“Cuijas”, les llamaba mi abuela y decía que eran señal de
enfermedad y desgracia, o de la próxima muerte de un familiar. Mi hermana llegó
a verla muchas veces, caminando en los muros de su habitación, mientras la
abuela se ponía con sus padrenuestros al escuchar sus ruiditos: “Esos besos son
de muerte”, nos repetía al terminar su oración; y retomaba el rosario cuando el
animal tiraba nuevamente sus maldiciones.
Yo nunca creí que eso fuera verdad. Para mí era
una bonita lagartija negra. Y una vez vi a mi hermanita espantarla hacia afuera
cuando la abuela entró tallando con vinagre y manteca las paredes, dizque así se
nos resbalaran sus males. Compartíamos cuarto, y esa noche vi a Mary
limpiando con jabón el recorrido hecho por la abuela. “Se come a los zancudos”,
me comentó, y yo, porque la quería bastante, ignoré las llamadas de atención de
la abuela. Al irnos a dormir, el animal no estaba dentro del cuarto; pero
pudimos escucharlo desde afuera, dando sus besos nocturnos y cazando bichitos
en las calles.
Recuerdo que, cuando mi madre descubrió qué
había hecho Mary, le pegó tan fuerte que sus nalgas quedaron rojas por dos
días. Pero, cuando el morete se apaciguó, nos dijo por qué la abuela les tenía idea
a las cuijas.
“Tu nana llegó a Churubusco el Alto hace muchos
años. Ella me contó que al poco tiempo, un amiguito le mandó un paquete
chiquito-chiquito desde Atototlán de la Paz: una caja de cartón que olía a
perejil echado a perder: y era una cuijita, como las que te gustan. Un amigo
suyo la atrapó y se la mandó. Aparentemente, en Atototlán, los niños se
divertían persiguiendo a esos animales y amarrándolos del cuello.
»Resulta que la cuija la entretuvo bastante. Era
blanca y bonita, brillaba plateada al sol y corría por las paredes cazando
moscas y zancudos. El problema fue cuando el papá de las Serrato vino a la
casa. No sé si sepan, pero las Serrato han tenido sirvientas toda la vida; y
una de ellas, la más pequeña de las tres, siempre acompañaba al patrón, quesque
para que no se emborrachara en las cantinas. Méndiga señora de Serrato, si a
nadie engañaba. Bueno, esta sirvienta vio el animal en la pared y también se
enamoró de él. Quiso agarrarlo, la muy canija se puso como loca, se subió a la
cama, jaló muebles y la atrapó: la agarró por la cola y que se le rompe. ¡No!,
tu nana siempre chilla de coraje cuando nos cuenta esa historia: “Y la méndiga
todavía se puso a gritar porque le quedó la cola en la mano, bailando como
gusano carroñero, me rompió mi cuija, y todavía se enojó”. Ay, así dice...
»Pues, aparentemente, la niña lloró tanto que el
señor Serrato tuvo que irse. Pero cuando su abuela buscó la colita —anda—, que
ya no estaba. Deberían de ver su cara cuando lo cuenta, como si le doliera
todavía.
»Primero, el animal dejó de verse por unos días.
Ahí tienes a tus bisabuelos buscando y poniendo la casa patas pa’rriba. Entonces,
una noche, se escucharon los besos que hacía. Tu nana salió a asomarse a la
ventana. Sí, ella dormía en este cuarto, igual que yo alguna vez. Y era por
donde se oían los ruidos de la cuija. Pues que la ve y grita de pronto. Se han
de imaginar que tus bisabuelos llegaron corriendo a ver qué pasaba. Entonces se
llenaron de un susto al verla: la cuija estaba negra-negra-negra; pero con la
cola plateada. Vista así, hasta daba miedo. Su abuela se arriesgó a acercarse.
Tu bisabuelo vio que estaba muy alto, así que se dispuso a agarrarlo y
pasárselo a su abuela; pero cuando lo tuvo entre sus manos, sintió una mordida.
El animal se escapó; siguió por’ahí en las paredes, como mirándolos. No sé bien
qué pasó después —tu nana no cuenta todo—; pero las manos del bisabuelo se
empezaron a poner negras, negras como la cuija de cola plateada. No-no-no. Luego,
enfermó; coincidiendo con que las vacas comenzaron a morirse. ¿Y saben por
qué?, él siempre las acariciaba. Sí, ya sé: suena raro, pero su abuela me lo
contó; de veras. Él las apapachaba con cariño y siempre les tocaba las ubres a
ver si tenían leche, o para saber cómo iban los becerritos; leche buena de la
nuestra, no de esa que toman los Miramontes. Pues, como les decía: animal que
tocaba, animal que caía enfermo, siempre con las manchas negras. Y lo peor, fue
que su bisabuela de pronto tuvo las mismas marcas entre las piernas y en el
pecho.
»No es que sea supersticiosa; pero su nana
siempre le echó la culpa al animal en la pared y decía que algo le había
pasado, que ese color no era bueno y que la cuija plateada y bonita se hubiera
ennegrecido. Aquí está lo raro: su abuela una vez se encontró con la cuija
negra en la casa y la vio salir por la ventana con tres monedas de plata en la
boca. Yo sé que seguro estaba soñando. Ella dice que es cierto, pero no creo
que una cuijita pudiera cargar tanto peso.
»Luego, sus bisabuelos murieron, su abuela cuenta
que fue el dolor después de perder casi cincuenta vacas. También dice que los
becerros dejaron de nacer blancos y ahora traían esas manchas negras. Yo no sé,
la verdad siempre he visto vacas blancas con negro; pero ella insiste en que
antes eran blancas —blanco leche— y desde lo de la cuija, los becerros
empezaron a nacer pintitos. Vamos a creerle en eso.
»Ya ven, mis niñas. Por eso su nana tiene
desconfianza del animal de la pared. Ella dice que no es el mismo, que algo
pasó; entiéndanla. Está ya grande y a veces le dan ideas. Segurito: si no
hubiera cambiado las vacas por unos puercos, se hubiera quedado pobre y perdido
la casa.
»Por eso no es bueno que juegues con esa cosa,
María. Te pido que no hagas renegar a la abuela.
Cuando mamá terminó la historia, no dejábamos de
temblar. Los besitos que el animal soltaba ahora parecían tenebrosos, feos,
como si fueran los ladridos de la perra blanca de la Muerte.
A la mañana siguiente embadurné con vinagre y
manteca las paredes. Mary quiso comprobarlo por su cuenta, fue a buscar al
patio, escuchaba atenta el sonido de las calles, deseando encontrarse con la
cuija. Yo no le pregunté nada, al final de cuentas quería que ese animal no
apareciera en nuestro cuarto nunca más. Debí salir, debí preguntarle cómo le
había ido; no lo hice.
De lo poco que recuerdo, fue a mi hermana
metiéndose con prisas en la cama y contándome: “Me encontré con la cuija; pero
estaba asustada y tuve que perseguirla”. Yo la regañé, le dije que no quería a
esa asesina cerca; ella me miró arrepentida, pensando en no sé qué.
Por casi dos semanas, cada día, cada tarde, Mary
se iba a buscar a la cuija. Dizque le hablaba, que le contaba cosas. Yo le
decía que estaba loca, pero me respondía que no, que la cuija la invitaba a la
sierra, a su casa. Y la ignoraba… la ignoraba.
Fue un domingo cuando ella salió a jugar;
teníamos que ir a misa y Mary no se apareció. Media semana tardamos en
encontrarla: ahogada debajo del Puente de la Asunción donde aquellos
alcohólicos habían muerto hace muchos años.
Sí, pobrecita de mi Mary. Recuerdo cuando la
sacaron del Río de los Gambusinos, la subieron a una manta y la cargaron entre
dos. Lo último que recuerdo de ella es ese bulto húmedo, manando lágrimas de
muerto y su manita cayendo de entre las telas, con una mancha negra que se
escurría a lo largo de su brazo, mientras, en mi memoria, el beso del animal en
la pared resonaba por todo el Valle Mayor.
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