viernes, 31 de julio de 2020

Casa de los espejos

Conciliación 

LUEGO DE DIEZ SEMANAS de estar encerrados juntos, marido y mujer se miraron detenidamente después de haber terminado de comer su pedido por Uber Eats. La mancha de cátsup en la blusa, la barba descuidada del él, los kilos de más de ella: todo les recordó su adolescencia. Entonces, fuera de las rutinas y del hastío de la vida cotidiana, se volvieron a besar para iniciar, en el anonimato de una casa cerrada, una segunda -y más vívida- luna de miel. 


Cinderella 

CUANDO EL RELOJ dio las diez campanadas, la mujer de cenicientos cabellos salió corriendo a su casa, temía que la policía la detuviera por romper el toque de queda. En su camino, se le cayó su mascarilla FFP2 reutilizable. El sujeto recogió el preciado objeto: le pertenecía a esa chica; no, en estos tiempos estas cosas valían mucho. Se la colocó en la cara: calzaba perfecto. 


Segundo cajón a la derecha 

YA HABÍAN PASADO más de 40 días y Netflix había dejado de interesarle a los niños que ahora sólo deslizaban el dedo en la pantalla para seguir viendo un feed eterno. Recordando sus años de juventud, el abuelo regresó a ese verano del 63 cuando jugó por primera vez Béisbol de Dados: el juego de mesa. A paso lento, buscó en el ropero y colocó en su andadera el tablero de madera y las canicas. A pesar del “viejo ridículo” o del “qué fastidio” que varios de los reunidos pensaron; esa noche se convirtió en algo más valioso que la selfie familiar-retrató: fue un instante de juventud eterna, de cuento de hadas.




 

jueves, 23 de julio de 2020

Atado a la memoria

And the evening closed in upon me thus —and then the darkness came, and tarried, and went —and the day again dawned —and the mists of a second night were now gathering around…

Edgar Allan Poe

 

Eran las 6:00 de la mañana y no había podido conciliar el sueño. Uriel había tenido una noche difícil; el recuerdo se disparaba una y otra vez en su memoria despertándolo en explosiones de sudor. Desganado y apático, se arrastró hacia el mundo exterior, hasta el café de todos los días, esperando que la costumbre sacara aquellas ideas de su cerebro.

Ese ambiente falso le hizo sentirse más descolocado de la vida. Rutinariamente, pidió su americano doble espresso. Entonces, apareció. Las imágenes distorsionadas en el espejo le regresaron a un ser en la puerta. Llevaba la misma ropa que Uriel en la noche anterior, era él en la noche anterior, una imagen rota y pútrida de lo que había sido; sus cuencas negras sin ojos dejaban lágrimas de sangre seca y cuarteada a lo largo de sus mejillas. La visión en una grotesca incomprensión dio un paso. Uriel pensó estúpidamente que —igual que las películas— esa cosa desaparecería al mirarla de golpe; pero al girar se detonó un pavor incontenible al seguir viéndola allí. Uriel trató de dar un paso atrás, la barra le impidió su huida. Aquel ser se aproximó un poco más. El instinto de supervivencia de Uriel le obligó a correr. En medio del pequeño tumulto que causó, la aparición se esfumó entre humeantes cafés derramados y las dudas de los comensales ahí reunidos.

En su trabajo, nadie le dijo nada. Ninguno de sus compañeros pensaría que —tras esa camisa de negro luto— su pecho guardaba oscuros secretos que no quería —ni podía— revelar. Ante él, los segundos en la oficina pasaban y pasaban sin significar ya nada. En otros cubículos, sus compañeros platicaban de sus relaciones, de lo que comprarían cuando les cayera la quincena, de los lugares a los que irían de viaje con sus parejas. Él miraba absorto el segundo cajón de su escritorio. En la oficina, ese espacio no era importante; pero de ser su departamento, las remembranzas llegarían con violencia y culpa.

Uriel optó por alejarse de aquellas discusiones que ya no le competían y tomar camino al baño; refrescarse, eso necesitaba. La lejía y el aromatizante barato llenaron sus pulmones, olor a cliché, a motel de Av. Constitución. La culpa apareció de nuevo en ese-ser-otro. Reflejado en el espejo del baño, el ente había cobrado una corporeidad mayor. Pudo ver manchas rojo ocre charpeadas en la gabardina, esa sangre con olor de anoche. El ser tomó desprevenido a Uriel quien, al borde de la demencia, creía que el esperpento era un juego de su penitente cerebro. Pero la realidad era que eso avanzaba con paso seguro hacia él. Recurrió al más iluso remedio: un Padrenuestro. Los rezos hicieron un atípico eco detenido entonces por un sonido metálico al fondo del pasillo.

Un cubículo se abrió desde el fondo, rompiendo la hórrida atmósfera y alejando al ente. Primero lo había visto a la entrada del café; esta vez, a algunos pasos. Sabía qué era eso. Tenía idea de lo que estaba pasando; pero le dolía tanto admitirlo que empezaba a alucinar.

—¿Uriel? —era un compañero de oficina—. ¿Estás… bien? —lo miró de hito en hito: el sudor frío en la frente, las pupilas dilatadas de un cocainómano, la ropa desajustada del desenfreno previo al sexo.

Importándole poco contestar esa pregunta —y aún menos su trabajo— se fue rumbo a su casa. No hubo explicaciones, sólo se montó en su automóvil y huyó de ahí.

—¿Cómo puedes tenerme celos? —le dijo Ary desde el asiento del copiloto—. ¿Quieres que choquemos o qué, imbécil? Es sólo un compañero de la universidad. ¡Suéltame, Uriel! ¡Auxilio!

Un sonido explotó en sus tímpanos y la figura de Ary se volvió etérea en los recuerdos. Dejó estacionado su automóvil a unas calles del departamento. Corrió, trató de huir de la voz de Ary que empezaba a perseguirle.

Una vez dentro del edificio, subió como pudo las escaleras con el martilleante sonido de pasos tras de él. ¿Era la sombra o era Ary? Debía ser esa cosa, Ary estaba bien muerta. Pero muerta por su culpa: ella y sus necedades.

Los pasos sonaron tan cercanos que apresuró el suyo sintiendo en su nuca una respiración de tumba, cercana, familiar. Abrió la puerta como pudo y cerró viendo una sombra disforme arrastrándose por el piso y acercándose al portal.

Dentro de la casa sintió que el recuerdo de Ary lo poseyó de golpe. El forcejeo, las mentiras, el cómo ella gritaba compulsivamente que Uriel estaba mal y cómo él no toleraba que le mintieran. El motel era su lugar especial, estaban ahí para coger; no para que Ary saliera con sus cosas. Ella fue la que causó todo. Ella necesitaba que él la atacara, de tomar su cabeza y estrellarla en la pared. Ella tuvo la culpa de que él sacara la pistola, había llorado —ambos lo habían hecho—; pero todo el problema lo había causado Ary. Así, no tomó reparos y disparó el arma.

Igual que esa mañana, el sonido de la detonación en su cerebro le despertó con oleadas de sudor para notar a ese ser de cuencas sangrantes viéndolo sin ojos, olfateando, escudriñándolo desde varios ángulos. Uriel se quiso alejar, dar un paso atrás; pero el ente lo seguía con sus cavidades de sangre seca. Podía notar el aroma a putrefacción, el olor que debía tener Ary en la morgue. El impacto contra el escritorio le hizo recordar el arma oculta allí. Desesperado, abrió el segundo cajón a la derecha. Con furia, apuntó la pistola. Quería dispararle a esa cosa; pero le contrarió la ausencia del ente.

Lo que sí experimentó fue un vértigo incontenible cuando notó a cientos de Arys desperdigadas en la casa: la del aniversario, la que bailaba en medio de los estroboscopios, la que se aspiraba cocaína, la que se besaba con sus amigas, la que le fue infiel. Esa perra merecía su desprecio completo, y —con un plomazo— le terminó de estallar sus ojos en el motel de Av. Constitución. Ese recuerdo fue el detonante: todas ellas lo miraron. Desde cada rincón de su departamento, las Arys detuvieron su vista en él, empezando un llanto de sangre y venganza. Uriel, perturbado, trató de evadirse de todo aquello, cerró los ojos y se tapó los oídos con los puños bien apretados.

Los tenía en medio de su departamento: el ente que simulaba ser el él de anoche, las Arys, todas menos la muerta. Quiso ponerle fin a todo, y, buscando perdonarse egocéntricamente, se llevó la pistola a la sien. Movió el seguro. Hubiera apretado el gatillo de no ser por la pútrida respiración en su oído. ¿Era Ary? ¿Era el ente?

Sintió una presión en la pistola, como si una mano inexistente la bajara poco a poco; su fuerza por mantenerla en ristre no era suficiente. El arma y su brazo siguieron descendiendo. Notó el sonido hueco y tosco de la pistola resonando en el piso del departamento; con la fétida respiración cada vez más penetrante, cada vez más dentro de él, susurrándole lo que parecía un “Tú sigues”.


Imagen de maximiliano estevez en Pixabay 


martes, 21 de julio de 2020

Impúnico castigo


La culpa viste mi piel.

Hay una eterna
                  pútrida
                               prórroga.

 

La rutina me sabe a hotel de anoche,
a homicidio,
                con ganas,
                      gozoso,
                          impune.

 

Podría fingir decencia.

Travestir mi luto con disfraz de oficinista.

Decir:    —Por favor.

                —mdbajkdasndkusjba (palabras inconexas)

                —Es que no dormí bien anoche.

                —lksnfkbjabndlskjbdk (ideas distorsionadas)

                —Todo bien, ¿y tú?

 

Mi recurso hipócrita
                      (del griego “actor”)
regresará sus dudas hasta abajo del plexo solar,
ese lugar del que la bilis
                y los celos
arrojan chorros esteperos.

 

Tu sangre sigue manchando mi ropa.
Mis venas estallan de remordimiento.
Tu nombre

                casi olvidado

                               taladra la perpetuidad.

 

Cuencas sin ojos revisan mi pecado,
el gatillo retronando su eco en callejones lejanos
retumba ominoso en la cama alquilada.

 

Y regresas a mi vida.

Yo que te arranqué el aliento.

Yo que te puse el revólver en tu cara.

Yo que me bauticé con tu rojo sprit.

Vi tu muerte necesaria.

                               Lo negaste.

                                               Lloraste.

Pero mi mano hizo lo justo
y reventé tu cerebro contra las cortinas.

 

Dormí sin problemas,
la culpa fue tuya a fin de cuentas;
pero me sigues atando desde cerca.

 

Tus pasos,
                rasguños,
                               gemidos.

Estiran mi vida como un tendón fuera de lugar.

Te siento presencia-ausente.

Respiro tu aroma de tumba abierta,
a proceso penal pendiente.

 

Inerte sonrisa,

la inicua mueca saliendo de tus carcomidos labios.

Nocturnos de tumba asolarán a mi solitud.

Tus brazos reptantes subirán por mis sábanas:

                                                      enfrente

izquierda                                            derecha              

                                                         abajo

 

Me aterra que vivas en mí.

La tumba debió encerrarte por completo;

pero escapaste, cual bruja en Walpurgis.

Y me muestras esa cara desahuciada
intentando aterrarme con tu estar.

 

Te maté porque querías,
no para que me atormentaras.
Creo verte en medio de la noche,
                cuando camino al baño,
                al mirar pornografía.

Estás todavía atenta a mis pasos.

La culpa o la angustia nos tienen atados.

 

Te odiaba, no era para que siguieras aquí.

Yo me deshice de tu alma;
pero insistes en volver cada noche.

Susurras palabras ominosas en otras lenguas.

Entiendo que mi devenir te es mero entretenimiento ahora.

Vivo porque te toca disfrutar de mi tormento.

 

Pero tú seguirás, cual cuervo poético
insolando mis noches,
como si la culpa fuera realmente mía,
como si el asesino tuviese que pagar con la demencia,
                                                                                   con apariciones,
                                                                                              con mi muerte por cuenta de otra.

con otro disparo

—en tu nombre—
                                a mi pecho.



Imagen de SamWilliamsPhoto en Pixabay 


lunes, 20 de julio de 2020

El animal en la pared

“Cuijas”, les llamaba mi abuela y decía que eran señal de enfermedad y desgracia, o de la próxima muerte de un familiar. Mi hermana llegó a verla muchas veces, caminando en los muros de su habitación, mientras la abuela se ponía con sus padrenuestros al escuchar sus ruiditos: “Esos besos son de muerte”, nos repetía al terminar su oración; y retomaba el rosario cuando el animal tiraba nuevamente sus maldiciones.

Yo nunca creí que eso fuera verdad. Para mí era una bonita lagartija negra. Y una vez vi a mi hermanita espantarla hacia afuera cuando la abuela entró tallando con vinagre y manteca las paredes, dizque así se nos resbalaran sus males. Compartíamos cuarto, y esa noche vi a Mary limpiando con jabón el recorrido hecho por la abuela. “Se come a los zancudos”, me comentó, y yo, porque la quería bastante, ignoré las llamadas de atención de la abuela. Al irnos a dormir, el animal no estaba dentro del cuarto; pero pudimos escucharlo desde afuera, dando sus besos nocturnos y cazando bichitos en las calles.

Recuerdo que, cuando mi madre descubrió qué había hecho Mary, le pegó tan fuerte que sus nalgas quedaron rojas por dos días. Pero, cuando el morete se apaciguó, nos dijo por qué la abuela les tenía idea a las cuijas.

“Tu nana llegó a Churubusco el Alto hace muchos años. Ella me contó que al poco tiempo, un amiguito le mandó un paquete chiquito-chiquito desde Atototlán de la Paz: una caja de cartón que olía a perejil echado a perder: y era una cuijita, como las que te gustan. Un amigo suyo la atrapó y se la mandó. Aparentemente, en Atototlán, los niños se divertían persiguiendo a esos animales y amarrándolos del cuello.

»Resulta que la cuija la entretuvo bastante. Era blanca y bonita, brillaba plateada al sol y corría por las paredes cazando moscas y zancudos. El problema fue cuando el papá de las Serrato vino a la casa. No sé si sepan, pero las Serrato han tenido sirvientas toda la vida; y una de ellas, la más pequeña de las tres, siempre acompañaba al patrón, quesque para que no se emborrachara en las cantinas. Méndiga señora de Serrato, si a nadie engañaba. Bueno, esta sirvienta vio el animal en la pared y también se enamoró de él. Quiso agarrarlo, la muy canija se puso como loca, se subió a la cama, jaló muebles y la atrapó: la agarró por la cola y que se le rompe. ¡No!, tu nana siempre chilla de coraje cuando nos cuenta esa historia: “Y la méndiga todavía se puso a gritar porque le quedó la cola en la mano, bailando como gusano carroñero, me rompió mi cuija, y todavía se enojó”. Ay, así dice...

»Pues, aparentemente, la niña lloró tanto que el señor Serrato tuvo que irse. Pero cuando su abuela buscó la colita —anda—, que ya no estaba. Deberían de ver su cara cuando lo cuenta, como si le doliera todavía.

»Primero, el animal dejó de verse por unos días. Ahí tienes a tus bisabuelos buscando y poniendo la casa patas pa’rriba. Entonces, una noche, se escucharon los besos que hacía. Tu nana salió a asomarse a la ventana. Sí, ella dormía en este cuarto, igual que yo alguna vez. Y era por donde se oían los ruidos de la cuija. Pues que la ve y grita de pronto. Se han de imaginar que tus bisabuelos llegaron corriendo a ver qué pasaba. Entonces se llenaron de un susto al verla: la cuija estaba negra-negra-negra; pero con la cola plateada. Vista así, hasta daba miedo. Su abuela se arriesgó a acercarse. Tu bisabuelo vio que estaba muy alto, así que se dispuso a agarrarlo y pasárselo a su abuela; pero cuando lo tuvo entre sus manos, sintió una mordida. El animal se escapó; siguió por’ahí en las paredes, como mirándolos. No sé bien qué pasó después —tu nana no cuenta todo—; pero las manos del bisabuelo se empezaron a poner negras, negras como la cuija de cola plateada. No-no-no. Luego, enfermó; coincidiendo con que las vacas comenzaron a morirse. ¿Y saben por qué?, él siempre las acariciaba. Sí, ya sé: suena raro, pero su abuela me lo contó; de veras. Él las apapachaba con cariño y siempre les tocaba las ubres a ver si tenían leche, o para saber cómo iban los becerritos; leche buena de la nuestra, no de esa que toman los Miramontes. Pues, como les decía: animal que tocaba, animal que caía enfermo, siempre con las manchas negras. Y lo peor, fue que su bisabuela de pronto tuvo las mismas marcas entre las piernas y en el pecho.

»No es que sea supersticiosa; pero su nana siempre le echó la culpa al animal en la pared y decía que algo le había pasado, que ese color no era bueno y que la cuija plateada y bonita se hubiera ennegrecido. Aquí está lo raro: su abuela una vez se encontró con la cuija negra en la casa y la vio salir por la ventana con tres monedas de plata en la boca. Yo sé que seguro estaba soñando. Ella dice que es cierto, pero no creo que una cuijita pudiera cargar tanto peso.

»Luego, sus bisabuelos murieron, su abuela cuenta que fue el dolor después de perder casi cincuenta vacas. También dice que los becerros dejaron de nacer blancos y ahora traían esas manchas negras. Yo no sé, la verdad siempre he visto vacas blancas con negro; pero ella insiste en que antes eran blancas —blanco leche— y desde lo de la cuija, los becerros empezaron a nacer pintitos. Vamos a creerle en eso.

»Ya ven, mis niñas. Por eso su nana tiene desconfianza del animal de la pared. Ella dice que no es el mismo, que algo pasó; entiéndanla. Está ya grande y a veces le dan ideas. Segurito: si no hubiera cambiado las vacas por unos puercos, se hubiera quedado pobre y perdido la casa.

»Por eso no es bueno que juegues con esa cosa, María. Te pido que no hagas renegar a la abuela.

Cuando mamá terminó la historia, no dejábamos de temblar. Los besitos que el animal soltaba ahora parecían tenebrosos, feos, como si fueran los ladridos de la perra blanca de la Muerte.

A la mañana siguiente embadurné con vinagre y manteca las paredes. Mary quiso comprobarlo por su cuenta, fue a buscar al patio, escuchaba atenta el sonido de las calles, deseando encontrarse con la cuija. Yo no le pregunté nada, al final de cuentas quería que ese animal no apareciera en nuestro cuarto nunca más. Debí salir, debí preguntarle cómo le había ido; no lo hice.

De lo poco que recuerdo, fue a mi hermana metiéndose con prisas en la cama y contándome: “Me encontré con la cuija; pero estaba asustada y tuve que perseguirla”. Yo la regañé, le dije que no quería a esa asesina cerca; ella me miró arrepentida, pensando en no sé qué.

Por casi dos semanas, cada día, cada tarde, Mary se iba a buscar a la cuija. Dizque le hablaba, que le contaba cosas. Yo le decía que estaba loca, pero me respondía que no, que la cuija la invitaba a la sierra, a su casa. Y la ignoraba… la ignoraba.

Fue un domingo cuando ella salió a jugar; teníamos que ir a misa y Mary no se apareció. Media semana tardamos en encontrarla: ahogada debajo del Puente de la Asunción donde aquellos alcohólicos habían muerto hace muchos años.

Sí, pobrecita de mi Mary. Recuerdo cuando la sacaron del Río de los Gambusinos, la subieron a una manta y la cargaron entre dos. Lo último que recuerdo de ella es ese bulto húmedo, manando lágrimas de muerto y su manita cayendo de entre las telas, con una mancha negra que se escurría a lo largo de su brazo, mientras, en mi memoria, el beso del animal en la pared resonaba por todo el Valle Mayor.




MD SHABBIR en Pexels

viernes, 17 de julio de 2020

¿Por qué no mirar un poco más?


Ver pornografía y masturbarse no van de la mano —por más grotesca que sea esta metáfora—. Por un lado, la masturbación tiene un punto de llegada; mientras que el mirar chicas, chicos o chiques —o todas las anteriores— en la pantalla de un celular, refundido en el baño o entre las cobijas, puede ser un entretenimiento similar al Netflix and chill.
El porno es clasista, porque —apelando a Marx—: hay un conjunto de personas con un interés idéntico y relacionados similarmente con los medios de producción. Hay videos que atraen porque pertenecen al proletariado casero o a la burguesía de las productoras. Y cada uno decide cómo romper ese capitalismo sexual, o en qué gremio quiere meterse, pasando por el sindicato de los grupos de WhatsApp o en fábricas Not safe for Work.
Un hombre con insomnio —el estudio en el campo de las mujeres me es ajeno, aunque en tiempos modernos quizá sea equitativo el símil— puede pasarse horas en la cama viendo porno sin necesidad de buscar un final feliz para aquellos hervores que le nacen en la entrepierna. Sí, pasará de vez en cuando a palpar cómo está aquello, si se complica, mejora o por simple comezón; pero son chequeos de rutina: mera costumbre. Estará atento de nuevos rostros, nombres, razas, incursiones o agarres extraños; todo, sin necesidad de coquetear con el humillante coito, por donde sea que éste se quiera presentar.
¿Criterios? Difícil saberlo. Entre los placeres modernos, el resguardo de un celular en Modo incógnito, nos permite encontrar desde estudiantes —que fingimos son menores— hasta transexuales de 80 años. También mejora nuestro vocabulario al encontrar palabritas coquetas que terminarán convirtiéndose en nuestro placer culposo de meses venideros: MILF, DP y otros acrónimos o sintagmas japoneses buscados sólo por personas intrépidas; aunque hay muchas páginas de internet para satisfacer estas dudas.
De los pocos inconvenientes están que la pornografía llega de forma inoportuna: como mensaje de los jefes, como llamada de los bancos. Sin embargo, no tiene que ser liberada en un vulgar va-y-viene jadeante, sino que puede ser un detalle, como catar el vino contrapuesto a la borrachera. Y disfrutarse de vez en vez.
La pornografía puede ser vista como una de las bellas artes, similar a lo planteado por el Dr. Ariel en su libro sobre el suicidio; aunque para el porno no hay necesidad de una petite mort —“pequeña muerte” significa “orgasmo” en francés—. Mirar videos, fotos, leer relatos o merodear en terrenos del vr, no tiene que ser mal visto, pues no se daña a nadie, más que a uno mismo. Habrá que esperar pacientemente a que llegue un sexólogo y escriba sus andariegos roces en estos temas, quizá algunos salgamos bien parados de este escrutinio social.

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Los espéculos del boticario

Cada mañana, don Liberación despertaba con el aroma del café preparado por su mujer. No habían dado las nueve campanadas en la iglesia de Churubusco el Alto, pero él ya estaba en la trascalle de su tienda con dos tazas en la mano; él sabía confeccionar una buena mezcla para su informante.

—¿Cómo está, don Líber? —le saludaba afable el cartero quien bajaba de su bicicleta para luego encender un cigarro.

—Lo normal, Francisco, lo normal.

Luego de los saludos de rutina, don Liberación extendió su mano con una taza aún humeante.

—¿Y qué traes hoy? —el boticario esperó a que Francisco le diera un sorbo al brebaje.

—Está variado: publicidad de con Luciferino, la invitación a los Quince de Lucy. Pero quizá le interese esta otra postal que le mandan a don Fernando desde el extranjero.

Don Liberación se la arrebató, el papel ostentaba la imponente imagen de una cadena montañosa azul de nieve. Tenía una caligrafía muy delicada y agradable: una mujer. Sacó sus lentes del bolsillo y leyó en voz alta:

 

Las calles de Burkenreich me parecen extrañas y solitarias sin tu presencia. Justo hoy, en mi cumpleaños, me acuerdo de ti con añoranza, y los sonidos se vuelven ruidos de olvido y memoria. La familia de tu hija está bien. Sé que no quieres enterarte de nosotros; pero te mandamos cariños. Serás abuelo pronto: Agnes está embarazada. Aunque sé que no te interesa mucho lo que nos ocurra.

Mi amado Ferdinand. Te recuerdo todas las noches, y espero que si huyes, sepas que tienes un hogar en Burkenreich y un espacio junto a mí en la cama.

Hilde M.

  

—Ah, chirrión… —el cartero caló su cigarro—. Está buena la historia. Sí le gustó, ¿verdad?

Don Liber chasqueó la lengua. —Puedo trabajar con esto —guardó los lentes y le dio un paladeado sorbo a su café.

 

En su botica, don Liberación se volvió a poner los lentes. Gracias a ellos, toda la pared llena de frascos resplandeció a su mirada, algunos en destellos marrones, otros en amarillo. Suspiró de nuevo tratando de recordar la carta de la tal Hilde, e imaginó el color de don Fernando tras leer la postal.

Las emociones se enarbolaron en su cabeza y tomó varios recipientes. El éter como base, unos gramos de óxido de zinc para que la piel sintiera las caricias de una mujer, un poco de alcanfor para los suspiros del pasado. Burkenreich estaba cerca de Alemania —según imaginaba por el paisaje de los Alpes— y el aceite de almendras evocaría a las personas que conoció allá. Sirvió 15 ml de emulsificante en el alcohol puro y meneó con la pipeta. Vertió del mortero el triturado de lavanda, heliotropo y magnolia: flores que avivaran la añoranza y le acompañaran en su duelo.

Revolvió todo en una botella ambarina y la miró a contraluz. Las lentes del boticario le mostraron tonalidades de un amor antiguo y una cura para esas emociones europeas: algo con qué aferrarse a los aires de Churubusco el Alto. Dejó caer un poco de plata pulverizada: el toque secreto de todas sus mezclas. Sonrió cuando el tónico mostró un color púrpura-tranquilo.

Terminó de ponerle la etiqueta con las dosis, cuando resonó la campanilla de la botica, dándole paso a un don Fernando fatigoso y con señales de llanto amargo.

—Don Liber, me siento un poco mal, ¿tiene algo para la ansiedad?

El boticario, sin quitarse las gafas, sonrió y arrastró el tónico hacia su cliente: —Justamente estoy estrenando esta mezcla —el color dentro del frasco se entrelazó con el aura de Fernando. El boticario apreció su buen trabajo; así que se quitó las gafas y se dispuso a cobrar.



Imagen de LwcyD en Pixabay 

jueves, 16 de julio de 2020

Apartamento amueblado para estudiantes en Zona Independencia

Arturo trata de no gritar, de quedarse callado, de apretar la pierna. La bala saldrá en algún momento, lo importante es no hacer ruido, que no sepan que está en la tienda.
El sonido de los vidrios apisonados se hace más próximo. Revientan botellas y tiran una estantería. Arturo —como puede— muerde su miedo, está seguro de que así no gritará. El pánico bombea bajo su piel. Con sus sentidos alterados por la inminencia de la muerte, nota una sombra reptar hacia el mostrador donde se resguarda de ellos.
Desparramado por el piso, está el dinero de la renta y el depósito: $4000 que Arturo le dio a don José para rentar el departamento sobre la licorería. La mayoría de los billetes están en las garras muertas del dueño, manchados por una baba sanguinolenta que empieza a inundar el suelo. Arturo nota con miedo cómo el dinero crea un camino hacia él: hablaba con don José antes de que llegaran, incluso le estaba ayudando a buscar una caja de cigarros que estaba hasta el fondo de la barra.
Arturo escucha risas y ofensas a la entrada, el destapar de una cerveza y el crujir de unas papitas. Son tres hombres. Los escucha hablar del anciano imbécil que no quiso pagar la protección, de cómo se les puso al brinco el viejo aquel. Las botellas se chocan a modo de brindis, y luego un helado ribete de nerviosismo cuando uno de ellos sugirió vaciar la caja para pagarle al patrón.
Las manos tensas de Arturo apretaron aún más la herida en la pierna. Aquella bala perdida seguía mordiendo su carne, pero el dolor que él mismo se hizo era para detonar adrenalina, hacer brotarle ideas. Algo debía hacer, aquellos hombres lo iban a matar: a una víctima de la coincidencia. Arturo únicamente buscaba dónde vivir, un lugar barato, el barrio era algo peligroso; pero, de todas las opciones, La Independencia estaba cercana a su escuela y era barata.
Ahora lo entendía, por eso don José estaba tan feliz de recibirlo, por eso las prisas para que se mudara, necesitaba el dinero para dárselo a esos hombres. Era la supervivencia quien le motivaba a ofertar el apartamento de arriba.
El mafioso se colocó —cerveza y cigarro en mano— a un lado del cadáver. A primera vista no parecía intimidante. “Parece una persona normal”, pensó Arturo al verlo, la decencia amalgamada con el crimen. El hombre sonrió y se reconocieron de pronto, era quien salía de la licorería aquella tarde en la que Arturo llegaba a preguntar por el aviso de ocasión que había encontrado en el periódico.
El desconocido pisó al dueño para ver si reaccionaba, pero las municiones habían enfriado ya a don José. Fue por saña y descaro: el hombre le refundió un balazo en la cabeza a don José. La sangre salpicó a Arturo; empezó a sollozar sabiendo que ya de nada le servía quedarse callado, al contrario: era momento de rogar por su vida, de pedirles que no le hicieran nada, decir que él estaba ahí por accidente, que podía pagarles lo que quisieran para dejarle vivo —aunque todo lo que había ahorrado estaba ahora manchado de un pastoso rojo-coágulo.
—Por…
El disparo le equilibró las piernas. El grito rasguñó el aire con un agudo crujido de hueso roto y metal caliente.
Fue sin tacto ni escrúpulos. El eco de una nueva detonación dejó un silencio mortuorio.
Minutos más tarde, ambos cuerpos eran abrazados por el fuego, mientras estallaban latas y vidriería a lo largo de los pasillos.
A lo lejos, las sirenas de Bomberos anunciaban su camino, y las llamas escalaban, llevándose consigo, no solo el cuerpo de Arturo, sino todas sus cosas: maleta, recuerdos, libros y cuadernos. Se reducía a cenizas ese lugar para encontrarse a sí mismo ahora que empezaba la universidad; un lugar para morir.


Imagen de Igor Ovsyannykov en Pixabay 

miércoles, 8 de julio de 2020

Playlist: Cómo escribir un ensayo

Les dejo mi Playlist sobre cómo hacer un ensayo académico.
Mi idea es irla mejorando poco a poco para que cualquiera pueda tener material para un ensayo para bachillerato. Incluso improvisar ensayos y planear ensayos para estudiantes de Literatura en menos de 4 horas.



Ostara [Audiolibro]



martes, 7 de julio de 2020

sábado, 4 de julio de 2020

El aroma de los gatos


Cuando entras a un departamento con gatos, lo primero que te recibe es un tufito a guardado, a heces mal limpiadas y a orina fuera de la caja. El hogar de un gato está donde caga, y llegar a la casa de otro acólito felino y ser recibido con esos aromas excrementicios no son un símbolo de desagrado, sino una recomendación. El que tiene gatos y huele esos regalitos, sabe que aquella persona tiene la parsimonia de aguantar el mordisqueo nocturno en los dedos, que toleran platos y vasos rotos por accidente al dejarlos al borde de la mesa, que soportan los vómitos en el pasillo. El reptar de esa tarjeta de presentación olfativa nos dice: “Yo también puedo ser tu amigo, hablemos de nuestros gatitos, te compartiré imágenes y videos graciosos”; pero nuestra cultura, que rechaza el miasma, nos obliga a decir algo como “Ay, disculpa” y aniquila esos consejos al rociar Glade como si atajara las relaciones humanas.