And the evening closed in upon me thus —and then the darkness came, and
tarried, and went —and the day again dawned —and the mists of a second night
were now gathering around…
Edgar Allan Poe
Eran
las 6:00 de la mañana y no había podido conciliar el sueño. Uriel había tenido
una noche difícil; el recuerdo se disparaba una y otra vez en su memoria
despertándolo en explosiones de sudor. Desganado y apático, se arrastró hacia
el mundo exterior, hasta el café de todos los días, esperando que la costumbre
sacara aquellas ideas de su cerebro.
Ese ambiente falso le hizo sentirse más descolocado de la vida.
Rutinariamente, pidió su americano doble espresso. Entonces, apareció.
Las imágenes distorsionadas en el espejo le regresaron a un ser en la puerta.
Llevaba la misma ropa que Uriel en la noche anterior, era él en la noche
anterior, una imagen rota y pútrida de lo que había sido; sus cuencas negras
sin ojos dejaban lágrimas de sangre seca y cuarteada a lo largo de sus
mejillas. La visión —en una grotesca incomprensión— dio un paso.
Uriel pensó estúpidamente que —igual que las películas— esa cosa desaparecería
al mirarla de golpe; pero al girar se detonó un pavor incontenible al seguir
viéndola allí. Uriel trató de dar un paso atrás, la barra le impidió su huida.
Aquel ser se aproximó un poco más. El instinto de supervivencia de Uriel le
obligó a correr. En medio del pequeño tumulto que causó, la aparición se esfumó
entre humeantes cafés derramados y las dudas de los comensales ahí reunidos.
En su trabajo, nadie le dijo nada. Ninguno de sus compañeros pensaría
que —tras esa camisa de negro luto— su pecho guardaba oscuros secretos que no
quería —ni podía— revelar. Ante él, los segundos en la oficina pasaban y
pasaban sin significar ya nada. En otros cubículos, sus compañeros platicaban
de sus relaciones, de lo que comprarían cuando les cayera la quincena, de los
lugares a los que irían de viaje con sus parejas. Él miraba absorto el segundo
cajón de su escritorio. En la oficina, ese espacio no era importante; pero de
ser su departamento, las remembranzas llegarían con violencia y culpa.
Uriel optó por alejarse de aquellas discusiones que ya no le competían
y tomar camino al baño; refrescarse, eso necesitaba. La lejía y el aromatizante
barato llenaron sus pulmones, olor a cliché, a motel de Av. Constitución. La
culpa apareció de nuevo en ese-ser-otro. Reflejado en el espejo del baño, el
ente había cobrado una corporeidad mayor. Pudo ver manchas rojo ocre charpeadas
en la gabardina, esa sangre con olor de anoche. El ser tomó desprevenido a
Uriel quien, al borde de la demencia, creía que el esperpento era un juego de
su penitente cerebro. Pero la realidad era que eso avanzaba con paso seguro
hacia él. Recurrió al más iluso remedio: un Padrenuestro. Los rezos hicieron un
atípico eco detenido entonces por un sonido metálico al fondo del pasillo.
Un cubículo se abrió desde el fondo, rompiendo la hórrida atmósfera y
alejando al ente. Primero lo había visto a la entrada del café; esta vez, a
algunos pasos. Sabía qué era eso. Tenía idea de lo que estaba pasando; pero le
dolía tanto admitirlo que empezaba a alucinar.
—¿Uriel? —era un compañero de oficina—. ¿Estás… bien? —lo miró de hito
en hito: el sudor frío en la frente, las pupilas dilatadas de un cocainómano,
la ropa desajustada del desenfreno previo al sexo.
Importándole poco contestar esa pregunta —y aún menos su trabajo— se
fue rumbo a su casa. No hubo explicaciones, sólo se montó en su automóvil y
huyó de ahí.
—¿Cómo puedes tenerme celos? —le dijo Ary desde el asiento del
copiloto—. ¿Quieres que choquemos o qué, imbécil? Es sólo un compañero de la
universidad. ¡Suéltame, Uriel! ¡Auxilio!
Un sonido explotó en sus tímpanos y la figura de Ary se volvió etérea
en los recuerdos. Dejó estacionado su automóvil a unas calles del departamento.
Corrió, trató de huir de la voz de Ary que empezaba a perseguirle.
Una vez dentro del edificio, subió como pudo las escaleras con el
martilleante sonido de pasos tras de él. ¿Era la sombra o era Ary? Debía ser
esa cosa, Ary estaba bien muerta. Pero muerta por su culpa: ella y sus
necedades.
Los pasos sonaron tan cercanos que apresuró el suyo sintiendo en su
nuca una respiración de tumba, cercana, familiar. Abrió la puerta como pudo y
cerró viendo una sombra disforme arrastrándose por el piso y acercándose al
portal.
Dentro de la casa sintió que el recuerdo de Ary lo poseyó de golpe. El
forcejeo, las mentiras, el cómo ella gritaba compulsivamente que Uriel estaba
mal y cómo él no toleraba que le mintieran. El motel era su lugar especial,
estaban ahí para coger; no para que Ary saliera con sus cosas. Ella fue la que
causó todo. Ella necesitaba que él la atacara, de tomar su cabeza y estrellarla
en la pared. Ella tuvo la culpa de que él sacara la pistola, había llorado
—ambos lo habían hecho—; pero todo el problema lo había causado Ary. Así, no
tomó reparos y disparó el arma.
Igual que esa mañana, el sonido de la detonación en su cerebro le
despertó con oleadas de sudor para notar a ese ser de cuencas sangrantes
viéndolo sin ojos, olfateando, escudriñándolo desde varios ángulos. Uriel se
quiso alejar, dar un paso atrás; pero el ente lo seguía con sus cavidades de
sangre seca. Podía notar el aroma a putrefacción, el olor que debía tener Ary
en la morgue. El impacto contra el escritorio le hizo recordar el arma oculta
allí. Desesperado, abrió el segundo cajón a la derecha. Con furia, apuntó la
pistola. Quería dispararle a esa cosa; pero le contrarió la ausencia del ente.
Lo que sí experimentó fue un vértigo incontenible cuando notó a cientos
de Arys desperdigadas en la casa: la del aniversario, la que bailaba en medio
de los estroboscopios, la que se aspiraba cocaína, la que se besaba con sus
amigas, la que le fue infiel. Esa perra merecía su desprecio completo, y —con
un plomazo— le terminó de estallar sus ojos en el motel de Av. Constitución.
Ese recuerdo fue el detonante: todas ellas lo miraron. Desde cada rincón de su
departamento, las Arys detuvieron su vista en él, empezando un llanto de sangre
y venganza. Uriel, perturbado, trató de evadirse de todo aquello, cerró los
ojos y se tapó los oídos con los puños bien apretados.
Los tenía en medio de su departamento: el ente que simulaba ser el él
de anoche, las Arys, todas menos la muerta. Quiso ponerle fin a todo, y,
buscando perdonarse egocéntricamente, se llevó la pistola a la sien. Movió el
seguro. Hubiera apretado el gatillo de no ser por la pútrida respiración en su
oído. ¿Era Ary? ¿Era el ente?
Sintió una presión en la pistola, como si una mano inexistente la
bajara poco a poco; su fuerza por mantenerla en ristre no era suficiente. El
arma y su brazo siguieron descendiendo. Notó el sonido hueco y tosco de la
pistola resonando en el piso del departamento; con la fétida respiración cada
vez más penetrante, cada vez más dentro de él, susurrándole lo que parecía un
“Tú sigues”.
Imagen de maximiliano estevez en Pixabay |
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