Durante 23 años pasé —sin saberlo— por el día exacto de mi
muerte; y mi calendario nunca me lo dijo. Me lo que me he pasado reflexionando
esto, ya que no sé cuándo ascenderemos, o ¿cuánto tardarán allá abajo en
encontrarnos?
Mientras, aquí seguiremos, viendo
entrar y salir a la gente de esta habitación. Si bien fue nuestra culpa,
llevamos casi tres meses encerrados. No sé si lo que ocurre en los moteles no
es visto por Dios, o si es que al estar tanto tiempo en el pecado, Satanás dejó
de espiar lo que hace la gente entre las sábanas.
Ya con seis horas muertos nos
descubrieron: yo hinchado de agua y Mary con la nariz metida al cráneo.
Accidentes que pueden pasar al resbalarse en cualquier motel de Av. Corrientes.
Pensamos que nos sacarían con la decencia que correspondía; pero no, la
encargada del lugar le pidió a un amigo suyo que nos sacaran en un anonimato
total. Nosotros seguíamos esperando una santa sepultura; aunque —a estas
alturas— lo que hicieran con nuestros cuerpos, seguramente ya ni importa.
Estamos hartos.
Mary sigue molesta conmigo, ¿cómo
no? Fue mi idea venir aquí. Pero también se me ocurrió reclamar —ya muerto— que
nunca me pasó nada al venir con Jacinta. Eso la hizo enojar, porque a Jacinta
la conocí en el cumpleaños de Mary, justo cuando llevábamos un mes de novios.
Ya me está cansando.
De no ser por nuestras constantes
pelas, estar destinado a un motel habría sido gozoso. Aparentemente, debo
permanecer desnudo toda la eternidad, así morí; mientras que Mary sigue descalza,
con los jeans deshilachados y el brasier mal acomodado por más que se lo suba
de nuevo.
—Dios se olvidó de nosotros —me dijo
después de un silencio de días.
—Creo que ni siquiera le importamos.
—Al menos tienes ropa… Míralos a
esos dos, ¿crees que cogerían igual si supieran que aquí se murió alguien?
—hizo una pausa para suspirar con hastío.
—A la mejor eso les excita —bromeé.
—Pero creo que a ella le daría asco
o miedo… —quise bromear.
—Hay gente muy rara en el mundo —usó
su mano para señalar su propio rostro.
El ruidoso orgasmo del hombre nos
hizo mirar hacia ellos, por morbo o por asco.
—Mmhh… —señaló María—. Ya acabaron;
seguro ni se da cuenta que la vieja está insatisfecha.
—¿Crees que si alguien más se muere
aquí nos haga compañía?
—Como que qué asco, ¿no? Si el que
se muere es un pervertido, o un viejito todo horrible.
—Pues sí… creo que no sería buena
idea.
—¿Sabes? —me miró condescendiente—,
te quería dejar. Después de coger, te iba a botar.
—¿Neta? —respondí sorprendido.
—Pues sí, pero ya ves: una se muere
y valen madre las cosas.
El vivo enciende un cigarrillo y se
mete a bañar.
María se rio con un bufido: —Ella no
va a querer bañarse, las mujeres así no les gustan los baños de motel. Pero,
¿sabes, Daniel? —se acomodó de nuevo el brasier— Ya muerto me caes mejor. No
eres tan aburrido como este cuarto. Creo que sí te puedo querer… tenemos tiempo
para eso.
—Gracias… creo.
La pareja sale de la habitación
dejando la puerta abierta.
—Oye, mira —señala la mesa de
noche—. Dejaron el cigarro encendido.
—¿Y eso qué? ¿Nos vamos a morir
quemados también?
—No seas pendejo —saca de su
bolsillo una cajetilla de cigarros—. Los tenía cuando… bueno, cuando… —señala
con un gesto.
—¿Y crees que puedas?
De algún modo lo enciende. Ella
logra prender su ectoplásmico cigarro y se queda de pie a un lado de mí. Con
añoranza veo el estacionamiento a través de la puerta abierta. Se sienta a mi
lado y me ofrece una calada. En silencio, miramos hacia la media tarde. Dejamos
de coincidir: yo analizo ese pedazo de cielo que se dibuja entre los edificios,
y ella a la chica de limpieza que apaga el cigarro olvidado.
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