadas. Y hasta se ve más repuestita”.
Todos en Churubusco el Alto
visitaron de nuevo el local. ¡Qué delicia! Volver a la carne era un gusto para
el paladar, pero, además, habían remodelado toda la chanchería. Antes, podíamos
ver a todas cara a cara; ahora una barra impedía mirar tras el mostrador, y por
más que quisieras, doña Lucy te veía siempre desde arriba. Además, estaba aquel
listón verde olivo enmarcado en vidrio que le daba una sensación de ritos
fúnebres al lugar. Muchos preguntaron qué era aquello, pero doña Lucy nomás se
hinchaba de trompas, refunfuñaba para sus adentros, y decía “Ya ve, regalos que
le hace la vida a una”. Así, nadie tuvo razón de aquel cuadro o del nuevo
mobiliario. No hubo quejas reales, y con doña Lucy a cargo, la carne de puerco
empezó a sabernos tan sabrosa como nuestro antojo.
Los martes se quedaron de vigilia:
hasta eso, les pareció un buen día de descanso a los Honorato. Pero, aunque
libre, la señora dejó de aparecer en las calles. Ahora era su hija o el marido
quienes veíamos por el mercado y los mandados: caminaban nerviosos y hasta
asustados de toparse con alguna persona chismosa que quisiera sacarles plática.
“¿Qué crees que tenga doña Lucy
que ya ni la vemos en el Club Numismático?”.
Suponíamos que aún estaba mal de
los nervios. En el bar, don Liberación decía que quería ayudarla con unas
gotitas, pero tenía que examinarla, y su familia rechazaba la visita de otros.
La extrañaban en las fiestas y
reuniones; ella declinaba con tristeza aquellas invitaciones no sin antes suspirar
como si realmente le calara no asistir al Club Numismático a chismorrear sobre
el pueblo, las personas o la Mitotes.
Ya en verano, las gentes llegaban
a la chanchería por la mejor carne de puerco, no para preguntar por aquel
listoncito verde olivo, ni por el mostrador alzado, ni por la renuencia de la
señora Honorato por salir. Era una tensa calma donde no había ningún problema,
no existían dudas incómodas ni comentarios irreverentes.
Sin embargo, esas voces chismosas
que nunca dejan de sonar hicieron de las suyas.
“Tenían algo, te digo. Cuando la
regresamos en la combi se veía extraña”.
“Se me hace raro que no quiera
verme, si antes éramos tan buenas amigas”.
“Ese listón verde es el que tenía
Mary cuando se les ahogó en el río”.
“Ya es la tercera vez que le
cambian las maderas, parece que le caminara un puerco encima”.
“Algo ha de tener qué ver don
Luciferino; si me acuerdo de aquella noche”.
“Pues sí, fíjate; pero la carne
les sabe más sabrosa. Eso está raro, ¿no?”.
Todos empezaron a dudar, a hablar
tanto, a quejarse y a meterse donde no les importaba. Había chismes por todos
lados: que si era carne de verdad, que si se había vuelto loca en Atototlán de
la Paz, que si le habían operado el cerebro, que don Luciferino había hecho de
sus artes negras para traerla de entre las garras de Los Muertos.
“Tengo un primo que es camillero
en Atototlán de la Paz… Ni sabes lo que me dijo…”.
Cuando llegó esa información, todo
Churubusco el Alto esperó fuera de la chanchería con sus bolsas de mandado y
montones de billetes. Desde la ventana se podían ver a cientos de personas
arremolinadas para ver a doña Lucy. Pero lo Honorato, con honor hasta en el
nombre, les hizo de tripas corazón y no abrieron ese día, ni el siguiente, ni
muchos más.
El regreso del vegetarianismo hizo que todo el pueblo
empezara a arremangarse el estómago y adelgazar peligrosamente. Estábamos
hartos de comer frijoles, arroces y esos malditos naquitos de con doña Mitotes.
Así que, en masa, todas las amas de casa se fueron directito con el padre
Aparicio. No lo querían tanto porque no le llegaba a los talones al padre Arnulfo,
obispo de la capital; pero si él tenía a Dios de su lado, seguramente algo
podría hacer.
Desde las ventanas, estábamos al
tanto de esa noche. Los golpes en la puerta sonaron como un Kyrie Eleison
de carnicería. Ya luego de dialogar un rato, el padrecito entró a la casa.
“Que lo dejaron pasar, fíjate”.
“Ay, que las haga entrar en razón;
qué culpa tenemos nosotras de que le fuera tan mal”.
El domingo siguiente, el padre
Aparicio fue muy claro: si queríamos nuestras carnitas, bisteces y chorizos,
nada se debía decir de Lucía Honorato.
Encopetadas e inconformes,
Churubusco el Alto se encargó de que los chismes cesaran.
Entonces, abrieron de nuevo: Lucy
y la señora Honorato manejaban la chanchería con dedicación. A veces la carne
les sabía envinada, a veces algo amarga: como la vida misma. Pero lo que sí se
nos permitió ver de nuevo, fue a doña Lucía de la mano de su esposo de camino
al mercado. Estaba sana y cuerda, era lo importante; esas patas de puerco que
ahora tenía eran lo de menos.
“Que el marido de la Lucy se está
enflacando, ¿te fijaste?”.
Imagen de Suju, en Pixabay |
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