Justo el día de mi cumpleaños número catorce, mi papá me despertó con un golpe. Para festejar, me puse una buena camisa y mis botas nuevas: esas con una cruz dorada que me regalaron mis tíos de Atototlán de la Paz. Se me hizo raro no ver a mi mamá, ella siempre cocinaba todo; simplemente había desaparecido. Hoy no habría huevos, chocolate, ni ese vaso de leche que mi papá se tomaba en el desayuno cada tercer día. Lamenté no verla; pero aún recuerdo cómo me reconfortó a la madrugada siguiente cuando regresé a la casa: triste, serio y con el cuerpo embadurnado de sangre seca. Ella lamentaría toda su vida lo que mi papá me obligó a hacer.
—Mijo, hoy se me vuelve hombre. Ya
hay que levantarse solo, va a aprender lo jodida que es la vida —no dijo nada
más hasta llegar al rancho.
El día estaba encapotado, parecía
que las nubes se fueran agolpando como para soltar una tormenta enorme, de esas
que te mojan hasta el interior del alma.
Esperaba agarrar una pistola y dispararle
a un puerco y aprender así cómo eran los hombres; pero no, no estábamos ahí
para eso. Lo que sí: el capataz se acercó con una jaula con dos gallinas
blancas y un gallo negro. Mi papá las tenía aparte, como para que ni siquiera
se les juntaran los mismos piojos del resto.
—Y acá viene todo lo que pidió,
patrón —el capataz le dio una bolsa. Su voz temblorosa me indicó que le tenía
miedo a algo distinto que al látigo de mi padre. Yo no entendía cómo siempre se
le iba la mano, cómo siempre estallaba iracundo, marcando con cicatrices las
espaldas de los mozos—. Ya aparejé los caballos, señor.
—Ta’ bueno, pues… —lo despidió con
una mano— Jijos de la chingada, nomás porque tengo prisa, si no sí les daba sus
acariciadas en la espalda —se lo dijo al aire, pero se escuchó como un fuete
abriendo la carne.
Debí esperar varios días para
saber que hablar con uno mismo era la manera de calmar esos instintos.
Mi papá jaezó la jaula y la bolsa
a Santodomingo, mi caballo. Yo ya había aprendido —igual que todo el pueblo— a
no renegarle ni preguntar cosas. Moví los bultos y el sonido del vidrio
chocando contra las monedas me intrigó. Mientras me subía a Santodomingo tenté
la bolsa: sentí un queso: era firme y emitía un olor sutil, dos botellas y un
atado con muchas monedas.
—Ya vas a ver qué viene dentro.
Vámonos: no quiero que el sol me pegue de regreso.
No dijo “nos pegue”, ese singular
me inquietó aún más.
Como no había almorzado, el viaje
se me hizo eterno. No sabía qué esperar de él.
“¡Síguele!” gritaba constantemente al notarme
incómodo: seguramente él también se hubiera arrepentido en su momento cuando mi
abuelo se lo trajera acá a sus catorce años.
Nunca me había adentrado tanto al
Valle Mayor. Todo se veía plano, pastizales y terragones daban una línea
extraña rematada por las montañas a lo lejos.
Casi dos horas arreando. Ni
Santodomingo ni Esturión tenían ganas de avanzar, pero mi papá fustigaba a su
caballo y el mío lo seguía por miedo a que yo le hiciera lo mismo.
Empezamos a bajar el trote al
acercarnos a una roca enorme.
En todo Churubusco el Alto estaba
la leyenda de la Piedra del Tecolote. Aquí el sudor de la cabalgata se manchó
de miedo. La gente hablaba de ella, y si uno se la topaba en el Valle Mayor, debía
regresarse directito a su casa, confesarse y dar penitencias de plata a la
iglesia, porque eso marcaba donde vivía la Bruja.
Si me pidieran dibujar esa piedra,
sé que, a pesar de no tener talento, la copiaría idéntica: esos ojos grandes,
unos cuernos como si fueran las orejas que te hacen pensar en el Diablo, las
alas eran flacas-flacas como si un hambre les comiera desde dentro. La imagen
estaba tallada con canaletas, me acuerdo muy bien del color oscuro colándose
entre cada línea. Hoy, diría que eran blancas nomás para no asustar a nadie,
pero no se me olvida que era sangre, estoy seguro. Había moscas lamiendo esas
manchas oscuras, zumbando como si no les importáramos; ellas querían posarse en
la Piedra del Tecolote, no en nosotros, ni las gallinas, ni en nuestros
caballos.
—De aquí, te vas solo.
Se aproximó a mí y —lo que nunca—
extendió su mano para estrechar la mía. Mi torpeza para responderle el saludo
le obligó a apretar con fuerza mi antebrazo—. Pasando el Tecolote, todo
derecho.
Él nomás señaló con la cabeza; yo
miré confundido.
Al voltear, escuché cómo azuzaba a
Esturión en dirección de Churubusco el Alto.
Tardé unos minutos en tomar la
decisión. Quería seguir, saber que había allá; sin embargo, esa agonía, esa
ignorancia, esa inocencia de los catorce años recién cumplidos debían quedar
satisfechas. Si me daba la vuelta e iba con mi papá, lo hubiera decepcionado,
pero habría sido mejor eso a andar pagando casi cien monedas cada par de meses
por una botella. Tampoco me despertaría en las noches de lluvia con la
sensación de tener sangre coagulada por todo el cuerpo.
Cuando resolví seguir,
Santodomingo no quiso avanzar. Tuve que ijarlo fuerte, pero siempre sin
golpearlo. Lo bueno es que me acompañó; si no, esos quince minutos a caballo
habrían sido casi tres horas a pie cargando las gallinas y la bolsa.
Allá a lo lejos vi una manchita:
una cabaña. Al acercarme a su enrejado vi una choza raquítica y descuidada. Los
bordes servían para evitar que se escaparan unas gallinas y los chivos.
Santodomingo se aferró al suelo y no quiso seguir. Traté de hacerlo avanzar un
poco, pero se rehusaba a continuar.
—Amárralo ahí al poste —una voz
descompuesta y vieja me llamó la atención. Si bien un caballo se escucha a lo
lejos, al verla ahí parada en el pórtico, supe que me esperaba desde antes.
Miré a un lado y me percaté que
había ignorado un pequeño tronco clavado en la tierra. El sol se iba ocultando
en unas nubes de tormenta, no iba a ser tan malo para Santodomingo quedarse
ahí.
Desarmé las gallinas y la bolsa y
me acerqué con ella. Al no saber qué hacer, fingí una madurez inexistente.
—¿Son para usted? —levanté en el
aire las cosas.
—Julito… —la vieja alargó las
vocales. Tanta familiaridad me dio asco—. ¡Es tu cumpleaños! El cumpleaños de
un Miramontes… —se relamió desdentada.
Analizó de arriba abajo, yo me
perdí en ese ambiente denso. El calor me aporreaba la mente y el escrutinio de
una vieja de cientos de años me mareaba más que todo la cabalgata sin comer. Estaba
deslumbrado y con un mareo creciente de poco en poco.
—Anda, pásale. Tráete las gallinas
y el pago.
Comandado por su voz, la seguí.
La puerta rechinó como para
tragarse la figura de la mujer. Dentro, pude ver unas nubes densas como las de
una iglesia, pero estas no provenían de los santos inciensos; sino al contrario,
era un aire infecto. Rápidamente pude saber a qué se debía: un bracero de leña
alimentaba el fuego de una olla enorme. Al fondo, noté una jaula, un tecolote
con cuernos de diablo descansaba en un columpio.
No me costó mucho trabajo darme
cuenta que era la Bruja del Valle Mayor, y yo estaba ante ella; era un niño de
catorce, indefenso, sin más arma que unas gallinas y un atado.
Esa mujer encorvada me infundió un
miedo tieso y duradero.
Antes de poder analizar la casa,
me arrebató los pollos. La jaula, pesada, pareció no doblegarla. Levantó la
tapa y tomó una gallina blanca. De un tirón le rompió el pescuezo. Así, la metió
en el agua hirviendo que ya tenía preparada y la dejó unos segundos en lo que
me quitaba el atado. Volvió a la cacerola y sacó al ave con una larga pala de
madera; de a tirones le arrancó las plumas. Había visto a mi madre hacer eso muchas
veces, pero las ganas de esa vieja me angustiaron: parecía disfrutarlo, como si
matar a una gallina le diera un placer morboso. Le costó poco cortar al animal
en pedazos y limpiarlo. En otra olla, vació las piezas.
—Tienes que comer, si no; luego no
aguantas.
La mujer se acercó lenta pero
firme a mi lado. Movió la silla de madera y me hizo un movimiento con la cara.
Quise revisar los rincones con la mirada, pero me distrajo al colocar una
pesada jarra de vidrio enfrente mío.
—Es agua de tuna, tómale.
Tenía hambre y sed; pero algo en
esas semillas al fondo no me dio buena espina. Un brillo plateado en la jarra
atraía mi atención.
—Ah, con estos pinches chamacos
que no saben hacer nada —agarró un jarrito y me lo llenó a tope. El golpe
contra la mesa combinó con sus ojos—. ¡Tómale! —me dijo de nuevo. Mi sentido
común me pedía huir de ahí.
La mujer empezó a picar unas
verduras. La forma en que lo hacía demostraba su experiencia, los cortes
rápidos y cómo quitaba los arrugados dedos del filo, evidenciaban su pericia en
la cocina. Esos minutos me dieron la oportunidad de ver una pared llena de
ollas y cuchillos. La chimenea sobre el fogón apenas dejaba salir al humo,
empecé a sentir el olor a tizne pegárseme en todo el cuerpo. Con la excusa de
terminarme el vaso, moví los ojos por la alacena desvencijada: tarros y tarros llenos
de cosas. La vi tomar un par; de su interior, sacaba polvos y hiervas secas que
echaba en el caldo. Con el mismo cucharón de antes, probó un sorbo.
—A ver —su voz me obligó a retirar
la mirada de un botellón de barro envuelto en ajos—, pásame las hiervas.
—¿Cuáles? —por un momento no supe
de qué hablaba.
—Las que le pedí a tu padre,
muchacho inútil —se acercó y abrió mi bolso. De ahí salieron las dos botellas
de vino, el queso, una bulto de monedas y unas cuantas ramitas secas del jardín
de mi madre. Las aspiró con deseo—. Se nota que te quieren en tu casa, Julito
—así enteras, las arrojó al caldo.
Mientras la mujer seguía
removiendo y probando, me pasé a valorar la pared que ya había visto antes: la
de la jaula del tecolote. Además de la amplia cama fabricada con maderas y unas
cuantas cobijas, estaba un terrario con una lagartija plateada: la tenía ahí
reposando agusto en una roca junto a un botecito con agua.
—Sirve el vino —me dijo sin
mirarme— ahí en tu mano tienes un sacacorchos.
El aparato aquel estaba a mi lado.
Antes de abrirla, vi una etiqueta
en un idioma extraño, era de importación. Las revisé antes de descorcharlas y
pude ver inscrito el año de mi nacimiento, la botella y yo cumplíamos catorce
años en ese entonces.
—Déjalo que se oree, el vino también
debe respirar.
La mujer apartó la pala de cocina y se
acercó a mí. Su renqueo me parecía anormalmente llamativo. Tomó el atado de
monedas y las puso en la mesa. La jarra de agua de tuna retumbó en sus adentros.
La voz de la anciana sonó alta
mientras contaba una a una las monedas. Eran setenta, ¡setenta reales! Mi papá
le había mandado a esta vieja el salario de Lupe durante casi tres años. Tomó
varias, con la mano libre quitó los ajos del jarrón de barro y echó algunas
adentro. Regresó por tres monedas, una la dejó en el terrario con la lagartija,
una más en el agua del tecolote, la última la echó en el caldo de pollo. Me
miró ahí sentado como dictándome una orden en silencio. Tomó las demás y se las
llevó afuera.
Durante el tiempo en que estuve
solo, no supe qué hacer. Los cuchillos de la pared resultaban amenazadores: sentía
que en cualquier paso en falso se arrojarían directo a mí como por acto de
magia.
Con precaución, y mirando de tanto
en tanto la puerta, me acerqué a la tercer pared: un librero y unos muebles
atiborrados de ropa. Los vestidos no correspondían a su edad, eran más alegres,
como de niña. Entre los libros en idiomas extraños, aparecieron unas cuantas
cajas de madera. Me hubiera dado a la tarea de abrirlas, pero en eso la mujer
regresó. Se sacudía las manos contra el reboso levantando volutas de tierra.
No supe cuánto me quedé ahí quieto
mirando las cosas. El caldo ya estaba listo, por lo que tomó un plato hondo y
me sirvió. De nuevo, con desdén, dejó caer la comida frente a mí.
—Trágate eso, ándale —el caldo
estaba atiborrado de carne y verduras que ni supe cuándo las agregó a la olla.
La mujer también se sirvió, pero era una miseria nomás un muslo de pollo—. Quienes
se comen estas— señaló su pieza—, o se quieren mucho, o se van a querer. Sirve
para abrirlas y saberlas usar.
Aunque no le entendí, opté por
seguir comiendo. Tenía apetito, no había desayunado nada y el agua de tuna me
había dado más hambre. Pese a todo, no creía que podría acabármelo. Su comida
tenía un sabor extraño: no me gustaba, pero la panza me lo pedía.
Me observaba altivamente mientras masticaba.
A fin de cuentas, no me lo terminé todo: dejé un ala y un pedazo de pechuga. Me
recriminó de nuevo que no le iba a durar. No entendía…
—¿Durar pa'que?
—Pues para lo que te mandó tu
papá. Que te tengo que hacer hombre, dice —me miró con los labios fruncidos—.
Si ya no te lo vas a acabar, entonces, para servirte el vino.
Negué con la cabeza, no me animé a
decirle nada.
—Pues vamos empezando.
Importándole poco que fuera o no
un buen vino, vació el contenido en la jarra de agua de tuna, los colores se
entremezclaron de forma extraña. Ahora el recipiente estaba casi al borde, pero
ella, con mano firme, vació de esa mezcla pastosa en mi vaso.
—A ver, ¿dónde dejaste las dos
gallinas? —con su reboso se limpió los dientes amarillos para luego pasar sus
manos mugrientas por la tela—. Ándale —tomó la jaula—, vamos a ir empezando.
Nomás tómate el vino.
Quise renegar de esa orden, pero
el tecolote se dignó a mirarme: no sé si escrudiñaba mi alma o era el miedo que
le tenía a esa mujer. Sus ojos malignos se fueron haciendo más profundos
conforme se iba oscureciendo el día.
Escuché el cocoró de los animales
y en cuestión de segundos las cabezas salieron rodando hasta el piso. Quedé
impactado de la rapidez con la que tomó el cuchillo y degolló a las aves, pero
me sorprendió más ver cómo las apachurraba y les sacaba la sangre por el
cuello.
La imagen de aquello no fue lo que
me perturbó, sino cómo tomó la sangre entre sus manos y, usándolas como
cuencos, empezara a untársela por el cuerpo. No supe qué me dio más asco: el
rojo oscuro de los animales, o verla de pronto encuerada enfrente de mí.
—Que te tomes el vino, cabrón…
La noche caía sobre el Valle Mayor
y el aire se cargaba de una tormenta próxima. Yo no despegaba los ojos de ella,
de sus senos caídos y aguados. Su cuerpo afligido por la edad me daba un asco
horrible, y verla embadurnándose de sangre parecía incrementar aún más la
profundidad de sus arrugas.
—¡¿Que no me escuchaste?! ¡Que te
termines el puto vino! —el grito retumbó en la casa: los objetos de la alacena,
las cajas temblaron y la lagartija levantaron la mirada atenta hacia nosotros.
A lo lejos, un trueno resonó en el Valle.
Me lo tomé de un tirón: el miedo
me obligó. Cuando dejé el vaso en la mesa, me sentí embriagado. La sangre de
las gallinas habría limpiado su piel de arrugas. Como el cambio del sol a la
luna, toda ella se había transformado, la Bruja era ahora una muchachita de mí
edad, joven, con unas tetas chiquitas y paradas, delgada y sabrosa.
Mi cuerpo reaccionó, y ella supo
para dónde llevarme. Así encuerada cómo estaba, me agarró de la mano y me puso
de pie junto a su cama. Me fue desabrochando la camisa, los botones del
pantalón; me bajó los calzones y me vio preparado.
—Tú quítate las botas, que de esas
no me encargo.
Cuando me quedé desnudo, ella me
miró con una sonrisa forzada. Sentí sus yemas por el pecho, el cuello, los
brazos y hasta por los huevos. Cuando quise tocarla ella se dejó. Nada quedaba
de la vieja de antes.
—Ay, Julito. Al menos disfrútalo
ahorita, que el resto de tu vida te la vas a pasar mal.
Me arrojó a su cama y ya que nos
acomodamos, le empecé a dar.
No le dolía, pero tampoco le
gustaba: parecía una cabra, una perra. Su cara evidenciaba que lo hacía por
obligación.
—Qué vergüenza con los de tu
familia, Julito. Con razón sus mujeres las engañan. Nomás son buenos para disparar
y cuidar puercos, pero no saben darle a una mujer. Y menos tú, que hasta
chiquito me salistes.
Junto con la lluvia, sentí un enojo
caer de pronto, yo jamás me molestaba por tonterías como esas; pero el pollo,
el vino, la tuna, la tormenta, no sé: se me disparó el coraje y le di una
cachetada.
—Ándale, ¡que te salga lo
Miramontes!
La mujer se me puso encima y algo
me hizo propiciarle otro golpe.
—Todos los hombres ‘tán muy
pendejos. No le hallan a una mujer —me empujó—. Tú cierra los ojos, que ahora
me toca montar a mí.
Me movió como quiso. Un aroma a
deseo se me metió por las narices llenándome todo. La jovencita rebotaba en una
cabalgata de gozo. Empecé a sentir que me desaparecía por completo, esa mujer
sabía moverse.
Se me apretaron los músculos y expulsé
mi primer orgasmo junto con un chorro de electricidad que me dejó fatigado.
—Todos son iguales, no me aguantan
ni la primera; pero necios con que no se quieren comer su pollito.
Un cosquilleo me recorrió los
brazos como si hubiera descubierto qué era ser adulto. La sentí desprenderse de
mí, abrí los ojos casi enamorado y me topé a la vieja chorreada en coágulos de
sangre.
La sorpresa se me cambió por
coraje. Me acordé de mi papá y cómo fustigaba a sus criados. Me dieron tantas
ganas de romperle la espalda…
—Feliz cumpleaños, Julito —se
llevó la mano a la entrepierna, y como si raspara algo sacó una pasta blanca
—Julio, más bien —la anciana limpió su mano en un frasco vacío que tomó de
junto—. Ya eres todo un Miramontes: de los fuertes: de los que se comportan
como hombres.
El tecolote volvió a dirigirme su
mirada penetrante. En medio de esta ira que veía nacer en mí, escuché el
chucheo del ave. La lluvia se fue calmando poco a poco. De la esquina de la
cama tomó mis calzones y me los aventó a mi pecho enlodado en rojo.
Sudado y confundido, traté de
incorporarme, pero el mareo me desajustó el piso. Tenía todo mi cuerpo cubierto
de aquella sangre espesa. Afuera, escuché a Santodomingo relinchar por el frío
de la noche y los residuos de tormenta.
La anciana sacó de su alacena el
jarrón de barro y sirvió de su contenido en otro vaso: —Ya nomás falta este
traguito de leche.
El líquido era plateado: yo
identifiqué el olor como la misma que tomaba mi papá cada tantos días. Con solo
olerla me sentí fuerte y tranquilo. Di el primer trago y la ira de hace rato se
fue calmando, pero la adrenalina aún recorría mis músculos.
—Te vas a llevar una de estas —la
empezó a vaciar con mano firme en la botella de vino—. Nomás acuérdense tú y tu
padre que ya subió: ahora valen noventa y ocho reales.
Imagen de SinEmbargo |
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