Cuando entras a un departamento con gatos, lo primero
que te recibe es un tufito a guardado, a heces mal limpiadas y a orina fuera de
la caja. El hogar de un gato está donde caga, y llegar a la casa de otro
acólito felino y ser recibido con esos aromas excrementicios no son un símbolo
de desagrado, sino una recomendación. El que tiene gatos y huele esos
regalitos, sabe que aquella persona tiene la parsimonia de aguantar el
mordisqueo nocturno en los dedos, que toleran platos y vasos rotos por
accidente al dejarlos al borde de la mesa, que soportan los vómitos en el
pasillo. El reptar de esa tarjeta de presentación olfativa nos dice: “Yo
también puedo ser tu amigo, hablemos de nuestros gatitos, te compartiré
imágenes y videos graciosos”; pero nuestra cultura, que rechaza el miasma, nos
obliga a decir algo como “Ay, disculpa” y aniquila esos consejos al rociar Glade
como si atajara las relaciones humanas.
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