viernes, 11 de diciembre de 2020

Biblioclastia: la subsistencia y destrucción en la metaliteratura

 

Malaquías es el único que tiene acceso al libro. Si no es el culpable de los crímenes, quizás ignore los peligros que ese libro encierra...

Umberto Eco

 

Cuando Lyotard habló de la posmodernidad, seguramente no se imaginaba toda la sarta de eventos cienciaficcionales con las que lidiamos hoy en día. La actualidad nos alcanzó, no solo en las artes, sino también a las maneras en que mostramos muchas de las obras estéticas. Los lectores contemporáneos nos enfrentamos a una nueva era de soportes y discursos, donde no sólo tenemos libros y periódicos como la única fuente de conocimiento impreso, sino que también existen computadoras, tablets, lectores digitales y todo un abanico que podría detonarse en los años venideros a la publicación de este trabajo. ¿Qué diría Verne de todas las maravillas a las que nos enfrentamos como el Streaming o las redes sociales? En general tenemos una revolución sobre el modo de informarnos y en cómo la almacenamos.

¿Deberíamos preocuparnos de aquellos millones de resultados que arroja Google al buscar sobre la desaparición del libro impreso? Quizá muchos hemos pensado que eso es un indicador para desanimarnos o creer que el libro está en aras de extinguirse, como tanto han cantado diversos autores sobre la desaparición del papel, la tinta y la encuadernación. Sin embargo, no tenemos por qué sorprendernos: decir que la destrucción de libros es nueva, sería ignorar milenios de historia, y —sobre todo— aparentar ignorancia ante un tema que ha rondado la literatura desde siempre. Hemos afrontado muchísimas veces una posible desaparición del libro, no sólo por manos de la tecnología —como se ha debatido recientemente— sino también a lo largo de los anales: los rollos, el papiro o el incunable; todos descolocados o reemplazados por una nueva presentación y elaboración que extiende su durabilidad. Estos soportes son materiales y no digitales como los que están en boga últimamente; más relevante desde que las películas en soporte rígido se han tornado hasta obsoletas. ¿Nos enfrentamos hoy en día a la verdadera desaparición del libro? Quizá exagere, pero hay muchas razones para pensar que a lo largo de nuestra existencia, la biblioclastia —término más práctico para hablar de la destrucción de estos materiales— es una preocupación de los intelectuales y de aquellos que leen; ejemplo lo hallamos en Borges y su ensayo “La muralla y los libros”, texto que apertura Otras inquisiciones (1952): por un lado la construcción de la monumental Muralla china y por el otro el olvido de todos los registros anteriores al gran Shih Huang Ti. Esta desaparición del conocimiento es contextualizada por Fernando Báez en su obra Historia universal de la destrucción de los libros: de las tablillas sumerias a la guerra de Irak (2004), principal fuente para hablar de la biblioclastia, la libroclastia, libricidio o bibliolitia; términos que van de la mano, pero que para fines prácticos referirán a las conductas, prácticas, procedimientos, dispositivos y políticas para destruir, desvalorar o invisibilizar recursos de información, espacios o personas relacionadas con el mundo bibliotecario o editorial (Báez, 2004). Es hasta irónico que el memoricidio provenga de oriente: lugar donde nació el libro, aplicando por completo la destrucción de libros y bibliotecas por medio del fuego —elemento simbólico en la historia humana— pero que remarca el vínculo que hay con la destrucción de las ideas y las revoluciones constantes del pensamiento. Una de las premisas que no desarrolla por completo Báez la podemos encontrar en el libro Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura (1944) de Ernst Cassirer: el lenguaje oral y escrito, deriva del mito y la religión, de él proviene el arte y después la ciencia (Cassirer, 2016: 205-254). Es quizá este carácter aún subjetivo que puede tener la palabra escrita el que puede hacer que el tema sea volátil y desdeñable en algunos aspectos. La palabra y las artes escritas son discutibles y pueden dañar la ideología de otros, por lo tanto, están sujetas a la iconoclastia.

Podemos observar que el memoricidio coexiste culturalmente con la formación humana. La relación con el análisis literario parece ser aún sutil, pero proviene de las premisas dadas por Báez y trasciende a escritores de hoy en día. En nuestra vida cotidiana, ¿quiénes son más propensos al libricidio, los hombres cultos o incultos? Una respuesta simple podría ser que los no lectores tienden a no darle el peso o importancia que tiene la palabra escrita (Galindo Núñez, 2019). Al desconocer todo el proceso editorial que requiere un libro, parecería usual esa condena inquisitorial que les dan a los libros. Culpar a los incultos simula ser una salida fácil; pero ignorar a los letrados en esta ecuación puede llevar a una puerta falsa. La gente culta conoce todas las horas de trabajo que tiene un solo ejemplar —más si es un tomo medieval— y sabrá que el condenar al olvido un tomo no es sólo destruir papel, sino parte del contexto, y es que muchos de esos libros condenados a la hoguera reflejan de los intereses de una sociedad —como el ensayo de Borges— para prevalecer a lo largo de la historia.

Si miramos la otra cara —la de los lectores críticos—reconoceremos ciertos elementos que podrían desentonar en esta discusión: una persona inculta podría destruir los objetos de conocimiento porque no aprecia su interior; pero el que sabe valorar su contenido también podría querer aniquilarlo. En el famoso escrutinio de la biblioteca de Alonso Quijana en el capítulo vi del Quijote, el cura y el barbero son conocedores de los libros y pueden juzgar cuáles son malos para el seso de su vecino. ¿Qué tipo de pensamientos se ponen en juego al juzgar un libro? En la obra cervantina se intentaba liberar la mente del hidalgo de las infames palabras de la caballería; sin embargo ejemplifica cómo aterran los libros al mundo. La palabra es poderosa cuando puede llegar a la persona adecuada, y el papel del crítico es crucialpara esto.

¿Qué sucedía en El nombre de la rosa de Umberto Eco si no era este mismo proceso? Jorge de Burgos —nuestro Borges benedictino— reconoce el peligro de ciertos libros y no teme matar a todo monje que tenga contacto con el tomo ii de la Poética aristotélica. Esta misma situación ocurría en los scriptorium monacales, donde sin mayor razón que la persistencia de las tradiciones morales y religiosas de su tiempo, los académicos destazaban y censuraban ejemplares con el único motivo de que veían algo peligroso en sus hojas (Rey Bueno, 2006). Este memoricidio lleva a encajonar el pensamiento, pero deja muy evidente para el lector que hay una cercanía entre la gente culta o letrada y la destrucción o invisibilización de estos libros, porque, ¿quiénes son los primeros filtros del canon si no es la Ciudad letrada[1] y todos los mecanismos de poder que conlleva?

Es verdad que habido gente inculta que buscó desaparecer la palabra impresa; pero hay más lectores críticos que conocen la crudeza de la palabra, las injurias y subjetividades que los libros llegan a ocultar; no por nada, existe la anécdota de coleccionistas que mutilaron la primera Biblia de Gutenberg hasta convertirla en despojos vendidos a granel a un precio mucho mayor que una Biblia íntegra. Si partimos de esta premisa, podemos extender la tarea que nos compete y darnos cuenta de quienes tendrán más problemas con los libros y su administración: las personas más cercanas a ellos. Tenemos inmiscuidos en los organismos de validación del canon literario a cientos de escritores que dedicaron su vida para evidenciar estos hechos por medio de una metaliteratura —libros que hablan de libros—, convirtiendo a la biblioteca en un tópico central de sus palabras, ya sea narrativa, lírica o ensayística; y para todos aquellos que estén envueltos en el mundo editorial es muy posible que encuentren una inspiración potencial en su proceso de creación literaria.

Y es justamente aquí que tenemos un punto de unión entre la biblioclastia y la metaliteratura, pues a nadie le parece extraña la presencia de la Enciclopedia Británica en el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” debido al carácter academicista que compartían Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. Es verosímil que estos dos personajes se pasaran las tardes discutiendo entradas de libros de referencia; del mismo modo que en México el Ateneo de la Juventud departía con gusto lecturas extranjeras o términos exquisitos de otras lenguas. Esto abona en el argumento de que los letrados tienden a tener un fetiche con el libro, volviéndolo un punto de fuga para muchas de sus creaciones. Así, esta metaliteratura es un reflejo de las preocupaciones primigenias de ciertos escritores; como el poeta que confecciona su ars pœtica o que le canta a la Poesía. Siguiendo estos preceptos, habrá en algún momento un escritor que dé una pincelada a sus maestros: un libro puesto en una escena del crimen, una biblioteca en algún personaje, un profesor de literatura; si la bibliolitia se da más en la gente culta es porque ningún individuo es inmune a su contexto: moverse en el mundo de los libros y las bibliotecas terminará afectando al sujeto de modo que sublime estas experiencias de algún modo; pueden ser vertiendo su experiencia bibliófila en los textos o describiendo un libricidio. La afirmación anterior es una peligrosa aseveración: es importante precisar que no todos los que tienen contacto con los materiales impresos se volverán un Borges o un Burgos. Sin embargo, es importante mencionar que hay un carácter logócrata a tratar aquí (Steiner, 2003), y convendría acercar otro ensayo de Umberto Eco —curiosamente uno sobre el gusto por los libros—: “Desear, poseer y enloquecer”, donde habla sobre la bibliofilia y la bibliomanía y que nos hace reflexionar cómo muchas veces hay coleccionistas que no leen las obras que archivan. El ensayo es crudo y deja a discreción los juicios de valor. Eco reconoce que no todos los bibliómanos leen, del mismo modo, no todos los involucrados en el mundo de las letras acaban tocando el libro en sus historias. Estas referencias nos indican que está presente una cercanía con estos tópicos, y esto será algo muy relevante a lo largo de este trabajo.

Resulta hasta obvio pensar que no existe un texto que no responda a su contexto: ese objeto hablará demasiado del tiempo y lugar en el que se desarrolló. Un producto estético surge de lo que le resulta inquietante a la sociedad. Así, del mismo modo en que personas asoladas por el narcotráfico tienden a evidenciar sus traumas por una sublimación estética, muchos pueden querer ser escuchados. La falta de comunicación con otros la encontramos en la biblioclastia: autores preocupados por retomar la existencia del libro y recuperar aquellos días idílicos cuando la literatura estaba a la orden del día. Si no se exalta, puede crearse una distopía donde la letra sea despreciada. Ante la pregunta sobre quiénes destruyen más libros, si los lectores o los no lectores, podemos regresar a la hipótesis de que los más cercanos a los libros, son los escritores que sacan su frustración académica e intelectual por medio de las letras. Cuando tanto preocupa esta situación a alguien más necesita dialogarla; el libro responde tendiendo la comunicación con un lector futuro —lector ideal o lector modelo— para que entre ambos concluyan sus reflexiones sobre la erudición: caso similar que muchos lectores han experimentado frente a estos autores que discuten su postura biblioclasta dentro de la literatura.

Podemos llevar esta reflexión a un metadiscurso y situar la lupa en que los mismos letrados hablan de las obras literarias. Parecería lógico que, si juntamos ciertos caracteres personales, contextuales o de recepción, aparezca ante nosotros la figura de un autor que escriba sobre libros, convirtiendo el ejemplar, si no en un objeto destruible, en materiales monstruosos o llenos de imposibilidades. ¿No somos acaso producto de lo que nos rodea? Este trastocamiento, esta polimorfismo del libro normal al ominoso que debe ser destruido es un paso importante para la literatura: es una reescritura del grimorio medieval, y del mismo modo que aquellos tomos arcanos, debe ser aniquilado, o él nos destruirá a todos (Galindo Núñez, 2019). Esto es una renovación literaria, una nueva manera de crear autoficciones donde se desmenuce una clara intención estética. La biblioclastia y el olvido son una preocupación constante incluso a modo administrativo, pues la desaparición de los libros debe preocupar a cualquier escritor que depende de sus lectores; y aunque sustente la idea romántica de escribir únicamente para él, es posible que busque ser publicado.

Escritores preocupados por este tema son muchos, y el listado que viene a continuación parecerá ser más propio de un catálogo que de un análisis minucioso, pero quisiera recalcar que ya otros han dado sus opiniones en torno a estos ejemplares o han creado análisis más significativos de los que pueda mostrar en este momento.

Ya se citó la obra cervantina y a Umberto Eco en El nombre de la rosa; sin embargo, otro bastante reconocido por el público es Farenheit 451 (1953) de Ray Bradbury: distopía donde se puede recurrir al memoricidio: olvidar el arte, la literatura y las obras dignas de pensamiento. Bradbury —en su cualidad de escritor de ciencia ficción— mostró de manera anticipada —como buena parte de los autores de este género— una manera en que la biblioclastia podía ser llevada al extremo, causando resistencia en algunos rebeldes y haciendo que muchos murieran por esos ideales, incluso, abandonando la civilización tecnológica para volverse sabios marginales.

De un modo similar, Pérez-Reverte nos muestra en El club Dumas (1993) a un cazador de libros: un mercenario que consigue ejemplares extraños, y en este caso el libro Las nueve puertas del reino de las sombras escrito por el Diablo. En dicho tomo se cuenta la manera en que puede liberarse al mal en el mundo; aunado a ello aparecen personajes de Los tres mosqueteros y emularían una caricatura de lo que tememos los lectores: que haya vida dentro de nuestras historias. En la obra propuesta por el actual miembro de la Real Academia Española se encuentran situaciones propias del coleccionismo, similar a lo dicho por Eco en su ensayo. Lo que nos deja Pérez-Reverte es una duda en torno a por qué debemos cuidar los libros, qué hacer cuando alguien busca aniquilar lo que deseamos o robarse tomos de las bibliotecas particulares. Si bien es una historia de aventura, no deja de tener un carácter reflexivo sobre cómo se va forjando la idea del libricidio.

De España también —pero más contemporáneo— Carlos Ruiz Zafón ha logrado llegar a generar un best seller: por ejemplo, su saga Cementerio de los libros olvidados conformada por La sombra del viento (2001), El juego del ángel (2008), El prisionero del cielo (2011) y El laberinto de los espíritus (2016). Esta colección propone una biblioteca exclusiva y que sirve de refugio para aquellos libros que sufrieron durante la Guerra Civil y de los cuales sólo queda uno o muy pocos. ¿Cuál es su propuesta? Ruiz Zafón muestra la bibliolitia: esa particular destrucción bibliográfica realizada por los editores o autores en búsqueda de borrar ciertas obras. La sombra que recorre toda esta tetralogía es el amor por los libros y cómo personas se han arriesgado por salvar colecciones, así como otros por destruirlas, no sólo por el régimen franquista, sino también porque detestan lo que viene escrito en ellas. La tetralogía nos llevará girando en torno a este cementerio: personajes que atraviesan este espacio, que escriben y destruyen libros, pero también, razones para que esto sea cuestionado.

En El último lector (2004) de David Toscana se plantea un tema interesante: el castigo de un mal ejemplar. En la novela, el personaje principal sirve de juez literario que decide si un ejemplar permanece en la biblioteca regional para ser leídos o si merecen ser condenados a las ratas, las cucarachas y la humedad. El protagonista vive en y para la literatura: los libros son el fin y el medio, una manera de recrear el discurso y desarrollar la historia por medio de la metaficción: una historia que dentro de otra historia, proceso metaliterario por excelencia proveniente de los tiempos modernos de la literatura, como con el Quijote y Borges (Cercas, 2016: 13-18).

Entre otras muestras literarias tenemos otro best seller: La ladrona de libros (2005), de Markus Zusak. Obra relevante para muchos mediadores de espacios lectores y que habla del libricidio nazi y cómo una niña trata de salvar poco a poco varios ejemplares. La narradora de esta novela es la Muerte, quien va siguiendo los pasos de los protagonistas en medio del Holocausto. Simbólico resulta que un personaje tan interesante tenga la voz del narrador: fondo y forma se conectan, pues qué mejor manera de contar el fin de una bibliografía completa sino por medio de la aniquiladora por excelencia.

En la parte lúdica, El arte de rechazar una novela (2008) de Camilien Roy es una interesante manera de crear ficciones alternativas a modo de cartas de rechazo editorial: ¿cómo rechazar un libro de haikús si no es con “¡Nace un manuscrito! Las palabras, frágiles, despiertan. La espada se alza y mata” (Roy, 2008: 157). Mismo caso para una novela feminista, una de horror y un poemario en verso libre. Aunque este libro sea más cercano a la minificción, tiene mucho de lúdico y giros argumentales; sigue tratándose de un nuevo tipo de bibliolitia, pues son los editores quienes por medio de ciertos procedimientos —una carta de rechazo— no permiten a las nuevas voces del mundo literario salir; aunque según desarrollan las epístolas, seguramente estos textos no deberían vaciarse a la tinta y al papel. ¿Esto es un tipo nuevo de biblioclastia? Podría darse una respuesta que no satisfaga en su totalidad esta pregunta; sin embargo: ¿el negar la voz no es violencia de toda formas? Quizá este ejemplo pueda suponer un modo innovador de pensar, pero dejarlo de lado sería descartar la cercanía con el término “bibliolitia”.

Hay un tópico común en todos los ejemplos mencionados: el libro que debe ser aniquilado. El tomo tiene que ser desterrado de un modo u otro, ya sea por su baja calidad literaria como con Camilien Roy o porque se trata de conservar la memoria en medio del franquismo, movimientos similares al de Borges en su inquisición.

¿Qué interés puede haber fuera del literario por la persistencia de la memoria? El libro, la biblioteca, el autor y la librería tienden a fascinar; quizá una extrapolación de esta teoría pueda deberse al carácter divino que tiene la inspiración: llámese duende, musa, numen o cualquier otro; son reflexiones que podremos encontrar en archivos y en detallados recortes periodísticos de las localidades. En mero 2020 preocupa no sólo la transmigración del libro de la celulosa a lo digital, sino también el cierre de librerías y de editoriales. El mundo se vuelve agreste para el autor, de modo que la biblioclastia nos sigue atormentando: no a modo de incendios en Alejandría, sino en otros modos más ominosos. Sea el soporte o el discurso, el libro prevalece: es un mito, una manera de llevar la palabra y un símbolo que persiste en la consciencia colectiva (Carrión, 2013: 26-32). Quizá leer tanto sobre biblioclastia termine maravillando al lector, haciéndolo abrazar aún más sus ejemplares, apreciar la belleza de las librerías y completando su discurso cotidiano con metáforas renovadas en torno a lo que es ser intelectual, el leer y la bibliomanía.

 

Bibliografía

Báez, F. (2004). Historia universal de la destrucción de libros. De las tablillas sumerias a la guerra de Irak. Barcelona: Destino.

Borges, J. (2012). “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius“. En Cuentos completos. México: Lumen.

Borges, J. (2014). “La muralla y los libros”. En Inquisiciones / Otras inquisiciones. México: DeBolsillo.

Bradbury, R. (2009). Farenheit 451. Guadalajara, México: Random House Mondadori, Universidad de Guadalajara.

Carrión, J. (2013). Librerías. Barcelona: Anagrama.

Cassirer, E. (2016). Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura. México: fce.

Cercas, J. (2016). El punto ciego. México: Penguin Random House.

Cervantes, M. (2004). Don Quijote de la Mancha. Edición del iv centenario. México: Alfaguara-Real Academia Española.

Eco, U. (2001). “Desear, poseer, enloquecer”. En El malpensante (31). Recuperado el 10 de diciembre de 2020 de http://www.elmalpensante.com/31_breviario.asp

Eco, U. (2005). El nombre de la rosa. México: DeBolsillo.

Galindo Núñez, M. (2019). “Libros malditos: el mundo editorial dentro de las historias fantásticas”. En Realidades y Ficciones (39. Septiembre). Recuperada el 16 de mayo de 2020 de https://revista-realidades-y-ficciones.blogspot.com/2019/09/realidades-y-ficciones-revista.html.

Geraldo, D. (2015). “Parodia y autoparodia en El último lector de David Toscana”. En Revista Valenciana, estudios de filosofía y letras (16. Julio-diciembre). Recuperado el 11 de diciembre de 2020 de http://www.scielo.org.mx/pdf/valencia/v8n16/2007-2538-valencia-8-16-00057.pdf

González Echevarría, R. (2011). Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana. México: fce.

Pérez-Reverte, A. (2008). El Club Dumas. Barcelona: Punto de Lectura.

Rey Bueno, M. (2006). Los libros malditos: textos mágicos, prohibidos, secretos, condenados y perseguidos. Barcelona: Círculo de lectores.

Roy, C. (2008). El arte de rechazar una novela. Barcelona: Bruguera.

Ruiz Zafón, C. (2013). El prisionero del cielo. México: Booket.

Ruiz Zafón, C. (2013). El juego del ángel. México: Booket.

Ruiz Zafón, C. (2016). La sombra del viento. México: Planeta.

Ruiz Zafón, C. (2020). El Laberinto de los Espejos. México: Booket.

Steiner, G. (2003). Los logócratas. Barcelona: Siruela.

Szurmuk, M. y McKee, R. (Coords.) (2013). Diccionario de Estudios Culturales Latinoamericanos. México: Siglo xxi.



[1] El término de “ciudad letrada” es propuesto por Ángel Rama y engloba a los mecanismos políticos, sociales y culturales que configuran la adecuada distribución de una obra artística o literaria: editores, concursos, periódicos, círculos de lectura, academias, ferias, críticos y medios de comunicación masiva (Szurmuk y McKee, 2013: 55-60).



Imagen generada con Midjourney


jueves, 3 de diciembre de 2020

La Virgen del Valle Mayor

Ay, señor Buenrostro… Pues ni qué decirle. Después de la correteada que le dieron, ni como ayudarle. Ya le decía yo cuando nos conocimos que todas las mujeres estaban locas y que no se puede confiar en ellas. ¡Y sí, ya sé que yo también soy mujer! Pero estoy muerta y creo que eso no aplica más que para las vivas.

Ya ve cómo da giros la vida, y sobre todo en las religiones. Que no por nada estoy enojada con el Señor de Allá Arriba. ¡Y que me escuche, eh! Aunque ya sé que me hace caso a medias. Yo por eso no confío ni en las mujeres, ni en los religiosos. Qué bueno que llegó usté’ a ponerle orden a esta casa, que luego me cansaba de escuchar tantos rezos y confesiones en medio de la noche por parte de mi hermano —esto es antes de que nos muriésemos, eh—… ya que lleguemos a esa parte de la historia se le va a bajar lo borracho del susto. Aunque deje que le cuente. Y sí, ya sé que anda todo torolaco; pero le voy a contar una historia a ver si con eso se duerme.

Resulta que, cuando llegamos a Churubusco el Alto mi hermano y yo, toda la iglesia estaba nuevecita, brillante y reluciente, y eso que no habían barnizado nada todavía. Afuera teníamos la plaza: ni una piedra le faltaba a las jardineras, y ninguna puerta parecía dañada. Con decirle que ni estación de autobuses teníamos; que no es como que la necesitemos mucho: quien llega se queda y quien sale, no regresa. Hasta se me hizo raro el otro día que me dijo que había llegado en un camión, porque creo que no requerimos eso acá en el pueblo. Seguramente el alcaide lo hizo para llevarse sus cientos al bolsillo; ya ve lo uña largas de los políticos: pura robadera.

Pero sí, oiga. Todo estaba bien bonito. Hasta las campanas tañían como recién bajadas del cielo. Imagínese usted: “la Casa Morelos” era un edificio solito pa’l cura, algo que no nos hubiéramos esperado cuando nos mudamos pa’cá. Y rápido salieron las habladurías: ¿que por qué traía a una mujer a su casa? ¿que por qué era peligroso que la sirvienta se quedara a vivir con él? Nombre, puros chismes bien mensos. Pero los entiendo, aunque yo era la hermana del padre, parecía su sirvienta. Ya ve cómo son las mamás, que cuando una sale niña, la encajonan como mujer de hogar, y eso nomás porque fui la segunda en nacer, eh. ¡28 segundos! La esclavitud se mide en 28 segundos, Buenrostro. Ay, a la siguiente le voy a pedir un alcoholito para acompañarle en las penas. Pero ya me ando desviando de nuevo.

Seguro ha de pensar un pueblo nuevo significaba que no habría errores: la iglesia parecía recién bañada —con decirle que la hoja de plata destellaba cuando uno prendía las velas—; pero sí tenía un detallito, uno muy importante: no había un Cristo colgado en el altar. ¿Se imagina usted una iglesia sin un Cristo? Nomás porque yo sí la vi, pero apuesto que no puede imaginárselo; y menos con los tres litros que ha de traer de borrachera en la sangre.

El caso es que yo le dije a mi hermano. ¡Fíjese! La segunda en nacer fue la que lo notó, y eso que yo no le olía las axilas al Señor de Arriba como él. Entonces se le ocurrió una idea de esas que no tienen sentido más que para el que las dice: hacer una colecta para fundir un Cristo nuevecito. Qué ocurrencias las de él, ¿verdad? ¿Cómo les pides a las gentes que regalen lo poco que tiene para un Dios que ni siquiera es bueno para llevarse a los fallecidos? Le dije que era una idea tonta, porque piense: ¿cuánto le mide un Cristo? Yo me imagino que de dos a tres metros, cuatro si lo quiere muy bíblico; ahora, ¿cuántas monedas necesitaría para fundir un monigote de esos? Y si lo quiere que sea en pura patina, pues sí es más simple, pero igual no había nadie en todo Churubusco el Alto que hiciera eso, por lo que traerse a otra persona saldría todavía más caro. El que trabajaba la madera se había muerto en el incendio. ¡Y todo esto lo sé porque soy lista, eh, no porque sea mujer! Aunque buena para las cuentas también soy, ¿apoco no puedo hacerle una salsa exactamente igual cada vez y sin contarle cucharadas y pizquitas? Pa’que vea.

Lo que sí pensé hasta que ya estaba muerta era: ¿y por qué no había un Cristo? Era como si El de Allá Arriba nos hubiera aventado acá sin siquiera la imagen de su Hijo… y qué raro… pero eso ya fue hasta después; ahorita mejor le seguimos como íbamos: Duramos casi seis años sin un cristo. El señor… ay, uno de los carpinteros que ya ni me acuerdo de su nombre, donó un par de vigas que las colgaron haciendo una cruz, lo malo era que estaba medio pálida: ya ve, madera de pino en vez de una de más calidad; pero la supieron barnizar y quedó más oscurita. El caso es que duramos muchísimo sin que Aquel se apareciera en misa. Estábamos solos en Churubusco el Alto, y eso lo empezó a notar mi hermano. Yo ya sabía, pero le digo que a mi hermano le costaba comprender, yo creo que le faltó aire cuando nos sacaron de mi madre… atrabancado para nacer, segurito y hasta se le olvidó respirar bien y le dio un algo en el cerebro.

Ay, señor Buenrostro, no se me vaya a dormir todavía, que aquí es cuando se pone interesante la historia: un nueve de noviembre las puertas de la iglesia se abrieron temprano. Mi hermano nunca me prestaba atención, podía estar bailando un zapateado en el altar; pero el muy nariz de que ni huele un pedo no me hubiera dirigido la mirada. Y creo que fue bueno, si me tuviera más entreojeada seguramente no hubiera escuchado todo lo que dijeron en la iglesia ese día. Yo limpiaba el confesionario con agua y jabón; mi hermano decía que los pecados se quedaban pegados con la mugre, así que ahí me tenían fregando la madera para dejarla libre de maldad. Pero apuesto que la que entró traía mucha mala vibra con ella, porque hasta la espuma de mi cubeta se bajó de golpe. No me va a creer, ya lo conozco, pero algo tenía de rara esa persona. Los pasos descalzos de aquella mujer parecieron ir callando uno a uno los ruidos dentro de la iglesia.

—Usted es el padrecito del que tanto hablan.

Para que vea, todavía me acuerdo de cada palabra que dijo esa méndiga.

—Usted no me conoce; pero yo he escuchado bastante de usted.

La verdad ni me acuerdo qué dijo mi hermano; yo me quedé ahí adentro de rodillas, con el trapo escurriéndome jabón por el brazo. Escucharla era hasta feo. Le digo: si tuviera pellejo ahorita mismo lo tendría chinito-chinito.

—Es temprano todavía. Si quiere decorar esa pared, lo veo en la entrada del pueblo.

No podía ver nada escondida ahí en donde estaba. Si me paraba iba a hacer ruido, por lo que nomás me pude imaginar la cara de mi hermano, su voz tartamudeó cuando le quiso contestar, pero escuché de nuevo que la mujer se fue alejando hasta salir de la iglesia.

Yo sé que ahorita no está mucho para filosofar y demás, ¿verdad, señor Buenrostro?; pero, ¿sabe algo?, la voz de esa muchacha me hizo desconfiar: sonaba joven, y hasta bonita. No sé cómo explicarlo, algo tenía que no me gustaba. No sé qué cosa sería, eh. El punto es que a ella hasta se le oía la maldad. Y ha de pensar que estoy loca —que bueno, a cada rato me lo dice; no me hago—, pero más loco mi hermano, porque dejó el libro de oraciones en una banca y salió corriendo. Ese día, no supe nada de él. Así, ¡nada!… igual de payaso que usted, se me iba sin desayunar cuando se enojaba.

Hasta eso, que dejara de estar pululando en todos lados me dio libertad de hacer bastantitas cosas: colgué el cuadro del padre Nicolás en su despacho; lavé las sotanas moradas y hasta me pude echar un poco de espíritu con su vino de consagrar. Y fue un buen día: se desapareció por completo el menonengo y me dejó a mis anchas por varias horas. Con decirle que hasta las jerónimas rezaron más a gusto en el convento. Lo que sí se me olvidó fue terminar de limpiar el confesionario. Ya me regañarían después porque una ancianita se descalabró porque dejé lleno de jabón; pobre alma, ¡pero ella tiene la culpa! Si no hubiera pecado ni siquiera se hubiera tenido que meter al confesionario, ¿a poco no?

Le decía de mi hermano: así como se fue, volvió. Yo estaba en mi tercer cafecito: pese a todo era mi hermano y tenía que esperarlo, y así lo hice, hasta cerca de las dos de la mañana que llegó como pedo: apestoso y ruidoso; incluso diría que hasta de improvisto, pero los pedos no salen porque sí, se planean; al menos así le hacía yo…

¡Como sea! Piense nomás la estampa. El cuello lo tenía todo desbarajustado, despeinado, la cara mugrosa, su túnica llena de manchas de barro y sus dedos lastimados: con decirle que le faltaban dos uñas y las líneas de sangre se hacían pastosas en la palma de sus manos. Lo que salía de tono —pese a todo lo que estaba viendo— era que cargaba una cobijita envolviendo algo. Yo dije: ¡El maldito tuvo un hijo! Que era posible, eh. Seguro el baboso había embarazado a una muchacha y ahora se traía al niño. ¡Nombre! Pensé que había matado a la mamá y la había enterrado con sus manos; pero fue entonces que puso algo en la mesa de madera, justo en donde está usted.

—Jacoba —pronunció mi nombre con una respiración entrecortada—. ¡Dios nos ha sonreído! Te presento… —y sacó de entre la tela la figura imponente de una virgen de plata— la respuesta a nuestras plegarias.

¡Ya ve! Le dije que se me iba a despertar con esta parte de la historia. A ver, tómele poquito al agua para que se desempance del alcohol.

Yo sé que no me va a creer, pero ese día lo tengo grabado todavía en mi memoria. Desde que llegó aquella fulana a la iglesia, el tiempo en que se desapareció mi hermano y toda la perorata que luego me dijo: que se había ido al sur, que se fue en Abedul —un potro güero rentado a Eusebio Miramontes—, que se había acercado mucho al río y que ahí encontró junto a una piedra enorme la punta de la estatuilla esa. Me dijo que tuvo que cavar con sus manos, y que en varias ocasiones se lastimó, que se le volaron las uñas, que se encajó una esquirla de plata que crecía ahí dentro; pero que al final, logró sacar esa figura.

Mi hermano me dijo: —Mira, Jacoba. Este es un regalo de Dios.

Ay, no. Todavía me cae mal Ese Viejo de Arriba, dejándome aquí sola… pero le digo, señor Buenrostro: esa figura era divina —pero no lo era—. Me explico: parecería ser la Virgen, pero no se engañe; nomás son apariencias. Cuando vaya a la iglesia, le reto a que se acerque bien al altar y la vea de cerquitas. Tiene colmillos; no es como la de la iglesia de Atototlán de la Paz según me ha contado. Esta es extraña. Mire, le voy a ser sincera: cuando vi esa figura me acordé de esos libros llenos de arte mundial: los egipcios, los fenicios. ¿Usted nunca tuvo uno de chiquito? Estoy segura que también debió haber tenido desas enciclopedias en Atototlán de la Paz, eran unos libros grandotes como de 40 cm con tapas blancas y llenas de imágenes; pero lo más importante es que, en esas, había una vieja con unas alas abiertas. Me acuerdo bien que el libro decía que era la Pascua, y no me va a creer, pero era casi la misma cara que la virgen esta. La misma, solo que la que estaba enfrente de mí tenía sus colmillos feos metidos en una sonrisa de benevolencia fingida. Luego, se me hace bien raro que tuviera como ese halo que le ponen a los santos; pero si uno se fija bien, tiene como una medialuna. Yo que la vi de merititita cara, noté que hasta parecían cuernos. ¡Bien fea que está!

No sé cómo explicarlo, señor Buenrostro. De tan horrible que era, hasta se me hacía bonita. Mi hermano ya me había contado que si uno viera a un ángel, lloraría de miedo y de alegría, algo de “lo sublimado”. Yo nunca le hice mucho caso a sus discursos de loco. Pero creo que debí haberlo hecho, más porque ahí tenía en mis narices la prueba clarita de lo que me había dicho antes: algo divino que te asusta.

Pero deje le sigo describiendo esa cosa. Me recordó a la Bienaventurada, esa de los brazos abiertos. Que bueno… usted ya ha ido a la iglesia y la debe haber visto… pero no importa. Le voy a contar hasta el más mínimo detalle, más porque difiere mucho de lo que dicen los padres acerca de la virgen. Lo que se posa en su brazo izquierdo no es el búho de la sabiduría —eso ya se lo inventaron después—, es un tecolote. ¿Y sabe dónde hay más tecolotes acá en Churubusco el Alto? En el Bosque de las Ánimas… —el bosque que está acá al sur— y el de la leyenda: el de la casa de la Bruja.

Creo que ya le han contado esa historia: La Bruja del Valle Mayor, ¿verdad? Uy, si no; ya tengo otra anécdota para cuando me llegue todo borracho. Nada… no me levante la mano, usted tome otra tacita de agua, si le preparo un café se le va a cruzar. Pero lo que le quiero decir: sé que suena medio ridículo, o que a lo mejor me lo estoy inventando —digo, he tenido mucho tiempo muerta para estar inventando cosas, ¿verdad?—; pero le aseguro, señor Buenrostro, que esa virgencita a la que todos le rezan tiene la misma figura que dijo Epitafia que vio de niña. Es más, hasta hay una leyenda que dice que hay un tecolote que nos vigila en las noches sin luna y que luego va y le cuenta todo a la bruja. Ay… ya ni me acuerdo de si había luna ese día, ¡Tan mensa! Le habría dado más suspenso a la historia.

En fin: yo sé que suena tonto, y sé que suena ridículo; pero es que estoy segura de eso: la Virgen del Valle Mayor es la figura de la bruja. No solo por estas reflexiones, sino porque mi hermano no fue el mismo desde ese entonces, cambió, se hizo raro, cayó en el pomo y empezó a hablar solo cuando se iba a dormir a su cuarto… que era orador este, ¡mire nada más qué ocurrente el fulano!

En un inicio pensaba que preparaba sus discursos, ¡hágame el favor! Resulta que tenía talento o algo porque la labia le salió de pronto; y viera para qué la usó: para engañar a medio Churubusco el Alto con una historia imposible de cómo halló a la virgencita esa. Dijo que esa semana había salido al Valle Mayor por inspiración divina. Que el cielo se le abría como indicándole ir hacia el norte, hacia las minas de Reynaga, quesque al norte. ¡No, no, no, no, no! ¿Se acuerda? ¡Si hasta le dije lo del bosque de los tecolotes! Menso no estaba: quería engañar a los feligreses. Seguro ni se acordaba que me había dicho a mí cómo la encontró. A lo mejor se contó tantas veces esa mentira que se la acabó creyendo. Pero —insisto—, decir que estaba en el Socavón, que Los Muertos le fueron guiando por el Camino del Gato, ¡vaya usté a saber! Inventos nomás para hacerse menso, eh. ¡Le creyeron! Todos le aplaudieron, quesque había visto postrada esta imagen en las minas, enguantada de cuarzo y plata. ¡Hágame el favor! Y luego lo del nombrecito, que no iba a ser la Virgen de la Cueva ni del Socavón, que porque esa era otra; que era la Virgen del Valle Mayor. ¡Y así de sencillo!

Fíjese que desde ese entonces, le hicieron tantas fiestas a mi hermano. Y así, cada año celebrábamos religiosamente el día de la Virgen del Valle Mayor cada 9 de noviembre. Ahí tenía al padre Morelos dando discursos que —según yo— practicaba en las noches. Hasta capilla le pusieron ahí afuera del Socavón y tenemos fiesta y peregrinaciones en todo noviembre para ver la nieve en la Sierra Caliza.

Pero, ¿sabe? No eran discursos practicados. No. Me di cuenta una vez que lo encontré todo ojeroso tomándose un café a la primera hora del día. Esa mujer extraña me lo había dejado atarantado y fue perdiendo la gracia de ser el padre que encontró a la Virgen del Valle Mayor, el que le compuso su letanía: “Reparadora de vacas, la que duerme entre la plata, dispensora de conejos”. Le digo que le mandó construir una capillita allá al norte con el dinero de Eusebio Miramontes y de los Honorato. Pero se fue apagando, haciéndose una sombra, una persona que rezaba de forma piadosa, pero que ya no salía con gusto, ni comía mis platillos con el buen colmillo que tiene usted. De sus últimas cosas cuerdas fue pedirme escribirle un librito que tratara de los milagros de la Virgen del Valle Mayor. Yo creo que ya para ese entonces algo se le había metido en la cabeza, porque no razonaba como quería; con decirle que hasta se le pasó haberme pedido el libro aquel. Ni supe ni qué le ocurría, según yo era cansancio.

He repasado muchas veces esas escenas ya estando muerta. Ya ve que le he dicho que al maldito no se le ocurrió darme los santos óleos antes de morirse; pero le aseguro que esa mujer tuvo parte de la culpa. Aquella fulana se colaba en la habitación de mi hermano por las noches. Pero si una se la piensa, si se había metido en la iglesia era casi lógico que no tuviera problema para meterse acá también. Le aseguro que algo le hizo, lo tentó o le aventó sus maldiciones. ¡Algo debió moverle! La gente normal no se la pasa hablando sola en sus cuartos por las noches. Decía que la veía, que bajara del techo, que no se pegara a las paredes como lagartija. Le digo que estaba medio loco. Y siempre que le preguntaba que qué tanto decía, él respondía que nada, que yo estaba de ideática; pero le juro, general: algo le hicieron a mi hermano. Tanto, que así nos fuimos enfermando, ya sabe: el mal de los gemelos.

Yo sé que a él sí se lo llevaron, a mí me dejó acá abandonada el Viejo de Allá Arriba. Pero créame que siempre le rogué para que le quitara esa maldición que traía en las noches. Sus veinte años me duró. Seguro se murió del corazón: por no descansar, por tomar tanto y entrarle al vicio del tabaco. Qué difícil va a ser poder dormirse aquí ahora sabiendo esto, ¿no? Lo escuchaba desde mi cuarto: diciendo que alguien caminaba por estas paredes, que le miraba desnuda pegada al techo. Él siempre cerró la puerta con llave, además de que tenía mis traumas de ser la segundona de la familia; pero créame que ahora si se le llega a aparecer esa vieja, me va a tener aquí para defenderlo y darle sus cachetadotas guajoloteras por haberle corrompido la mente y el alma a mi hermano. Va a ver cómo le agarro de las greñas y me la despeluco. Y descuide, que si tiene la puerta con llave, la ventaja de estar muerta es que las paredes ya no significan nada para mí.

En fin, ya para terminar —que ya lo veo con los ojos chinitos—: hágame caso y descanse. No siga a las viejas más que a mí. No son de fiar. Aquella le arruinó la vida a mi hermano, y ya me dijo que el don Lucy puso en un camión a la canija de su pretendienta. Es más, aunque esté fea y colmilluda, usté’ récele a la Virgen del Valle Mayor; quizá hasta le hace el favor sabiendo dónde está. ¡Ay, qué cosas le digo! No, a esa vieja mejor hay que tenerla lejos.

Ya lo dejo en paz. Usted relájese y duerma tranquilo. Ahí tiene una cubeta para que vomite si se siente mal. Y a la siguiente me invita, eh. Que ya luego le contaré cosas de otras personas, como de mi amiga Epitafia, como cuando le mataron al marido.

‘Tá bueno. Mañana le traigo su salecita de uva para que se componga un poco el estómago… lo malo es que ya no hay comida, eh. Y lo entiendo, con la correteada que le metieron se le olvidó comprarme el pollito y el huevo que le había pedido la semana pasada.

Buenas noches, mi general. Nos vemos mañana.


Imagen "La Virgen del Valle Mayor" por Alejandro Hernández García©


miércoles, 25 de noviembre de 2020

La llave de bronce

Cada mañana, Felipa se hacía camino hacia el mercado con cientos de ideas pululando en su cabeza: junto a la lista de compras, rebotaban de un lado a otro de su cabeza términos y fórmulas. Esto ocurrió rutinariamente durante los primeros años de su vida, siempre cumpliendo con las normas impuestas por su familia: no descuidar a su hermano, no perder el tiempo leyendo, no hacer nada que diera de hablar a los vecinos. Más que reglas, eran prohibiciones, y su responsabilidad como la hija estaba ligada a lo que sus padres dijeran; le gustara o no.

Sin embargo, la posibilidad de ser la encargada de preparar la comida era algo bueno, pese a todo. La razón distaba mucho de las artes femeninas; ella estaba enamorada de descubrir lo que había atrás de aquellas ciencias. Felipa tenía un alma de investigadora: cuando abrió por primera vez los antiguos libros de su abuelo, se enteró de todas las fuerzas que interactuaban en su día a día. Desde temprana edad empezó a leer sobre temperaturas, oxidaciones, reducciones y demás palabras que le habían sorprendido sobremanera. Felipa sabía poco de esos secretos matemáticos reflejados en los libros, pero con paciencia, empezó a experimentar lo leído. Lo difícil no era reducir sus términos de laboratorio a una simple olla o sartén, sino comprender el complicado alemán de los ejemplares de su abuelo. Con el tiempo, adecuar y traducir se hicieron parte de su vida cotidiana y de esa rutina de señorita de hogar.

Las noches se las dedicaba a leer aquellas páginas. Sus sueños eran arropados por fórmulas flotando en su mente, susurrándole cariños hasta entrada la madrugada. Temprano, debía salir en busca de materias primas interesantes: una gallina grasosa, papas llenas de almidón, semillas rebosantes de aceites esenciales, y a veces frutos dulces que convertiría en alcohol; de haber sido mayor de edad, esto último lo habría hecho todos los días. Así, anotaba en su recetario complicadas reacciones: cómo se cuajaba la grasa con el frío, el color lechoso que cobraban las salsas cuando le agregaba aceite o la tan compleja fécula de maíz: en toda su vida había descubierto por qué se comportaba tan extraño cuando la diluía en agua. ¿Y para qué hacía todo esto? Las lecturas, experimentos y anotaciones eran para volverse profesora de alguna universidad, la misma donde había vivido su abuelo: en Burkenreich.

Churubusco el Alto no tenía ninguna casa de estudios superiores, ni estaba cerca de llegar a tenerla. Ni siquiera en la ciudad más cercana, Atototlán de la Paz, podría encontrar algo similar a una escuela. Una opción sería la capital, pero sus padres jamás aceptarían que ella se dedicara a estudiar cosas de hombres, mucho menos porque debía cuidar a su hermanito Armindo Moles, quien nació con las piernas atrofiadas y postrado sobre su silla de ruedas. Felipa era la única que empujaba al pobre Armindo, era su culpa por robarle la fertilidad a su madre, era su responsabilidad porque ella sí caminaba y el hombrecito de la casa no. Así, la posibilidad de irse era distante. Lo que había descubierto en los libros de su abuelo parecía una mentira: ese mítico lugar —Burkenreich Universität— era tan lejano para ella a pesar de que sus antepasados provenían de allá, lo supo cuando encontró entre uno de los ejemplares de la biblioteca, una postal de una hermosa ciudad colonial, la letra de una tal Hilde Müller, su tía abuela, movió su espíritu y le conmovió más. Algún día visitaría aquel pueblo suizo, quizá hasta podría dar clases allá. Quienes conocían tantas cosas, terminaban siendo profesores como el señor Enquiridión González.

Su padre nunca le compartió la historia del abuelo; ella la había descubierto en los diarios escritos en alemán guardados en el despacho de la casa. Gustav Müller había llegado desde Europa cuando abrieron las minas gracias a su mejor amigo y próximo cuñado Ferdinand. Sus estudios profesionales eran de geólogo y metalistero, por lo que había sido llamado por el entonces alcaide Reynaga para diseñar un modo de extracción de aquel metal. Su misión era sacar de las entrañas de la Sierra Caliza la añeja y pastosa plata. Reabrieron los túneles clausurados hacía cien años y dejaron a Gustav Müller trabajar.

Gustav Müller había llegado como un extraño, pero pronto se volvió un pilar de la sociedad: un extranjero que apelmazaba piedras enormes de plata en los socavones. Poco a poco su abuelo dejó de serle útil a las minas: cálculo que hacía, cálculo que salía mal, y era porque no contaba con que Los Muertos del pueblo endurecían y reblandaban los suelos a su capricho para que los dejaran descansar. De no haberse casado, seguro habría visto la pobreza. Fue así que el apellido alemán perdió su fuerza, tanto así que se castellanizó hasta cambiar por algo más propio de las tierras americanas.

Quizás poco quedaba de Suiza en sus venas, pero Felipa se hizo fluida en aquel idioma que ni siquiera su padre o tía conocían. Tanto así, que ella se sorprendía repitiendo poemas, obras de teatro o frases sarcásticas en alemán. De hecho, pensar en dos idiomas le permitía separar su mente cuando trabajaba, y con facilidad era una de las personas más inteligentes de todo Churubusco el Alto; el acabose se daría más tarde.

En Churubusco el Alto estaba penada la brujería, de esta suerte, cualquier mujer con un mínimo conocimiento de los secretos de la vida, era vista como peligrosa y hereje. El padre Arnulfo había condenado en una ocasión a una de las sirvientas de su tía por decir sepa qué en latín; quizá ni siquiera era algo demoniaco, el padre no conocía aquel idioma arcaico. Sin embargo, el castigo de la pobre Melania — sirvienta en la casa de las tías segundas de Felipa— fue de veinte azotes con un fuete mojado en agua bendita. Los recuerdos de aquella penitencia siguen decorando el patio trasero del convento de las jerónimas, esas gotas cafés son recordatorio de que la magia no es bien vista. Todos los habitantes llegaron a este acuerdo, pese a convivir diario con los Sánchez y sus artes chamánicas. De esta experiencia, se le quedó grabado a Felipa que no debía dar a conocer su inteligencia.

Por eso no quiso involucrarse más allá de calcular las tazas de azúcar necesarias para una mermelada; cuántas horas o grados requería una masa para elevarse; aprendió de fermentación y otros menesteres.

Y por años quedó así: una mujer que cumplía con el estándar de saber cocinar con sazón; nadie se podía imaginar todo aquel proceso científico que respaldaba la buena cuchara de Felipa. De esta suerte, jamás imaginaron sus objetivos secretos alejados de los oídos del pueblo y, sobre todo, de su madre, porque cuando Felipa confesó sus intereses, ardió Suiza.

La señora Coraldina de Moles ya se imaginaba aquellas desviaciones que se llevaba entre manos su hija. Esa amistad con Froilán de la Cruz y Davidcito Domínguez no le gustaba en absoluto. Esos muchachos no tardaban ni cinco minutos en platicar de los misterios de Churubusco el Alto. “Verdades científicas mis nalgas”, recalcaba su madre al escucharlos. Y por ello, cuando Felipa se abrió a sus padres pensando en que entenderían su futura vida académica. Suiza no se puso más cerca; sino imposible. ¡Nunca iban a mandar a Felipa a las Europas! Al contrario, se iba a quedar en Churubusco el Alto para siempre. ¡Nada de ciencia! Sería el mismísimo Señor Jesucristo quien le iba a bajar esos humos de grandeza. En menos de una semana, Felipa ya estaba siendo entregada a las jerónimas para convertirse en novia de Jesús. ¡Qué ciencia ni qué nada! La educación de una mujer solo podía servir para alabar al Señor. ¡Luego acabarían igual que el abuelo Müller!

Así, la pobre de Felipa abandonó su vida —no solo a su hermano y amigos, sino también su nombre— para convertirse en sor Filiana. Por más que se quejó, no tuvo voz ni voto, y como monja, perdió casi toda su individualidad.

 

Durante más de seis años, la hermana Filiana desapareció de las calles. El único contacto con el exterior lo tenía al salir a comprar al mercado, pero esa responsabilidad se la dieron hasta varios años después de abonarse a las filas del Señor. Su padre era su única visita, una vez cada tres meses y en veces le contaba cómo su hermano seguía mirando la ventana en dirección a la chanchería de los Honorato. Pero su padre decidió ausentarse de su vida, hacer perdedizas las cartas que Froilán le mandaba a su hija y todo ese abandono ayudó a que sor Filiana buscara desdibujarse de esos pasillos monacales.

Debieron haberlo sospechado, cuando sor Filiana mató a las mejores gallinas y molió las más finas especias era una señal de advertencia; sobre todo cuando cortó las frutas más dulces para preparar un refresquito delicioso. Las jerónimas tuvieron una cena de última voluntad. En su celda, esa noche sor Filiana amarró sus sábanas a las vigas de su techo y subió a una silla. Su plan era ahorcarse y ya, sin explicar nada. Seguramente las hermanas se preguntarían el porqué, notando —quizá— que habían sido cómplices de aquella tragedia.

Sor Filiana subió descalza a la silla. El crujido parecía incitarla a que no lo hiciera: le rogaba que recapacitara; puso la almidonada sábana alrededor de su cuello.

Se quedó unos segundos pensando, mirando por la ventana aquella noche de luna llena.

Reflexionó sobre la muerte y el pecado. ¿Cuánto tardaría en morir? El tiempo en que la sangre dejara de estar oxigenada, el peso de ella, la altura de la viga; no era suficiente para dislocarle el cuello y matarla de un solo tirón, pero ahorcarse en otro lugar era imposible.

En medio de ese velado arrepentimiento, le llegó un olor conocido, similar al de su padre, al de la familia Moles: era humo de cigarro. Seguro eran desvaríos; sin embargo, un chiflido con el ritmo de Mussorgsky le llevó su atención a lo que estuviese pasando afuera de su celda.

—No me diga que tan desamparada está una monja.

Esa voz reptó hasta los oídos de sor Filiana entre los barrotes de la ventana; por unos instantes se sintió mejor sin saber por qué. El timbre de aquella persona le tentaba a seguirlo. Quiso desmontarse el yugo de su cuello y averiguar qué sucedía allá abajo.

—No me gusta lo que está a punto de hacer, hermana.

La voz era educada, como debían ser las voces europeas según ella.

—¿No quiere bajarse de la silla y acercarla a la ventana para que platiquemos? —aquella invitación le pareció incomprensible—. De nada le sirve morirse con la duda de quién soy. Si tanto quiere, después de platicar conmigo, vuelve a amarrar esa sábana en su cuello. Yo le puedo decir un nudo más efectivo que no le lastime y la asfixie más fácil.

Sor Filiana analizó que, por más atento que hubiera estado aquel extraño, jamás habría sabido que se estaba ahorcando. Su celda se localizaba en segunda planta y, a menos que tuviese una escalera, era humanamente imposible saber todo aquello.

Con premura deshizo la horca, bajó de la silla, la arrastró hasta la ventana y se asomó a la calle. Ahí estaba fumando un hombre de zapatos puntiagudos, el bigote era un refinado mostacho arremolinado en sus puntas y traía un fino saco de lino púrpura con líneas rojas. Esa cara socarrona, el tono tan pedante, las caladas al cigarro, el saberlo todo cuando nadie le decía algo; había escuchado de aquel hombre: era don Luciferino.

—Perdón que le hable desde acá afuera, pero nadie me ha dejado pasar al convento a saludarla, hermana.

—Lo que quiera, no lo va a obtener de mí, engendro.

—Ay, hermana. Permítame empezar antes de hacerme juicio de valor. ¡Me preocupa que usted se quiera matar teniendo tanto potencial! ¿Qué no razonó con su increíble mente científica todo lo que estaría dejando de lado?

Era la primera persona en decirle a sor Filiana que era valiosa.

—Yo la puedo ayudar. A lo mejor no me tiene confianza. Yo tampoco me tendría confianza, y eso es digno de alguien listo, debo confesarle. Sin embargo, busco llegar a un trato con usted… algo que… que no la haga perecer; algo para sacarla del hastío en el que está ahorita. ¿No quiere darle uso a esa ciencia que se carga en el cerebro? ¡Venga! Seguro que no va a echar en saco roto todo lo que aprendió desde chica… “Wir müssen jeden Moment leben”.

Esa oración —lo supo sor Filiana— provenía de las obras de un tal Ancel Schmelel encontradas en la biblioteca de su abuelo con una dedicatoria a sus amigos y mecenas. Era del poema “Carpe diem” el cual había memorizado en alemán.

Sor Filiana —y la desmuerta Felipa Moles— comenzaron a salivar para sus adentros como si estuviese frente a ellas un humeante platillo delicioso tras un ayuno cuaresmático. Ese hombre habría sido un compañero de charlas perfecto. La Madre Superiora indicaba tajantemente no prestarle atención a aquel sujeto.

—¿Y usted qué gana?, ¿qué quiere de mí? No lo hace de a gratis.

—Claro que lo sabe. Ha leído mucho, incluso su abuelo tiene un libro dedicado a mí: luego lo busca —le guiñó un ojo—. Me maravilló su conocimiento de alemán desde niña… pero ¿ignorar el gran papel que está por jugar en nuestro pueblito…?

—Mi hermano me contó cosas de usted y de cómo engañó a Lucy. ¿Qué quiere?

—¿Cómo voy a engañar a la persona más lista de toda esta ciudad? Seguramente usted resultaría más sabia que el mismísimo Odín.

El nombre de un dios ajeno les dio pesadillas a las monjas. La madre Antonia abrió los ojos de golpe. Sor Filiana, impresionada, soltó sus atavíos y se dispuso a escucharle.

—Y entonces, ¿por qué no quiere que me mate?

—Con usted no puedo llegar con apariencias, ni con falsos disfraces. Usted y sus amiguitos conocen muy bien a Churubusco el Alto. Por eso, me sirven para que sobrevivamos a lo que se nos viene. Nuestro tiempo está ya muy avanzado y no quiero desperdiciar todo esto. Necesito guardar todas las palabras dichas en Churubusco el Alto, no solo las personas, sino hasta lo que dicen las casas y los animales.

—No entiendo; ¿quiere que escriba la historia del pueblo?

—No… usted no tiene esa pluma. Su hermanito sí, ¿sabe? Puedo hablar con mi amigo don Apolonio Garcés para que le dé unas recomendaciones: ya sabe, conjugaciones, puntos de vista, cosas de escritores. Pero a él tampoco lo necesito.

—¿Y yo que, entonces?

—Hermana… Usted es la clé principale en todo Churubusco el Alto.

—Ya no ande con rodeos, ¿qué quiere?

—Regalarle esta llave —en su mano, la figura de bronce pareció brillar como si estuviera recién fundida— esta es la llave de la biblioteca.

—No hay ninguna biblioteca en todo Churubusco el Alto.

—Sí, sí la hay —sus colmillos enmarcaron una sonrisa aterradora.

—¿En el convento? ¿Dónde?

—No, aquí a dos calles se inaugurará la Biblioteca Regional y usted debe administr el lugar, sor Filiana. Claro, a modo de castigo por estar despierta a tan altas horas de la noche escribiendo y leyendo.

—¿Cómo?

—Es lista y no desperdiciará esta oportunidad, hermana. Baje de esa silla y póngase a leer los papeles de su escritorio.

Al mirar, sor Filiana encontró en la mesa un par de hojas manuscritas: reconoció la letra de Armindo, su hermanito.

Cuando regresó sus ojos, notó cómo aquel hombre se alejaba por las calles dando una calada a esos cigarros de azufre y almizcle.

—¡Oiga! —gritó sor Filiana—. ¿Qué nudo debería usar para matarme?

Don Luciferino se rio por lo hondo y tiró la bachicha de cigarro al piso. —Si tanto le interesa, va a estar en su escritorio en unos días.

El hombre desapareció tras la esquina. Las calles quedaron mustias, como si él —o la depresión de sor Filiana— jamás hubiese pasado por ahí, dejando como única prueba el aroma del cigarro flotando en la bruma.

La monja sonrió y se jugó todo en ese momento desanudó la horca: regresó su silla a la mesita. Ahí estaban unas hojas escritas con la reconocida mano de su hermanito: era un cuento sobre una profesora en la ciudad imaginaria de Töden, Suiza.

Quiso sonreír, pero la tranquilidad de la lectura fue tajada por la madre Antonia, quien llegó a revisar su celda y verificar qué hacía despierta a deshoras.

Según la madre Antonia: la literatura era materia profana, vedada para las jerónimas desde que su santa patrona, sor Melchora de Eixample, la había prohibido. Esa era la razón principal para agendarle un severo castigo a sor Filiana.

Si sor Filiana no hubiera tenido conocimientos vagos de su futuro, esa amenaza le habría quitado el sueño; pero al contrario, le dio el más tranquilo descanso de todos. La novicia se llenó de paz, porque, ya fuera Dios o fuera el Diablo, aquello no estaba tan mal previsto.

 

Como era de esperarse, sor Filiana despertó temprano y comenzó sus rezos. La madre Antonia la vigilaba con ojos de escopeta desde el fondo de la capilla. Tras servir el desayuno, recibió su citatorio para hablar con la superiora en el despacho del padre Aparicio.

—¿Sabe que está prohibida la literatura en este convento, hermana? —ni un “Buenos días” la recibió al entrar a la oficina.

—No.

—Desconocía esos gustitos suyos. Debe de irse dando cuenta de que esas manifestaciones artísticas no sirven de nada si no están dirigidas a Nuestro Señor o a la Virgen.

Sor Filiana sabía que su madre jamás le había comentado a la religiosa nada acerca de los gustos desviados de su hija: leer, investigar, querer impartir clases en una escuela. Todo eso era para dar pena; seguramente se lo había guardado como secreto de confesión.

—Espero que esto —la madre Antonia levantó del escritorio las hojas escritas por su hermanito— le haga darse cuenta de que esos gustitos… —terminaron rasgadas ante ella, parando en el cesto de basura—, no los tenemos bien permitidos aquí.

Sor Filiana sintió hervirle el coraje. Quiso responder y gritarle a la superiora, pero se detuvo de golpe cuando vio que la madre Antonia sacaba de su hábito una llave de bronce.

En el despacho del padre Aparicio, todos los cuadros miraron aquel objeto sabiendo que no provenía de algún orden divino, sino que había sido fundida en algún círculo del Infierno; pero esto lo sabían exclusivamente sor Filiana y las potestades angelicales.

—El señor don Félix acaba de salir de aquí y me pidió ayuda a cambio de un dinero para nuestra Orden.

Sor Filiana abrió los ojos como para comerse la escena con los párpados, trató de fingir su emoción, pero una sonrisa la delató; por desgracia, la madre Antonia no se percató de ese desliz al estar concentrada en unos papeles con las indicaciones del alcalde.

—Son libros sin importancia: ciencias duras y tecnología. A ver si así se cansa un poquito de sus literaturas. Limpiará y vigilará el espacio: le va a tocar estar a cargo de la Biblioteca de Churubusco el Alto “Enquiridión González”. Espero usted se desencante de esas historietas románticas —cuando la madre Antonia miró a sor Filiana, esta se puso seria y renegosa—. Ojalá y se harte de los libros. En ellos hay puras mentiras. ¡Me va a leer todos los ejemplares de la biblioteca! Hasta la aburrición… Ya no piense en sus mundos imposibles y tonterías de niña enamorada como las de la otra noche.

Ese espacio se llamaba igual que su profesor de primaria; le dio gusto ver que se había convertido en una persona importante para el pueblo. No se imaginaba cuánto. Además, si ya tenían una biblioteca, ya distaban poco menos de una escuela superior.

—Ojalá esta incursión le haga ver a los libros como lo que son: repositorios de conocimiento y no de falsedades.

En medio de un silencio acogedor, sor Filiana se quedó pensando en todas las posibilidades.

—No está muy contenta con esto, ¿verdad? ¡Me alegra! Retírese ya.

Esperar a darse media vuelta para sacar la sonrisa más auténtica y pulcra de todas. En su mano la llave de bronce le daba un calor latente inusual.

El problema ahora, sería averiguar por qué don Luciferino estaba interesado en esos libros.

 

A partir de entonces, Churubusco el Alto empezó a acercarse un poco más a la civilización. Poco faltaba para ser la Capital de las Artes del Valle Mayor, según dijo don Apolonio Garcés en Las Trece Musas.

Sor Filiana se estableció una nueva rutina: despertar, rezos, desayuno para doce, lavar la loza; después: romper su voto de reclusión para ir a trabajar a la biblioteca.

La primera vez que abrió el lugar olía a pintura y a barniz, aromas desconocidos hasta ese momento: indicio místico de experiencias desconocidas.

La biblioteca consistía apenas de seis mesas con sus respectivas seis sillas cada una. Al fondo, se erguían seis estantes atiborrados de libros dispuestos perpendiculares a la pared. También eran seis las lámparas que daban una iluminación tan pura como la del Santísimo. Sor Filiana analizó que si eso no era un plan numerológico de don Luciferino, era una muy grata coincidencia.

El espacio le encantó de primera mano. La biblioteca estaba ubicada a una calle de la plaza. Antes había servido a modo de almacén de granos y de aquellos tiempos ya no sobrevivía ni el recuerdo. Se habían gastado algo de dinero para adaptar ese bodegón de altos tejados en una casa del conocimiento.

Arremangó sus hábitos y fue al escritorio desde el cual gobernaría ese espacio.

Manual de nudos y amarres Fracfort.

Sor Filiana rio para sus adentros al ver la promesa de don Luciferino cumplida. Sobre su escritorio tenía, a modo de separador, una tarjeta de don Luciferino como “Abogado de lo civil”, la cual marcaba las páginas correspondientes al Nudo coulant. Sacó la tarjeta y la desbalagó en algún lugar al instante en que don Félix Santiago Ordóñez González entró con su paso regordete a la biblioteca. Tras de él, su secretario, Florencio Carcamaz, llevaba una amplia carpeta llena de folios y pendientes. Más allá, un hombre que cargaba un aparatoso bulto esperaba en la entrada del recinto.

—¡Hermana!, ¿cómo se encuentra? —dijo muy quitado de la pena el hombre mientras con estrépito sacudía la mano de la religiosa.

Sor Filiana pensó que al alcalde debería de darle vergüenza entrar a ese territorio con sus botas repletas de lodo, una característica ya innata del político pues decía que recorría a diario todos los caminos de Churubusco el Alto queriendo encontrar una piedra fuera de lugar. Realmente, para todos en el pueblo, eso era una tontería: en vez de comprar buenas sillas para la escuela, encargarse de la seguridad de todos en las noches de Luna nueva o buscar una institución adecuada para el loco Dimas.

—¿Cómo se encuentra? —cuestionó la monja—. Muy buen día. La madre Antonia no me explicó del todo qué quería de mí.

—Mire, hermana: voy a aprovechar mi secreto de confesión con usted. Quiero mi reelección, por eso ando haciendo estas cosas. La gente contenta volverá a votar por mí. ¿O no, mi Florencio?

Sor Filiana juzgó en silencio al hombre mientras el secretario asentía vivazmente. Ahora ella tenía una información interesante para negociar su futuro.

—Don Luciferino —cada sílaba pronunciada por don Félix Santiago Ordóñez González fue emitida con parsimonia y respeto—, quería poner una biblioteca aquí… trajo los libros, los estantes y hasta al señor de la Cruz para darle una pintadita. Nomás nos faltaba quien lo administrara. Y aquí anda usted.

—¿Pero a qué se refiere con administrar? ¿Cuál es mi papel en esto?

—¡Qué filósofa la monjita! ¿Verdad, Florencio? —se quiso reír y el secretario hizo una fingida segunda—. Mire bien: su papel es abrir y cerrar. Usted haga lo que quiera, siempre y cuando no vaya en contra mía. Su salario se lo va a administrar el padre Aparicio, si quiere, ya se arregla con ellos.

—Pero… ¿los libros los vamos a prestar?, ¿vamos a recibir donaciones?, ¿hacemos eventos? Se me están ocurriendo varias cosas para que la gente de Churubusco el Alto…

—Agárreseme los hábitos y espérese tantito —interrumpió—. A ver, mi Florencio: anótale que tienes una cita con la monjita. Quiero que le quede claro: sus ideas son importantes, hermana; solamente me las habla con la persona indicada, no conmigo. Aquí luego vendrá mi secre para platicar con usted.

Esa promesa quedó anotada en la agenda, pero nunca llegaría a realizarse, al menos no con las intenciones que había anotado.

—Pero, entonces, ¿no voy a poder hacer nada mientras …

—No, no, no, no… No se me haga. Usted haga de todo mientras no se me revele. Y no se le olvide decir que yo le ayudé a que se logren todas esas cosas. Le diría que no fuera en contra de las buenas costumbres; pero es monja. Ya se las ha de saber. Eso sí, no quiero que den catecismo aquí, ya tenemos suficiente de las jerónimas de lunes a domingo. Usted se me va a descatolicatizar… ¿descatolizar?… ¡Eso! Y me trabaja de lunes a viernes. Los fines de semana sí se los dedica al Señor; si quiere trabajar los sábados o los domingos, eso ya se lo pregunta su patrón allá arriba a ver si le dice que está bien no andarle rezando. Mientras tanto, yo la quiero en horario de oficina. Si usted decide hacer algo, pues lo hace con su dinero, y si quiere financiación, ahí le busca usted los recursos, que las monjas son rebuenas para pedir.

El largo discurso político dejó a sor Filiana con una cosa segura: ese lugar le pertenecía.

—¡Florencio! —gritó el alcalde—. ¡Saque la cámara!

El aludido le gritó al fotógrafo traído desde Atototlán de la Paz. El hombre colocó en el pie una antigua cámara de bulbo y encuadró al político, al secretario y a la religiosa. Ella se quedó sin saber qué cara poner. El alcalde don Félix le dio la mano y estiró la llave que había dejado la religiosa en el mueble; ella quiso sostenerla, pero el alcalde tuvo que arrebatársela.

—No, no, no. Usted nomás ponga como que la va a agarrar, pero no la tome.

La lámpara destelló y la imagen quedó inmortalizada en una fotografía que aparecería en varias publicaciones alrededor del Valle Mayor.

Y así como entraron, los hombres desaparecieron del lugar sin preocuparse mucho en agradecer la presencia de la monja. En la mente de la religiosa seguía constante la pregunta de cuál era su papel en todo aquello, ¿por qué Churubusco el Alto?, ¿por qué don Luciferino?

Al final, después de mirar a detalle la pintura fresca, pensó que nunca sabría esas respuestas.

En eso se equivocaba.


Fanart "La llave de Bronce" creada por Tierra Favel



martes, 10 de noviembre de 2020

Días de guardar

Faltando un minuto para las 9:00, las puertas del convento fueron golpeadas con fuerza. Las jerónimas estaban tan desacostumbradas a recibir visitas que llevaban varios meses sin mover los cerrojos: esa mañana solo habían abierto la puerta de servicio para mandar a Sor Filiana al mercado. Por lo mismo, esos toquidos eran atípicos.

Desde su despacho, el padre Aparicio bajó la taza de su chocolate caliente cuando percibió ese aporreo cuasimarcial. Junto a él, la madre Antonia sonrió socarronamente al identificar en ese golpeteo el ritmo inconfundible de las procesiones de san Bartolo el Pesaroso.

—¿Quiere que vaya, padre?

—Proceda, y si no es importante, dígales que vengan mañana; ya no son momentos de visitas.

Cuando la madre Antonia salió por las llaves, el padre Aparicio miró el reloj: se dio cuenta de que seguía marcando las 8:59. Se le hizo raro, la última vez que había volteado faltaban algunos instantes para las campanadas; el padre analizó el segundero, se movía, pero de qué modo: avanzaba y retrocedía el mismo segundo, como si se hubiera atorado el engrane, o como si no quisiera dar las nueve campanadas aún.

La madre Antonia giró los prestillos y sacó los candados de la puerta principal.

En su estudio, el padre Aparicio dio unos golpecitos al vidrio, pero el reloj seguía intimidado.

Cuando por fin se abrieron las puertas, se reveló la exaltada figura de la madre Ramona: el hábito parecía planchado encima de ella, ni una ceja estaba fuera de lugar; el rosario de su cuello hacía una simetría perfecta: ni un centímetro más ni uno de menos, Cristo no podría haber estado mejor columpiado en otro lado que no fuese sobre la panza ahuecada de la superiora.

La madre Ramona levantó una ceja: —¿Por qué tienen cerrado tan temprano?

—Ay, madre superiora… no la esperábamos.

—Las puertas se cierran a las 9:00 en punto, hermana Antonia: lo dice el libro.

—Qué pena con usted, madre. Pero si son ya las… —sor Antonia dirigió la mirada a la torre de la iglesia la cual seguía marcando las 8:59.

La madre Ramona se abrió paso hacia el convento, y en cuanto puso un pie dentro, todos los relojes de Churubusco el Alto marcaron la hora.

—Yo no llego tarde, hermana. ¿Ve? En punto.

El padre Aparicio se asustó cuando, después de haber contado cerca de tres minutos en su cabeza, las campanas golpearan la hora exacta. Y aquí el primer milagro de la madre Ramona: ningún reloj volvió a desfasarse en todo Churubusco el Alto; ni el tiempo podía contradecir a la superiora de las jerónimas.

El arrastrar de las sandalias de la madre Ramona rozaba en clave de fa por todo el convento, y ya fuera en las celdas o en las capillas, las jerónimas sintieron ese tono grabado en las losetas de granito.

—¿Madre Ramona? —sor Antonia se dignó a hablarle mientras la otra caminaba evaluando de tanto en tanto las instalaciones del convento—, me da mucho gusto que leyera mi carta.

—Inquietante, sí. Tendré que hablar muy seriamente con el padre Aparicio…

Sor Antonia sonrió en sus adentros; pero entonces la superiora giró sus talones en perfectos 120º.

—También debo reclamarle a usted, hermana —la aludida tragó saliva—. Es su labor cuidar el orden del convento… no interrumpir mis oraciones diarias para que yo venga a hacer su trabajo —los talones continuaron su giro en 240º más, exactos—. Luego hablaremos de su penitencia.

Las jerónimas dicen que si una recorre desde la capilla hasta el círculo dejado ese día en el granito por la madre Ramona, se pueden rezar dieciocho avemarías y seis padrenuestros sin un “santo” que le sobre o que le falte.

El despacho del padre Aparicio fue irrumpido de pronto por la superiora. El religioso no tenía idea de quién era aquella; claro, vestía los colores de la orden; pero, siendo tan joven, era lógico que no reconociera aquel rostro en lo más mínimo.

—Hermana, ¿puedo ayudarle?

Los serafines dibujados se cubrieron la boca ante semejante blasfemia.

—¿Perdone?

—Sí, ¿qué desea?… ¿Qué puedo hacer por usted, hermana?

Hasta Santo Anselmo Retador se cubrió los ojos.

—Sin afán de ofender, padre —pero lo iba a ofender—, hace varios lustros que dejaron de llamarme “hermana”. Soy la madre Ramona, padre, superiora del arzobispado.

—¿Quién?

Imágenes, estatuas, y estampitas se golpearon la frente desesperados. Se cumplía el segundo milagro de la madre Ramona: la iconografía de Churubusco el Alto ahora advertiría detenidamente cuando alguien cometiera errores tan grandes como los del padre Aparicio.

 

Cuando sor Antonia entró al despacho, descubrió a la madre Ramona sentada en el escritorio; el padre permanecía de pie frente a ella como niño regañado.

—Madre —se atrevió a irrumpir la religiosa—, le traigo un chocolatito caliente para que recupere fuerzas después de su viaje desde Atototlán de la Paz.

—¿Chocolate a estas horas? —miró de soslayo al padre Aparicio—. ¿Y usted les permite a las hermanas semejantes libertades? Ay, padre. ¿Qué no conoce el Levítico? Capítulo 11, versículos 3 al 7; ya los judíos hablaban de los peligros de tomar chocolate en las noches: ¡tan espirituoso y pecador como el licor!

Nadie se atrevió a mirar una Biblia y desmentirla, y aunque estaban seguros de que el chocolate era un fruto más moderno que el judaísmo; no querían arriesgarse a cambiar las Sagradas Escrituras. Luego tendrían problemas con David: el impresor de Biblias de Churubusco el Alto.

—Tire eso a la letrina. Y sí, cansada estoy; pero Dios me dio fuerzas para llegar aquí. No necesito de esas bebidas para reconfortarme; tráigame vinagre, quiero una jarra de vinagre y un vaso con hielo.

Los dos se extrañaron de la petición.

—¿Agüita?

—Una jarra de vinagre y un vaso con hielo, le dije. También quiero un par de paños limpios, hermana.

La hermana salió en busca de Sor Filiana, ella sabría dónde estaba todo en la cocina y quizá la ubicación de una letrina. Mientras, dejó a los otros discutir los acomodos del convento.

—Padre Aparicio. La arquidiócesis me mandó para revisarle sus trabajos. Escuchamos ciertos tejemanejes de usted… y cómo ensucia el nombre de las jerónimas —la madre Ramona sacó de entre sus mantos una libretita—: apuesta en juegos de azar, se le ha visto platicar con alguien sospechoso: un tal Luciferino; hereje según sé. En las fiestas de Independencia lo vieron bebiendo licor… Además, me reportan un supuesto caso de brujería y usted aún no ha hecho nada. ¿ Y todo esto, padre Aparicio? —la madre Ramona golpeó la libretita haciendo un eco que le espantó los miedos a la Virgen—. ¿Qué me va a explicar?

—Verá, herman… madre… Le decía: son malidicencias de la gente. No todo lo que dicen es cierto.

—Octavo mandamiento de la Ley de Dios, padre Aparicio… ¿me acusa de falso testimonio?

—No, madre… pero la gente…

—¿Entonces su gente miente? ¡Vaya nada más!

La puerta se abrió de nuevo y Sor Antonia entró con una jarra llena de vinagre, el vaso con hielos y unas toallas blancas: todo en una bandejita de plata.

—¡Mire cómo gastan en metales preciosos! —sujetó su libretita de nuevo—. Dieciocho indigentes tiene Churubusco el Alto y se gastan los salarios de la caridad en placeres. ¡Qué bonito, padre! Qué bonito…

La madre Ramona tomó la jarra y vertió un poco en el vaso con hielo. Hasta los libros de las estanterías fruncieron las narices cuando el hedor se levantó por todo el despacho.

De a tragos largos, la madre Ramona se terminó el vaso de vinagre y se sirvió otro.

Sor Antonia y el padre Aparicio se quedaron sorprendidos de lo que veían: se había bebido un vaso completo de vinagre de caña sin cambiarle el semblante.

—Es importante purgarse de todos los males, padre. ¡Que las hermanas empiecen mañana a tomar vinagre por las noches en vez de sus chocolates! No somos cafetería de chinos. ¡Le falta templanza a sus monjas, padre Aparicio!

Sor Antonia abrió los ojos como para que se le metiera el Espíritu Santo: ¿iban a tomarse eso?

La madre Ramona introdujo un paño en la jarra; lo exprimió con fuerza y se levantó el hábito. Tenía todas las rodillas peladas hasta el hueso, la sangre le manaba hasta los tobillos, pero con calma y un poco de presión se fue limpiando. Hasta parecía que le había dolido más beberse el vaso de vinagre que las heridas abiertas.

—¡Pero, madre! ¿Qué le pasó? —saltó de su lugar sor Antonia—. ¿Le traigo al doctor Mendiola?

—Descuide, hermana… de esto me encargo… me vine de rodillas desde Atototlán de la Paz… también por eso me tardé en responder a su carta. Tenía una penitencia pendiente y aproveché en dedicarle a Nuestra Virgen Madre el viaje hasta acá.

El padre Arnulfo giró una mueca hacia la religiosa. En su semblante se leía un “Así que fue usted”, mientras la otra le respondía con una cara de “Pues, ¿por qué no me hace caso?”.

La madre Ramona terminó de curar sus heridas y se puso de pie. El color castaño de su hábito disimulaba muy bien el batidillo de sangre avinagrada.

—Es tarde para regaños, mañana los veo tempranito. Dos horas antes del maitines que tenemos mucho por aclarar. Los veo aquí… ¡A ambos!

—¡Pero, madre! —el Padre Arnulfo quiso oponerse al mandato; vio cómo ella tomaba una pluma del despacho y anotaba algo en la libretita. Prefirió darse sus precauciones.

—¿Sí, padre?

—No nos ha dicho si quiere que nos traigamos el libro de oraciones de una vez, o si los guardamos hasta los rezos.

—¿Sus monjas no se saben los rezos todavía?… —comenzó a anotar en la libretita y remató con un punto asestado como puñalada traicionera—. Hermana Antonia, diríjame a mi celda, por favor.

 

Había pasado una semana desde que la ley marcial de la madre Ramona se instaurara en Churubusco el Alto, y con ello, nuevas rutinas, no solo para el convento, sino para todo el pueblo. La madre Ramona pedía cada mañana dos grandes cubetas de hielo y las colocaba dentro de unas bolsas especiales que amarraba a sus pantorrillas a modo de un silicio helado. “Enfriarse las piernas ayuda a que no tengan malos pensamientos, mis niñas”, les decía a las religiosas mientras las monjitas sufrían de resfriados y escozores. “Yo ya no siento nada por nadie. Pero cada que me quito las bolsas y veo mi carne amoratada, sé que es por el Señor que sufrió en la cruz por nosotras. Piensen en eso cuando digan que no están listas para la penitencia”. Y luego, se cubría el silicio con su sayo.

Entre sus otras reformas, estaba calentar a medias la comida. El punto era no usar tanta leña, “Ensuciar el cielo es manchar de hollín la Casa de Dios”, les decía la superiora. No iba permitir que nadie del convento cometiera semejante ignominia; así las comidas tibias suplantaron a las calientes. Tenía cronometradas a las hermanas, y si veía a sor Filiana agregando un tronquito de más o dejando las ollas por más segundos de lo reglamentado, la libretita servía de testigo. Nadie sabía qué tanto anotaba; pero de que intimidaba, intimidaba.

Hasta ir a los baños resultaba ser un martirio; lo que nunca: había filas para entrar. El torzón del vinagre tenía al convento en una evacuación constante; pero la madre Ramona encontraba una palabra para todo: “El diablo es como los retortijones: no los queremos dentro de nosotras. La purga nos ayuda a salvar nuestro cuerpo y alma, niñas. Vinagre con hielo… si quieren acostumbrarse, le pueden poner tres gotitas de limón. Así seguro y llegan a beatas”.

Y entre lo malo, una cosa buena: les maravillaba a todas las religiosas la velocidad y el volumen que tenía para rezar. En tres minutos se acababa un rosario completo. Las jerónimas tardaban treinta, pero en ese tiempo la superiora ya le había dado diez giros a las cuentas. ¡Pobre don Luciferino! Cada que la madre Ramona rezaba, lo dejaba tan moreteado que mejor decidió tomarse unas vacaciones fuera de Churubusco el Alto. “El maligno siente los golpes, niñas. Rezar rápido hace que ni se pueda parar”; y, en efecto, don Luciferino fue visto corriendo hacia las afueras del pueblo: maleta en mano prometió volver para llevarse a esa monja, pero un izquierdazo avemariano dado por los ángeles custodios le calló de golpe. Se sabe que dejó por ahí unas gotitas de sangre que echaron a perder la tierra de unas macetas; pero en sus andadas por las calles, la superiora se le quedó viendo a ese espacio, y tercer milagro: de puro miedo, hasta las plantas reverdecieron.

Era un espectáculo mirar a la religiosa fuera del convento. Todos escuchaban ese rasguido de las sandalias, y los locatarios del mercado insistían en que sonaba tan sagrado que hasta la fruta en mal estado se ponía bonita. Ya diría el padre Aparicio que eso también era parte del tercer milagro de la madre Ramona, pero los teólogos no se han puesto de acuerdo.

Todas sus acciones eran perfectamente divinas y aunque las religiosas sufrían estragos en sus cuerpos, notaban que si seguían esa rutina un par de meses más, seguro hasta se elevaban.

 

Pronto, los habitantes de Churubusco el Alto se dieron cuenta de que la estancia de la madre Ramona tenía su precio. Más de un cristiano terminó apareciendo en la libretita; cualquier comentario lo tomaba como ofensa o pecado. Los chistes que la superiora escuchó por parte de Eulogio de la Cruz en la fonda de doña Mitotes le agriaron tanto como el vinagre que pidió para acompañar su cena. “A esa monja no se le calienta ni la sonrisa”, dijo Eulogio. Tísica como ella sola, la madre Ramona también lo transcribió.

Con escusa de vigilar al padre Aparicio e investigar los casos de brujería, se veía a la madre Ramona vagar de casa en casa. Todo lo que le mencionaban los vecinos era rápidamente anotado, hasta asustaba que no se hubiese acabado la libretita, porque seguro tenía más información de Churubusco el Alto que la futura biblioteca que construirían en el pueblo. Si eso era un cuarto milagro o no, ni los teólogos lo sabían.

Y pese a vivir una Cuaresma eterna, el caos impuesto por la madre Ramona pronto se convirtió en un puritanismo devoto. Dicen las malas lenguas que hasta a las floreadas prostitutas las vieron con un rosario al cuello: si la madre Ramona había tenido tanta suerte con su reformas, seguro así ellas podrían cobrar el triple como siempre habían querido.

Pero todo cambió un fatídico día de San Bartolo Bailador, porque en la misa de seis, el padre Aparicio terminó el oficio con una terrible noticia:

—Parroquianos: lamento informarles que mi tiempo en Churubusco el Alto se ha acabado.

Hasta el loquito Dimas se quedó pasmado de la noticia.

—La madre Ramona me informó que el mismísimo Papa, ¡Dios lo tenga en su gloria…!

—¡Amén! —contestaron personas, pájaros y hasta el eco de las paredes.

—El Papa… me ordena volver a Atototlán de la Paz para terminar mi educación. No les he servido como el guía espiritual que necesitan. El tiempo que estuvimos juntos lo llevaré en mi alma.

“Pone otras cosas en su alma además de Dios”, escribió la madre Ramona.

—Tengan por seguro que los recordaré por siempre… y sé que se quedan en buenas manos, porque mientras el arzobispado no les mande otro cura, se quedan bajo la guarda espiritual de la madre Ramona.

Doña Mitotes se llevó las manos a los cachetes pensando en que ya no vendería refrescos sino vinagres con limón en su cenaduría. Don Gaspar y don Liber se conspiraron ante la posible inquisición que les iba a caer encima cuando averiguaran que en sus talleres tenían cosas de don Luciferino.

Todos estaban pálidos.

—Así que mañana vuelvo a Atototlán de la Paz. Espero y esto sea lo mejor para ustedes.

La superiora subió al altar y tomó la palabra.

—Feligreses: como saben a una monja no se le autoriza oficiar, por lo que habrá rosarios diarios para solventar el domingo. Espero verlos a todos en la misa de Santísimo aquí a las 6:00… Dia-ria-men-te —observó las bancas de la iglesia y entonces se detuvo.

Las pinturas y estampitas miraron a la madre Ramona, algo le pasaba.

De pronto, el hielo que cargaba entre las piernas se le derritió y escurrió por el mármol a chorros. La superiora se estaba poniendo roja-roja-roja.

Todos en la iglesia se miraron, hasta las estatuas tenían cara de no entender qué ocurría, y entonces, la madre Ramona se escurrió, no solo en agua, sino en un llanto demente.

Entre las filas una persona reconoció a la madre Ramona y se quejó sofocando un “Ah” lastimero. El pueblo dirigió la mirada al susodicho: era el general Fulgencio Buenrostro quien se llevó una mano a la cara como lamentándose aquella mala fortuna.

La monja fue bajando del altar paso a pasito. Conforme avanzaba seguía chorreando el mármol. Posesa como estaba, no se persignó ni miró a otro lado que no fuera hacia el general.

Los “Compermiso”, “Disculpe” y “Perdón” sonaron entre las filas. El general Buenrostro necesitaba salir a trompicones de ahí. Pronto se le vio corriendo.

La madre Ramona gritó un “¡Fulgencio!” desde el fondo de su pecho. Aquello hizo saber a los feligreses que ella era de quien tanto hablaba el hombre: la malquerida que se enamoró de él en Atototlán de la Paz y a la que la refundieron en un convento para bajarle los sopores de la juventud.

De no haber sido porque el padre Aparicio era chismoso, todos se habrían quedado paralizados en la iglesia; y no fue hasta que el religioso conminó al pueblo entero para ver cómo terminaba aquello que los parroquianos salieron en busca del espectáculo. Si se apresuraban, podrían darle alcance a la madre Ramona y averiguar qué había roto su máscara de seriedad. Muchos ya se daban una idea, pero querían testimonio de primera mano.

Las calles de Churubusco el Alto se convirtieron en un maratón donde los primeros en línea eran el general Buenrostro y la madre Ramona en segundo. Las polvaredas se elevaron mientras las multitudes seguían ese rastro de hielo derretido dejado por la superiora. Por su parte, el general Buenrostro huía, y pese a su panza de pudiente, todavía mantenía buena forma. La madre Ramona iba unos metros tras de él, pero las rodillas peladas le lastimaban en su pesquisa.

Iglesia, la plaza, la mansión de las Serrato; dieron vuelta en el bar de don Apolonio Garcés. El general Buenrostro llegó entonces a la entrada de Churubusco el Alto, ahí estaba un camión esperándole con un don Luciferino apurándolo, dando brazadas para que corriera más rápido.

Fueron unos instantes, pero en cuanto el hombre subió, don Luciferino le dio dos golpes a la carrocería; el vehículo comenzó a alejarse hacia lo lejos.

—¡Fulgencio! —el sudor perlaba la cara a la monja.

—Madre Ramona —don Luciferino le sonrió, seguía moreteado—, si quiere, le vendo un boleto para ir tras él.

La respuesta de la superiora fue aventarle a la cara el hábito y su bien balanceado rosario. —Ya sé quién eres, bestia rastrera. Pero rapidito con el boleto —y tronó los dedos dos veces.

El corro de espectadores se apelmazaba mirando a la madre Ramona en calzones apurando al Diablo para que la ayudara a subir al camión.

—La libretita, madre —pidió parcimonioso.

Con aspavientos, puso el cuadernillo sobre el atado de ropa. —¡Mi boleto!

El camión se fue acercando, pero la monja corrió despavorida para subirse.

Desde el Arco de Ingreso el pueblo observó cómo la monja se alejaba de sus vidas.

Aún anonadados miraron a don Luciferino aproximarse al padre Aparicio y darle la libretita. —Su permiso para quedarse en Churubusco el Alto.

Las multitudes aplaudieron y comenzaron una algarabía de fiesta tal que hasta lo habrían canonizado.

Un silencio amenazó al pueblo entero, el camión venía de regreso. Asustados de muerte creyeron ver a la madre Ramona bajarse para imponer de nuevo una dieta de comidas tibias y vinagres. Los semblantes cambiaron cuando don Luciferino se acercó a la puerta del vehículo y ayudó al general Buenrostro a bajar las escaleras.

—¿Cuánto le debo ahora, don Luciferino?

El aludido asintió ligeramente con la cabeza y se llevó unos dedos al cardenal bajo su párpado derecho. —Viene por parte de la casa, general. Es mi regalo por su anterior compra.

El militar rio entre dientes. La multitud ya se iba desperdigando cuando don Apolonio Garcés lo abordó.

—¿Y esa era la loca que lo perseguía por todos lados allá en Atototlán de la Paz?

—Ya ve, ¡viejas locas, nada más!



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