martes, 10 de noviembre de 2020

Días de guardar

Faltando un minuto para las 9:00, las puertas del convento fueron golpeadas con fuerza. Las jerónimas estaban tan desacostumbradas a recibir visitas que llevaban varios meses sin mover los cerrojos: esa mañana solo habían abierto la puerta de servicio para mandar a Sor Filiana al mercado. Por lo mismo, esos toquidos eran atípicos.

Desde su despacho, el padre Aparicio bajó la taza de su chocolate caliente cuando percibió ese aporreo cuasimarcial. Junto a él, la madre Antonia sonrió socarronamente al identificar en ese golpeteo el ritmo inconfundible de las procesiones de san Bartolo el Pesaroso.

—¿Quiere que vaya, padre?

—Proceda, y si no es importante, dígales que vengan mañana; ya no son momentos de visitas.

Cuando la madre Antonia salió por las llaves, el padre Aparicio miró el reloj: se dio cuenta de que seguía marcando las 8:59. Se le hizo raro, la última vez que había volteado faltaban algunos instantes para las campanadas; el padre analizó el segundero, se movía, pero de qué modo: avanzaba y retrocedía el mismo segundo, como si se hubiera atorado el engrane, o como si no quisiera dar las nueve campanadas aún.

La madre Antonia giró los prestillos y sacó los candados de la puerta principal.

En su estudio, el padre Aparicio dio unos golpecitos al vidrio, pero el reloj seguía intimidado.

Cuando por fin se abrieron las puertas, se reveló la exaltada figura de la madre Ramona: el hábito parecía planchado encima de ella, ni una ceja estaba fuera de lugar; el rosario de su cuello hacía una simetría perfecta: ni un centímetro más ni uno de menos, Cristo no podría haber estado mejor columpiado en otro lado que no fuese sobre la panza ahuecada de la superiora.

La madre Ramona levantó una ceja: —¿Por qué tienen cerrado tan temprano?

—Ay, madre superiora… no la esperábamos.

—Las puertas se cierran a las 9:00 en punto, hermana Antonia: lo dice el libro.

—Qué pena con usted, madre. Pero si son ya las… —sor Antonia dirigió la mirada a la torre de la iglesia la cual seguía marcando las 8:59.

La madre Ramona se abrió paso hacia el convento, y en cuanto puso un pie dentro, todos los relojes de Churubusco el Alto marcaron la hora.

—Yo no llego tarde, hermana. ¿Ve? En punto.

El padre Aparicio se asustó cuando, después de haber contado cerca de tres minutos en su cabeza, las campanas golpearan la hora exacta. Y aquí el primer milagro de la madre Ramona: ningún reloj volvió a desfasarse en todo Churubusco el Alto; ni el tiempo podía contradecir a la superiora de las jerónimas.

El arrastrar de las sandalias de la madre Ramona rozaba en clave de fa por todo el convento, y ya fuera en las celdas o en las capillas, las jerónimas sintieron ese tono grabado en las losetas de granito.

—¿Madre Ramona? —sor Antonia se dignó a hablarle mientras la otra caminaba evaluando de tanto en tanto las instalaciones del convento—, me da mucho gusto que leyera mi carta.

—Inquietante, sí. Tendré que hablar muy seriamente con el padre Aparicio…

Sor Antonia sonrió en sus adentros; pero entonces la superiora giró sus talones en perfectos 120º.

—También debo reclamarle a usted, hermana —la aludida tragó saliva—. Es su labor cuidar el orden del convento… no interrumpir mis oraciones diarias para que yo venga a hacer su trabajo —los talones continuaron su giro en 240º más, exactos—. Luego hablaremos de su penitencia.

Las jerónimas dicen que si una recorre desde la capilla hasta el círculo dejado ese día en el granito por la madre Ramona, se pueden rezar dieciocho avemarías y seis padrenuestros sin un “santo” que le sobre o que le falte.

El despacho del padre Aparicio fue irrumpido de pronto por la superiora. El religioso no tenía idea de quién era aquella; claro, vestía los colores de la orden; pero, siendo tan joven, era lógico que no reconociera aquel rostro en lo más mínimo.

—Hermana, ¿puedo ayudarle?

Los serafines dibujados se cubrieron la boca ante semejante blasfemia.

—¿Perdone?

—Sí, ¿qué desea?… ¿Qué puedo hacer por usted, hermana?

Hasta Santo Anselmo Retador se cubrió los ojos.

—Sin afán de ofender, padre —pero lo iba a ofender—, hace varios lustros que dejaron de llamarme “hermana”. Soy la madre Ramona, padre, superiora del arzobispado.

—¿Quién?

Imágenes, estatuas, y estampitas se golpearon la frente desesperados. Se cumplía el segundo milagro de la madre Ramona: la iconografía de Churubusco el Alto ahora advertiría detenidamente cuando alguien cometiera errores tan grandes como los del padre Aparicio.

 

Cuando sor Antonia entró al despacho, descubrió a la madre Ramona sentada en el escritorio; el padre permanecía de pie frente a ella como niño regañado.

—Madre —se atrevió a irrumpir la religiosa—, le traigo un chocolatito caliente para que recupere fuerzas después de su viaje desde Atototlán de la Paz.

—¿Chocolate a estas horas? —miró de soslayo al padre Aparicio—. ¿Y usted les permite a las hermanas semejantes libertades? Ay, padre. ¿Qué no conoce el Levítico? Capítulo 11, versículos 3 al 7; ya los judíos hablaban de los peligros de tomar chocolate en las noches: ¡tan espirituoso y pecador como el licor!

Nadie se atrevió a mirar una Biblia y desmentirla, y aunque estaban seguros de que el chocolate era un fruto más moderno que el judaísmo; no querían arriesgarse a cambiar las Sagradas Escrituras. Luego tendrían problemas con David: el impresor de Biblias de Churubusco el Alto.

—Tire eso a la letrina. Y sí, cansada estoy; pero Dios me dio fuerzas para llegar aquí. No necesito de esas bebidas para reconfortarme; tráigame vinagre, quiero una jarra de vinagre y un vaso con hielo.

Los dos se extrañaron de la petición.

—¿Agüita?

—Una jarra de vinagre y un vaso con hielo, le dije. También quiero un par de paños limpios, hermana.

La hermana salió en busca de Sor Filiana, ella sabría dónde estaba todo en la cocina y quizá la ubicación de una letrina. Mientras, dejó a los otros discutir los acomodos del convento.

—Padre Aparicio. La arquidiócesis me mandó para revisarle sus trabajos. Escuchamos ciertos tejemanejes de usted… y cómo ensucia el nombre de las jerónimas —la madre Ramona sacó de entre sus mantos una libretita—: apuesta en juegos de azar, se le ha visto platicar con alguien sospechoso: un tal Luciferino; hereje según sé. En las fiestas de Independencia lo vieron bebiendo licor… Además, me reportan un supuesto caso de brujería y usted aún no ha hecho nada. ¿ Y todo esto, padre Aparicio? —la madre Ramona golpeó la libretita haciendo un eco que le espantó los miedos a la Virgen—. ¿Qué me va a explicar?

—Verá, herman… madre… Le decía: son malidicencias de la gente. No todo lo que dicen es cierto.

—Octavo mandamiento de la Ley de Dios, padre Aparicio… ¿me acusa de falso testimonio?

—No, madre… pero la gente…

—¿Entonces su gente miente? ¡Vaya nada más!

La puerta se abrió de nuevo y Sor Antonia entró con una jarra llena de vinagre, el vaso con hielos y unas toallas blancas: todo en una bandejita de plata.

—¡Mire cómo gastan en metales preciosos! —sujetó su libretita de nuevo—. Dieciocho indigentes tiene Churubusco el Alto y se gastan los salarios de la caridad en placeres. ¡Qué bonito, padre! Qué bonito…

La madre Ramona tomó la jarra y vertió un poco en el vaso con hielo. Hasta los libros de las estanterías fruncieron las narices cuando el hedor se levantó por todo el despacho.

De a tragos largos, la madre Ramona se terminó el vaso de vinagre y se sirvió otro.

Sor Antonia y el padre Aparicio se quedaron sorprendidos de lo que veían: se había bebido un vaso completo de vinagre de caña sin cambiarle el semblante.

—Es importante purgarse de todos los males, padre. ¡Que las hermanas empiecen mañana a tomar vinagre por las noches en vez de sus chocolates! No somos cafetería de chinos. ¡Le falta templanza a sus monjas, padre Aparicio!

Sor Antonia abrió los ojos como para que se le metiera el Espíritu Santo: ¿iban a tomarse eso?

La madre Ramona introdujo un paño en la jarra; lo exprimió con fuerza y se levantó el hábito. Tenía todas las rodillas peladas hasta el hueso, la sangre le manaba hasta los tobillos, pero con calma y un poco de presión se fue limpiando. Hasta parecía que le había dolido más beberse el vaso de vinagre que las heridas abiertas.

—¡Pero, madre! ¿Qué le pasó? —saltó de su lugar sor Antonia—. ¿Le traigo al doctor Mendiola?

—Descuide, hermana… de esto me encargo… me vine de rodillas desde Atototlán de la Paz… también por eso me tardé en responder a su carta. Tenía una penitencia pendiente y aproveché en dedicarle a Nuestra Virgen Madre el viaje hasta acá.

El padre Arnulfo giró una mueca hacia la religiosa. En su semblante se leía un “Así que fue usted”, mientras la otra le respondía con una cara de “Pues, ¿por qué no me hace caso?”.

La madre Ramona terminó de curar sus heridas y se puso de pie. El color castaño de su hábito disimulaba muy bien el batidillo de sangre avinagrada.

—Es tarde para regaños, mañana los veo tempranito. Dos horas antes del maitines que tenemos mucho por aclarar. Los veo aquí… ¡A ambos!

—¡Pero, madre! —el Padre Arnulfo quiso oponerse al mandato; vio cómo ella tomaba una pluma del despacho y anotaba algo en la libretita. Prefirió darse sus precauciones.

—¿Sí, padre?

—No nos ha dicho si quiere que nos traigamos el libro de oraciones de una vez, o si los guardamos hasta los rezos.

—¿Sus monjas no se saben los rezos todavía?… —comenzó a anotar en la libretita y remató con un punto asestado como puñalada traicionera—. Hermana Antonia, diríjame a mi celda, por favor.

 

Había pasado una semana desde que la ley marcial de la madre Ramona se instaurara en Churubusco el Alto, y con ello, nuevas rutinas, no solo para el convento, sino para todo el pueblo. La madre Ramona pedía cada mañana dos grandes cubetas de hielo y las colocaba dentro de unas bolsas especiales que amarraba a sus pantorrillas a modo de un silicio helado. “Enfriarse las piernas ayuda a que no tengan malos pensamientos, mis niñas”, les decía a las religiosas mientras las monjitas sufrían de resfriados y escozores. “Yo ya no siento nada por nadie. Pero cada que me quito las bolsas y veo mi carne amoratada, sé que es por el Señor que sufrió en la cruz por nosotras. Piensen en eso cuando digan que no están listas para la penitencia”. Y luego, se cubría el silicio con su sayo.

Entre sus otras reformas, estaba calentar a medias la comida. El punto era no usar tanta leña, “Ensuciar el cielo es manchar de hollín la Casa de Dios”, les decía la superiora. No iba permitir que nadie del convento cometiera semejante ignominia; así las comidas tibias suplantaron a las calientes. Tenía cronometradas a las hermanas, y si veía a sor Filiana agregando un tronquito de más o dejando las ollas por más segundos de lo reglamentado, la libretita servía de testigo. Nadie sabía qué tanto anotaba; pero de que intimidaba, intimidaba.

Hasta ir a los baños resultaba ser un martirio; lo que nunca: había filas para entrar. El torzón del vinagre tenía al convento en una evacuación constante; pero la madre Ramona encontraba una palabra para todo: “El diablo es como los retortijones: no los queremos dentro de nosotras. La purga nos ayuda a salvar nuestro cuerpo y alma, niñas. Vinagre con hielo… si quieren acostumbrarse, le pueden poner tres gotitas de limón. Así seguro y llegan a beatas”.

Y entre lo malo, una cosa buena: les maravillaba a todas las religiosas la velocidad y el volumen que tenía para rezar. En tres minutos se acababa un rosario completo. Las jerónimas tardaban treinta, pero en ese tiempo la superiora ya le había dado diez giros a las cuentas. ¡Pobre don Luciferino! Cada que la madre Ramona rezaba, lo dejaba tan moreteado que mejor decidió tomarse unas vacaciones fuera de Churubusco el Alto. “El maligno siente los golpes, niñas. Rezar rápido hace que ni se pueda parar”; y, en efecto, don Luciferino fue visto corriendo hacia las afueras del pueblo: maleta en mano prometió volver para llevarse a esa monja, pero un izquierdazo avemariano dado por los ángeles custodios le calló de golpe. Se sabe que dejó por ahí unas gotitas de sangre que echaron a perder la tierra de unas macetas; pero en sus andadas por las calles, la superiora se le quedó viendo a ese espacio, y tercer milagro: de puro miedo, hasta las plantas reverdecieron.

Era un espectáculo mirar a la religiosa fuera del convento. Todos escuchaban ese rasguido de las sandalias, y los locatarios del mercado insistían en que sonaba tan sagrado que hasta la fruta en mal estado se ponía bonita. Ya diría el padre Aparicio que eso también era parte del tercer milagro de la madre Ramona, pero los teólogos no se han puesto de acuerdo.

Todas sus acciones eran perfectamente divinas y aunque las religiosas sufrían estragos en sus cuerpos, notaban que si seguían esa rutina un par de meses más, seguro hasta se elevaban.

 

Pronto, los habitantes de Churubusco el Alto se dieron cuenta de que la estancia de la madre Ramona tenía su precio. Más de un cristiano terminó apareciendo en la libretita; cualquier comentario lo tomaba como ofensa o pecado. Los chistes que la superiora escuchó por parte de Eulogio de la Cruz en la fonda de doña Mitotes le agriaron tanto como el vinagre que pidió para acompañar su cena. “A esa monja no se le calienta ni la sonrisa”, dijo Eulogio. Tísica como ella sola, la madre Ramona también lo transcribió.

Con escusa de vigilar al padre Aparicio e investigar los casos de brujería, se veía a la madre Ramona vagar de casa en casa. Todo lo que le mencionaban los vecinos era rápidamente anotado, hasta asustaba que no se hubiese acabado la libretita, porque seguro tenía más información de Churubusco el Alto que la futura biblioteca que construirían en el pueblo. Si eso era un cuarto milagro o no, ni los teólogos lo sabían.

Y pese a vivir una Cuaresma eterna, el caos impuesto por la madre Ramona pronto se convirtió en un puritanismo devoto. Dicen las malas lenguas que hasta a las floreadas prostitutas las vieron con un rosario al cuello: si la madre Ramona había tenido tanta suerte con su reformas, seguro así ellas podrían cobrar el triple como siempre habían querido.

Pero todo cambió un fatídico día de San Bartolo Bailador, porque en la misa de seis, el padre Aparicio terminó el oficio con una terrible noticia:

—Parroquianos: lamento informarles que mi tiempo en Churubusco el Alto se ha acabado.

Hasta el loquito Dimas se quedó pasmado de la noticia.

—La madre Ramona me informó que el mismísimo Papa, ¡Dios lo tenga en su gloria…!

—¡Amén! —contestaron personas, pájaros y hasta el eco de las paredes.

—El Papa… me ordena volver a Atototlán de la Paz para terminar mi educación. No les he servido como el guía espiritual que necesitan. El tiempo que estuvimos juntos lo llevaré en mi alma.

“Pone otras cosas en su alma además de Dios”, escribió la madre Ramona.

—Tengan por seguro que los recordaré por siempre… y sé que se quedan en buenas manos, porque mientras el arzobispado no les mande otro cura, se quedan bajo la guarda espiritual de la madre Ramona.

Doña Mitotes se llevó las manos a los cachetes pensando en que ya no vendería refrescos sino vinagres con limón en su cenaduría. Don Gaspar y don Liber se conspiraron ante la posible inquisición que les iba a caer encima cuando averiguaran que en sus talleres tenían cosas de don Luciferino.

Todos estaban pálidos.

—Así que mañana vuelvo a Atototlán de la Paz. Espero y esto sea lo mejor para ustedes.

La superiora subió al altar y tomó la palabra.

—Feligreses: como saben a una monja no se le autoriza oficiar, por lo que habrá rosarios diarios para solventar el domingo. Espero verlos a todos en la misa de Santísimo aquí a las 6:00… Dia-ria-men-te —observó las bancas de la iglesia y entonces se detuvo.

Las pinturas y estampitas miraron a la madre Ramona, algo le pasaba.

De pronto, el hielo que cargaba entre las piernas se le derritió y escurrió por el mármol a chorros. La superiora se estaba poniendo roja-roja-roja.

Todos en la iglesia se miraron, hasta las estatuas tenían cara de no entender qué ocurría, y entonces, la madre Ramona se escurrió, no solo en agua, sino en un llanto demente.

Entre las filas una persona reconoció a la madre Ramona y se quejó sofocando un “Ah” lastimero. El pueblo dirigió la mirada al susodicho: era el general Fulgencio Buenrostro quien se llevó una mano a la cara como lamentándose aquella mala fortuna.

La monja fue bajando del altar paso a pasito. Conforme avanzaba seguía chorreando el mármol. Posesa como estaba, no se persignó ni miró a otro lado que no fuera hacia el general.

Los “Compermiso”, “Disculpe” y “Perdón” sonaron entre las filas. El general Buenrostro necesitaba salir a trompicones de ahí. Pronto se le vio corriendo.

La madre Ramona gritó un “¡Fulgencio!” desde el fondo de su pecho. Aquello hizo saber a los feligreses que ella era de quien tanto hablaba el hombre: la malquerida que se enamoró de él en Atototlán de la Paz y a la que la refundieron en un convento para bajarle los sopores de la juventud.

De no haber sido porque el padre Aparicio era chismoso, todos se habrían quedado paralizados en la iglesia; y no fue hasta que el religioso conminó al pueblo entero para ver cómo terminaba aquello que los parroquianos salieron en busca del espectáculo. Si se apresuraban, podrían darle alcance a la madre Ramona y averiguar qué había roto su máscara de seriedad. Muchos ya se daban una idea, pero querían testimonio de primera mano.

Las calles de Churubusco el Alto se convirtieron en un maratón donde los primeros en línea eran el general Buenrostro y la madre Ramona en segundo. Las polvaredas se elevaron mientras las multitudes seguían ese rastro de hielo derretido dejado por la superiora. Por su parte, el general Buenrostro huía, y pese a su panza de pudiente, todavía mantenía buena forma. La madre Ramona iba unos metros tras de él, pero las rodillas peladas le lastimaban en su pesquisa.

Iglesia, la plaza, la mansión de las Serrato; dieron vuelta en el bar de don Apolonio Garcés. El general Buenrostro llegó entonces a la entrada de Churubusco el Alto, ahí estaba un camión esperándole con un don Luciferino apurándolo, dando brazadas para que corriera más rápido.

Fueron unos instantes, pero en cuanto el hombre subió, don Luciferino le dio dos golpes a la carrocería; el vehículo comenzó a alejarse hacia lo lejos.

—¡Fulgencio! —el sudor perlaba la cara a la monja.

—Madre Ramona —don Luciferino le sonrió, seguía moreteado—, si quiere, le vendo un boleto para ir tras él.

La respuesta de la superiora fue aventarle a la cara el hábito y su bien balanceado rosario. —Ya sé quién eres, bestia rastrera. Pero rapidito con el boleto —y tronó los dedos dos veces.

El corro de espectadores se apelmazaba mirando a la madre Ramona en calzones apurando al Diablo para que la ayudara a subir al camión.

—La libretita, madre —pidió parcimonioso.

Con aspavientos, puso el cuadernillo sobre el atado de ropa. —¡Mi boleto!

El camión se fue acercando, pero la monja corrió despavorida para subirse.

Desde el Arco de Ingreso el pueblo observó cómo la monja se alejaba de sus vidas.

Aún anonadados miraron a don Luciferino aproximarse al padre Aparicio y darle la libretita. —Su permiso para quedarse en Churubusco el Alto.

Las multitudes aplaudieron y comenzaron una algarabía de fiesta tal que hasta lo habrían canonizado.

Un silencio amenazó al pueblo entero, el camión venía de regreso. Asustados de muerte creyeron ver a la madre Ramona bajarse para imponer de nuevo una dieta de comidas tibias y vinagres. Los semblantes cambiaron cuando don Luciferino se acercó a la puerta del vehículo y ayudó al general Buenrostro a bajar las escaleras.

—¿Cuánto le debo ahora, don Luciferino?

El aludido asintió ligeramente con la cabeza y se llevó unos dedos al cardenal bajo su párpado derecho. —Viene por parte de la casa, general. Es mi regalo por su anterior compra.

El militar rio entre dientes. La multitud ya se iba desperdigando cuando don Apolonio Garcés lo abordó.

—¿Y esa era la loca que lo perseguía por todos lados allá en Atototlán de la Paz?

—Ya ve, ¡viejas locas, nada más!



Imagen de Paul_Henri en Pixabay.com


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