jueves, 16 de julio de 2020

Apartamento amueblado para estudiantes en Zona Independencia

Arturo trata de no gritar, de quedarse callado, de apretar la pierna. La bala saldrá en algún momento, lo importante es no hacer ruido, que no sepan que está en la tienda.
El sonido de los vidrios apisonados se hace más próximo. Revientan botellas y tiran una estantería. Arturo —como puede— muerde su miedo, está seguro de que así no gritará. El pánico bombea bajo su piel. Con sus sentidos alterados por la inminencia de la muerte, nota una sombra reptar hacia el mostrador donde se resguarda de ellos.
Desparramado por el piso, está el dinero de la renta y el depósito: $4000 que Arturo le dio a don José para rentar el departamento sobre la licorería. La mayoría de los billetes están en las garras muertas del dueño, manchados por una baba sanguinolenta que empieza a inundar el suelo. Arturo nota con miedo cómo el dinero crea un camino hacia él: hablaba con don José antes de que llegaran, incluso le estaba ayudando a buscar una caja de cigarros que estaba hasta el fondo de la barra.
Arturo escucha risas y ofensas a la entrada, el destapar de una cerveza y el crujir de unas papitas. Son tres hombres. Los escucha hablar del anciano imbécil que no quiso pagar la protección, de cómo se les puso al brinco el viejo aquel. Las botellas se chocan a modo de brindis, y luego un helado ribete de nerviosismo cuando uno de ellos sugirió vaciar la caja para pagarle al patrón.
Las manos tensas de Arturo apretaron aún más la herida en la pierna. Aquella bala perdida seguía mordiendo su carne, pero el dolor que él mismo se hizo era para detonar adrenalina, hacer brotarle ideas. Algo debía hacer, aquellos hombres lo iban a matar: a una víctima de la coincidencia. Arturo únicamente buscaba dónde vivir, un lugar barato, el barrio era algo peligroso; pero, de todas las opciones, La Independencia estaba cercana a su escuela y era barata.
Ahora lo entendía, por eso don José estaba tan feliz de recibirlo, por eso las prisas para que se mudara, necesitaba el dinero para dárselo a esos hombres. Era la supervivencia quien le motivaba a ofertar el apartamento de arriba.
El mafioso se colocó —cerveza y cigarro en mano— a un lado del cadáver. A primera vista no parecía intimidante. “Parece una persona normal”, pensó Arturo al verlo, la decencia amalgamada con el crimen. El hombre sonrió y se reconocieron de pronto, era quien salía de la licorería aquella tarde en la que Arturo llegaba a preguntar por el aviso de ocasión que había encontrado en el periódico.
El desconocido pisó al dueño para ver si reaccionaba, pero las municiones habían enfriado ya a don José. Fue por saña y descaro: el hombre le refundió un balazo en la cabeza a don José. La sangre salpicó a Arturo; empezó a sollozar sabiendo que ya de nada le servía quedarse callado, al contrario: era momento de rogar por su vida, de pedirles que no le hicieran nada, decir que él estaba ahí por accidente, que podía pagarles lo que quisieran para dejarle vivo —aunque todo lo que había ahorrado estaba ahora manchado de un pastoso rojo-coágulo.
—Por…
El disparo le equilibró las piernas. El grito rasguñó el aire con un agudo crujido de hueso roto y metal caliente.
Fue sin tacto ni escrúpulos. El eco de una nueva detonación dejó un silencio mortuorio.
Minutos más tarde, ambos cuerpos eran abrazados por el fuego, mientras estallaban latas y vidriería a lo largo de los pasillos.
A lo lejos, las sirenas de Bomberos anunciaban su camino, y las llamas escalaban, llevándose consigo, no solo el cuerpo de Arturo, sino todas sus cosas: maleta, recuerdos, libros y cuadernos. Se reducía a cenizas ese lugar para encontrarse a sí mismo ahora que empezaba la universidad; un lugar para morir.


Imagen de Igor Ovsyannykov en Pixabay 

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