Cada mañana, don Liberación despertaba con el aroma del café
preparado por su mujer. No habían dado las nueve campanadas en la iglesia de
Churubusco el Alto, pero él ya estaba en la trascalle de su tienda con dos
tazas en la mano; él sabía confeccionar una buena mezcla para su informante.
—¿Cómo está, don Líber? —le
saludaba afable el cartero quien bajaba de su bicicleta para luego encender un
cigarro.
—Lo normal, Francisco, lo normal.
Luego de los saludos de rutina,
don Liberación extendió su mano con una taza aún humeante.
—¿Y qué traes hoy? —el boticario
esperó a que Francisco le diera un sorbo al brebaje.
—Está variado: publicidad de con
Luciferino, la invitación a los Quince de Lucy. Pero quizá le interese esta otra
postal que le mandan a don Fernando desde el extranjero.
Don Liberación se la arrebató, el
papel ostentaba la imponente imagen de una cadena montañosa azul de nieve.
Tenía una caligrafía muy delicada y agradable: una mujer. Sacó sus lentes del
bolsillo y leyó en voz alta:
Las calles de Burkenreich me parecen extrañas y
solitarias sin tu presencia. Justo hoy, en mi cumpleaños, me acuerdo de ti con
añoranza, y los sonidos se vuelven ruidos de olvido y memoria. La familia de tu
hija está bien. Sé que no quieres enterarte de nosotros; pero te mandamos
cariños. Serás abuelo pronto: Agnes está embarazada. Aunque sé que no te
interesa mucho lo que nos ocurra.
Mi amado Ferdinand. Te recuerdo
todas las noches, y espero que si huyes, sepas que tienes un hogar en
Burkenreich y un espacio junto a mí en la cama.
Hilde
M.
—Ah, chirrión… —el cartero caló su cigarro—. Está buena la
historia. Sí le gustó, ¿verdad?
Don Liber chasqueó la lengua.
—Puedo trabajar con esto —guardó los lentes y le dio un paladeado sorbo a su
café.
En su botica, don Liberación se volvió a poner los lentes. Gracias
a ellos, toda la pared llena de frascos resplandeció a su mirada, algunos en destellos
marrones, otros en amarillo. Suspiró de nuevo tratando de recordar la carta de
la tal Hilde, e imaginó el color de don Fernando tras leer la postal.
Las emociones se enarbolaron en su
cabeza y tomó varios recipientes. El éter como base, unos gramos de óxido de
zinc para que la piel sintiera las caricias de una mujer, un poco de alcanfor
para los suspiros del pasado. Burkenreich estaba cerca de Alemania
—según imaginaba por el paisaje de los Alpes— y el aceite de almendras evocaría
a las personas que conoció allá. Sirvió 15 ml de emulsificante en el alcohol
puro y meneó con la pipeta. Vertió del mortero el triturado de lavanda,
heliotropo y magnolia: flores que avivaran la añoranza y le acompañaran en su
duelo.
Revolvió todo en una botella
ambarina y la miró a contraluz. Las lentes del boticario le mostraron
tonalidades de un amor antiguo y una cura para esas emociones europeas: algo
con qué aferrarse a los aires de Churubusco el Alto. Dejó caer un poco de plata
pulverizada: el toque secreto de todas sus mezclas. Sonrió cuando el tónico
mostró un color púrpura-tranquilo.
Terminó de ponerle la etiqueta con
las dosis, cuando resonó la campanilla de la botica, dándole paso a un don Fernando
fatigoso y con señales de llanto amargo.
—Don Liber, me siento un poco mal,
¿tiene algo para la ansiedad?
El boticario, sin quitarse las
gafas, sonrió y arrastró el tónico hacia su cliente: —Justamente estoy
estrenando esta mezcla —el color dentro del frasco se entrelazó con el aura de Fernando.
El boticario apreció su buen trabajo; así que se quitó las gafas y se dispuso a
cobrar.
Imagen de LwcyD en Pixabay |
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