jueves, 1 de julio de 2021

Las trece musas

Ese viernes, día en que hubiera considerado el suicidio de seguir con las bajas ventas, Luciferino entró a la finca. Se trataba del nuevo integrante de Churubusco el Alto, el extraño dueño de la agencia de viajes que habían visto días atrás empujando una carreta atiborrada de toneles de licor. Había escuchado los rumores sobre el extraño aquel, y Apolonio Garcés tenía enfrente al señor Luciferino entrando en la cantina Las Trece Musas con un papelito arrugado en la mano.

Apolonio Garcés se animó de que su primer cliente fuera el extranjero. De hacérselo un parroquiano frecuente, los altochurubusquenses empezarían a acercarse a Las Trece Musas tan solo para chismear en torno a Luciferino. El sujeto era todo un personaje: un estrafalario forastero ataviado de saquitos a cuadros y zapatos puntiagudos. A Apolonio Garcés le llegó un aroma guardado entre las ropas del sujeto: era el olor de cigarros almizclados; seguramente con unos traguitos encima se le disiparía ese tufillo. Además de su olor y vestido peculiar, el tal Luciferino tenía negocios ridículos: ¿quién pondría una agencia de viajes ahí? Nadie en su sano juicio estaba interesado en irse de Churubusco el Alto; a quienes salían, ya no se les veía de regreso o acababan muertos. Pero si Luciferino podía salir adelante; Apolonio Garcés podría tener éxito con su proyecto de Las Trece Musas.

—Está medio sola la noche de poesía, ¿no? —Luciferino dio un paso adentro. No supo si seguir o no. Repasó las paredes: Las Trece Musas estaba decorada con guitarras, cuadros de toreros, abanicos de flamenco, caballetes y la variedad de vinos y licores que manejaba. Era un barroco innecesario; un fútil intento de parte de Apolonio Garcés de convertir a Churubusco el Alto en la capital de las artes del Valle Mayor.

—Creo que seremos usted y yo, ¿cómo ve? ¡Que no es que me moleste! Nomás le digo: vamos a estar, como dicen: en intimidad… ¡No me lo tome a mal¡ No, no, no —Luciferino sonrió y siguió hasta la barra.

Apolonio Garcés estaba nervioso: creía haber descubierto que, de los pocos cientos de personas que habitaban Churubusco el Alto, el único interesado en alguna variedad de arte era él mismo. Y pese a su disponibilidad y templanza, la depresión se le venía colando por atrás de los ojos amenazándolo a morir sobrio de arte.

—No se diga más. Empecemos la noche literaria. ¿Que trae usted? —el cliente hizo un ademán de invitación tan fino que inquietó al propietario.

Apolonio Garcés quedó pensativo. Era la primera vez que alguien le preguntaba directamente sobre sus escritos y, aunque nervioso; si lo impresionaba, seguro volvería.

—Le voy a leer un soneto que hice hace unos días.

Apolonio Garcés tomó su libreta endeble de sudor y la abrió en la última página escrita:

 

Nocturnos a la madre perdida

 

Cuando te miro con mi mirada,

oh, madre, tu amor sigue con vida.

Y aunque la muerte te esté reprimida

por días yo te tendré alabada.

 

En los dulces Campos más que olvidados.

Tu memoria me está atormentando;

aunque el númen me venga agotando.

De tu amor, nuestro sino consagrado.

 

Para un luto que llena mis ojos,

y detona lágrimas sin estribo,

que empaparán a toda la ciudad.

 

De ti me quedan cuágulos rojos,

ya ni siquiera recuerdos de algún libro;

arrebatada por una triste deidad.

 

Cuando terminó, Apolonio Garcés despegó los ojos de su cuadernillo y notó el rictus indescifrable del forastero que podría interpretarse como una mofa disfrazada de diplomacia.

—Me gusta su pluma, Apolonio. Tiene… —hizo el ademán de querer atrapar algo en el aire, quizás el nulo talento del barista—. Quizá le hace falta pulir un poco más, si no me equivoco hay un par de versos de diez sílabas

El rubor se le fue amontonando a Apolonio Garcés en los cachetes. Nadie le había dicho que contara mal. Sin embargo, trató de disimular la molestia sacando un poco la parte teatral de su tío abuelo y sonrió falsamente.

—¿Y usted qué trae escrito, señor? Veo que tiene ahí una servilleta con emociones fuertes.

—¿Esto? —retronó su risa en el eco de la habitación—. Pequeñas tonterías que se me ocurrieron de pronto. Un versito o dos que compuse hace días tras cerrar un buen negocio con un literato como usted en la capital.

Apolonio Garcés le sirvió un vasito de aguardiente a cuenta de la casa.

—Está bien —Luciferino sonrió colmillos afuera. El cantinero pensó que así serían los dientes de las bestias—. Solo no se vaya a reír.

Los vasitos se elevaron al aire y entonces el lugar se llenó de un ambiente lírico propio del Siglo de Oro, qué retruécanos, qué métrica.

 

Dorada, sobre el bronce, existe lámina.

Porque Dios cuida lo que el sol domina,
aunque el Diablo se oculte en cada esquina

para ver de quién hacerse otra Ánima.

 

No culpe a quien busca con presteza
dar su alma a cambio de bella ordenanza.

En vida, gozará de cada andanza
sin cuidar aquella delicadeza

 

El pactante observa en derredor
sabiendo que no será algo grato.

Surge entonces el potente estertor.

 

Mefisto otorga el don de literato
a este hombre que entra en nuevo sopor
pues con el Diablo ya firmó contrato.

 

Apolonio Garcés se quedó pasmado ante esa obra, medida y rimada con la exquisitez de los grandes poetas hispanos. ¿Era posible que alguien sacara poemas así de exquisitos en tan poco tiempo? Era interesante cómo había creado una historia lírica.

De pronto le llamó la atención el anciano en la mesa a la entrada. Se le hizo descolocado, porque llevaba tiempo sin verlo rondar por Churubusco el Alto, pero un cliente era un cliente.

—Permítame, Luciferino, deje veo qué necesita aquel.

—Descuide… acabamos por ahora… vaya y atiéndalo.

Apolonio Garcés se acercó para preguntarle qué quería tomar.

—Brandy de Jerez —fue lo único que salió de los labios del viejo.

—No manejamos Jerez, señor, tengo aguardiente y ron blanco.

—Brandy de Jerez —repitió aquel.

De un momento a otro se le vino el mundo abajo. Su segundo cliente y no tenía la comanda.

—Si me permite —Luciferino se coló entre las sombras de Las Trece Musas y apareció tras de Apolonio Garcés—. Tengo una colección de barricas de vino de Jerez esperándome ahí afuera. Y justamente quería deshacerme de ellas.

—Brandy de Jerez —volvió a decir.

—Se las podría heredar si luego me hiciera un par de favorcitos.

Apolonio Garcés vio sentados en otra mesa a un par de ancianos más que lo miraron atento con una sola orden: “Brandy de Jerez”.

El cantinero vio en Luciferino una contingente salvación.

Los colmillos mefistofélicos del hombre reaparecieron en su semblante. Esa misma mañana el pueblo lo había visto empujando una carretilla con seis botas de licor. Aparentemente, provenían de la Casa Morelos, un hogar abandonado, cubierto por polvo, rumores y fantasmas.

 

A los oídos de Apolonio Garcés, Las Trece Musas cobró pronto un ambiente de trabajo arduo: seguro se había corrido la voz entre los ancianos, porque todos pedían su vino de Jerez. Ni los veía entrar de lo ocupado que estaba, pero siempre dejaban sus empolvadas o lodosas monedas de plata en la mesa.

Luciferino miraba de un lado a otro mientras seguía escribiendo en servilletas más frases de algún poema improvisado. Esto, a Apolonio, le causaba dolor de panza: él era el artista de Churubusco el Alto, no ese agente de viajes. Pero debía reconocer que aquellos viejos entraban y salían gracias a Luciferino, seguramente para ver al extranjero tomar aguardiente.

A la noche, ya podía cerrar sin problemas. Las copas de brandy apenas habían gastado una minúscula parte de uno de los toneles. La venta de las soleras dejaban beneficios tangibles. El precio de esas barricas, estaría resarcido a los pocos días.

—Ya que acabamos de trabajar, quiero enmendarle el favor que me hizo con los toneles, Luciferino.

—No es necesario. Y sobre el pago…

—No se diga más. Lo voy a invitar a cenar con doña Mitotes. ¿Ya ha visitado su cenaduría?

—Aún no.

—Tras comer ahí, todo el pueblo hablará de usted.

La sonrisa del extranjero volvió a sacar a relucir sus caninos. —Eso espero, Apolonio… Eso sería estupendo para mis negocios. Pero de los toneles, no se preocupe… ya le cobraré en otro momento, usted acábeselas y luego hablamos.

 

A partir de ese entonces, Luciferino iba los viernes a leer algún poema o a escuchar los trabajos del cantinero, llegaban de pronto decenas de ancianos. Apolonio Garcés no recordaba haberles visto, pero le daban un aire a varios habitantes de Churubusco el Alto. Sin embargo, siempre dejaban propinas agradables. A veces eran más monedas del costo real del trago. Lo único raro era lo poco platicadores que se volvían. “Brandy de Jerez” pedían en voz cansina y más tarde se iban. Pero nadie hablaba con él, salvo Luciferino, y eso era realmente una pena. Aunque era entretenido, siempre la conversación de Luciferino terminaba en su talento literario y poco cobraba los toneles.

Lo más curioso fue la entrada por la puerta principal de una persona distinta: Edgardo Miramontes. Entró cuando Apolonio Garcés había terminado de servir el último vasito de Jerez a sus clientes.

—¿Viene por el brandy? —Apolonio limpió un lugar en la barra: Luciferino y el resto de sus comensales se habían esfumado.

—Aguardiente… —le corrigió con ira el cacique—. No soy de esas bebidas amaneradas que train de España.

Apolonio Garcés sirvió el trago y dejó la botella a la vista.

—Oiga, ¿y cómo se mantiene si no tiene clientes? ¿Le apuesta a los gallos como yo?

Edgardo Miramontes observó la decoración tan estrafalaria.

—¡Tengo mucha gente los viernes! Vienen varios señores a tomar su brandy de Jerez.

—Ancianos ridículos.

Por un momento, Apolonio Garcés vio las ganancias: las sucias monedas de plata de los ancianos se hallaban llenas de un lodo seco, como si hubieran salido de la tierra. Vio en derredor y encontró los vasos de Jerez a medio terminar y el polvo en las sillas como si jamás hubieran sido ocupadas. Con un movimiento lento de cabeza peinó la habitación y sintió muy en el fondo de su alma el hálito de mortandad que recorría la cantina. De pronto, recordó los funerales a los que le había tocado asistir, los de todos los artistas Garcés que había despedido. En la cara de sus clientes vio el semblante de antiguos habitantes de Churubusco el Alto: los asistentes y protagonistas de los velorios antes de llevárselos al osario de la Sierra Caliza.

—Otro —el golpe en la barra le hizo reaccionar—. Sepa de dónde consigue este licor, pero ya me ganó como cliente.

—¿De verdad le gustó? Me hice tratos con un distribuidor de la capital.

—Cuando me muera, me voy a llevar en la mano una de estas botellas, oiga. Está bueno para repetir el trago.

—Descuide —la sonrisa en la cara de Apolonio Garcés se fue haciendo más amplia y críptica—, apuesto que luego podría volver a probarlo ya muerto, señor.

Edgardo Miramontes soltó un bufido a modo de burla.

Cada uno pensó que el otro no sabía nada sobre la muerte.

 



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sábado, 12 de junio de 2021

Árboles enfermos

La Presa de la Carpa esconde muchos secretos. Desde que los españoles llegaron por primera vez hace más de doscientos años, la tierra ha guardado confesiones, cadáveres, brujería y mentiras; pero, el más común de todos, es el sexo. En muchas ocasiones, una pareja caliente de carne y piel llega a reunirse en aquella parte boscosa que se encuentra al norte —muy al norte— del pueblo. Sobran piedras y laderas donde la gente desahogue las pasiones insatisfechas en calles o habitaciones por miedo a que les juzguen.

Por esto, los parroquianos de Churubusco el Alto conocen las razones por las cuales dos amantes deciden salir del pueblo con rumbo al norte. Los bosques de la Presa de la Carpa son más que un refugio de criaturas y plantas diferentes, aquí, cada espacio cumple diversas funciones según la necesidad lo amerite. Para quienes buscan una primera vez romántica, cerca de la costa hay una cama de hojas secas que cruje al ritmo de las caricias, todas las exhalaciones y jadeos se convierten rápidamente en el ruido de las olas. Las parejas intrépidas que gozan de la violencia, de los gritos y de los golpes consensuados, tienen su lugar más al norte, cerca de las montañas. Las faldas de la Sierra Caliza son resistentes contra las embestidas de amantes de caderas potentes para comerse el placer con violencia. Sin embargo, hay una zona oculta del bosque conocida por pocos habitantes de Churubusco el Alto: y es donde crecen los árboles enfermos: un claro lleno de tocones y troncos caídos. No cualquiera podría encontrar el placer en este sitio, solo algunos privilegiados, los hombres, hombres que buscan a otros hombres y —en su supuesta desviación— deciden morar áreas secretas donde nadie los podría ver ni encontrar.

Justo aquí se han dejado marcadas tantas veces las manchas blancas de la carnalidad. Es el lugar al cual Jacinto detesta ir, pues es donde cobra menos; a pesar de esto, su semilla se había escurrido tantas veces ahí, preñando la tierra y corrompiendo el bosque desde dentro, como él mismo se ha ido echando a perder, cualquier cosa por juntar las 63,000 piezas de plata que necesitaba.

—Creo que aquí podemos estar tranquilos —propuso Jacinto mientras revisaba sus bolsillos con todo lo necesario para asearse después de acabar el trabajo.

—¿Ya habías venido por acá? —los ojos de ignorancia del otro sujeto hicieron reír a Jacinto.

—Lo conocía —mintió mientras pasaba su mano por detrás de la oreja para acomodar su pelo negro. Pocos se resistían a aquel movimiento, más cuando se agarró la entrepierna; así era más simple conseguir que sus clientes más dudosos terminaran aceptando.

—Y entonces… —el otro tragó saliva al ver a Jacinto desabrocharse la camisa—, ¿cómo funciona esto?

—Pues como siempre: tú ya me pagaste, nomás es cosa de que elijas en dónde —desabrochó su último botón dejando su cuerpo delgado a la vista. Él mismo sabía su atractivo, los hombres no buscaban músculo, querían a alguien débil que confundieran con mujeres, porque finalmente el hombre siempre se comportaba como hombre. Se abrió de brazos esperando la elección del otro.

Para Jacinto, esto era parte de la rutina. Vio cómo su cliente movía los ojos seleccionando cuál sería el mejor punto para tener su momento con el prostituto del pueblo. Nadie elegía el mismo lugar; y, de cierta manera, siempre era su primera vez.

—Creo que ahí —señaló el cascarón de un tronco joven, seco y carcomido por insectos.

A estas alturas, Jacinto había aprendido que sus clientes no solo se guiaban por la comodidad o sus perversiones; más bien cada uno llenaba esas áreas con demasiado simbolismo; cada lugar representaba cómo se sentían sus clientes por dentro, si eran árboles mohosos, si tenían frutos podridos o si nunca habían podido desarrollarse.

Jacinto se colocó a la expectativa. Su cliente era un primerizo y seguramente estaba confundido. No era la primera ocasión en que un hombre llegaba buscando escurrirse dentro de él solo por curiosidad. Si él le confesara a su madre con cuántos clientes había estado, seguramente ella se encargaría de esparcir los rumores por todo el pueblo. Quizás este sujeto buscaba descubrir ese placer que solamente un hombre le puede dar a otro.

—No seas tímido; ven para acá —Jacinto se quitó la camisa y recostó su espalda desnuda en el tronco de aquel árbol enfermo.

La respuesta de su cliente fue aproximarse como un cachorro golpeado e inseguro; era algo que había deseado desde hace mucho, estar con Jacinto, a quien consideraba el chico más guapo de todo Churubusco el Alto; cuando escuchó en el café cómo se alquilaba para otros hombres, supo que era momento de actuar.

—Ponte aquí conmigo. Si no sabes qué hacer, yo te ayudo —reflexionando un poco: era el primer cliente de su edad. En la mayoría eran viejos o señores, jamás alguien joven; algo le vio de divertido al asunto y pensó que incluso lo podría disfrutar—. Si quieres, podemos platicar antes… o yo qué sé… si tienes prisa, acércate y te ayudo a terminar.

Buena parte de sus clientes solo venían a fornicar, no esperaban quedarse a discutir largo y tendido; tenían miedo de ser descubiertos por terceros o peor aún: por sus esposas e hijas en medio de sus encuentros furtivos a la Presa de la Carpa. Desde que incursionó en ese negocio, solo en una ocasión había pasado eso: uno de sus clientes encontró a su esposa de la mano de su compadre. Finalmente, ese bosque era un lugar en donde el pecado hacía convergencia con el Diablo: una extensión del segundo círculo del Infierno. Jacinto entrecerró los ojos. Si el cliente buscaba hablar, Jacinto era un primerizo en esos aspectos y el peor para resolverle las dudas existenciales o sexuales.

—Venga… ¿De qué quieres platicar? —fuere como fuera, si él desperdiciaba sus gozosos minutos charlando, a Jacinto le importaba poco; y aunque era más difícil escuchar a las personas que tener sexo con ellas, cada quién lo alquilaba como quería. Solo por molestarlo, hizo la pregunta incómoda que solía hacerle a sus clientes difíciles: —¿Por qué quieres tener sexo conmigo? —la sonrisa de Jacinto sonrojó al otro.

—La verdad… desde que me enteré de a lo que te dedicabas… —la duda fue bañando sus mejillas, agachando la mirada para que no supiera qué pensaba siquiera; aunque Jacinto podría atravesarle con sus ojos llenos de deseo—. Era la única manera en la que yo podía ver… —la respiración se le fue entrecortando— si era verdad lo que sentía.

—¿Qué sentías?

Esas respuestas en forma de pregunta eran parte de la tortura que adoraba ejercer en sus hombres; las daba gratis y reparaban los gastos de parafilias y demás pecados.

—Pues… que tú me gustabas.

—¿Yo? —la carcajada caló entre los árboles. Su cliente era de esos que en ocasiones le solían declarar palabras de amor, de gustos, cariño y otras voces huecas que buscaban caricias más baratas o escarceos donde la carnalidad trascendiera más allá del sexo. Jacinto no era así, jamás daría descuentos para quienes buscaran algo interpersonal—. Déjame decirte que te enamoraste de la persona equivocada —le dejó seco y frío como uno de los árboles enfermos—. Yo no puedo querer a nadie.

Esa respuesta ya la tenía practicada; al primero en decírselo fue don Florencio, y cada cliente que la había escuchado terminaba enojándose, generalmente derrochando un golpe a sus pómulos o incluso dejándolo solo ahí, en medio del bosque envejecido, junto a una presa llena de secretos. Sin embargo, ese desprecio en ocasiones hacía que los hombres lo desearan más; machos a fin de cuentas.

—Aunque tú no me quieras, yo sí te puedo querer.

La reacción fue distinta a la esperada, aquel se arrojaba a sus pies sin dignidad alguna.

—Es porque te conozco desde hace tiempo —le confesó a Jacinto—; desde que mi madre se fue… Fuiste el único que se comportó lindo conmigo.

Siempre que sacaban algo de su pasado era porque trataban de hacer el chantaje. Ni se acordaba de cuándo había visto a aquel.

—Cuando mi madre me abandonó, fui a comer al restaurante y… y tú me dijiste que me invitabas.

Con problemas se acordaba de aquello. Su madre habría invitado al nuevo huérfano del pueblo; pero era obvio que lo había hecho por conmiseración. Debía de haber medido más sus palabras, empezaría a tener más cuidado mientras trabajaba con su madre.

—Y tú —el rubor lo invadió aún más— me dijiste que querías que comiera.

Para Jacinto, todo lo que oía era una obsesión extraña: un niño recién abandonado sumado a sus falsos buenos deseos.

—Te das cuenta que, por mi trabajo, yo no puedo querer a nadie, ¿verdad?

—Quizá… pero me gustaría intentarlo.

—Yo no —fue directo. De su pantalón sacó las veinticinco monedas de plata que le habían pagado y las puso en su mano, contó quince para él y las apartó—. Te regreso parte de lo que gastaste —y aventó el resto a los pies del joven.

Las lágrimas rebotaron con un rechazo despótico. En la tierra el llanto se entremezcló con la plata.

Jacinto se indignó suficiente de aquella actitud infantil. —Voy a regresar a Churubusco el Alto, ¿sabes cómo salir del bosque?

—No… ¿Puedo ir contigo?

—Siempre y cuando no intentes cualquier estupidez; adelante. Tú y yo ya no vamos a hacer nada hoy —el desprecio salió con una mirada de arriba abajo—. Y si te interesa tener algo, me vas a volver a pagar… y más.

Al irse del lugar, los insectos que habían podrido el árbol volvieron a carcomer las entrañas de aquel tronco.

 

Los dos jóvenes cabalgaron en silencio hacia el pueblo. Tardaron cerca de dos horas hasta que saliera algo de plática entre ellos, tonterías: gustos, colores, platillos, aromas. Muchas de estas cosas las dijo Jacinto sin saber que terminarían siendo utilizadas para atarlo, para controlarlo y denigrarlo.

Al acercarse a su destino, se separaron: Jacinto entraría por la puerta principal de Churubusco el Alto mientras el otro llegaría por el norte, cerca de su taller, así aprovecharía para hacer una última labor.

El sufrimiento y frustración regresaron a sus ojos, los cuales se tornaron negros de coraje, sus manos, sus piernas, todo en él se volvió oscuro, característica que tenía desde que su madre lo había abandonado.

Aprovechando esa negrura corriendo por sus venas, tomó sus emociones negativas, sacó una valija antigua: la misma que había utilizado años atrás. Con pericia dispuso su contenido en una plancha que luego colocó en la máquina; con sus manos negras de ira, jaló una palanca, el sonido de un clac resonó en sus adentros. Al ver impresa una hoja se le fueron limpiando las manchas de tinta que viajaban por debajo de su piel. En el papel de la India estaba ahora escrito un amenazante:

 

Jacinto Loreto se enamora de David Domínguez.



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lunes, 31 de mayo de 2021

Dentro

 

Esa mañana la señora Park Young-Mi descubrió a las enredaderas colándose de nuevo entre las persianas. Aún con pereza, fue hacia la ventana, tomó el cuchillo del alfeizar y mutiló las hojas que invadían su hogar en cada oportunidad. Por los vidrios se veía poco: las plantas iban cubriendo la casa como el capullo de una polilla. Allá afuera estaba el restaurante abandonado hacía meses, desde la desaparición de Lian.

Fue a la cocina. Ahí, sacó los refractarios del refrigerador, los dispuso sobre la mesa, preparó la estufa y calentó el desayuno. Se estaba quedando sin lechuga, sus pequeños iban creciendo y se alimentaban cada vez más.

Todavía tenía dinero del seguro. Gastaba poco en la renta y en víveres; mudarse a ese barrio después del accidente de Ueo había sido buena idea. En su nueva finca instaló su restaurante, plantó un huerto en el jardín; pero no contaba con que una noche, Lian no regresaría y que tendría el mismo destino de su padre, de esa familia rota. La templanza de Young-Mi quedaría cuarteada desde entonces.

Esta era su rutina. Cuando el desayuno estuvo listo, sus dos pequeños se sentaron, devoraron todo, agradecieron por los alimentos y fueron de regreso a sus habitaciones, de vuelta al encierro; la señora Park no dejaría que alguien partiera de esa casa, no permitiría a nadie escapar allá fuera donde te descuartizan máquinas o te desaparecen.

Miró la mesa del comedor: ahí estaban los despojos del desayuno, un poco de sopa, algo de arroz, el kimchi de la semana pasada y los restos del pescado. Comió despacio y con cada mordida, paladeaba los recuerdos que la atormentaban desde hacía tanto. Retenía en su mente cómo la empresa le había notificardo el aparatoso accidente en el que el cuerpo de su marido se había convertido en una masa irreconocible, la firma del cheque por la indemnización, y cómo se mudó a esa casa. Quería olvidar el lugar que compartió con Ueo, para dejar atrás ese hogar descuartizado y alejarse de la máquina que le arrebató a su marido, aunque eso significara sufrir más en el futuro.

Tomó el celular, abrió la aplicación de delivery y pidió cigarros y los faltantes del refrigerador. Mientras tanto, tendría tiempo de limpiar. Suspiró profundo sabiendo lo horrible que era abrir la puerta para pelear contra la vegetación, aunque llevara haciéndolo desde que Lian desapareciera.

Park Young-Mi tomó las tijeras de podar y se armó de valor.

La selva de fuera bloqueaba por completo su vista hacia la calle. Le costaría poco menos una hora liberar el espacio hasta llegar a la puerta. En cierto modo, le molestaba esa crisálida en la que se había adentrado y donde había protegido a su familia. El exterior era peligroso, por ello nadie debía poner un pie afuera, estaban malditos e irían muriendo de uno en uno en cuanto emergieran de nuevo.

Con apremio, fue talando las vainas y ramajes que estorbaban hacia la entrada principal. El camino de piedra apenas era visible entre el césped crecido y el musgo que recubría las baldosas. El sudor se manifestó pronto: tanta humedad rodeándola, el zumbar de los insectos y el silente arrastre de los caracoles. Era un trabajo maquinal al que se había acostumbrado después de meses de encierro total.

Entre la espesura, notó el huertito. Tras los arbustos, las berenjenas y los pimientos brillaban con su aperlado rocío. Recordó su promesa antes del resguardo, en cómo revisó sus frutos: no volvería a comer nada de ahí mientras su hija no regresara del bachillerato.

Desganada, siguió avanzando, cortando hierbas hasta mirar la puerta. Escuchó ruidos afuera, era la civilización, el delivery había llegado antes de lo esperado. Sonó el timbre muy temprano, un mensajero dejó una caja. Ella firmó de recibido: eran coles, zanahorias, arroz y uno de esos caracoles. Young-Mi escudriñó al animal. La fauna salvaje provenía de su jardín, no de ese afuera que ella rechazaba. Estaba segura de que más allá del cerco de vegetación, se hallaban calles asfaltadas, empresas devoradoras de personas y el cuerpo perdido de su hija.

Cerró la puerta, quitó el animal de la comida, buscó sus cigarrillos entre las cosas, dio varias fumadas nerviosas y regresó a su casa para alimentar de rutina a sus pequeños y a sus problemas.

 

Al otro día, despertó con una inquietante sensación en sus pies: cuando levantó la sábana se encontró con un montón de tierra engusanada.

Junto a la ventana, a un lado del cuchillo, estaba un cepillo dentro de un cubo. Recogió toda la tierra que se le había colado en su cama y se preparó para tirarla cuando saliera a podar la vegetación crecida.

Así como había estado sucediendo ordinariamente, sus niños bajaron, engulleron casi todo en la mesa y regresaron a sus cuartos. Young-Mi pidió por delivery sus comestibles y los cigarros faltantes y se dedicó a enfrentar la maleza que recuperaba camino cada noche.

Mientras combatía con las enredaderas, recordó cómo la desaparición de Lian había carcomido aún más el roído tronco del árbol familiar de los Park. Ahora estaba sola, cuidando a esos dos pequeños. Alimentándose de las tiendas de abarrotes en vez de aprovechar los frutos de su jardín. Así habitualmente desde que Lian no regresó a casa ese 24 de abril.

Pensando qué hacer, encendió otro cigarrillo. El humo se dirigió hacia el fondo, allá le seguían llamando las hortalizas, esperando que se acercara a contemplarlas; pero no sucumbió, nunca lo hacía.

Para no tener eso en la cabeza, se apresuró a terminar con la poda y darse unos minutos.

Consideró comenzar una novela, pero cuando consultó la estantería, se encontró otro caracol; en esta ocasión le dio asco ver eso, por lo cual prefirió no acercarse. El intruso se había colado en ese espacio tan suyo. Estaba harta de contrarrestar a esos parásitos, por ello dejó al animal continuar con su camino. Ya buscaría otro entretenimiento. Pero descubrió los moldes para hornear llenos de ciempiés y el control remoto envuelto en las enredaderas que había olvidado cortar esa mañana.

Tomó asiento en el comedor. Ahí yacía su agónica cajetilla de cigarros y el cenicero. Su tiempo libre se iría en disfrutar de un tabaco. Aún no llegaba el mensajero, por lo que tendría oportunidad de una fumada o dos.

La casa permanecía en silencio. De no ser porque sabía que sus niños seguían ahí, creería que estaba sola.

Con cigarro en mano, decidió revisar la casa para saber qué hacían aquellos dos. Desde el encierro, las cosas se habían vuelto confusas: sacando a la naturaleza de su hogar, destazando a la vegetación extraña, pidiendo lo necesario desde fuera, evitando que todas esas alimañas siguieran escurriéndose en su vida, dándole la mayor parte de su alimento a sus pequeños…

Llegó a la puerta de aquellos dos después de tramitar un largo pasillo ambientado con fotos familiares: de ella con Ueo, de ella con Lian.

Entró al cuarto donde tenía guardados a sus pequeños y se encontró con un espacio negro, incompleto. En la habitación, inertes, estaban los recuerdos de Ueo y de Lian: una masa sanguinolenta y el vacío incómodo de una hija perdida. Ella, de pie en el umbral, notó cómo los caracoles, los gusanos, las polillas y los escarabajos reptaban dentro e invadían el espacio que ella tenía dedicado al olvido.

Young-Mi corrió de ahí. No soportó esas paredes donde conservaba recuerdos muertos. Dejó la recámara abierta, los animales siguieron infestando aquel rincón congelado en su mente. Pasó por la cocina con escasas provisiones, dejó atrás la puerta principal, atravesó la agreste vegetación, no miró hacia el huerto donde las relucientes hortalizas decían estar listas para ser cosechadas. Tras encarar todos esos obstáculos, rompió reticencias y se marchó de ahí.

La luz de la sociedad le caló en los ojos, allá estaba su viejo restaurante abandonado, el asfalto generaba espejismos con el sol de junio. Miró hacia atrás: la casa descuidada, se vio a sí misma vistiendo la ropa deslucida con la cual se encerró junto a sus dos pequeños recuerdos. Parada a mitad de la calle, notó que en el cemento no había caracoles ni otros insectos.

 



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jueves, 27 de mayo de 2021

La Biblia

 

Después de 25 años, el padre Arnulfo fue promocionado para convertirse en obispo. Todo el pueblo estaba emocionado y no podía dejar de pensar en ese sentimiento que combinaba la tristeza, la agonía y el orgullo de tener a su cura en la capital.

Las jerónimas movieron todas sus influencias para que las viudas Serrato pagaran una biblia en filigrana de plata.

―Está canijo el trabajo… ―comentó don Alfonso el impresor, quien siempre se adornaba en grasa y tinta, con virutas de cartón y de papel en cada una de sus cejas. Don Alfonso era todo, menos humano; era un bruto que se la vivía entre libros, muriendo por mujeres, alcohol y tabaco; tolerando su soledad cuarentona, con horas de desasosiego e imprudencia que humillaría al más temerario de los hombres.

Al ser el único con una imprenta en todo el pueblo de Churubusco el Alto, no tenía grandes ganancias con sus invitaciones para fiestas, panfletos y hojitas parroquiales. De todo imprimía el hombre. Y era justo el regalo de las hermanas Serrato el que le haría un pequeño guardadito. Esa biblia estaría hecha con todo el cariño ―y dinero― del pueblo. No era nadie para entrometerse en el camino de esas monjitas caritativas.

Don Alfonso recibiría con brazos abiertos esta situación ―al dinero; no a las personas―, pues Churubusco el Alto no era la minita para alguien con una prensa. No se ganaba tanto al maquilar con papel y tinta; mucho menos con los tres reales que le pagaba a Davidcito cada fin de semana. Éste era un niño demasiado ilusionado con la vida como para perderse en la negra fortuna de un impresor. Fuese como fuere, Davidcito era lo mejor que le podía haber pasado a don Alfonso pues necesitaba la ayuda de ágiles dedos infantiles para colocar una tras otra esas letras metálicas, los tipos de La Biblia definitiva, su mejor trabajo ―el mejor pagado― y el cual le dejaría suficiente dinero para irse a la capital. Don Alfonso siempre había querido ser millonario. Anhelaba el dinero como la solución a su penitencia. Deseaba abandonar Churubusco el Alto.

Entonces comenzaron: tipo a tipo, Davidcito colocaba la palabra en las planchas que más tarde pasarían por la prensa. Don Alfonso había heredado la máquina de su padre y éste de su abuelo Jorge Magallanes. La máquina no llevaba tantos años existiendo como una biblia; era un invento medianamente moderno, y volver a servir para una creación gutemberiana, despertó algo en el artefacto.

Les tomó dos horas encontrar todo lo necesario para el armado. Biblia de 42 cm de alto con una letra especial: aquella empolvada tipografía hecha de hierro y plata que no se había usado desde 1737. El padre Arnulfo, con sus 57 años, tenía una vista cansada y esa composición le bastaría. El trabajo tendría acabados tan perfectos que los mismísimos cardenales envidiarían el ejemplar, y eso que la envidia era un pecado.

Las primeras horas fueron las más tardadas. Las pruebas las hicieron en el papel de la India. Plancha por plancha, prensa por prensa, con la sagrada palabra dictada por Dios a los profetas.

Con el estupor del cigarro, el olor de la tinta y el ruido de la máquina, se creaba un ambiente casi milagroso. Aquello era un momento mágico que a Davidcito le encantaba: el instante en el cual las palabras empezaban a cobrar sentido, cuando cada letra combinada recibía un significado único. La historia se volvía una con el papel. La cultura cobraba vida. El hierro y la plata de los tipos móviles retumbaban en la imprenta como invocando a sus propios espíritus escondidos.

 

Fue un día cansado. Ni siquiera la serigrafía era tan complicada. Estos diseños eran bastante aburridos. Una sola placa. Una sola plancha. Debía desperdiciarse todo el trabajo de Davidcito en medio de un clac de la máquina. Era de esperarse que durante la noche los dos roncaran en sus respectivas habitaciones. Davidcito en casa de su madre y don Alfonso en su viejo catre en la parte alta de su imprenta.

Nadie lo notó: primero un crac, luego cric, y terminó con otro sonido, uno muy similar al de una vara rompiéndose; una vara del tamaño de Goliat, una vara de proporciones gargantúicas. La presa vino abajo. El agua corrió con tanta fuerza que los pájaros y tecolotes gritaron en medio de la noche espantando los sueños y las pesadillas de la gente del pueblo. Nadie comprendió lo ocurrido hasta que la inundación llegó a ellos. Todos sintieron el barritar de esas aguas atacando sus hogares como gladiofantes ancestrales.

 

Treinta y dos casas devastadas. Las viudas Serrato, desesperadas, lloraban por sus libros. Reclamaban al servicio no haber dejado la ropa secarse al sol y ponerla en los cajones ahora inundados.

Todos fueron afectados, menos la imprenta: permaneció intacta. Era una colina mínima la que la alejaba de la civilización. Como la vara de Moisés, hubo un respeto por la zona donde estaba el taller de don Alfonso.

Infantil e inmaduro como siempre, se burló de sus compatriotas, y entre broma y demás, ofreció a las hermanas Serrato imprimirles una nueva colección de los clásicos de William Shakespeare. El único libro intacto fue La tempestad, y las hermanas Serrato se identificaron con el viejo Próspero, quien no tenía de otra que escuchar el reclamo de un ser menor vociferante y terco. Don Alfonso era un Calibán desafiante y grosero, alimentado por el dinero en potencia de bibliotecas devastadas.

Sin embargo, con inundación o sin ella. El trabajo estaba pedido, y los días para que el padre Arnulfo abandonara Churubusco el Alto eran cada vez menos. Davidcito debió salir de su húmedo hogar e ir corriendo a trabajar. No fuera que otra vez le rebajara dos monedas por llegar tarde.

Don Alfonso lo esperaba con la pierna cruzada en medio de un estupor de mezcal y tabaco. Parecía creerse un ser sobrenatural, un ídolo. Y al no decir más que un “Buenos días, don Alfonso”, se quitó de ideas y se puso manos a la obra.

Continuó con el trabajo: el “Génesis” dejado a medias el día anterior y terminaron con el “Éxodo”. Para una jornada interrumpida constantemente por las jerónimas pidiendo apoyo, el avance había sido significativo.

 

La primera noche de humedad tras el desastre; la mamá de Davidcito, doña Soledad, fue a buscarlo. “No vaya a ser que se me caiga en una alcantarilla” pensó. La inundación había convertido a Churubusco el Alto en Lagos del Churubusco. Don Alfonso quedó apabullado de la belleza sobrehumana de la señora. Con sólo observar el despilfarro de carnes, don Alfonso permaneció mudo por varias horas.

 

A la mañana siguiente, todos en el pueblo notaron una gran problemática: el agua había traído insectos, una plaga de proporciones bíblicas. Toda la gente en Churubusco el Alto se preocupaba: los saltamontes devoraban con gusto el trigo plateado. Esto causó un susto en los habitantes, pues era la alimentación básica de Churubusco el Alto. Y ahora estaba en las diminutas patas de esas criaturas. “Esto no pasó por azar”, comentaban algunos. “Fue designio de la Sagrada Providencia”, replicaban otros. Era la penitencia del mismísimo Job. “Dios siempre pone a prueba a sus hijos más fieles”, clamaba el padrecito.

Y gracias a estos falsos ánimos subidos, todo habría pasado desapercibido de no ser por Davidcito. Él recordaba cada una de las palabras de la Biblia: las plagas de Egipto y el Diluvio no se le fueron de las manos. Le insistió a don Alfonso que todo eso aparecía impreso.

Sin embargo, lo ignoró.

Davidcito salió del lugar con la duda sobre ese libro mágico, y don Alfonso cerró la puerta tras de él.

“Babosadas de chamacos”. Don Alfonso dejó la impresora mientras daba un par de caladas al cigarro. “Aunque…”. Preparó una plancha tipográfica y después del clac, se vio impreso:

 

Alfonso Hernández millonario

 

La salsa de palabras sólo era inspirada por la pereza de un impresor quien, a falta de Davidcito, no podía llenar una hoja. Cómo se iba a ganar esa suma de dinero poco le importaba, sólo pensaba en las jugosas carnes de doña Soledad, y cómo granjearse la paternidad de Davidcito. “Los hijos trabajan gratis”, reflexionó. Esos cinco reales ya eran mucho dinero para un niño tan joven.

 

El milagro pasó tal cual lo había predicho Davidcito.

Al día siguiente, los periódicos anunciaron los números de la lotería, y a pesar de que su borrachera le impidiera recordar cada tontería hecha la noche anterior, no sabía cómo tenía el billete ganador en su bolsillo. Arrugado y con un ligero olor a lejía, eran uno a uno los números del periódico.

Consiguió un boleto en la agencia de viajes, y esa misma tarde salió rumbo la capital a cobrar las ochenta mil piezas de plata. El premio, una cantidad desbordada, le hacía imaginarse paseando en cualquier lugar del mundo con doña Soledad, comiendo los más finos cortes, durmiendo en camas tranquilas y acolchonadas. Pero eran más cómodos los senos de doña Soledad, porque, al final de cuentas, lo único que le interesaba era tener un desfogue con la madre de su ayudante.

Y lo hizo.

Volvió de la capital vestido a la usanza. Contrató a una sirvienta de las viudas Serrato y la mandó a trabajar con doña Soledad quien lavaba y planchaba ajeno. Así, quedó libre la tarde para abrírsele al amor.

Don Alfonso, con toda la desfachatez de un pobre que conoce el dinero por primera vez en su vida, la invitó a salir. La noche fue llena de lujos. Doña Soledad no entendía cómo un hombre podía hacerla sentir así: una mujer digna y no un vil pedazo de carne, como lo fue cuando tuvo a su hijo. Por un momento, doña Soledad ya se veía por la capital, por las carreteras; tomando refresco de raíz en las plazas, comprando panes en las esquinas y conociendo las cafeterías de chinos de las que tanto hablaban sus primas de Atototlán de la Paz.

Toda la noche fue vertiginosa. Aún más para Davidcito al avistar desde su ventana a su madre en semejante sobaqueada con don Alfonso. Lo que vio, le motivó a salir corriendo. Tomó camino hacia su único refugio: la misma imprenta. Enojado, pateó los botes de tinta, tiró los papeles, casi rompía la Biblia; pero, por miedo al pecado, no levantó ni un dedo. Eso sí, en la prensa notó las palabras: “Alfonso Hernández millonario”.

La ira se consumó. La tinta derramada en el piso se le metió por sus venas y bombeaba por todo su cuerpo, convirtiendo sus intenciones en algo más negro que una letra, incluso más oscuro que el alma de don Alfonso. Así, Davidcito se inundó de aquel menjunje y terminó siendo posesionado por esa maldad de hollín y agua.

 

Todo había salido bien para el impresor. Al día siguiente atravesó el lúgubre portal chiflando de felicidad, lo cual ya era sospechoso.

Esperaba que la caridad de Dios le compensara al hacer la Biblia. Rápido ordenó a Davidcito continuar con el trabajo. Ya llevaba “Génesis” y “Éxodo”; el Viejo Testamento se atestaba de tantos libros y cualquier retraso movería la hechura de La Biblia un mes más.

Con un breve canturreo se burló de Davidcito, diciéndole que era una lástima que su padre nunca hubiera estado ahí, qué ojalá ya tuviera su madre la oportunidad encontrar un hombre que la quisiera. Era injusto para el pobre niño no tener padre.

Davidcito masticaba cada una de las palabras dichas por don Alfonso, y en medio del silencio de la mañana, puso la primera plancha. El clac de la máquina retumbó con un eco.

—Pues sí; pero se murió —atajó Davidcito.

Parecía extraño. Eso no le habían dicho el otro día. Doña Soledad le había abierto su corazón —y otras cosas— a don Alfonso. Le informó con inocencia y lindura, los infantiles errores sexuales y el desliz e imprudencia que terminó llamando Davidcito Domínguez.

Don Alfonso sintió necesidad de cachetearlo. Nadie contestaba así a un adulto. Sabía que los niños no hacían tonterías inocentes, que los niños eran malos y debían ser educados con cinturón y bofetadas. Así, Davidcito se haría un hombre de bien, un hombre como tienen que ser los hombres.

Ante la sombría sonrisa de Davidcito, don Alfonso quedó callado. Ninguna placa había sido cambiada desde el último golpe de la máquina. Parecía que la prensa guardaba un silencio funerario. No había movimiento más allá de la mirada penetrante de David. Esa sonrisa con la mitad de la boca enmarcada en una cara negra de tinta le causó un escalofrío a don Alfonso. Lo entendió. Bajó la mirada hacia la prensa, y ahí lo decía el papel:

 

Alfonso Hernández millonario

muere de un paro cardíaco


Imagen de Antonio_Molina de Pixabay.com





domingo, 23 de mayo de 2021

Wu Lǐung VIII

 Para mis compañeros Los Centauros


Uno de los puntos más contaminados de Zhōngguó es Xien Cheng. Sus bahías son reconocidas como el vertedero biológico menos controlado del país. Las oscuras mareas oleaginosas de Xien Cheng tienen un peculiar aroma que sugiere desastres naturales propios de siglos pasados donde el petróleo continuaba sirviendo de combustible corriente. Fue justo bajo este contexto que el pasado 17 de marzo del 2093 fue encontrado el cuerpo del Dr. Wu Lǐung en a las costas de Xien Cheng.

El Dr. Lǐung era reconocido en diversos círculos científicos por sus valiosas aportaciones al campo de la biología molecular: su especialidad era generar tejidos artificiales para pruebas de laboratorio, así ganó el famoso Premio Peter Ratcliffe en 2052.

Sin duda, el trabajo el Dr. Lǐung sirvió de base para combatir la pandemia del Th78 pues los mismos procesos que usaba para clonar tejidos sirvieron para mutar el virus y generar una vacuna que inmunizara a la población mundial en menos de 10 meses, siendo esta la vacunación más eficiente en toda la historia de la medicina.

Estos aportes le permitieron escalar varios niveles en el complejo Sistema de Méritos (Gōngjī Tǐxì) de Zhōngguó. De este modo, el Dr. Lǐung se convirtió en director del empresa BioZheng, una de las más importantes productoras de fármacos antimoestróticos y —lamentablemente— la responsable del desastre natural de la bahía de Xien Cheng.

Con la fama, llegaron los ataques a su persona; el mismo Dr. Lǐung reconocía enemigos en todos lados. Quizá, este fuera el motivo para que él decidiera poner en marcha un proyecto sumamente ambicioso y que generaba fuertes debates éticos desde 1952 e incluso hoy día cuando el tema de la clonación sigue teniendo fuertes implicaciones filosóficas.

El anonimato con el que el Dr. Wu Lǐung trató este proyecto, le garantizó varios años de experimentación sin impedimentos ni supervisiones. Como director de BioZheng tenía asegurados los recursos y materiales necesarios para generar una atrocidad: un bebé con su misma configuración genética. El resultado de sus experimentos se mostraron el 9 de noviembre de 2072. Quizá la experiencia al replicar tejidos artificiales le permitió refinar estas artes, y no sabemos cuántos ejercicios fallidos realizó, lo que sí declaró fue que buscaba tenerse a sí mismo como ayudante y equipo de trabajo.

A los pocos días de revelar sus investigaciones, el Dr. Lǐung sufrió varias penas capitales e internacionales debido a la mala práctica profesional en el área de la medicina. Según lo estipulaba la Constitución de Zhōngguó, debía ser condenado a muerte. Con todo en su contra, el Dr. Wu Lǐung aceptó su ejecución pública la cual fue transmitida vía Wuū el 21 de noviembre del 72.

El niño clonado y los residuos de laboratorio fueron dispuestos como material de riesgo biológico. El bebé —pese a merecer los derechos de un Ciudadano Clase B— fue incinerado ese mismo día.

A esta altura, lo inexplicable es cómo —catorce años después— aparece el cuerpo del Dr. Wu Lǐung muerto en la Bahía Xien Cheng. A las pocas horas del comunicado oficial, las teorías rondaron por el Wuū y triangularon la distancia entre la casa que tuvo el Dr. Lǐung y las oficinas de BioZheng. Del mismo modo, queda en las sombras el disparo en la nuca que presenta el cuerpo y la biofirma de un Dr. Wu Lǐung que aparece dentro de la munición.

Sea como fuere, este caso nos obliga a preguntarnos si —a pesar del desarrollo transhumanístico— estamos haciendo las cosas bien. Del mismo modo, podríamos pensar si existe una centena de doctores Lǐung rondando las costas de Xien Cheng. Sabiendo esto, el aroma oleaginoso de la contaminación dada por BioZheng y otras tantas empresas tendrá un significado diferente para todos a partir de este momento.


Imagen gratuita creada por yogendras31 en Pixabay.com



martes, 27 de abril de 2021

La propuesta ecocrítica de Studio Ghibli: recorrido histórico del shintoismo a la pantalla


M. Ángel Galindo N.

Doctorado en Humanidades

Universidad de Guadalajara

 


Los aficionados de la literatura reconocemos cuando una película nos llena con imágenes que deberían haber tomado páginas en construirse y que por medio de un solo cuadro cinematográfico conmueve y permanece en la mente de las personas con la misma potencia que un libro completo. En definitiva, la fotografía que maneja el Studio Ghibli —al menos los trabajos de Atsushi Okui (奥井(おくい))— es icónico, pues nos ha mostrado comidas deliciosas, paisajes distópicos e incluso criaturas sumamente interesantes. Estos elementos se han quedado en nuestro imaginario colectivo; sin mencionar del apoyo auditivo que cimbra el alma estética de quien esté mirando estas películas. Sin embargo, la presente ponencia no tiene el objetivo de analizar estas posibles metáforas visuales que utiliza Studio Ghibli, sino algo que me llama mucho la atención: los mensajes ecocríticos que encontramos en varias —si no muchas— películas del estudio y cómo hallamos discursos sincrónicos en obras del mismo tiempo, así como el desarrollo del motivo shintoísta en tres películas específicas.

Si la palabra “ecocrítica” no está en su vocabulario, podemos simplificarla lexemáticamente. La parte de la “crítica” corresponde a ese tratamiento desarrollado desde el siglo xvii resultado de una reflexión intensa sobre un objeto estético. Lo que podría desentonar en este término puede ser la parte del “eco-“, prefijo en boga gracias a palabritas como “ecofriendly”, “ecofeminismo”, “ecoterapia” y “ecoturismo”, todas ellas remarcan la intención de apoyar al mundo de manera activa.

Si en este momento hay alguien conocedor de las películas del Studio Ghibli, seguramente podría decir que ya conoce en su totalidad el objetivo de esta ponencia —y no le culpo— debido a que esto es un lugar común em la obra de 駿(はやお) 宮崎(みやざき) —Hayao Miyasaki—. Si me permiten explicar a detalle el postulado de la ecocrítica que he encontrado en varias películas del estudio y toda su tradición shintoísta que respalda este discurso, me encantaría que hicieran unas preguntas al final.

La ecocrítica —comencemos por el terreno agreste— nace por los postulados estadounidenses que ven la relación entre la literatura y el medio ambiente. Medianamente, podría decirse que el mundo de la narración forma una comunidad de organismos que interactúan entre sí en un orden natural. Del mismo modo, vemos la armonía que debe existir entre el hombre y su entorno. Glen A. Love en su obra Practical Ecocriticism, así como el libro The (Im)possibility of Ecocriticism de Dominic Head explican cómo el mismo entorno se subvierte en la obra estética y puede replantear los discursos latentes de una sociedad en una obra artística. Por esto, en los 1900, la crítica empieza a fijarse en algunos mensajes dados en objetos estéticos con finalidades de exponer sus preocupaciones ante el modo en que estamos afectando al planeta o los modos en que podemos ayudarle.

Hago un paréntesis para mencionar que —en ocasiones— los productos estéticos no son resultado de las problemáticas sociales, sino que buscan evidenciarlas por medio de obras panfletarias. Éstas se podrían considerar best sellers de la ecocrítica o elementos paraliterarios, pues su quid se encuentra en lo referencial y emotivo más que lo connativo y poético de la literatura —aquí me refiero a los estudios de Myrna Solotorevsky y las funciones del lenguaje de Jakobson—. Por mencionar algunas: Captain Planet and the Planetarians (1990-1996) o algunas series para menores de edad que seguramente desconozco. Sin embargo, estos ejemplos son específicos para públicos infantiles y los que estamos aquí presentes sabemos que la animación japonesa —y específicamente la de Studio Ghibli— no es exclusivamente para niños, por lo que tratar de infantil al anime causaría un linchamiento masivo hacia mi figura. Entonces, ¿Que se puede mencionar que no tenga el mote de infantil y que sea igual de panfletario? Lo más cercano serían los documentales que generalmente tienen el objetivo de causar conciencia, sin embargo pese a lo estético que quieren ser, su finalidad es más argumentativa expositiva y no narrativa. Esta precisión es importante porque la ecocrítica no puede ser evocada —o no debería— en obras panfletarias.

Ya que se planteó esta idea, podemos ahora vincularla con la otra de parte de mi título: el shintoísmo. Esta creencia japonesa comparte muchos elementos con el animismo pues en Japón existen 800,000 dioses; pero no hay una pugna con el humano, pues debe existir un balance entre los seres de la naturaleza. En el shintoísmo la humanidad no tiene una superioridad ante los demás seres. Un árbol de 300 años puede tener más conocimientos que alguien con doctorado o un lobo que viajara por varias montañas de Japón podría contener un alma más grande que la de toda una ciudad actual; del mismo modo que una niña que disfruta la vida podría estar más iluminada que una grulla que medita todas las mañanas. Hay que recordar que en el Japón de hace años existían dos vertientes entrelazadas: el shintoísmo y el budismo, hoy día tenemos como tercero en discordia la religión católica; sin embargo, las prácticas siguen presentes en todo momento, por lo que si visitamos Japón, o revisamos sus obras, la misma geografía humana nos marca estas reminiscencias. Por ejemplo: en Mi vecino Tototro となりのトトロ— (1988), vemos un torii鳥居— en la primera exposición de la película. Estos arcos o portales de los templos no están abandonados como parecería para el ojo no entrenado en la cultura nipona, sino que siguen siendo muestras de lo que ocurre a lo largo de la vida cotidiana en este país.

Siguiendo esta premisa de que las tradiciones japonesas persisiten en el imaginario colectivo junto a los postulados de la ecocrítica, procedo a exponer —en el espacio que me permite esta ponencia— cómo es que Nausicaä del Valle del Viento(かぜ)(たに)のナウシカ— (1984), La princesa Mononoke もののけ(ひめ) (1997) y El viaje de Chihiro (せん)千尋(ちひろ)神隠(かみかく)— (2001) desarrollan, en distintas ambientaciones, una crítica sobre manejo del mundo o su entorno.

Cronológicamente, Nausicaä (1984) es la primera de esta selección, además de ser considerada la primera película de Studio Ghibli y sobre todo la primera gran obra de 宮崎(みやざき). Esta película nos muestra un mundo postapocalíptico donde la subsistencia humana depende de no hacer enfadar a los Ohm, raza insectoide con la suficiente fuerza destructiva como para borrar las ciudades donde se refugian los humanos. En medio de una hecatombe de Ohms, Nausicaä —la protagonista— calma a estas criaturas entendiéndolas mientras se cumple una profecía gracias a que se ha bañado en la sangre de uno de estos insectos. El año en el cual sale a la luz esta obra es sumamente importante. Los años 80 fueron sumamente significativos. Por un lado, teníamos toda la tradición literaria de la ciencia ficción y las infinitas posibilidades que traía el cine para hacerlas posibles: Mad Max del 79 y del 81, Dune del 84, The Dark Crystal del 82 y Akira del 88. Todas estas obras tienen un eje paradigmático muy latente que incluso podríamos expandir hasta la saga de Indiana Jhones. Para los años 80, la sociedad era invadida por una visión deprimente del futuro. Parecería que las ciudades —como lo estaba descubriendo Las Vegas, Nevada— estaban empezando a sumergirse por las arenas pues estábamos aniquilando al planeta y sus recursos. Estaba claro que nos enfrentaríamos a contextos agrestes para el humanos y que usaríamos chamarras de cuero y bates con clavos para defendernos de otros que buscaran llevarse nuestro combustible, comida o agua —meme aparte de lo que creíamos que nos iba a pasar a inicios de esta pandemia—. La ciencia ficción estaba en boga y nos proyectaba una distopía donde el humano tenía que sobrevivir a base de sus propios recursos ya que el mundo había perdido toda su belleza y esplendor.

Una descripción que aprende el estudiante de japonés para describir ciudades es (みどり)が多い midori ga ooi— que significa, literalmente, “hay mucho verde” pero que se refiere a la misma vegetación. La visión de Nausicaä es exactamente contraria: la paleta de tonalidades es seca y triste como el desierto, de texturas rugosas, colores sobreexpuestos en la pantalla, trazos mal definidos por el espejismo del desierto. La manera en que se expone el entorno según la interpretación que hizo 宮崎(みやざき) de su propia novela gráfica, evidencia esta interpretación simbólica de lo que ocurriría con nuestra vida. El mundo al que nos enfrentaremos será deprimente; sin embargo, la manera en que podemos solucionar esto para que la vegetación florezca y no sea agreste para nosotros es, como nos enseña el jardín subterráneo del filme, estando en armonía: un presupuesto propio del shintoísmo y el budismo. Estos Ohms —nombre simbólico para hablar de resistencia y permanencia— pueden ser vistos como (かみ) kami— o 世会(よかい) yokai—, seres que están ahí para mostrarnos la equidad que debe haber entre todos los seres. ¿Qué hace Nausicaä si no es un sacrificio y un diálogo con esos seres? Ella se plantea decodificar los secretos que rodean a estos insectos y —a pesar de que tengamos la presencia hermeneuta de オオババ la oráculo del Valle del Viento— llevar a la armonía a todas las razas como lo hizo con su zorriardilla Teto.

Si bien la interacción de los (かみ) parecería antitética en un mundo donde la naturaleza ha sido violentada a tal grado como se muestra en Nausicaä, tenemos otro ejemplo donde ocurre esto de forma completamente opuesta y —por lo tanto— coherente con las posturas ecocríticas. 1997 es el año en que sale La princesa Mononokeもののけ(ひめ)— la décima película de Studio Ghibli y la sexta de 宮崎(みやざき). La historia se desarrollada en el Japón feudal de la era Muromachi —室町時代(むろまちじだい)—. Conocemos la historia de Ashitaka —アシタカ— y cómo fue afectado por una extraña marca oscura propia de la peste; pero ésta es más una corrupción espiritual que puede —incluso— darle la oportunidad de que —al enojarse— pueda partir a alguien en dos con solo una flecha. Esta maldición la tuvo después de acabar con un (かみ) vuelto salvaje a causa de esta infección. Así, a pesar de haber salvado a su aldea, debe volverse un errabundo y es ahí que se involucra en una guerra de la cual Isengard, los Ents y el mismo Tolkien se sentirían orgullosos; pues vemos cómo La Ciudad del Hierro tiene un enfrentamiento definitivo con los (かみ). Esto atravesado por una de las escenas que más me han causado ansiedad del anime y que es la presencia del Espíritu del Bosque, su levantamiento y su muerte.

Analizando desde la ecocrítica, podemos ver que 宮崎(みやざき) nos quiere mostrar la corrupción que el humano ha ido dejando en ríos y terrenos a causa de la maquila de armas y explosivos para la guerra del hombre contra el hombre. Los modos de Eboshi —エボシ御前(ごぜん)—, guerrera terrateniente y principal antagonista del filme, no son del todo malos. Empodera a las mujeres, les da trabajo a los leprosos, ha generado fuentes de riqueza para muchas personas; ella parecería ser la razón de la pregunta “¿Somos los malos?”, y es curioso porque eso es un postulado constante: ¿hasta qué punto el humano es enteramente antagónico a la misma ecología?

Pasaron 13 años entre estas dos películas y los discursos en torno a cómo vemos el mundo y su futuro, cambian radicalmente. En Nausicaä teníamos un mundo desértico mientras que en Mononoke vemos que hay una esperanza todavía y que está en nuestras manos la opción de detener esta destrucción, llevar al mundo a puerto seguro, deteniendo infecciones y contagios producto de la modernidad. Aquí hago un llamado al público y preguntarle si se ha dado cuenta que, desde hace 23 años, Studios Ghibli nos ha estado diciendo lo mismo que muchas de las campañas que nos bombardean sobre popotes y huesos de aguacate puede salvar a la humanidad. Aparentemente, el planteamiento de 宮崎(みやざき) está en sintonía con lo que muchas campañas verdes quieren lograr y sobre todo las reformas que no se ejercieron hasta estos años —los 90— en varias políticas públicas, pues —como marcan varias tesis de jurisprudencia en materia mexicana— no es hasta casi el 2000 que empezó a hacerse algo por el medio ambiente. Es entonces una alegre coincidencia que esta película demuestre su postura a la par de las reformas que se hicieron en Latinoamérica y países europeos. Analizar desde este cariz el mundo de los videojuegos en este período específico nos podría llevar a una conclusión similar, lo cual convendría analizarse —y quizá lo haga al terminar mi tesis de doctorado, pero mientras tanto dejo el tema sobre la mesa para dialogar—.

El último de los casos que pretendo mostrar pertenece a El viaje de Chihiro(せん)千尋(ちひろ)神隠(かみかく)— del 2001, sólo cuatro años después de La princesa Mononoke. Si nos pusiéramos exquisitos en cuanto a las técnicas usadas para animar, veríamos un abismo de diferencia en cuestión de herramientas, pero con la misma técnica —además de que Atsushi Okui (奥井(おくい) (あつし)) fue el mismo encargado de Fotografía—. Las herramientas para colorear por computadora y darles acabados a ciertos planos abonaron para que en su conjunto ganara el Óscar a mejor película de animación en 2003. Lo que vemos con esta obra parecería enfocarse en lo primero que mencioné: el shintoísmo. En japonés, kamikakushi 神隠(かみかく)— refiere a las desapariciones o muertes que sufren los humanos al estar en contacto con los (かみ), una especie de rapto, y por ello el título tan interesante que le dieron en inglés: Spirited away, en lo que Disney está involucrado como distribuidor de la película. Existen teóricos como James W. Boyd que ven en esta película una integración entre la religión shinto y la vida cotidiana. Quizá las exposiciones que nos da son sumamente interesantes para comprender las bases que tiene el mismo 宮崎(みやざき) y darnos cuenta de que, como se mencionó en un inicio, la inclusión de un umbral como lo es un 鳥居(とりい) no tiene intenciones adoctrinantes sobre el shintoísmo, sino que es algo con lo que conviven directamente en el Japón cotidiano.

En la obra —medianamente conocida y más en entornos como estos— nos muestra las peripecias de Chihiro en el mundo de los espíritus y cómo tiene que aceptar su cualidad de huérfana temporal para recuperar a sus padres que fueron convertidos en cerdos por robarse la comida de los (かみ). En este espacio, vemos seres propios del imaginario japonés como la bruja Yubaba —湯婆(ゆばばあ)—, esta especie de monstruo araña que le ayuda, o los espíritus de ríos como son Haku —琥珀(こはく)— y el mismo (かわ)(かみ) —dios del río—. Hay un par de detalles que hacen que uno se incline por interpretaciones ecocríticas y es la predominancia que le dan en los baños al dinero que regala el Sin Rostro, del mismo modo, el dios del río que ha sido contaminado al grado de deformarlo y convirtiéndolo en un “dios apestoso” —como lo quisieron traducir en México—. ¿De qué manera se calman estos problemas? El shintoísmo tendría la respuesta: la tranquilidad. Estando en equilibrio con la naturaleza y —si cabe la amalgama cultural— con un poco de meditación budista tan propia de Japón, se pueden solucionar los problemas humanos.

Entonces, ¿宮崎(みやざき) es religioso en estas películas? Podría ser una respuesta posible y que nos llevaría a una interpretación equívoca si no tomáramos en cuenta la ecocrítica. Así como dije en un principio: las obras panfletarias o que buscan que nadie contamine son paraliterarias: son parte del montón y quizá no se enfoquen en un discurso estético —que no digo que no puedan tener—; pero el caso tan peculiar de estas obras es digno de revisarse. No son películas shintoístas, pero el shintoísmo sí forma parte de la propia narrativa de estas historias. Son motivos o temas que están presentes en el acontecer diario de Japón. Estas películas llevan lo familiar hacia el territorio de lo extraño, pero sin que exista un tratamiento fantástico u ominoso. El modo en que ficcionaliza 宮崎(みやざき) está más próximo al del realismo mágico o al real maravilloso latinoamericano, pero con elementos naturales de la tradición oriental. El discurso religioso shintoísta se usa como forma, pero no como forma; no busca ser dogmática y menos propagandística. 宮崎(みやざき) nos enseña una peculiar manera de reconstruir la realidad y decirle al mundo cómo es que Japón convive —o debería convivir, según los ecocríticos— con su entorno.



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