Mi vida se la dejo a las palabras,
aquellas que mataron suspiros de punto a punto
—no busques quedarte con mis vocales—,
porque de ellas ya fui y será el infinito.
A mis amantes, les heredo mi cuerpo.
Pero no el corrupto y vago;
sino el inerte orgasmo que vivimos asolados.
Sedo esas caricias que se quedaron en sus uñas,
los besos perdidos entre sábanas anónimas,
las eyaculaciones culposas que gozábamos los martes.
Los que me permitieron amar realmente,
quienes me otorgaron cuentos y frases.
El sexo servía para eso:
robarme de ellos algo más que el semen
de historias
de finales.
Mi alma, les quedará a mis lectores,
pues no encontré otros ojos,
tan puros,
sinceros,
que desnudaran mis libros y se apropiaran
de mis risas,
de mis llantos,
de mis desvelos atípicos que cambiaban “que dice” por “dicho”.
Merecedores de más; pero mi aliento fue lo único mío.
Y para el mundo: mi recuerdo,
tan simple,
barato.
Estrafalarias portadas en bibliotecas.
Seré una tinta pasada de largo.
Si a mí —Historia—, no buscas conservarme:
que el fuego haga lo suyo,
que el salitre me trague,
y que mis hojas las tironeen las ratas.
Así sea.
darksouls1 en pixabay.com |
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