Trató de seguir leyendo su novela, pero la emoción le
carcomía por dentro. Martha miró por la ventana y notó con gusto cómo el cielo
se empezaba a despejar de nubes durante su vuelo a 32,000 pies de altura. A su
lado, una señora de tonos marciales y con demasiado perfume se ajustaba el
cubrebocas para tratar de descansar mejor. Martha —joven y llena de esperanzas—
no entendía cómo los demás no padecían ese cosquilleo de nervios y ansiedad de
un viaje internacional y que te obliga al insomnio crónico.
El avión dio un pequeño brinco apenas perceptible. El señor frente a
ella respingó en su sueño, pero siguió dormido sin tanto problema después de
ajustarse la almohada. Trató de continuar con la historia que tenía en sus manos.
Era interesante ver cómo los personajes —atados al destino de odiarse y
tolerarse, seguían dirigiéndose la palabra—. Había algo en el ambiente que la
mantenía despierta: Alemania, el país que siempre había anhelado conocer.
Desde la ventana, se empezaban a perder las nubes para dar paso a una
noche sin estrellas. La ventanilla empezaba a parecerle una pantalla apagada,
un espejo para reflejar imágenes aletargantes: fines de semana sacrificados en
clases de alemán, clubes de conversación martes y jueves, cursos en línea los
miércoles. Se vio a sí misma y los cambios que experimentó: la ropa, el
maquillaje y los ocho tintes de pelo.
—Please, put on your
mask… your… el cubrebocas, por favor.
El letargo de sus memorias se apagó de pronto cuando la sobrecargo le
dirigió la palabra.
—Ah… sí… Disculpe. Ya me lo pongo.
Malabareó sus cosas en las piernas para que nada se cayera y, con su
mano libre, cubrió su nariz y boca con la mascarilla.
—Gracias —la azafata sonrió tras la tela, por lo que ese gesto apenas fue
percibido.
Martha tomó la novela una vez más sabiendo que de nada serviría. Un par
de renglones y la concentración se perdería de nuevo. Programó su celular para
sonar en cinco horas, ya habría luz en ese entonces. Así, se dispuso a imitar a
los que la rodeaban. Jaló un poco la mascarilla para dejarle libre la nariz y
se dispuso a dormir.
La alarma de
otro pasajero le despertó, y al abrir los ojos poco a poco, se percató de un
irregular movimiento en la tripulación. Una azafata pasó rápidamente por el pasillo,
casi tropezando con la mochila que un joven había dejado en el piso. Al
entreabrir un poco más los ojos, le recriminó en su mente a la persona que
había dejado una alarma tan temprano. La oscuridad seguía afuera. Su cerebro no
reaccionó a la hora que marcaba su celular: 7:16. “Debe ser un error”. Bajó la
cortina de configuraciones y buscó “Zona horaria”. Seguramente había dejado el
huso mexicano. “Burkenreich, Deutschland”.
Con suma lentitud levantó la mirada y oteó a través de la ventanilla.
Pegó la nariz para tratar de ver alguna luz que le indicara algo; pero en la
soledad de afuera solo encontró la emoción que sentía por mudarse, por entrar a
un posgrado en el extranjero, por subir aún más académicamente.
Varias filas adelante, distinguió la sombra de una persona que también
miraba con detenimiento la ventana.
Un brillo y la notificación sonora pedían abrochar sus cinturones y
distrajeron a Martha de la ventana. Una turbulencia arremetió contra el avión. El
sonido del metal crujiendo junto al plástico despertó a todos los que aún
dormían y los puso en un estado de alerta inusual. Cada uno de los pasajeros
miró por la ventana: los viajeros más frecuentes buscaron las nubes que siempre
causaban turbulencia en los vuelos, pero lo que los recibió fue el vacío.
—Estimados pasajeros, estamos por… por… —la Azafata mayor se
autocensuró.
Los que estaban en las primeras filas del vuelo comercial 982, pudieron
observar los velados reclamos que le daba el resto de la tripulación a la
azafata. Ellos escucharon palabras extrañas que entremezclaban el español,
alemán e inglés. De haber entendido, hubiera adelantado el miedo que se
aproximaba.
—Estimados pasajeros, estamos por comenzar con nuestro servicio de
alimentos. Les recordamos que el uso de cubrebocas está obligado durante su
estancia en el avión hasta que se le sirva. Dear passengers… —el aviso
continuó en inglés y alemán. Pero había una duda reptando entre algunas
cabezas.
Martha miró extrañada cómo a otros también les perturbaba de forma preternatural
esa negrura abrazadora. Pero como atraídos por un instinto gregario, se fueron
separando de uno a uno de esas ventanas oscuras para ingerir la comida que les
iban ofreciendo.
—Señorita, su cubrebocas —le repitió una azafata a Martha cuando todavía
faltaban un par de filas para llegar a atenderle.
Con presteza, se colocó la mascarilla y se distrajo nuevamente con aquel
inicuo vacío. Y, antes de que la sobrecargo le ofreciera el desayuno, pudo ver
a su familia nuevamente. No estaban allá afuera, sino que en el reflejo se veía
a ella misma, a sus hermanos despidiéndola con gusto. A la mamá llorando de
felicidad y pena, a su papá dándole las últimas palabras a su hija. “Auf
Wiedersehen”, le había dicho él antes de despedirse y pasar al filtro sanitario
de varias horas. Recapacitó en que el mundo se estaba yendo a la mierda y ella
iba gustosa a Burkenreich para iniciar sus estudios de maestría en Ciencias del
Espíritu —Humanidades—. Pudo haberse matriculado en línea, pero ella quería
—necesitaba— ir. Las Embajadas afirmaron que por una persona, no habría
problema. La Pandemia seguía avanzando, pero un ciudadano recomendado por la
máxima casa de estudios de México, y que tenía excelentes credenciales
académicas y laborales, podía ser una excepción a la regla —ridícula a ojos de
Martha— de la sana distancia y aislamiento social que recomendaban los
gobiernos.
—¿Sándwich de pollo o huevos revueltos? —Martha siguió especulando en la
superficie negra —. ¿Miss?
El desvarío que experimentó fue similar a romper la vigilia, una
sensación de vértigo le llenó por completo.
—Café y… huevo.
La azafata le entregó todo y le dirigió una mirada atenta a la
ventanilla.
Martha lo notó y se sintió segura de inquirirle: —¿Cuánto falta para
aterrizar?
Las azafatas se miraron como siendo cómplices de un gran secreto: de lo
que realmente ocurría. De hecho, nadie hubiera comenzado a sospechar si
hubieran contestado otra cosa, pero la Azafata mayor respondió: —Suficiente…
siéntase tranquila por ahora.
La señora que estaba a un lado de Martha estiró la mano para pedir un
poco de café. Fue incómodo, porque el servicio quería recorrer ya el carrito,
huir de aquella pregunta. Martha y su vecina miraron la gota de sudor que le
recorría a la señorita, abriendo un surco en el polvo blanco de sus mejillas.
—Excuse me, Sir. Put
on your mask, please.
Justo tras esas palabras, el carrito y la duda avanzaron filas atrás
ofreciendo pollo o huevo.
Tardaron
media hora más en servirle a todos. En este tiempo, los alimentos y las dudas
ya se descomponían en los estómagos de varios pasajeros.
En su hombro derecho sintió dos ligeros toques. Cuando giró vio cómo
unos dedos se escurrían entre el asiento y las paredes internas del avión. Percibió
el sonido característico de una hoja siendo separada del anillado de un
cuaderno y, entonces, apareció una nota por donde saliera aquella mano.
Martha tomó ese papel: era color crema, como el de los libros, pero
grueso. En la esquina venía impreso “Viernes 12 enero”, su cumpleaños. Este
detalle podía haber sido una coincidencia, pero al leer el resto de la nota,
sintió que el desayuno se le venía como arcada. “se supone que debimos haber
llegado a Alemania hace 15min”.
—¿Quién eres? —Martha se levantó del asiento y giró para ver a un chico
de su edad sentado ahí atrás: lentes de armazón azul cielo, un cubrebocas negro
que emulaba el hocico de un panda, un cabello crecido que se acomodaba de
formas difícilmente estéticas.
—No lo digas en voz alta —susurró apenas, y se llevó el dedo a los
labios—. Te lo escribo —e hizo el ademán.
Martha, con cuidado, se sentó de nuevo. El sonido del papel siendo
rascado por el grafito penetró en el alma de la chica y sintió el miedo de lo
que las palabras le dijeran.
“me llamo Leo la azafata se puso nerviosa cuando le preguntaste”.
Martha miró con cuidado la hoja donde venía este mensaje. “Lunes 15
enero” venía en la parte de arriba de la hoja. Notó que era una agenda. Recordó
que este año su cumpleaños había sido en domingo. El chico seguramente estaba
escribiendo en una agenda vieja. Su papá tenía esa misma costumbre.
Otros golpecitos en el hombro le hicieron voltear: era una pluma. La
utilizó para responderle: “Se me hace raro que no nos quieran decir qué ocurre
y que no se vea nada afuera”.
La indicación de cabina volvió a sonar y otra vibración —esta un poco
más fuerte— hizo estremecer a todos. Al fondo, una jarra de café impactó en el
alfombrado. El servicio estaba un poco nervioso.
“no es normal que no se vea nisiquiera las luces de una ciudad”, le
contestó Leo desde atrás.
Martha se contuvo de marcar los errores de la nota.
“Ya sé. ¿Por qué crees que esté pasando esto? Soy Martha, por cierto”.
La Azafata regresó a la parte delantera del avión. Los pasajeros de las
primeras filas notaron cómo tocaba la puerta de cabina; pero nada. Golpeó de
nuevo y segundos después abría el capitán; solo algunos pudieron ver ese mar
negro en el que se estaban ahogando. Algo estaba ocurriendo, pero nadie de los
que estaban al frente quiso compartirlo con el resto de los viajantes.
¿Quieres venir aca? Estoy solo en mi fila”; le dijo Leo por medio de la
nota.
—Yo también quiero saber —la señora al lado de Martha le puso sus dedos
de uñas largas en el brazo.
Martha miró extrañada, su vecina parecía igual de preocupada. Un par de
gotitas de sudor le resbalaban por el cuello y se adentraban en la camisa de
lino.
—Mejor dinos por en medio —la señora susurró por entre los dos asientos.
Leo se aproximó lo suficiente para que el dibujo del cubrebocas fuera lo
único que vieran moverse entre esa mata de pelo.
—Es raro, ¿saben? —la voz sonó a penas como un susurro.
—Querido, no te preocupes. Además, no hay mucha discreción si están
leyendo sus cartitas abiertas a mi lado. Soy maestra, puedo ver recaditos a
kilómetros de distancia.
—El caso… —le interrumpió Leo—. Creo que algo pasa. No es normal que
estén entrando y saliendo a cabina todo el tiempo. Las azafatas parecen
nerviosas.
Una nueva turbulencia concordó con un titilo en las luces.
—Madre santa —dijo la señora.
—Oigan —Martha les preguntó— ¿ ven algo por la ventana?
—Negro, no hay nada… —fue la respuesta más lógica de la señora.
—Sí, negro —confirmó Leo, dándole una seguridad temporal a Martha—. Pero
siempre que miro por la ventana me acuerdo de mi familia.
—Sí, yo también me acuerdo de mi gordo.
Martha comprendió que quizá no era solo ella.
—¿Me pueden quitar de la ventana en un minuto si no reacciono?
Ahí estaban sus profesores, de uno en uno pasaban por sus ojos. Apareció
en su memoria cómo Frau Kerstinle le ayudaba a llenar sus papeles de la beca y
el modo en que digitalizaba las hojas A4. De pronto, los recuerdos se le
arrancaron de las pupilas, como si una ventosa enorme liberara su rostro.
—Pasó un minuto.
Martha cerró de golpe la cortina plástica: —Hay algo… algo que me obliga
a ver… a verme.
Leo comenzó a cerrar la ventanilla. —Voy a dejar un poco abierta la mía
para ver si hay luces. ¿Qué viste?
—Mis profesores de alemán, los papeles de la beca.
—¿Te estás yendo a estudiar en medio de una contingencia? —la voz estricta
de su vecina le caló en el orgullo.
—Era una oportunidad única… y la Pandemia se está acabando ya.
—Es algo irresponsable de tu parte. Yo voy a Alemania porque mi marido se
quedó allá cuando empezó esto. Íbamos a mudarnos cuando terminaran las clases.
Pero con todos estos cambios, ni qué hacer.
—Mi papá —continuó Leo— insistió en que terminara el bachillerato en
México. Mi madre es alemana. Se separaron hace dos años.
—Bueno, no estamos para juzgarme, ¿o sí? —Martha se cruzó de brazos—.
¿Qué es eso? ¿Qué hay allá afuera? ¿Por qué nos quedamos viendo como sin… sin
pensar?
—Pues no sé. Mi celular no detecta la red.
—Y me dices a mí que soy irresponsable…
—El avión no se va a caer por prender un iPhone —contestó algo
molesto—. No tengo señal, ni me detecta el internet del avión, tampoco.
Martha arrugó la hoja en sus puños: —¿Qué está pasando? No hay luz
afuera…
El timbre al fondo del avión hizo voltear a más de alguno. El parpadeo color
ámbar se detuvo cuando un sobrecargo descolgó. La persona al teléfono parecía
darle indicaciones extrañas, porque llevó su mano al interfono para tapar su
voz. Con sus ojos, recorrió los asientos y se detuvo en el trío; ellos le
regresaron la mirada. La comunicación siguió por unos segundos, mientras él
afirmaba repetidamente con la cabeza; no lo podía ver su interlocutor, pero
seguro era el nerviosismo lo que le obligaba a hacer aquello.
El joven empezó a caminar hacia el frente.
—Disculpe, ¿falta mucho para aterrizar? —la voz de un hombre que se
encontraba sentado junto a una salida de emergencia metió zancadilla en la huida
del sobrecargo hacia el frente.
La señora a un lado de Martha elevó su voz autoritaria: —Teníamos que llegar
hace tiempo. Y debió amanecer hace casi dos horas —pausa—, ¿o no? —Martha pudo
ver cómo el cubrebocas saltaba ante el grito.
Algunos pasajeros se separaron de las ventanillas con el alboroto.
Varias personas elevaron la voz y esto le dio un rush de adrenalina al
joven; tartamudeó y perdió la compostura:
—Lo… lo-lo-lo… lo siento. No puedo contestarles eso todavía.
El avión completo quedó en silencio mientras el sobrecargo casi corría
hacia el frente. Ahí estaba la Azafata mayor en la puerta de la cabina. En
cuanto entró, la puerta quedó sellada.
La presión dentro del avión empezó a subir. La gente ya no estaba
alterada por el nerviosismo de un contagio cualquiera, sino que estaban
inmersos ante un evento que no podían explicar.
Leo se puso de pie y miró a las dos mujeres. Lo que pudo haber sido una
hecatombe, se limitó a las filas centrales y algunas personas con las cortinas
abajo. Muchos de los pasajeros estaban absortos en aquellos recuerdos sublimes
que les mostraba el vacío.
Una nueva turbulencia golpeó la aeronave. No hubo persona que no
sintiese ese microsegundo de estar cayendo en picada. El grito salió de una
niña de ocho años, pero —como gasolina en llamas— el temor se esparció hacia
otros. Y cuando el avión saltó de nuevo, esta vez muchos fueron los que dejaron
salir sus llantos y quejidos.
—Estimados pasajeros, les habla Míriam Ordoñez, jefa de azafatas a
nombre del capitán Stephen O’Hara. Es una pena informarles que nos hemos
quedado incomunicados con el exterior.
Parecieron minutos lo que tardó la comunicación en seguir. Para ese
momento, los que no perdían su atención hacia las ventanas fijaban sus ojos hacia
ese fatídico mensaje. No era la voz del piloto la que hablaba; por algo sería,
pensaron los pasajeros aún conscientes.
—Por favor, guarden la calma y manténganse en sus asientos. Estoy…
estamos buscando un aeropuerto alterno cercano. Dear passengers…
En sus asientos las personas empezaban a moverse nerviosamente. Al
fondo, dos sobrecargos habían sucumbido a la imagen obscura del exterior, y poco
personal restante notó que muchos de los pasajeros, más que amotinarse y
demandar explicaciones, comenzaban un sollozo angustiante.
Martha y la maestra se miraron con una sonrisa abigarrada que indicaba
una muerte inminente.
—Eugenia Vázquez —se presentó.
—Martha Escalante.
—Estimados pasajeros —la voz de la azafata regresó a las bocinas—, les
informo que tenemos dificultades para contactar con la Torre de control; pero
mis compañeros repartirán agua potable embotellada. Les recomiendo liberar el
espacio que se encuentra frente a ustedes y colocar sus asientos en posición
vertical. Les solicitamos que lean el folleto informativo que se encuentra
frente a ustedes.
El mensaje no fue repetido en inglés ni alemán como los anteriores. Ya
eran muchos los que habían optado por mirar hacia las ventanas y aprehender las
imágenes que ahí se mostraban.
—¿Qué vas a hacer, Leo? —Martha vio por entre los sillones al chico con
los ojos perdidos en el vacío del exterior.
Martha tomó la palabra —¿Quiere que abra la ventana para que vea a su
marido?
El suspiro de parte de Eugenia le caló de lleno a Martha. Percibió cómo
ella acariciaba su anillo de matrimonio, cuando mirara la ventanilla
seguramente tendría recuerdos felices, mientras que lo único que Martha encontraría
iba a ser su vida académica: papeles, la emoción de una maestría y todos esos
gustitos de la vida universitaria. “Patética”, se dijo al razonar que otros tendrían
ante sí a familiares, parejas e hijos.
Subió la cortina de golpe; la mirada de Eugenia se apagó en un tono
gris-olvido.
Martha quedó atenta de sus movimientos, y tuvo extrema precaución de no
dirigir su cara hacia la ventana. Como pudo, sorteó a su vecina y se puso de
pie. En los asientos, casi todos miraban hacia afuera. Los que no, rezaban o
lloraban en silencio con las manos pegadas a la cara.
Una nueva turbulencia le hizo perder el equilibrio. Desde el pasillo,
alcanzó a distinguir la puerta de cabina abierta. Si iba a morir, mínimo
tendría respuestas.
Aferrándose a los laterales, avanzó como pudo hacia el frente, haciendo
un esfuerzo para no mirar. En el espacio antes de llegar a la cabina, el
servicio estaba atento a la mirilla de la puerta de ingreso. Había regados por
el piso paquetes de botellas de agua individuales.
Siguió avanzando y abrió la puerta: la Azafata mayor y el joven miraban
atentos hacia el frente. Ambos4 pilotos sostenían con liviandad la columna de
control. Le fue imposible reaccionar a tiempo: el panel frontal le mostró
aquella oscuridad en la que estaban y a la cual se dirigían. Lo último que vio
fue el documento digital que le decía que había sido aceptada por el
Burkenreich. Se sintió tan realizada, y luego: oscuridad.
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