miércoles, 25 de noviembre de 2020

La llave de bronce

Cada mañana, Felipa se hacía camino hacia el mercado con cientos de ideas pululando en su cabeza: junto a la lista de compras, rebotaban de un lado a otro de su cabeza términos y fórmulas. Esto ocurrió rutinariamente durante los primeros años de su vida, siempre cumpliendo con las normas impuestas por su familia: no descuidar a su hermano, no perder el tiempo leyendo, no hacer nada que diera de hablar a los vecinos. Más que reglas, eran prohibiciones, y su responsabilidad como la hija estaba ligada a lo que sus padres dijeran; le gustara o no.

Sin embargo, la posibilidad de ser la encargada de preparar la comida era algo bueno, pese a todo. La razón distaba mucho de las artes femeninas; ella estaba enamorada de descubrir lo que había atrás de aquellas ciencias. Felipa tenía un alma de investigadora: cuando abrió por primera vez los antiguos libros de su abuelo, se enteró de todas las fuerzas que interactuaban en su día a día. Desde temprana edad empezó a leer sobre temperaturas, oxidaciones, reducciones y demás palabras que le habían sorprendido sobremanera. Felipa sabía poco de esos secretos matemáticos reflejados en los libros, pero con paciencia, empezó a experimentar lo leído. Lo difícil no era reducir sus términos de laboratorio a una simple olla o sartén, sino comprender el complicado alemán de los ejemplares de su abuelo. Con el tiempo, adecuar y traducir se hicieron parte de su vida cotidiana y de esa rutina de señorita de hogar.

Las noches se las dedicaba a leer aquellas páginas. Sus sueños eran arropados por fórmulas flotando en su mente, susurrándole cariños hasta entrada la madrugada. Temprano, debía salir en busca de materias primas interesantes: una gallina grasosa, papas llenas de almidón, semillas rebosantes de aceites esenciales, y a veces frutos dulces que convertiría en alcohol; de haber sido mayor de edad, esto último lo habría hecho todos los días. Así, anotaba en su recetario complicadas reacciones: cómo se cuajaba la grasa con el frío, el color lechoso que cobraban las salsas cuando le agregaba aceite o la tan compleja fécula de maíz: en toda su vida había descubierto por qué se comportaba tan extraño cuando la diluía en agua. ¿Y para qué hacía todo esto? Las lecturas, experimentos y anotaciones eran para volverse profesora de alguna universidad, la misma donde había vivido su abuelo: en Burkenreich.

Churubusco el Alto no tenía ninguna casa de estudios superiores, ni estaba cerca de llegar a tenerla. Ni siquiera en la ciudad más cercana, Atototlán de la Paz, podría encontrar algo similar a una escuela. Una opción sería la capital, pero sus padres jamás aceptarían que ella se dedicara a estudiar cosas de hombres, mucho menos porque debía cuidar a su hermanito Armindo Moles, quien nació con las piernas atrofiadas y postrado sobre su silla de ruedas. Felipa era la única que empujaba al pobre Armindo, era su culpa por robarle la fertilidad a su madre, era su responsabilidad porque ella sí caminaba y el hombrecito de la casa no. Así, la posibilidad de irse era distante. Lo que había descubierto en los libros de su abuelo parecía una mentira: ese mítico lugar —Burkenreich Universität— era tan lejano para ella a pesar de que sus antepasados provenían de allá, lo supo cuando encontró entre uno de los ejemplares de la biblioteca, una postal de una hermosa ciudad colonial, la letra de una tal Hilde Müller, su tía abuela, movió su espíritu y le conmovió más. Algún día visitaría aquel pueblo suizo, quizá hasta podría dar clases allá. Quienes conocían tantas cosas, terminaban siendo profesores como el señor Enquiridión González.

Su padre nunca le compartió la historia del abuelo; ella la había descubierto en los diarios escritos en alemán guardados en el despacho de la casa. Gustav Müller había llegado desde Europa cuando abrieron las minas gracias a su mejor amigo y próximo cuñado Ferdinand. Sus estudios profesionales eran de geólogo y metalistero, por lo que había sido llamado por el entonces alcaide Reynaga para diseñar un modo de extracción de aquel metal. Su misión era sacar de las entrañas de la Sierra Caliza la añeja y pastosa plata. Reabrieron los túneles clausurados hacía cien años y dejaron a Gustav Müller trabajar.

Gustav Müller había llegado como un extraño, pero pronto se volvió un pilar de la sociedad: un extranjero que apelmazaba piedras enormes de plata en los socavones. Poco a poco su abuelo dejó de serle útil a las minas: cálculo que hacía, cálculo que salía mal, y era porque no contaba con que Los Muertos del pueblo endurecían y reblandaban los suelos a su capricho para que los dejaran descansar. De no haberse casado, seguro habría visto la pobreza. Fue así que el apellido alemán perdió su fuerza, tanto así que se castellanizó hasta cambiar por algo más propio de las tierras americanas.

Quizás poco quedaba de Suiza en sus venas, pero Felipa se hizo fluida en aquel idioma que ni siquiera su padre o tía conocían. Tanto así, que ella se sorprendía repitiendo poemas, obras de teatro o frases sarcásticas en alemán. De hecho, pensar en dos idiomas le permitía separar su mente cuando trabajaba, y con facilidad era una de las personas más inteligentes de todo Churubusco el Alto; el acabose se daría más tarde.

En Churubusco el Alto estaba penada la brujería, de esta suerte, cualquier mujer con un mínimo conocimiento de los secretos de la vida, era vista como peligrosa y hereje. El padre Arnulfo había condenado en una ocasión a una de las sirvientas de su tía por decir sepa qué en latín; quizá ni siquiera era algo demoniaco, el padre no conocía aquel idioma arcaico. Sin embargo, el castigo de la pobre Melania — sirvienta en la casa de las tías segundas de Felipa— fue de veinte azotes con un fuete mojado en agua bendita. Los recuerdos de aquella penitencia siguen decorando el patio trasero del convento de las jerónimas, esas gotas cafés son recordatorio de que la magia no es bien vista. Todos los habitantes llegaron a este acuerdo, pese a convivir diario con los Sánchez y sus artes chamánicas. De esta experiencia, se le quedó grabado a Felipa que no debía dar a conocer su inteligencia.

Por eso no quiso involucrarse más allá de calcular las tazas de azúcar necesarias para una mermelada; cuántas horas o grados requería una masa para elevarse; aprendió de fermentación y otros menesteres.

Y por años quedó así: una mujer que cumplía con el estándar de saber cocinar con sazón; nadie se podía imaginar todo aquel proceso científico que respaldaba la buena cuchara de Felipa. De esta suerte, jamás imaginaron sus objetivos secretos alejados de los oídos del pueblo y, sobre todo, de su madre, porque cuando Felipa confesó sus intereses, ardió Suiza.

La señora Coraldina de Moles ya se imaginaba aquellas desviaciones que se llevaba entre manos su hija. Esa amistad con Froilán de la Cruz y Davidcito Domínguez no le gustaba en absoluto. Esos muchachos no tardaban ni cinco minutos en platicar de los misterios de Churubusco el Alto. “Verdades científicas mis nalgas”, recalcaba su madre al escucharlos. Y por ello, cuando Felipa se abrió a sus padres pensando en que entenderían su futura vida académica. Suiza no se puso más cerca; sino imposible. ¡Nunca iban a mandar a Felipa a las Europas! Al contrario, se iba a quedar en Churubusco el Alto para siempre. ¡Nada de ciencia! Sería el mismísimo Señor Jesucristo quien le iba a bajar esos humos de grandeza. En menos de una semana, Felipa ya estaba siendo entregada a las jerónimas para convertirse en novia de Jesús. ¡Qué ciencia ni qué nada! La educación de una mujer solo podía servir para alabar al Señor. ¡Luego acabarían igual que el abuelo Müller!

Así, la pobre de Felipa abandonó su vida —no solo a su hermano y amigos, sino también su nombre— para convertirse en sor Filiana. Por más que se quejó, no tuvo voz ni voto, y como monja, perdió casi toda su individualidad.

 

Durante más de seis años, la hermana Filiana desapareció de las calles. El único contacto con el exterior lo tenía al salir a comprar al mercado, pero esa responsabilidad se la dieron hasta varios años después de abonarse a las filas del Señor. Su padre era su única visita, una vez cada tres meses y en veces le contaba cómo su hermano seguía mirando la ventana en dirección a la chanchería de los Honorato. Pero su padre decidió ausentarse de su vida, hacer perdedizas las cartas que Froilán le mandaba a su hija y todo ese abandono ayudó a que sor Filiana buscara desdibujarse de esos pasillos monacales.

Debieron haberlo sospechado, cuando sor Filiana mató a las mejores gallinas y molió las más finas especias era una señal de advertencia; sobre todo cuando cortó las frutas más dulces para preparar un refresquito delicioso. Las jerónimas tuvieron una cena de última voluntad. En su celda, esa noche sor Filiana amarró sus sábanas a las vigas de su techo y subió a una silla. Su plan era ahorcarse y ya, sin explicar nada. Seguramente las hermanas se preguntarían el porqué, notando —quizá— que habían sido cómplices de aquella tragedia.

Sor Filiana subió descalza a la silla. El crujido parecía incitarla a que no lo hiciera: le rogaba que recapacitara; puso la almidonada sábana alrededor de su cuello.

Se quedó unos segundos pensando, mirando por la ventana aquella noche de luna llena.

Reflexionó sobre la muerte y el pecado. ¿Cuánto tardaría en morir? El tiempo en que la sangre dejara de estar oxigenada, el peso de ella, la altura de la viga; no era suficiente para dislocarle el cuello y matarla de un solo tirón, pero ahorcarse en otro lugar era imposible.

En medio de ese velado arrepentimiento, le llegó un olor conocido, similar al de su padre, al de la familia Moles: era humo de cigarro. Seguro eran desvaríos; sin embargo, un chiflido con el ritmo de Mussorgsky le llevó su atención a lo que estuviese pasando afuera de su celda.

—No me diga que tan desamparada está una monja.

Esa voz reptó hasta los oídos de sor Filiana entre los barrotes de la ventana; por unos instantes se sintió mejor sin saber por qué. El timbre de aquella persona le tentaba a seguirlo. Quiso desmontarse el yugo de su cuello y averiguar qué sucedía allá abajo.

—No me gusta lo que está a punto de hacer, hermana.

La voz era educada, como debían ser las voces europeas según ella.

—¿No quiere bajarse de la silla y acercarla a la ventana para que platiquemos? —aquella invitación le pareció incomprensible—. De nada le sirve morirse con la duda de quién soy. Si tanto quiere, después de platicar conmigo, vuelve a amarrar esa sábana en su cuello. Yo le puedo decir un nudo más efectivo que no le lastime y la asfixie más fácil.

Sor Filiana analizó que, por más atento que hubiera estado aquel extraño, jamás habría sabido que se estaba ahorcando. Su celda se localizaba en segunda planta y, a menos que tuviese una escalera, era humanamente imposible saber todo aquello.

Con premura deshizo la horca, bajó de la silla, la arrastró hasta la ventana y se asomó a la calle. Ahí estaba fumando un hombre de zapatos puntiagudos, el bigote era un refinado mostacho arremolinado en sus puntas y traía un fino saco de lino púrpura con líneas rojas. Esa cara socarrona, el tono tan pedante, las caladas al cigarro, el saberlo todo cuando nadie le decía algo; había escuchado de aquel hombre: era don Luciferino.

—Perdón que le hable desde acá afuera, pero nadie me ha dejado pasar al convento a saludarla, hermana.

—Lo que quiera, no lo va a obtener de mí, engendro.

—Ay, hermana. Permítame empezar antes de hacerme juicio de valor. ¡Me preocupa que usted se quiera matar teniendo tanto potencial! ¿Qué no razonó con su increíble mente científica todo lo que estaría dejando de lado?

Era la primera persona en decirle a sor Filiana que era valiosa.

—Yo la puedo ayudar. A lo mejor no me tiene confianza. Yo tampoco me tendría confianza, y eso es digno de alguien listo, debo confesarle. Sin embargo, busco llegar a un trato con usted… algo que… que no la haga perecer; algo para sacarla del hastío en el que está ahorita. ¿No quiere darle uso a esa ciencia que se carga en el cerebro? ¡Venga! Seguro que no va a echar en saco roto todo lo que aprendió desde chica… “Wir müssen jeden Moment leben”.

Esa oración —lo supo sor Filiana— provenía de las obras de un tal Ancel Schmelel encontradas en la biblioteca de su abuelo con una dedicatoria a sus amigos y mecenas. Era del poema “Carpe diem” el cual había memorizado en alemán.

Sor Filiana —y la desmuerta Felipa Moles— comenzaron a salivar para sus adentros como si estuviese frente a ellas un humeante platillo delicioso tras un ayuno cuaresmático. Ese hombre habría sido un compañero de charlas perfecto. La Madre Superiora indicaba tajantemente no prestarle atención a aquel sujeto.

—¿Y usted qué gana?, ¿qué quiere de mí? No lo hace de a gratis.

—Claro que lo sabe. Ha leído mucho, incluso su abuelo tiene un libro dedicado a mí: luego lo busca —le guiñó un ojo—. Me maravilló su conocimiento de alemán desde niña… pero ¿ignorar el gran papel que está por jugar en nuestro pueblito…?

—Mi hermano me contó cosas de usted y de cómo engañó a Lucy. ¿Qué quiere?

—¿Cómo voy a engañar a la persona más lista de toda esta ciudad? Seguramente usted resultaría más sabia que el mismísimo Odín.

El nombre de un dios ajeno les dio pesadillas a las monjas. La madre Antonia abrió los ojos de golpe. Sor Filiana, impresionada, soltó sus atavíos y se dispuso a escucharle.

—Y entonces, ¿por qué no quiere que me mate?

—Con usted no puedo llegar con apariencias, ni con falsos disfraces. Usted y sus amiguitos conocen muy bien a Churubusco el Alto. Por eso, me sirven para que sobrevivamos a lo que se nos viene. Nuestro tiempo está ya muy avanzado y no quiero desperdiciar todo esto. Necesito guardar todas las palabras dichas en Churubusco el Alto, no solo las personas, sino hasta lo que dicen las casas y los animales.

—No entiendo; ¿quiere que escriba la historia del pueblo?

—No… usted no tiene esa pluma. Su hermanito sí, ¿sabe? Puedo hablar con mi amigo don Apolonio Garcés para que le dé unas recomendaciones: ya sabe, conjugaciones, puntos de vista, cosas de escritores. Pero a él tampoco lo necesito.

—¿Y yo que, entonces?

—Hermana… Usted es la clé principale en todo Churubusco el Alto.

—Ya no ande con rodeos, ¿qué quiere?

—Regalarle esta llave —en su mano, la figura de bronce pareció brillar como si estuviera recién fundida— esta es la llave de la biblioteca.

—No hay ninguna biblioteca en todo Churubusco el Alto.

—Sí, sí la hay —sus colmillos enmarcaron una sonrisa aterradora.

—¿En el convento? ¿Dónde?

—No, aquí a dos calles se inaugurará la Biblioteca Regional y usted debe administr el lugar, sor Filiana. Claro, a modo de castigo por estar despierta a tan altas horas de la noche escribiendo y leyendo.

—¿Cómo?

—Es lista y no desperdiciará esta oportunidad, hermana. Baje de esa silla y póngase a leer los papeles de su escritorio.

Al mirar, sor Filiana encontró en la mesa un par de hojas manuscritas: reconoció la letra de Armindo, su hermanito.

Cuando regresó sus ojos, notó cómo aquel hombre se alejaba por las calles dando una calada a esos cigarros de azufre y almizcle.

—¡Oiga! —gritó sor Filiana—. ¿Qué nudo debería usar para matarme?

Don Luciferino se rio por lo hondo y tiró la bachicha de cigarro al piso. —Si tanto le interesa, va a estar en su escritorio en unos días.

El hombre desapareció tras la esquina. Las calles quedaron mustias, como si él —o la depresión de sor Filiana— jamás hubiese pasado por ahí, dejando como única prueba el aroma del cigarro flotando en la bruma.

La monja sonrió y se jugó todo en ese momento desanudó la horca: regresó su silla a la mesita. Ahí estaban unas hojas escritas con la reconocida mano de su hermanito: era un cuento sobre una profesora en la ciudad imaginaria de Töden, Suiza.

Quiso sonreír, pero la tranquilidad de la lectura fue tajada por la madre Antonia, quien llegó a revisar su celda y verificar qué hacía despierta a deshoras.

Según la madre Antonia: la literatura era materia profana, vedada para las jerónimas desde que su santa patrona, sor Melchora de Eixample, la había prohibido. Esa era la razón principal para agendarle un severo castigo a sor Filiana.

Si sor Filiana no hubiera tenido conocimientos vagos de su futuro, esa amenaza le habría quitado el sueño; pero al contrario, le dio el más tranquilo descanso de todos. La novicia se llenó de paz, porque, ya fuera Dios o fuera el Diablo, aquello no estaba tan mal previsto.

 

Como era de esperarse, sor Filiana despertó temprano y comenzó sus rezos. La madre Antonia la vigilaba con ojos de escopeta desde el fondo de la capilla. Tras servir el desayuno, recibió su citatorio para hablar con la superiora en el despacho del padre Aparicio.

—¿Sabe que está prohibida la literatura en este convento, hermana? —ni un “Buenos días” la recibió al entrar a la oficina.

—No.

—Desconocía esos gustitos suyos. Debe de irse dando cuenta de que esas manifestaciones artísticas no sirven de nada si no están dirigidas a Nuestro Señor o a la Virgen.

Sor Filiana sabía que su madre jamás le había comentado a la religiosa nada acerca de los gustos desviados de su hija: leer, investigar, querer impartir clases en una escuela. Todo eso era para dar pena; seguramente se lo había guardado como secreto de confesión.

—Espero que esto —la madre Antonia levantó del escritorio las hojas escritas por su hermanito— le haga darse cuenta de que esos gustitos… —terminaron rasgadas ante ella, parando en el cesto de basura—, no los tenemos bien permitidos aquí.

Sor Filiana sintió hervirle el coraje. Quiso responder y gritarle a la superiora, pero se detuvo de golpe cuando vio que la madre Antonia sacaba de su hábito una llave de bronce.

En el despacho del padre Aparicio, todos los cuadros miraron aquel objeto sabiendo que no provenía de algún orden divino, sino que había sido fundida en algún círculo del Infierno; pero esto lo sabían exclusivamente sor Filiana y las potestades angelicales.

—El señor don Félix acaba de salir de aquí y me pidió ayuda a cambio de un dinero para nuestra Orden.

Sor Filiana abrió los ojos como para comerse la escena con los párpados, trató de fingir su emoción, pero una sonrisa la delató; por desgracia, la madre Antonia no se percató de ese desliz al estar concentrada en unos papeles con las indicaciones del alcalde.

—Son libros sin importancia: ciencias duras y tecnología. A ver si así se cansa un poquito de sus literaturas. Limpiará y vigilará el espacio: le va a tocar estar a cargo de la Biblioteca de Churubusco el Alto “Enquiridión González”. Espero usted se desencante de esas historietas románticas —cuando la madre Antonia miró a sor Filiana, esta se puso seria y renegosa—. Ojalá y se harte de los libros. En ellos hay puras mentiras. ¡Me va a leer todos los ejemplares de la biblioteca! Hasta la aburrición… Ya no piense en sus mundos imposibles y tonterías de niña enamorada como las de la otra noche.

Ese espacio se llamaba igual que su profesor de primaria; le dio gusto ver que se había convertido en una persona importante para el pueblo. No se imaginaba cuánto. Además, si ya tenían una biblioteca, ya distaban poco menos de una escuela superior.

—Ojalá esta incursión le haga ver a los libros como lo que son: repositorios de conocimiento y no de falsedades.

En medio de un silencio acogedor, sor Filiana se quedó pensando en todas las posibilidades.

—No está muy contenta con esto, ¿verdad? ¡Me alegra! Retírese ya.

Esperar a darse media vuelta para sacar la sonrisa más auténtica y pulcra de todas. En su mano la llave de bronce le daba un calor latente inusual.

El problema ahora, sería averiguar por qué don Luciferino estaba interesado en esos libros.

 

A partir de entonces, Churubusco el Alto empezó a acercarse un poco más a la civilización. Poco faltaba para ser la Capital de las Artes del Valle Mayor, según dijo don Apolonio Garcés en Las Trece Musas.

Sor Filiana se estableció una nueva rutina: despertar, rezos, desayuno para doce, lavar la loza; después: romper su voto de reclusión para ir a trabajar a la biblioteca.

La primera vez que abrió el lugar olía a pintura y a barniz, aromas desconocidos hasta ese momento: indicio místico de experiencias desconocidas.

La biblioteca consistía apenas de seis mesas con sus respectivas seis sillas cada una. Al fondo, se erguían seis estantes atiborrados de libros dispuestos perpendiculares a la pared. También eran seis las lámparas que daban una iluminación tan pura como la del Santísimo. Sor Filiana analizó que si eso no era un plan numerológico de don Luciferino, era una muy grata coincidencia.

El espacio le encantó de primera mano. La biblioteca estaba ubicada a una calle de la plaza. Antes había servido a modo de almacén de granos y de aquellos tiempos ya no sobrevivía ni el recuerdo. Se habían gastado algo de dinero para adaptar ese bodegón de altos tejados en una casa del conocimiento.

Arremangó sus hábitos y fue al escritorio desde el cual gobernaría ese espacio.

Manual de nudos y amarres Fracfort.

Sor Filiana rio para sus adentros al ver la promesa de don Luciferino cumplida. Sobre su escritorio tenía, a modo de separador, una tarjeta de don Luciferino como “Abogado de lo civil”, la cual marcaba las páginas correspondientes al Nudo coulant. Sacó la tarjeta y la desbalagó en algún lugar al instante en que don Félix Santiago Ordóñez González entró con su paso regordete a la biblioteca. Tras de él, su secretario, Florencio Carcamaz, llevaba una amplia carpeta llena de folios y pendientes. Más allá, un hombre que cargaba un aparatoso bulto esperaba en la entrada del recinto.

—¡Hermana!, ¿cómo se encuentra? —dijo muy quitado de la pena el hombre mientras con estrépito sacudía la mano de la religiosa.

Sor Filiana pensó que al alcalde debería de darle vergüenza entrar a ese territorio con sus botas repletas de lodo, una característica ya innata del político pues decía que recorría a diario todos los caminos de Churubusco el Alto queriendo encontrar una piedra fuera de lugar. Realmente, para todos en el pueblo, eso era una tontería: en vez de comprar buenas sillas para la escuela, encargarse de la seguridad de todos en las noches de Luna nueva o buscar una institución adecuada para el loco Dimas.

—¿Cómo se encuentra? —cuestionó la monja—. Muy buen día. La madre Antonia no me explicó del todo qué quería de mí.

—Mire, hermana: voy a aprovechar mi secreto de confesión con usted. Quiero mi reelección, por eso ando haciendo estas cosas. La gente contenta volverá a votar por mí. ¿O no, mi Florencio?

Sor Filiana juzgó en silencio al hombre mientras el secretario asentía vivazmente. Ahora ella tenía una información interesante para negociar su futuro.

—Don Luciferino —cada sílaba pronunciada por don Félix Santiago Ordóñez González fue emitida con parsimonia y respeto—, quería poner una biblioteca aquí… trajo los libros, los estantes y hasta al señor de la Cruz para darle una pintadita. Nomás nos faltaba quien lo administrara. Y aquí anda usted.

—¿Pero a qué se refiere con administrar? ¿Cuál es mi papel en esto?

—¡Qué filósofa la monjita! ¿Verdad, Florencio? —se quiso reír y el secretario hizo una fingida segunda—. Mire bien: su papel es abrir y cerrar. Usted haga lo que quiera, siempre y cuando no vaya en contra mía. Su salario se lo va a administrar el padre Aparicio, si quiere, ya se arregla con ellos.

—Pero… ¿los libros los vamos a prestar?, ¿vamos a recibir donaciones?, ¿hacemos eventos? Se me están ocurriendo varias cosas para que la gente de Churubusco el Alto…

—Agárreseme los hábitos y espérese tantito —interrumpió—. A ver, mi Florencio: anótale que tienes una cita con la monjita. Quiero que le quede claro: sus ideas son importantes, hermana; solamente me las habla con la persona indicada, no conmigo. Aquí luego vendrá mi secre para platicar con usted.

Esa promesa quedó anotada en la agenda, pero nunca llegaría a realizarse, al menos no con las intenciones que había anotado.

—Pero, entonces, ¿no voy a poder hacer nada mientras …

—No, no, no, no… No se me haga. Usted haga de todo mientras no se me revele. Y no se le olvide decir que yo le ayudé a que se logren todas esas cosas. Le diría que no fuera en contra de las buenas costumbres; pero es monja. Ya se las ha de saber. Eso sí, no quiero que den catecismo aquí, ya tenemos suficiente de las jerónimas de lunes a domingo. Usted se me va a descatolicatizar… ¿descatolizar?… ¡Eso! Y me trabaja de lunes a viernes. Los fines de semana sí se los dedica al Señor; si quiere trabajar los sábados o los domingos, eso ya se lo pregunta su patrón allá arriba a ver si le dice que está bien no andarle rezando. Mientras tanto, yo la quiero en horario de oficina. Si usted decide hacer algo, pues lo hace con su dinero, y si quiere financiación, ahí le busca usted los recursos, que las monjas son rebuenas para pedir.

El largo discurso político dejó a sor Filiana con una cosa segura: ese lugar le pertenecía.

—¡Florencio! —gritó el alcalde—. ¡Saque la cámara!

El aludido le gritó al fotógrafo traído desde Atototlán de la Paz. El hombre colocó en el pie una antigua cámara de bulbo y encuadró al político, al secretario y a la religiosa. Ella se quedó sin saber qué cara poner. El alcalde don Félix le dio la mano y estiró la llave que había dejado la religiosa en el mueble; ella quiso sostenerla, pero el alcalde tuvo que arrebatársela.

—No, no, no. Usted nomás ponga como que la va a agarrar, pero no la tome.

La lámpara destelló y la imagen quedó inmortalizada en una fotografía que aparecería en varias publicaciones alrededor del Valle Mayor.

Y así como entraron, los hombres desaparecieron del lugar sin preocuparse mucho en agradecer la presencia de la monja. En la mente de la religiosa seguía constante la pregunta de cuál era su papel en todo aquello, ¿por qué Churubusco el Alto?, ¿por qué don Luciferino?

Al final, después de mirar a detalle la pintura fresca, pensó que nunca sabría esas respuestas.

En eso se equivocaba.


Fanart "La llave de Bronce" creada por Tierra Favel



martes, 10 de noviembre de 2020

Días de guardar

Faltando un minuto para las 9:00, las puertas del convento fueron golpeadas con fuerza. Las jerónimas estaban tan desacostumbradas a recibir visitas que llevaban varios meses sin mover los cerrojos: esa mañana solo habían abierto la puerta de servicio para mandar a Sor Filiana al mercado. Por lo mismo, esos toquidos eran atípicos.

Desde su despacho, el padre Aparicio bajó la taza de su chocolate caliente cuando percibió ese aporreo cuasimarcial. Junto a él, la madre Antonia sonrió socarronamente al identificar en ese golpeteo el ritmo inconfundible de las procesiones de san Bartolo el Pesaroso.

—¿Quiere que vaya, padre?

—Proceda, y si no es importante, dígales que vengan mañana; ya no son momentos de visitas.

Cuando la madre Antonia salió por las llaves, el padre Aparicio miró el reloj: se dio cuenta de que seguía marcando las 8:59. Se le hizo raro, la última vez que había volteado faltaban algunos instantes para las campanadas; el padre analizó el segundero, se movía, pero de qué modo: avanzaba y retrocedía el mismo segundo, como si se hubiera atorado el engrane, o como si no quisiera dar las nueve campanadas aún.

La madre Antonia giró los prestillos y sacó los candados de la puerta principal.

En su estudio, el padre Aparicio dio unos golpecitos al vidrio, pero el reloj seguía intimidado.

Cuando por fin se abrieron las puertas, se reveló la exaltada figura de la madre Ramona: el hábito parecía planchado encima de ella, ni una ceja estaba fuera de lugar; el rosario de su cuello hacía una simetría perfecta: ni un centímetro más ni uno de menos, Cristo no podría haber estado mejor columpiado en otro lado que no fuese sobre la panza ahuecada de la superiora.

La madre Ramona levantó una ceja: —¿Por qué tienen cerrado tan temprano?

—Ay, madre superiora… no la esperábamos.

—Las puertas se cierran a las 9:00 en punto, hermana Antonia: lo dice el libro.

—Qué pena con usted, madre. Pero si son ya las… —sor Antonia dirigió la mirada a la torre de la iglesia la cual seguía marcando las 8:59.

La madre Ramona se abrió paso hacia el convento, y en cuanto puso un pie dentro, todos los relojes de Churubusco el Alto marcaron la hora.

—Yo no llego tarde, hermana. ¿Ve? En punto.

El padre Aparicio se asustó cuando, después de haber contado cerca de tres minutos en su cabeza, las campanas golpearan la hora exacta. Y aquí el primer milagro de la madre Ramona: ningún reloj volvió a desfasarse en todo Churubusco el Alto; ni el tiempo podía contradecir a la superiora de las jerónimas.

El arrastrar de las sandalias de la madre Ramona rozaba en clave de fa por todo el convento, y ya fuera en las celdas o en las capillas, las jerónimas sintieron ese tono grabado en las losetas de granito.

—¿Madre Ramona? —sor Antonia se dignó a hablarle mientras la otra caminaba evaluando de tanto en tanto las instalaciones del convento—, me da mucho gusto que leyera mi carta.

—Inquietante, sí. Tendré que hablar muy seriamente con el padre Aparicio…

Sor Antonia sonrió en sus adentros; pero entonces la superiora giró sus talones en perfectos 120º.

—También debo reclamarle a usted, hermana —la aludida tragó saliva—. Es su labor cuidar el orden del convento… no interrumpir mis oraciones diarias para que yo venga a hacer su trabajo —los talones continuaron su giro en 240º más, exactos—. Luego hablaremos de su penitencia.

Las jerónimas dicen que si una recorre desde la capilla hasta el círculo dejado ese día en el granito por la madre Ramona, se pueden rezar dieciocho avemarías y seis padrenuestros sin un “santo” que le sobre o que le falte.

El despacho del padre Aparicio fue irrumpido de pronto por la superiora. El religioso no tenía idea de quién era aquella; claro, vestía los colores de la orden; pero, siendo tan joven, era lógico que no reconociera aquel rostro en lo más mínimo.

—Hermana, ¿puedo ayudarle?

Los serafines dibujados se cubrieron la boca ante semejante blasfemia.

—¿Perdone?

—Sí, ¿qué desea?… ¿Qué puedo hacer por usted, hermana?

Hasta Santo Anselmo Retador se cubrió los ojos.

—Sin afán de ofender, padre —pero lo iba a ofender—, hace varios lustros que dejaron de llamarme “hermana”. Soy la madre Ramona, padre, superiora del arzobispado.

—¿Quién?

Imágenes, estatuas, y estampitas se golpearon la frente desesperados. Se cumplía el segundo milagro de la madre Ramona: la iconografía de Churubusco el Alto ahora advertiría detenidamente cuando alguien cometiera errores tan grandes como los del padre Aparicio.

 

Cuando sor Antonia entró al despacho, descubrió a la madre Ramona sentada en el escritorio; el padre permanecía de pie frente a ella como niño regañado.

—Madre —se atrevió a irrumpir la religiosa—, le traigo un chocolatito caliente para que recupere fuerzas después de su viaje desde Atototlán de la Paz.

—¿Chocolate a estas horas? —miró de soslayo al padre Aparicio—. ¿Y usted les permite a las hermanas semejantes libertades? Ay, padre. ¿Qué no conoce el Levítico? Capítulo 11, versículos 3 al 7; ya los judíos hablaban de los peligros de tomar chocolate en las noches: ¡tan espirituoso y pecador como el licor!

Nadie se atrevió a mirar una Biblia y desmentirla, y aunque estaban seguros de que el chocolate era un fruto más moderno que el judaísmo; no querían arriesgarse a cambiar las Sagradas Escrituras. Luego tendrían problemas con David: el impresor de Biblias de Churubusco el Alto.

—Tire eso a la letrina. Y sí, cansada estoy; pero Dios me dio fuerzas para llegar aquí. No necesito de esas bebidas para reconfortarme; tráigame vinagre, quiero una jarra de vinagre y un vaso con hielo.

Los dos se extrañaron de la petición.

—¿Agüita?

—Una jarra de vinagre y un vaso con hielo, le dije. También quiero un par de paños limpios, hermana.

La hermana salió en busca de Sor Filiana, ella sabría dónde estaba todo en la cocina y quizá la ubicación de una letrina. Mientras, dejó a los otros discutir los acomodos del convento.

—Padre Aparicio. La arquidiócesis me mandó para revisarle sus trabajos. Escuchamos ciertos tejemanejes de usted… y cómo ensucia el nombre de las jerónimas —la madre Ramona sacó de entre sus mantos una libretita—: apuesta en juegos de azar, se le ha visto platicar con alguien sospechoso: un tal Luciferino; hereje según sé. En las fiestas de Independencia lo vieron bebiendo licor… Además, me reportan un supuesto caso de brujería y usted aún no ha hecho nada. ¿ Y todo esto, padre Aparicio? —la madre Ramona golpeó la libretita haciendo un eco que le espantó los miedos a la Virgen—. ¿Qué me va a explicar?

—Verá, herman… madre… Le decía: son malidicencias de la gente. No todo lo que dicen es cierto.

—Octavo mandamiento de la Ley de Dios, padre Aparicio… ¿me acusa de falso testimonio?

—No, madre… pero la gente…

—¿Entonces su gente miente? ¡Vaya nada más!

La puerta se abrió de nuevo y Sor Antonia entró con una jarra llena de vinagre, el vaso con hielos y unas toallas blancas: todo en una bandejita de plata.

—¡Mire cómo gastan en metales preciosos! —sujetó su libretita de nuevo—. Dieciocho indigentes tiene Churubusco el Alto y se gastan los salarios de la caridad en placeres. ¡Qué bonito, padre! Qué bonito…

La madre Ramona tomó la jarra y vertió un poco en el vaso con hielo. Hasta los libros de las estanterías fruncieron las narices cuando el hedor se levantó por todo el despacho.

De a tragos largos, la madre Ramona se terminó el vaso de vinagre y se sirvió otro.

Sor Antonia y el padre Aparicio se quedaron sorprendidos de lo que veían: se había bebido un vaso completo de vinagre de caña sin cambiarle el semblante.

—Es importante purgarse de todos los males, padre. ¡Que las hermanas empiecen mañana a tomar vinagre por las noches en vez de sus chocolates! No somos cafetería de chinos. ¡Le falta templanza a sus monjas, padre Aparicio!

Sor Antonia abrió los ojos como para que se le metiera el Espíritu Santo: ¿iban a tomarse eso?

La madre Ramona introdujo un paño en la jarra; lo exprimió con fuerza y se levantó el hábito. Tenía todas las rodillas peladas hasta el hueso, la sangre le manaba hasta los tobillos, pero con calma y un poco de presión se fue limpiando. Hasta parecía que le había dolido más beberse el vaso de vinagre que las heridas abiertas.

—¡Pero, madre! ¿Qué le pasó? —saltó de su lugar sor Antonia—. ¿Le traigo al doctor Mendiola?

—Descuide, hermana… de esto me encargo… me vine de rodillas desde Atototlán de la Paz… también por eso me tardé en responder a su carta. Tenía una penitencia pendiente y aproveché en dedicarle a Nuestra Virgen Madre el viaje hasta acá.

El padre Arnulfo giró una mueca hacia la religiosa. En su semblante se leía un “Así que fue usted”, mientras la otra le respondía con una cara de “Pues, ¿por qué no me hace caso?”.

La madre Ramona terminó de curar sus heridas y se puso de pie. El color castaño de su hábito disimulaba muy bien el batidillo de sangre avinagrada.

—Es tarde para regaños, mañana los veo tempranito. Dos horas antes del maitines que tenemos mucho por aclarar. Los veo aquí… ¡A ambos!

—¡Pero, madre! —el Padre Arnulfo quiso oponerse al mandato; vio cómo ella tomaba una pluma del despacho y anotaba algo en la libretita. Prefirió darse sus precauciones.

—¿Sí, padre?

—No nos ha dicho si quiere que nos traigamos el libro de oraciones de una vez, o si los guardamos hasta los rezos.

—¿Sus monjas no se saben los rezos todavía?… —comenzó a anotar en la libretita y remató con un punto asestado como puñalada traicionera—. Hermana Antonia, diríjame a mi celda, por favor.

 

Había pasado una semana desde que la ley marcial de la madre Ramona se instaurara en Churubusco el Alto, y con ello, nuevas rutinas, no solo para el convento, sino para todo el pueblo. La madre Ramona pedía cada mañana dos grandes cubetas de hielo y las colocaba dentro de unas bolsas especiales que amarraba a sus pantorrillas a modo de un silicio helado. “Enfriarse las piernas ayuda a que no tengan malos pensamientos, mis niñas”, les decía a las religiosas mientras las monjitas sufrían de resfriados y escozores. “Yo ya no siento nada por nadie. Pero cada que me quito las bolsas y veo mi carne amoratada, sé que es por el Señor que sufrió en la cruz por nosotras. Piensen en eso cuando digan que no están listas para la penitencia”. Y luego, se cubría el silicio con su sayo.

Entre sus otras reformas, estaba calentar a medias la comida. El punto era no usar tanta leña, “Ensuciar el cielo es manchar de hollín la Casa de Dios”, les decía la superiora. No iba permitir que nadie del convento cometiera semejante ignominia; así las comidas tibias suplantaron a las calientes. Tenía cronometradas a las hermanas, y si veía a sor Filiana agregando un tronquito de más o dejando las ollas por más segundos de lo reglamentado, la libretita servía de testigo. Nadie sabía qué tanto anotaba; pero de que intimidaba, intimidaba.

Hasta ir a los baños resultaba ser un martirio; lo que nunca: había filas para entrar. El torzón del vinagre tenía al convento en una evacuación constante; pero la madre Ramona encontraba una palabra para todo: “El diablo es como los retortijones: no los queremos dentro de nosotras. La purga nos ayuda a salvar nuestro cuerpo y alma, niñas. Vinagre con hielo… si quieren acostumbrarse, le pueden poner tres gotitas de limón. Así seguro y llegan a beatas”.

Y entre lo malo, una cosa buena: les maravillaba a todas las religiosas la velocidad y el volumen que tenía para rezar. En tres minutos se acababa un rosario completo. Las jerónimas tardaban treinta, pero en ese tiempo la superiora ya le había dado diez giros a las cuentas. ¡Pobre don Luciferino! Cada que la madre Ramona rezaba, lo dejaba tan moreteado que mejor decidió tomarse unas vacaciones fuera de Churubusco el Alto. “El maligno siente los golpes, niñas. Rezar rápido hace que ni se pueda parar”; y, en efecto, don Luciferino fue visto corriendo hacia las afueras del pueblo: maleta en mano prometió volver para llevarse a esa monja, pero un izquierdazo avemariano dado por los ángeles custodios le calló de golpe. Se sabe que dejó por ahí unas gotitas de sangre que echaron a perder la tierra de unas macetas; pero en sus andadas por las calles, la superiora se le quedó viendo a ese espacio, y tercer milagro: de puro miedo, hasta las plantas reverdecieron.

Era un espectáculo mirar a la religiosa fuera del convento. Todos escuchaban ese rasguido de las sandalias, y los locatarios del mercado insistían en que sonaba tan sagrado que hasta la fruta en mal estado se ponía bonita. Ya diría el padre Aparicio que eso también era parte del tercer milagro de la madre Ramona, pero los teólogos no se han puesto de acuerdo.

Todas sus acciones eran perfectamente divinas y aunque las religiosas sufrían estragos en sus cuerpos, notaban que si seguían esa rutina un par de meses más, seguro hasta se elevaban.

 

Pronto, los habitantes de Churubusco el Alto se dieron cuenta de que la estancia de la madre Ramona tenía su precio. Más de un cristiano terminó apareciendo en la libretita; cualquier comentario lo tomaba como ofensa o pecado. Los chistes que la superiora escuchó por parte de Eulogio de la Cruz en la fonda de doña Mitotes le agriaron tanto como el vinagre que pidió para acompañar su cena. “A esa monja no se le calienta ni la sonrisa”, dijo Eulogio. Tísica como ella sola, la madre Ramona también lo transcribió.

Con escusa de vigilar al padre Aparicio e investigar los casos de brujería, se veía a la madre Ramona vagar de casa en casa. Todo lo que le mencionaban los vecinos era rápidamente anotado, hasta asustaba que no se hubiese acabado la libretita, porque seguro tenía más información de Churubusco el Alto que la futura biblioteca que construirían en el pueblo. Si eso era un cuarto milagro o no, ni los teólogos lo sabían.

Y pese a vivir una Cuaresma eterna, el caos impuesto por la madre Ramona pronto se convirtió en un puritanismo devoto. Dicen las malas lenguas que hasta a las floreadas prostitutas las vieron con un rosario al cuello: si la madre Ramona había tenido tanta suerte con su reformas, seguro así ellas podrían cobrar el triple como siempre habían querido.

Pero todo cambió un fatídico día de San Bartolo Bailador, porque en la misa de seis, el padre Aparicio terminó el oficio con una terrible noticia:

—Parroquianos: lamento informarles que mi tiempo en Churubusco el Alto se ha acabado.

Hasta el loquito Dimas se quedó pasmado de la noticia.

—La madre Ramona me informó que el mismísimo Papa, ¡Dios lo tenga en su gloria…!

—¡Amén! —contestaron personas, pájaros y hasta el eco de las paredes.

—El Papa… me ordena volver a Atototlán de la Paz para terminar mi educación. No les he servido como el guía espiritual que necesitan. El tiempo que estuvimos juntos lo llevaré en mi alma.

“Pone otras cosas en su alma además de Dios”, escribió la madre Ramona.

—Tengan por seguro que los recordaré por siempre… y sé que se quedan en buenas manos, porque mientras el arzobispado no les mande otro cura, se quedan bajo la guarda espiritual de la madre Ramona.

Doña Mitotes se llevó las manos a los cachetes pensando en que ya no vendería refrescos sino vinagres con limón en su cenaduría. Don Gaspar y don Liber se conspiraron ante la posible inquisición que les iba a caer encima cuando averiguaran que en sus talleres tenían cosas de don Luciferino.

Todos estaban pálidos.

—Así que mañana vuelvo a Atototlán de la Paz. Espero y esto sea lo mejor para ustedes.

La superiora subió al altar y tomó la palabra.

—Feligreses: como saben a una monja no se le autoriza oficiar, por lo que habrá rosarios diarios para solventar el domingo. Espero verlos a todos en la misa de Santísimo aquí a las 6:00… Dia-ria-men-te —observó las bancas de la iglesia y entonces se detuvo.

Las pinturas y estampitas miraron a la madre Ramona, algo le pasaba.

De pronto, el hielo que cargaba entre las piernas se le derritió y escurrió por el mármol a chorros. La superiora se estaba poniendo roja-roja-roja.

Todos en la iglesia se miraron, hasta las estatuas tenían cara de no entender qué ocurría, y entonces, la madre Ramona se escurrió, no solo en agua, sino en un llanto demente.

Entre las filas una persona reconoció a la madre Ramona y se quejó sofocando un “Ah” lastimero. El pueblo dirigió la mirada al susodicho: era el general Fulgencio Buenrostro quien se llevó una mano a la cara como lamentándose aquella mala fortuna.

La monja fue bajando del altar paso a pasito. Conforme avanzaba seguía chorreando el mármol. Posesa como estaba, no se persignó ni miró a otro lado que no fuera hacia el general.

Los “Compermiso”, “Disculpe” y “Perdón” sonaron entre las filas. El general Buenrostro necesitaba salir a trompicones de ahí. Pronto se le vio corriendo.

La madre Ramona gritó un “¡Fulgencio!” desde el fondo de su pecho. Aquello hizo saber a los feligreses que ella era de quien tanto hablaba el hombre: la malquerida que se enamoró de él en Atototlán de la Paz y a la que la refundieron en un convento para bajarle los sopores de la juventud.

De no haber sido porque el padre Aparicio era chismoso, todos se habrían quedado paralizados en la iglesia; y no fue hasta que el religioso conminó al pueblo entero para ver cómo terminaba aquello que los parroquianos salieron en busca del espectáculo. Si se apresuraban, podrían darle alcance a la madre Ramona y averiguar qué había roto su máscara de seriedad. Muchos ya se daban una idea, pero querían testimonio de primera mano.

Las calles de Churubusco el Alto se convirtieron en un maratón donde los primeros en línea eran el general Buenrostro y la madre Ramona en segundo. Las polvaredas se elevaron mientras las multitudes seguían ese rastro de hielo derretido dejado por la superiora. Por su parte, el general Buenrostro huía, y pese a su panza de pudiente, todavía mantenía buena forma. La madre Ramona iba unos metros tras de él, pero las rodillas peladas le lastimaban en su pesquisa.

Iglesia, la plaza, la mansión de las Serrato; dieron vuelta en el bar de don Apolonio Garcés. El general Buenrostro llegó entonces a la entrada de Churubusco el Alto, ahí estaba un camión esperándole con un don Luciferino apurándolo, dando brazadas para que corriera más rápido.

Fueron unos instantes, pero en cuanto el hombre subió, don Luciferino le dio dos golpes a la carrocería; el vehículo comenzó a alejarse hacia lo lejos.

—¡Fulgencio! —el sudor perlaba la cara a la monja.

—Madre Ramona —don Luciferino le sonrió, seguía moreteado—, si quiere, le vendo un boleto para ir tras él.

La respuesta de la superiora fue aventarle a la cara el hábito y su bien balanceado rosario. —Ya sé quién eres, bestia rastrera. Pero rapidito con el boleto —y tronó los dedos dos veces.

El corro de espectadores se apelmazaba mirando a la madre Ramona en calzones apurando al Diablo para que la ayudara a subir al camión.

—La libretita, madre —pidió parcimonioso.

Con aspavientos, puso el cuadernillo sobre el atado de ropa. —¡Mi boleto!

El camión se fue acercando, pero la monja corrió despavorida para subirse.

Desde el Arco de Ingreso el pueblo observó cómo la monja se alejaba de sus vidas.

Aún anonadados miraron a don Luciferino aproximarse al padre Aparicio y darle la libretita. —Su permiso para quedarse en Churubusco el Alto.

Las multitudes aplaudieron y comenzaron una algarabía de fiesta tal que hasta lo habrían canonizado.

Un silencio amenazó al pueblo entero, el camión venía de regreso. Asustados de muerte creyeron ver a la madre Ramona bajarse para imponer de nuevo una dieta de comidas tibias y vinagres. Los semblantes cambiaron cuando don Luciferino se acercó a la puerta del vehículo y ayudó al general Buenrostro a bajar las escaleras.

—¿Cuánto le debo ahora, don Luciferino?

El aludido asintió ligeramente con la cabeza y se llevó unos dedos al cardenal bajo su párpado derecho. —Viene por parte de la casa, general. Es mi regalo por su anterior compra.

El militar rio entre dientes. La multitud ya se iba desperdigando cuando don Apolonio Garcés lo abordó.

—¿Y esa era la loca que lo perseguía por todos lados allá en Atototlán de la Paz?

—Ya ve, ¡viejas locas, nada más!



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domingo, 8 de noviembre de 2020

El funeral de Esmeralda Sánchez

Por más que odiara a su abuela Epitafia y a mamá Esme, Gabriel Núñez debía seguir su camino; con el sol y las memorias quemándole con rencor la espalda.

Llevaba cuatro días caminando desde Atototlán de la Paz. Al norte del Valle Mayor estaba la Sierra Caliza —aún sin nieve en sus puntas—, le recordaba su infancia: eso que tuvo y le arrebataron tan fácil. Siguió avanzando por el camino enterregado hacia su pueblo —o a lo que alguna vez pudo llamar hogar—: Churubusco el Alto. Quien cruzaba el Río de los Gambusinos para un lado, rara vez podía irse de regreso; esto le llegó a la cabeza cuando distinguió aquel viejo puente de madera: la frontera.

Ahí se erguía el Puente de la Asunción, suspiró sabiendo que al fin era libre de cruzarlo. Sintió el frescor del agua corriente deslavándole el sudor repegado en su rostro. Podría haberse ido en otra dirección: hacia Libertad de Juárez, a la capital, pero él —necio— regresaría a casa.

Y allá delante: su primera prueba.

Una niña corría de un lado al otro del puente. Junto al vado, un par de borrachos se ahogaban en alcohol, aún se acordaba de aquellos dos; sin embargo, la niña era nueva en el paisaje. La miró como analizándole sus intenciones.

—¡Niña! —gritó sin pisar la madera.

Ella sonrió alegre y lo saludó con la mano.

Gabriel se quitó el sombrero y una mata rizada de pelo castaño se meció con el viento, sus ojos azules refulgieron al mirar a la pequeña.

—¡Niña! —gritó con más fuerza, pero ella no se acercó.

Leyó todos sus indicios y supo que —si ya era complicado volver a casa— aquello le haría dar un rodeo.

Era el único cruce en kilómetros, y le urgía llegar a Churubusco el Alto esa misma noche. Sopesó la caminata y supo lo que debía hacer. En medio de una rabieta, Gabriel se sentó en la tierra y comenzó a desabrocharse las botas, le había costado caro tenerlas y no iba a dañarlas. Y todo por esa niña de listón verde olivo: Gabriel ahora debería cruzar el río por debajo del puente.

Entró al agua descalzo. Sus pocas pertenencias que había traído consigo desde Atototlán de la Paz estaban en un bolso sobre su cabeza. El agua estaba fría: seguro le iban a salir ampollas; pero prefería eso al mugroso fantasma de esa niña.

Desde el vado, los borrachos renegaron entre burlas e insultos. “Ya volverá”, pensó la mujer del río, quiso observar las reacciones de la niña, pero ella ya no estaba ahí.

 

Empapado de panza y piernas, Gabriel continuó su caminata sin ponerse las botas. El calor le mordía los pies, pero estaba seguro de que pronto llegaría a los sembradíos de trigo plateado. En su memoria se detonaron las imágenes de aquellas tardes de pan recién horneado con don Santiago Jojoringo. ¡Aún se acordaba del nombre!; bueno, también él no lo había traicionado como su propia familia. Un temblor le movió por dentro y no supo si era el río helado que le calaba los huesos o las ansias de enfrentar a sus rostros de su juventud. ¿Cómo lo recibirían?

Esta respuesta la tuvo cuando la Luna llena decoraba el cielo. Mientras el astro brillaba sobre los senderos, era libre; ¡de haber sido Luna nueva, ni loco se hubiera adentrado en el Valle Mayor! No iba a cometer ningún error, no esta vez.

Las campanadas del convento de sor Melchora de Eixample tañeron como advirtiendo la llegada de Gabriel, coincidiendo con el primer paso que daba dentro de Churubusco el Alto desde hace tanto tiempo. Un llanto de felicidad se agolpó detrás de sus ojos, entonces las lágrimas fueron avanzando junto a él.

Una mujer se extrañó del viajero. Así como estaba vestido, parecía un indio cualquiera: ropa deslavada y un atado a la espalda; para la gente del pueblo, Gabriel no podría ser reconocido si no se le veía vestido con el traje ceremonial de los Núñez.

—¿Visitante? —dijo aquella: por su cara, voz y complexión, era una persona de bien. Ella, ante el desharrapamiento del extraño, podría considerar invitarle a cenar.

—Residente… —los ojos azules de Gabriel sacaron un brillo de antorchas y velas—. ¿Señora Loreta?

La aludida se maravilló. No conocía a ningún joven así de guapo en todo Churubusco el Alto; no desde… —¿Gabriel? —el nombre se arrastró como un eco que caló en los oídos de todos los habitantes—. ¿Gabriel Núñez?

—¿Cómo está, señora Loreta?

—¡Mi corazón! No te veía desde que estabas así de chiquito —el ademán fue una seña de estatura, pero Gabriel lo interpretó como de madurez. Estaba de regreso siendo un hombre—. Pero qué milagro. ¿Ya cenastes? ¡No has comido! Te invito a mi fondita.

Gabriel sonrió con ese rostro hermoso que siempre le había causado problemas. —No se preocupe…

—Pero debes cenar algo, ¿no? ¿Cuándo comistes por última vez?

—Hace varios días —estaba seguro de que le invitaban porque se sentía atraída por él.

—Muchacho, tienes que comer, y ve nomás: todo un hombrecito.

Sí, era por eso que era amable con él.

—Y hueles a chivito correteado, también. Pásale conmigo y te aseas, que no puedes llegar así a tu casa… ¿qué va a decir tu familia?

Le importaba poco. Apestando o hambreado, iba a plantárseles frente a todos.

—Descuide, doña Loreta —el nombre se le hizo extraño, ¿cómo le decía el pueblo a esa señora?—. Tengo que llegar con la familia, ya ve lo de…

—Sí… lo de tu mami —chasqueó la lengua en señal de conmiseración—. Pero llega conmigo cuando quieras, ¿eh? —y le sobó el brazo izquierdo como movida por una fuerza que apenas reconocía en ella. De pronto deseaba ayudarle en todo lo posible.

Gabriel sonrió y se alejó despacio despreciando el contacto físico. Seguramente la mujer estaba tentando la carne; siempre le pasaba, en todos lados él era solo una cara bonita: era su maldición. Así, indignado, se puso de nuevo el sombrero para cubrir su rostro.

Caminó todo derecho, la casa estaba hasta el otro extremo de Churubusco el Alto, a su familia le gustaba aquella zona: tan lejos de todos y tan cerca de las minas.

¡Doña Mitotes! ¡Así le decían a la dueña de la cenaduría! Seguro se dejó ver como un tonto al llamarle por su apellido.

 

La noticia de que Gabriel Núñez —el Ángel de la Muerte— había regresado, se esparció en menos de lo que se calentaba un plato. Doña Mitotes se encargó de hacerle honor a su nombre y esa noche, desde Flavio Miramontes en sus peleas de gallos, hasta el mismísimo don Luciferino, supieron que había regresado a Churubusco el Alto el eslabón que le venía faltando a los Núñez desde hacía varios años. Los engranajes del mecanismo desarmado antaño por la vieja Epitafia de Sánchez empezaban a trabajar de nuevo; a trompicones y oxidado; pero avanzando. Don Liberación se alistó para preparar un nuevo menjunje para el recién llegado, don Fernando, el barbero, preparó su silla para escuchar todo lo que quisieran decirle mientras le cortaba el pelo. El pueblo, ansioso de novedad, quería asir alguna historia, chisme o rumor sobre el Ángel de la Muerte. Churubusco el Alto estaba presenciando el inicio de una revolución equiparable a la de 1738, año de la Virgen del Valle Mayor.

 

El padre Aparicio iba en el tercer misterio. La familia rezaba en medio de un aire cargado de pachuli y otras hierbas. Al religioso no le gustaba el sincretismo de los Núñez: los aromas eran hasta paganos. El altar construido para Esmeralda Sánchez parecía más propio de la superchería que de buenos cristianos, pero debía corresponderles a los Núñez, ellos le habían quitado aquel dolor de huesos que casi lo mataba. Debía darles la misa privada para el descanso eterno de aquella mujer.

El padre cerraba los ojos abrazando su fe y esperando no quedarse dormido después de aquel día: era jueves y traía unas copitas y cigarros encima; siguió con la letanía memorizada: —Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo…

Silencio.

—Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo…—repitió esperando la respuesta de los presentes.

Abrió sus ojos rojos de alcohol y tabaco. A la entrada del salón, estaba un hombre descalzo y de sombrero ancho; todos en el funeral lo miraban dándole la espalda al padrecito.

—Como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos —Gabriel empezó a avanzar. Se santiguó—. Amén.

Las caras y reacciones fueron distintas: su padre lo miraba con cariño y gozo, sus hermanos entre el coraje y la decepción; pero la más importante: Epitafia de Sánchez. La abuela se sorprendió al verlo ahí. Recordó por qué lo habían corrido del pueblo y mejor cerró los ojos ahogada en ira.

Gabriel no se tentó el corazón; se siguió de largo hasta la primera fila y tomó asiento; se persignó una vez más y entrelazó sus manos en señal de oración. Cerró los ojos con respeto: ahí yacía el cuerpo de su madre, al menos debía fingir un poco.

Los insultos se pensaron con tanta fuerza que casi se les salían hasta por las orejas. Graciela Catenaria frunció los labios en una seriedad de culo de gato.

—¿Continuamos, padre Aparicio?

Gabriel ni conocía a ese religioso, se acordaba de cuando el padre Arnulfo lidereaba a las jerónimas, ¿qué habría sido del padre Chucho en todos esos años?

 

El religioso terminó su oficio y salió de la casa. Al paso, le abordó Gregorio Núñez hijo y estiró la mano con unas monedas de plata. El parroquiano insistió en que era su deber, que no podía aceptarlas. Goyo no estaba en ese momento para aguantar falsas modestias, por lo cual se las guardó agradeciendo con un movimiento de cabeza; regresó al salón y se dispuso a pelear con su hermano en cuanto el padre Aparicio saliera de la casa. Por su parte, el religioso pensó en que nunca más volvería a negarse a unas monedas; menos desde que llevaba una racha de tres semanas perdiendo a las cartas contra Francisco Albarde.

—¿Tú qué haces aquí, maldito? —empezó Gregorio Núñez hijo, su hermano.

—Maldito no, pero sí despreciado —elevó la mano para calmar los ánimos—. Tengo derecho de estar acá.

—Mamá te desterró —completó Graciela Catenaria.

—Mamá ya se murió, ¿no? Mi exilio se acabó esa noche.

—Ni el novenario le respetaste.

—Hubiera llegado antes de haber podido; pero Atototlán de la Paz no está aquí a la vuelta.

—Y ni zapatos traes —su hermana regresó al ruedo—. Habrase visto una pinta tan más jodida.

—Hermanita, respeta el cuerpo presente de mamá.

—Ni es tu madre, ni somos familia.

Ante los presentes, Gabriel deshizo el paquete que venía cargando. Se quitó el sombrero y la camisa de manta frente a todos. La abuela Epitafia de Sánchez masculló en silencio y no dejó de lanzarle miradas iracundas mientras lo veía desnudarse. Por su parte, Gabriel se vistió con la ropa púrpura propia de los chamanes, se endilgó al cuello el tótem de tecolote confeccionado con plata y amatista y puso en sus manos una piedra oscura. La presencia de aquello silenció a todos los asistentes del velorio. El señor Gregorio Núñez, su padre, se llenó de orgullo al ver la cachetada que les había dado a sus hermanos; estos, por su parte, apreciaron la calidad de los materiales. La abuela, muda, molesta y maniaca, recapacitó que ese muchachito salido de casa a los catorce años, volvía ahora con más indumentaria que cualquiera de los Olmedo, de los Sánchez y de los Núñez. En su árbol familiar, nadie había conseguido un pedazo de meteorito, ni siquiera ella.

—Tengo que mandar a mamá a descansar antes de meterla en el Osario. ¿Y quién va a poder hacer eso? Con todo respeto, digo… —fue mirando de uno a uno a los presentes—. Ni un chamán que acaba de aprenderse los ritos de paso, ni una niña que nomás habla con los espíritus… Y la abuela —sonrió socarronamente— no puede desde que le quité la voz.

Las miradas de asombro fueron a juego con las ofensas apelmazadas en la garganta.

Don Gregorio Núñez no podía estar más alegre por su hijo que había vuelto con bolsas vacías y ansias llenas.

En medio de una nube de aires mágicos y escándalos a media voz, Gabriel levantó en alto la piedra negra que lo distinguía como un chamán de verdad. El fragmento de meteorito era un logro exclusivo para los más iniciados en las artes de Evangelina: la maestra familiar. Quizás eso era lo único que había acallado las maldiciones que querían lanzarle desde que entró desarreglado y arrastrando las arenas de los caminos hasta las alfombras de la casa.

—Esmeralda Sánchez de Núñez: madre, estás muerta.

La voz de Gabriel apagó todas las velas del lugar.

Los presentes percibieron en esa oscuridad un olor a cementerio y a plata mojada; fue entonces que cada flama prendió —ahora— en tonos purpúreos,

La imagen regordeta de una señora, mamá Esme, se manifestó sobre su cadáver.

—Qué vergüenza la mía —el aire resonó con la voz del ánima—. Ser evocada por mi hijo desterrado. ¡Bastardo!

Sus hermanos quisieron intervenir, aproximarse a Gabriel e interrumpir aquel horrible proceso. Su padre tomó el brazo de su hijo mayor. La orden fue silenciosa: una mezcla de cortarle el pulso y de una mirada severa.

—Eres el ánima de Esmeralda Sánchez de Núñez, y yo soy el chamán. No te permito hablarme así —la boca traslúcida del fantasma se selló como si nunca hubiese existido.

Epitafia de Sánchez mordió el aire como recordando con furia el momento en que perdió la voz del mismo modo.

—Esmeralda Sánchez de Núñez, soy Grabiel Núñez. Y aquí le pregunto —la boca del espíritu apareció de pronto; ella no se atrevió a volverla a abrir—: ¿quiere quedarse en nuestro mundo o ascender?

Graciela Catenaria se puso de pie como queriendo reclamar esa audacia. Allá, la abuela, muda como estaba, la fulminó con un reclamo silente que la hizo regresar a su asiento.

Las luces purpúreas volaban con un viento inexistente que les helaba el miedo a todos.

Esmeralda Sánchez respondió: —Primero muerta antes que verte todos los días.

La entrada fue aporreada con ira: nueve ronquidos, nueve golpes en la puerta. Todos en esa casa supieron de qué se trataba. Epitafia de Sánchez movió los labios en un llanto ahogado en su pecho. ¡Era él!

Esmeralda Sánchez se arremolinó sobre su cuerpo. —¡Me quiero quedar! ¡No me voy a ir con ese!

Gabriel, teniendo el poder que ostentaba, supo que su madre había tardado en contestar. De haberle pegado el ánima a sus huesos, el Gallo Negro no habría podido reclamar aquella alma. Gabriel suspiró lastimeramente.

—Pues, Esmeralda Sánchez de Núñez, despídete de tu cuerpo, y que así sea hasta que puedas salir de nuevo a las calles, tomar camino hacia la Sierra Caliza y recoger tus huesos.

El fantasma se fue corporeizando y se colocó a un lado de Epitafia de Sánchez: las dos matronas habían muerto y ahora quedaba un desquite entre el hijo mayor: Gregorio; el segundo y más poderoso: Gabriel; y la única mujer: Graciela Catenaria. Los tres Núñez se discutirían el título de nuevo jefe familiar. Allá, los dos espíritus de las difuntas refunfuñaron con desprecio, al menos a mamá Esme le habían devuelto su voz y no estaba condenada a un silencio eterno como Epitafia de Sánchez.

Nadie se metía con Gabriel: el Ángel de la Muerte, el que podía doblegar los poderes del Más Allá, el que, según las enseñanzas de Evangelina, rompería la maldición de la familia, liberándolos para siempre del Gallo Negro y de esos toquidos en la puerta que llegaban cuando los chamanes o los Miramontes fallecían.



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