Arturo trata de no gritar, de quedarse callado, de apretar
la pierna. La bala saldrá en algún momento, lo importante es no hacer ruido,
que no sepan que está en la tienda.
El sonido de los vidrios apisonados
se hace más próximo. Revientan botellas y tiran una estantería. Arturo —como
puede— muerde su miedo, está seguro de que así no gritará. El pánico bombea bajo
su piel. Con sus sentidos alterados por la inminencia de la muerte, nota una
sombra reptar hacia el mostrador donde se resguarda de ellos.
Desparramado por el piso, está el
dinero de la renta y el depósito: $4000 que Arturo le dio a don José para
rentar el departamento sobre la licorería. La mayoría de los billetes están en
las garras muertas del dueño, manchados por una baba sanguinolenta que empieza
a inundar el suelo. Arturo nota con miedo cómo el dinero crea un camino hacia
él: hablaba con don José antes de que llegaran, incluso le estaba ayudando a
buscar una caja de cigarros que estaba hasta el fondo de la barra.
Arturo escucha risas y ofensas a
la entrada, el destapar de una cerveza y el crujir de unas papitas. Son tres
hombres. Los escucha hablar del anciano imbécil que no quiso pagar la protección,
de cómo se les puso al brinco el viejo aquel. Las botellas se chocan a modo de
brindis, y luego un helado ribete de nerviosismo cuando uno de ellos sugirió
vaciar la caja para pagarle al patrón.
Las manos tensas de Arturo
apretaron aún más la herida en la pierna. Aquella bala perdida seguía mordiendo
su carne, pero el dolor que él mismo se hizo era para detonar adrenalina, hacer
brotarle ideas. Algo debía hacer, aquellos hombres lo iban a matar: a una víctima
de la coincidencia. Arturo únicamente buscaba dónde vivir, un lugar barato, el
barrio era algo peligroso; pero, de todas las opciones, La Independencia estaba
cercana a su escuela y era barata.
Ahora lo entendía, por eso don
José estaba tan feliz de recibirlo, por eso las prisas para que se mudara, necesitaba
el dinero para dárselo a esos hombres. Era la supervivencia quien le motivaba a
ofertar el apartamento de arriba.
El mafioso se colocó —cerveza y
cigarro en mano— a un lado del cadáver. A primera vista no parecía intimidante.
“Parece una persona normal”, pensó Arturo al verlo, la decencia amalgamada con el
crimen. El hombre sonrió y se reconocieron de pronto, era quien salía de la
licorería aquella tarde en la que Arturo llegaba a preguntar por el aviso de
ocasión que había encontrado en el periódico.
El desconocido pisó al dueño para
ver si reaccionaba, pero las municiones habían enfriado ya a don José. Fue por
saña y descaro: el hombre le refundió un balazo en la cabeza a don José. La
sangre salpicó a Arturo; empezó a sollozar sabiendo que ya de nada le servía
quedarse callado, al contrario: era momento de rogar por su vida, de pedirles
que no le hicieran nada, decir que él estaba ahí por accidente, que podía
pagarles lo que quisieran para dejarle vivo —aunque todo lo que había ahorrado
estaba ahora manchado de un pastoso rojo-coágulo.
—Por…
El disparo le equilibró las piernas.
El grito rasguñó el aire con un agudo crujido de hueso roto y metal caliente.
Fue sin tacto ni escrúpulos. El
eco de una nueva detonación dejó un silencio mortuorio.
Minutos más tarde, ambos cuerpos
eran abrazados por el fuego, mientras estallaban latas y vidriería a lo largo de
los pasillos.
A lo lejos, las sirenas de Bomberos
anunciaban su camino, y las llamas escalaban, llevándose consigo, no solo el
cuerpo de Arturo, sino todas sus cosas: maleta, recuerdos, libros y cuadernos. Se
reducía a cenizas ese lugar para encontrarse a sí mismo ahora que empezaba la
universidad; un lugar para morir.
Imagen de Igor Ovsyannykov en Pixabay |
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