Ver pornografía y
masturbarse no van de la mano —por más grotesca que sea esta metáfora—. Por un
lado, la masturbación tiene un punto de llegada; mientras que el mirar chicas,
chicos o chiques —o todas las anteriores— en la pantalla de un celular,
refundido en el baño o entre las cobijas, puede ser un entretenimiento similar
al Netflix and chill.
El
porno es clasista, porque —apelando a Marx—: hay un conjunto de personas con un
interés idéntico y relacionados similarmente con los medios de producción. Hay
videos que atraen porque pertenecen al proletariado casero o a la burguesía de
las productoras. Y cada uno decide cómo romper ese capitalismo sexual, o en qué
gremio quiere meterse, pasando por el sindicato de los grupos de WhatsApp
o en fábricas Not safe for Work.
Un
hombre con insomnio —el estudio en el campo de las mujeres me es ajeno, aunque
en tiempos modernos quizá sea equitativo el símil— puede pasarse horas en la
cama viendo porno sin necesidad de buscar un final feliz para aquellos hervores
que le nacen en la entrepierna. Sí, pasará de vez en cuando a palpar cómo está
aquello, si se complica, mejora o por simple comezón; pero son chequeos de
rutina: mera costumbre. Estará atento de nuevos rostros, nombres, razas,
incursiones o agarres extraños; todo, sin necesidad de coquetear con el humillante
coito, por donde sea que éste se quiera presentar.
¿Criterios?
Difícil saberlo. Entre los placeres modernos, el resguardo de un celular en Modo
incógnito, nos permite encontrar desde estudiantes —que fingimos son
menores— hasta transexuales de 80 años. También mejora nuestro vocabulario al
encontrar palabritas coquetas que terminarán convirtiéndose en nuestro placer
culposo de meses venideros: MILF, DP y otros acrónimos o
sintagmas japoneses buscados sólo por personas intrépidas; aunque hay
muchas páginas de internet para satisfacer estas dudas.
De
los pocos inconvenientes están que la pornografía llega de forma inoportuna: como
mensaje de los jefes, como llamada de los bancos. Sin embargo, no tiene que ser
liberada en un vulgar va-y-viene jadeante, sino que puede ser un detalle, como
catar el vino contrapuesto a la borrachera. Y disfrutarse de vez en vez.
La
pornografía puede ser vista como una de las bellas artes, similar a lo
planteado por el Dr. Ariel en su libro sobre el suicidio; aunque para el porno
no hay necesidad de una petite mort —“pequeña muerte” significa “orgasmo”
en francés—. Mirar videos, fotos, leer relatos o merodear en terrenos del vr, no tiene que ser mal visto, pues no
se daña a nadie, más que a uno mismo. Habrá que esperar pacientemente a que
llegue un sexólogo y escriba sus andariegos roces en estos temas, quizá algunos
salgamos bien parados de este escrutinio social.
Imagen de Free-Photos en Pixabay |
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