lunes, 31 de mayo de 2021

Dentro

 

Esa mañana la señora Park Young-Mi descubrió a las enredaderas colándose de nuevo entre las persianas. Aún con pereza, fue hacia la ventana, tomó el cuchillo del alfeizar y mutiló las hojas que invadían su hogar en cada oportunidad. Por los vidrios se veía poco: las plantas iban cubriendo la casa como el capullo de una polilla. Allá afuera estaba el restaurante abandonado hacía meses, desde la desaparición de Lian.

Fue a la cocina. Ahí, sacó los refractarios del refrigerador, los dispuso sobre la mesa, preparó la estufa y calentó el desayuno. Se estaba quedando sin lechuga, sus pequeños iban creciendo y se alimentaban cada vez más.

Todavía tenía dinero del seguro. Gastaba poco en la renta y en víveres; mudarse a ese barrio después del accidente de Ueo había sido buena idea. En su nueva finca instaló su restaurante, plantó un huerto en el jardín; pero no contaba con que una noche, Lian no regresaría y que tendría el mismo destino de su padre, de esa familia rota. La templanza de Young-Mi quedaría cuarteada desde entonces.

Esta era su rutina. Cuando el desayuno estuvo listo, sus dos pequeños se sentaron, devoraron todo, agradecieron por los alimentos y fueron de regreso a sus habitaciones, de vuelta al encierro; la señora Park no dejaría que alguien partiera de esa casa, no permitiría a nadie escapar allá fuera donde te descuartizan máquinas o te desaparecen.

Miró la mesa del comedor: ahí estaban los despojos del desayuno, un poco de sopa, algo de arroz, el kimchi de la semana pasada y los restos del pescado. Comió despacio y con cada mordida, paladeaba los recuerdos que la atormentaban desde hacía tanto. Retenía en su mente cómo la empresa le había notificardo el aparatoso accidente en el que el cuerpo de su marido se había convertido en una masa irreconocible, la firma del cheque por la indemnización, y cómo se mudó a esa casa. Quería olvidar el lugar que compartió con Ueo, para dejar atrás ese hogar descuartizado y alejarse de la máquina que le arrebató a su marido, aunque eso significara sufrir más en el futuro.

Tomó el celular, abrió la aplicación de delivery y pidió cigarros y los faltantes del refrigerador. Mientras tanto, tendría tiempo de limpiar. Suspiró profundo sabiendo lo horrible que era abrir la puerta para pelear contra la vegetación, aunque llevara haciéndolo desde que Lian desapareciera.

Park Young-Mi tomó las tijeras de podar y se armó de valor.

La selva de fuera bloqueaba por completo su vista hacia la calle. Le costaría poco menos una hora liberar el espacio hasta llegar a la puerta. En cierto modo, le molestaba esa crisálida en la que se había adentrado y donde había protegido a su familia. El exterior era peligroso, por ello nadie debía poner un pie afuera, estaban malditos e irían muriendo de uno en uno en cuanto emergieran de nuevo.

Con apremio, fue talando las vainas y ramajes que estorbaban hacia la entrada principal. El camino de piedra apenas era visible entre el césped crecido y el musgo que recubría las baldosas. El sudor se manifestó pronto: tanta humedad rodeándola, el zumbar de los insectos y el silente arrastre de los caracoles. Era un trabajo maquinal al que se había acostumbrado después de meses de encierro total.

Entre la espesura, notó el huertito. Tras los arbustos, las berenjenas y los pimientos brillaban con su aperlado rocío. Recordó su promesa antes del resguardo, en cómo revisó sus frutos: no volvería a comer nada de ahí mientras su hija no regresara del bachillerato.

Desganada, siguió avanzando, cortando hierbas hasta mirar la puerta. Escuchó ruidos afuera, era la civilización, el delivery había llegado antes de lo esperado. Sonó el timbre muy temprano, un mensajero dejó una caja. Ella firmó de recibido: eran coles, zanahorias, arroz y uno de esos caracoles. Young-Mi escudriñó al animal. La fauna salvaje provenía de su jardín, no de ese afuera que ella rechazaba. Estaba segura de que más allá del cerco de vegetación, se hallaban calles asfaltadas, empresas devoradoras de personas y el cuerpo perdido de su hija.

Cerró la puerta, quitó el animal de la comida, buscó sus cigarrillos entre las cosas, dio varias fumadas nerviosas y regresó a su casa para alimentar de rutina a sus pequeños y a sus problemas.

 

Al otro día, despertó con una inquietante sensación en sus pies: cuando levantó la sábana se encontró con un montón de tierra engusanada.

Junto a la ventana, a un lado del cuchillo, estaba un cepillo dentro de un cubo. Recogió toda la tierra que se le había colado en su cama y se preparó para tirarla cuando saliera a podar la vegetación crecida.

Así como había estado sucediendo ordinariamente, sus niños bajaron, engulleron casi todo en la mesa y regresaron a sus cuartos. Young-Mi pidió por delivery sus comestibles y los cigarros faltantes y se dedicó a enfrentar la maleza que recuperaba camino cada noche.

Mientras combatía con las enredaderas, recordó cómo la desaparición de Lian había carcomido aún más el roído tronco del árbol familiar de los Park. Ahora estaba sola, cuidando a esos dos pequeños. Alimentándose de las tiendas de abarrotes en vez de aprovechar los frutos de su jardín. Así habitualmente desde que Lian no regresó a casa ese 24 de abril.

Pensando qué hacer, encendió otro cigarrillo. El humo se dirigió hacia el fondo, allá le seguían llamando las hortalizas, esperando que se acercara a contemplarlas; pero no sucumbió, nunca lo hacía.

Para no tener eso en la cabeza, se apresuró a terminar con la poda y darse unos minutos.

Consideró comenzar una novela, pero cuando consultó la estantería, se encontró otro caracol; en esta ocasión le dio asco ver eso, por lo cual prefirió no acercarse. El intruso se había colado en ese espacio tan suyo. Estaba harta de contrarrestar a esos parásitos, por ello dejó al animal continuar con su camino. Ya buscaría otro entretenimiento. Pero descubrió los moldes para hornear llenos de ciempiés y el control remoto envuelto en las enredaderas que había olvidado cortar esa mañana.

Tomó asiento en el comedor. Ahí yacía su agónica cajetilla de cigarros y el cenicero. Su tiempo libre se iría en disfrutar de un tabaco. Aún no llegaba el mensajero, por lo que tendría oportunidad de una fumada o dos.

La casa permanecía en silencio. De no ser porque sabía que sus niños seguían ahí, creería que estaba sola.

Con cigarro en mano, decidió revisar la casa para saber qué hacían aquellos dos. Desde el encierro, las cosas se habían vuelto confusas: sacando a la naturaleza de su hogar, destazando a la vegetación extraña, pidiendo lo necesario desde fuera, evitando que todas esas alimañas siguieran escurriéndose en su vida, dándole la mayor parte de su alimento a sus pequeños…

Llegó a la puerta de aquellos dos después de tramitar un largo pasillo ambientado con fotos familiares: de ella con Ueo, de ella con Lian.

Entró al cuarto donde tenía guardados a sus pequeños y se encontró con un espacio negro, incompleto. En la habitación, inertes, estaban los recuerdos de Ueo y de Lian: una masa sanguinolenta y el vacío incómodo de una hija perdida. Ella, de pie en el umbral, notó cómo los caracoles, los gusanos, las polillas y los escarabajos reptaban dentro e invadían el espacio que ella tenía dedicado al olvido.

Young-Mi corrió de ahí. No soportó esas paredes donde conservaba recuerdos muertos. Dejó la recámara abierta, los animales siguieron infestando aquel rincón congelado en su mente. Pasó por la cocina con escasas provisiones, dejó atrás la puerta principal, atravesó la agreste vegetación, no miró hacia el huerto donde las relucientes hortalizas decían estar listas para ser cosechadas. Tras encarar todos esos obstáculos, rompió reticencias y se marchó de ahí.

La luz de la sociedad le caló en los ojos, allá estaba su viejo restaurante abandonado, el asfalto generaba espejismos con el sol de junio. Miró hacia atrás: la casa descuidada, se vio a sí misma vistiendo la ropa deslucida con la cual se encerró junto a sus dos pequeños recuerdos. Parada a mitad de la calle, notó que en el cemento no había caracoles ni otros insectos.

 



Imagen de fietzfotos de Pixabay.com

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