miércoles, 31 de marzo de 2021

WandaVision: un reflejo del arte contemporáneo

 Mis metahumanos lectores, hace mucho que no escribía una reseña, pero justo ahora estoy en una etapa en que revivo viejos proyectos, quizá por las vacaciones o quizá como procrastinación de mi tesis.

Primeramente advierto que incluiré algunos spoilers y revelaré unos aspectos primordiales de la trama de la serie WandaVision (2021) la cual terminé hace poco vía Disney+. Primeros datos que podemos mencionar: La dirección está a cargo de Matt Shakman y forma parte del expandido universo cinematográfico de Marvel —en ese orden de palabras— colocándose justo al terminar Avengers: End Game (2019). Además, Rotten Tomatoes la califica con un coqueto 91% de aceptación.

Pero, ¿por qué me cautivó WandaVision? Entre las muchas posibilidades: se trata de una obra metaficcional, algo que —justamente— me encanta analizar en la literatura. La serie empieza en blanco y negro como un sitcom (Comedia de situación) de los años 60 y para el humor tan rancio que nos han enseñado que debemos tener durante este siglo xxi, WandaVision representa un descanso de lo que estamos acostumbrados. Razones que tenemos que considerar para comprender a profundidad el porqué de estas obras. El primer episodio termina con alguien dejando una pluma frente a una pantalla mientras suena el ending del episodio que acabamos de ver.

Después de esto —y aquí advierto los spoilers— nos damos cuenta de que es una realidad construida por Wanda (Elizabeth Olsen) ante la muerte de Vision (Paul Bettany). Por lo que estamos viendo una metaserie —una serie dentro de otra serie— y el interés del espectador será descubrir por qué se eligió este formato. Desde el primer capítulo hay un rompimiento de este mundo posible que experimentamos: un foco rojo intermitiendo durante el comercial de un tostador marca Stark. ¿No era en blanco y negro? El espectador podría ignorar por completo esto, pero son signos muy interesantes de por qué se pone en juego la ficción misma.

En sí, cuando recuerdo todos estos recursos estéticos quiero volver a verla y luego pienso en que The Mandalorian sigue en espera. WandaVision es una obra metaficcional donde la misma realidad inventada habla mucho de la psicología de los personajes. Tenemos a una protagonista sumamente dañada y que necesita ir a terapia, pero vemos cómo actúa desesperadamente adentrádnose en una negación del tamaño de todo Westview. Este aspecto podría llegarle a más de algún espectador en una situación de pérdida o que tenga algún trauma parecido. ¡Punto extra para WandaVision!

Son quizá estos dos detalles —la metaficción y la psicología— los que en conjunto hacen que la serie sea rica en análisis. Quizá podamos mencionar también el uso de personajes del MCU que evidencian una continuidad narrativa: el actor Randall Park que vimos en Ant-Man and the Wasp (2018) y en Agents of S.H.I.E.L.D. (2013) sigue interpretando a James Woo, por su parte Darcy Lewis (Kat Dennings) vuelve a hacer de las suyas descubriendo cómo analizar los poderes de los metahumanos. Pero entonces, sabiendo esta recurrencia de personajes, decidieron incluir a Evan Peters (X-Men: Apocalypse) como Pietro Maximoff y no al Aaron Taylor-Johnson que vimos en Ultron (2015). La serie lo explica, pero no deja de ser interesante cómo juegan contigo incluso en esos momentos y es lo que hace de WandaVision una joyita de la metaficción y además— un divertimento para los fans de Marvel.

Pues bien, mis metahumanos lectores, espero volver a ustedes pronto con otra reseña; sin embargo, entiendan que estoy de vacaciones y quizá esto me dio la oportunidad de hablar con ustedes. Sin embargo, al ver que WandaVision poseía muchas aspectos que estudio en mi doctorado, dije: “Necesito ponerlo con palabras”.

Recuerden que estoy dispuesto a leerles cualquier comentario. Prometo no desaparecerme tanto y respetar más los espacios de las reseñas que ya me extendí un poco; sin embargo, ya no estoy en el periódico y puedo disponer de unos cuantos caracteres de más.

 

Poster oficial propiedad de Disney+

jueves, 25 de marzo de 2021

El gallo negro

El doctor Agustín Mendiola preparó todas sus cosas antes de salir de su consultorio. Ya llevaba un tiempo atendiendo al anciano Secundino Miramontes, pero el paciente insistía en que lo revisaran cada día; la paga no estaba nada mal, por esto el doctor Mendiola aceptaba tratar diariamente al enfermo en casa.

El médico llevaba poco en Churubusco el Alto. La gente supo que ese joven de bata blanca y de cabello rebelde y femenino había sido enviado desde Atototlán de la Paz para trabajar como patólogo general e internista en su pueblo. Agustín Mendiola sabía que más que un hospital, estaba a cargo de una mediocre casita de tres habitaciones: una para el encargado y las otras dos para tratar a los enfermos con la precaria tecnología de Churubusco el Alto y que parecía haberse quedado a inicios de los 1800.

Salió de su consultorio recordando que esa noche habría Luna nueva. Ya le habían advertido mucho sobre ese temporal. Si se apuraba, regresaría a su casa antes de que la noche su hubiese comido las calles; tomó camino entre las gentes del pueblo. Empíricamente, si andaba por su derecha, nadie le molestaría.

La llegada del doctor Mendiola fue recibida de forma ambivalente por Panacleta de Miramontes. Abrió la casa con el cerrojo que siempre tenían puesto: levantar para luego dar un tirón y abrir la puerta de manera mecánica.

—Llegó temprano hoy, doctor.

—Me desocupé antes del consultorio.

El barrido que le hizo Panacleta al hombre pareció adivinar que algo se ocultaba en esas palabras, seguro y era el miedo primigenio a las noches sin Luna experimentado por todos los del Valle Mayor.

El recorrido fue hecho con parsimonia. El pasillo era amplio, recto y comunicaba hasta el fondo con la habitación de visitas, la cual habían adecuado para atender a Secundino Miramontes.

Aquella noche al enfermo se le iba la vida. La calentura parecía demostrar que —pese a los cuidados del doctor Mendiola— no llegaría a un día más.

El proceso fue rutinario: temperatura, preguntas, toma de pulsos y ritmos respiratorios, limpiarle la lengua saburral y esperar la arcada de vómito para sacar la bilis cargada de rencores que traía. En esta ocasión, el doctor Mendiola se dio cuenta de que la temperatura se le había disparado y le inyectó un sedante para dormir más plácidamente sin el efecto de los calores.

Ya en la sala, el doctor le confesó sus miedos a la esposa: —No me hago tantas esperanzas.

Panacleta, más que acongojarla, vio en esa sentencia una promesa de libertad. Su marido la había tratado mal hasta el hartazgo; así, ella podría tener una tranquila viudez y descansar como debía.

—Oiga, doctor. ¿Y no está muy, muy, muy enfermo?

—Es lo que le estoy diciendo, señora. Su esposo está delicado. Está a tres corajes de que la bilis se lo coma por dentro. Debería dejarlo tranquilo y consentirlo un poco a ver si mejora con las pastillas. ¿Se las sigue dando?

—No me lo tome a mal, doctor. Usted está joven… y quizá no conoce nuestras costumbres; pero le conviene a mi marido ya ponerse a descansar ¿no?

—No entiendo qué quiere decir.

—Mi esposo siempre ha sido hombre de campo. Tenemos vacas y caballos. Yo no sé tanto de los asuntos de los animales; pero él siempre fue caritativo cuando uno de sus caballos se lastimaba una pata. ¿Sabe? Ya no pueden volver a caminar sin relinchar de dolor los pobrecitos. Él les decía a los mozos que debía acabar con el sufrimiento de aquellos. Los llevaba a un lugar tranquilo, los acariciaba y de un tiro, los hacía descansar por fin. ¿Usted no tiene algo similar? No digo que le dé un balazo —Panacleta de Miramontes se arrugó el vestido tratando de darle coherencia a sus palabras—. Pero, pues… algo que le haga sentir más relajado y en sintonía con Dios.

El doctor Mendiola supo a qué se refería. Y así como ella adivinó el miedo supersticioso del médico, él comprendió el rencor que esa mujer traía metido en sus ojos.

—Ay… —suspiró el doctor—. Creo que no le puedo ayudar, señora. Yo hice un juramento para salvar la vida de mis pacientes, no para acabarlas. Con gusto puedo dejar de tratarlo —se mordió la lengua al darse cuenta de qué decía—, pero eso será porque usted me lo diga. Eso, por más caritativo que sea, no puedo permitírmelo.

La mujer bufó con desgano sabiendo que el terco de su esposo terminaría viviendo por otro mes más. El doctor Mendiola había empezado sus tratamientos hacía tres semanas y le pronosticaba dos meses al inicio; pero conforme avanzaban los días, las porciones de medicamentos se hicieron mayores y las expectativas de vida más cortas.

—Descuide, doctor —Panacleta de Miramontes sonrió con la única cara que sabe hacer una mujer violentada por el yugo matrimonial y abrió de nuevo la puerta: alzando y empujando para destrabar el prestillo—. Ojalá pueda dormir bien esta noche. Mañana lo vemos.

Cuando el doctor estuvo fuera de la casa, Panacleta de Miramontes puso seguro nuevamente: pensó que quitarle la llave podría hacer que el espíritu de su marido quisiera irse esa noche sin Luna, pero esa tradición ridícula de los Miramontes era por los querencieros que venían en esa casa un botín de plata y joyas.

Qué le costaba esperarse tantito. Días más o días menos, el doctor Mendiola terminaría liberando los papeles para que, en poco tiempo, los chamanes hicieran los ritos fúnebres. En muy poco tiempo…

 

Churubusco el Alto dormía en silencio y el doctor Mendiola era el único afuera en esa Luna nueva. Aún no se enteraba de todas las cosas malas que decían los parroquianos, solo aquellos rumores en el puestito de comida de doña Jacinta. Es más, ni se sabía aún las tradiciones a respetar en Churubusco el Alto. Con decir que cuando lo vieron pagando con monedas de oro, se doblaron de risa. La gente le dijo que nadie cambiaba aquellas monedas de fantasía, que volviera cuando tuviera monedas de verdad: reales de plata debidamente acuñados. Por fortuna-desgracia, don Secundino Miramontes cayó enfermo y le dio un cuantioso botín para empezar su vida en el Valle Mayor.

El viento arrastró las hojas secas que yacían en el suelo y el sonido le nubló los recuerdos de todo lo que le habían advertido sobre estar fuera tan tarde. Notó que las calles estaban solas y las velas daban una luz mediocre a sus pasos. En efecto: el pueblo y el astro nocturno se habían resguardado en sus casa sabiendo que debía temer a lo que empezara a deambular.

En la mente del doctor Mendiola —como buen hombre de ciencia— surgieron digresiones tranquilizadoras que le explicaron que todo aquello, seguro era parte del folklore. Sus cosas ocurrían también en Atototlán de la Paz: pero la gente de su pueblo natal sabía que en Churubusco el Alto algo desentonaba con la lógica. Y quizá fue esa incredulidad o predisposición lo que hizo que un miedo preternatural le soplara los pensamientos cuando vio al final de la calle a aquella persona.

La figura avanzaba con paso lento y seguro en su dirección, vestía completamente de negro, y pese a la distancia que los separaba, podía notar sus ropas finas como si hubieran sido hechas de un lino exquisito o de alguna manta traída desde Libertad de Juárez.

El doctor Mendiola recapacitó, nunca había visto a nadie con ropas tan exquisitas en todo Churubusco el Alto de no ser por los vestidos de Panacleta de Miramontes o de su hijo Edgardo. Llevaba poco tiempo y sabía que los tres matrimonios Serrato tenían bastante dinero, pero ellos no estarían caminando hacia él, además, los esposos de las Serrato eran hombres más famélicos, y esta figura se veía de espaldas anchas, brazos duros y piernas de corredor.

El viento movió de nuevo las hojas y las arrastró calle arriba; pero no movió ni un centímetro las telas de aquel hombre que se aproximaba despacio hacia el médico. Notó entonces el repiqueteo de unas espuelas plateadas con cada paso. Las botas, finamente decoradas, hacían juego con el sombrero caído sobre la cara tapándole lo que el doctor creyó sería el rostro de un hombre de verdad, con ese cuerpo y esa actitud tan soberbia y bruta, no cabía duda de que debería ser alguien de mentón grueso y bigote. Cuando se puso a analizar a aquel sujeto, descubrió que vestía casi el sueldo de veinte años de un médico de pueblo como él, o incluso más.

El extraño venía bajando la calle justo en dirección contraria. Agustín Mendiola tenía su consultorio junto a una vecindad a las afueras del pueblo; allá, mucho después de la escuela. Aquel extraño parecía venir del norte, como si la Sierra Caliza se hubiera abierto para dejarlo pasar. Recordaba haber leído en su infancia alguno que otro cuento infantil donde los niños eran comidos por una montaña gracias a un flautista, y aunque aquel cuento distaba mucho del páramo altoaltochurubusquense, se percató de que, aun así, empezaba a percibir un efecto ominoso en ese encuentro.

Los pasos de cada uno iban aproximándose. La calle era ancha, pero el extraño parecía avanzar por su izquierda, de seguir así, acabarían en un inminente choque. El doctor Mendiola se movió al lado contrario para dejarlo continuar, casi pegándose a la pared y reduciendo su velocidad. El extraño hombre de negro siguió su andar rítmico, las espuelas de plata parecían campanas de ultratumba en medio de la noche. Agustín Mendiola se detuvo y colocó frente a él su botiquín para indicar que le cedía el paso, reconociendo que a esos hombres no debía detenérseles.

A pocos palmos de distancia el uno del otro, el doctor Mendiola sintió un miedo total: el sujeto de negro no estaba vivo. Aquel ser, robusto y fornido, era realmente un esqueleto andante que asomaba la punta de sus falanges por los guantes de montar. El rostro no era aquel que imaginaba, sino un terrible retablo híbrido: era el cuerpo de un hombre rematado con un cráneo de gallo enorme. El pico sin carne refulgía casi como si fuera de plata brillando con la intensidad de las almas en pena, sus cuencas oculares se rellenaban de fuegos danzantes que vagaban entre el azul y el naranja.

Eran las brasas de los demonios en el Infierno: pensó el doctor justo al momento en que aquel detuvo su andar continuo. El espectro giró su pico y se pudo escuchar un olfateo denso como si quisiera llenarse por completo del aroma del médico. Las llamas de sus ojos se avivaron con el aire y tornáronse aún más terribles.

Al doctor Mendiola solo se le ocurrió correr: los frascos de vidrio y sus instrumentos de metal reventaron dentro de su maleta mientras huía despavorido. Jamás en su vida había corrido tanto, las dos calles que le faltaban para llegar a su hogar las completó en menos de un minuto y cuando llegó a la esquina, giró reticente hacia atrás, aquel cráneo de gallo lo veía desde lejos; los puntos ardientes de sus ojos seguían clavados en él, pero pronto la cabeza que miraba anormalmente hacia atrás recuperó su posición. Aquel ser siguió avanzando en la misma dirección que el doctor Mendiola había tomado, El Gallo Negro iba a visitar la casa de los Miramontes.

 

Los tosidos secos de Secundino seguían escuchándose en la hacienda. Edgardo, inquieto, le rezaba a la Virgen del Valle Mayor para hacerle el milagro de regalarle a su padre varios años más. De haber sido por Panacleta de Miramontes, le hubiera pedido que parara y no solicitara semejantes cosas, que dejara a su padre morir como se debía. Sin embargo, ella no quería enemistarse también con su hijo de quince años, quien ya mostraba comportamientos similares a los de Secundino: agresivo, contestón y altanero, todo desde hacía un año en que su padre lo había llevado de pesca a la Presa de la Carpa. Por eso, prefería seguir la fiesta en paz, no fuera que se muriera el marido y su alma podrida se le metiera en el hijo.

Panacleta de Miramontes no se había tomado tiempo en preparar la cena: sacó un poco de leche y se dispuso a tomar un pan dulce de con Santiago Jojoringo como su única merienda.

Estaba en la cocina cuando todos aquellos con el apellido Miramontes en su nombre escucharon tres horribles toquidos en la puerta. La potencia con la que la madera retumbó la hizo despegar los ojos de la estufa; al mirar atenta hacia la entrada se perdió de un espectáculo que no volvería a ver en su vida. Lo mismo le pasó a Edgardo Miramontes, quien sintió un ansia enorme por abandonar la figura de la Virgen del Valle Mayor y la veladora puesta frente a ella.

Otros tres toquidos retumbaron en la hacienda Miramontes. Madre e hijo pudieron haber permanecido en sus labores para ver al fuego tornar en un púrpura infernal; pero ellos —más preocupados por lo que había allá fuera— no notaron al viento de olvido que apagó las veladoras ni a la leche hirviendo tan rápido por intercesión demoniaca hasta desbordarse y silenciar aquel fuego purpúreo.

Una tercera vez: tres golpes.

Para Secundino, aquello era claro: se trataba del Gallo Negro que venía a buscarlo.

Los tosidos secos del enfermo retronaron como respuesta en los pasillos. Madre e hijo escucharon el sonido palmeante de los pies descalzos de Secundino avanzando como podía hacia la puerta.

A partir de ese instante, Edgardo sabría cuál era el final de todos los Miramontes: de los toquidos del Gallo Negro para ponerle fin a la maldición que empezaba a los catorce años. Los nueve golpes retumbaron en su alma como una nueva tradición.

—Papá, ¿qué está haciendo despierto?

—¿Tu papá se levantó? —Panacleta de Miramontes salió de la cocina para ver a su marido pegando la mano en las paredes, avanzando poco a poco, guiado por un hálito extraño en dirección a la calle.

—Tengo… —la tos lo volvió a invadir—. Tengo que abrirle. Tengo que irme ya.

—¡Papá! Regrésese a la cama. Está malo, no puede estar caminando descalzo así como así.

Panacleta de Miramontes no quiso decir nada anhelando que aquello fuese el verdadero delirio de un hombre antes de morir. La promesa del doctor Mendiola sobre lo inminente de la muerte de su marido se cumplía.

Secundino empujó a su hijo sin siquiera perder el equilibrio. Esa era la fuerza sobrehumana de cualquier Miramontes y volvió a relucir por última vez cuando Edgardo salió volando para estrellarse contra un espejo de casi cien años.

En la puerta principal, escucharon ruidos. Panacleta de Miramontes reconoció el sonido de una llave introducida desde fuera para abrir la puerta, eran esos tres botes metálicos antes de que la llave entrara por completo, notó cómo levantaban ligeramente la puerta y la empujaban antes de girar la perilla.

Los goznes chirriaron con un óxido de ultratumba.

Secundino Miramontes corrió en un ataque de tos que casi le hizo estallar los pulmones, su cara estaba roja y tenía los ojos abiertos como un maníaco. A pesar de aquello, la bilis acumulada brotó en un sudor chorreante y viejo.

Edgardo recobró el sentido para observar a su padre abrir la puerta. Ahí estaba aquella figura vestida de un negro lujoso rematado en plata y con un cráneo de gallo sobre sus hombros. Percibió aquel tono purpúreo y experimentó en su cabeza el miedo de saber que esa sería la última cosa que vería antes de morir. Su padre dio un paso hacia fuera. Allá en la cocina, quieta de pánico, Panacleta de Miramontes vio cómo su marido salía de sus vidas para siempre, y aquel camisón que vistió durante sus tres semanas de agonía se iba ennegreciendo, haciéndose la misma ropa de ese ser.

En un abrazo sobrenatural, ambas figuras se fusionaron en un solo monstruo de ojos morados. El nuevo Gallo Negro miró a Edgardo Miramontes antes de dar la vuelta y alejarse del portón. Antes de siquiera llamar a su padre, la puerta se azotó de golpe y el sonido de la cerradura retumbó dentro de la hacienda.


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