jueves, 27 de mayo de 2021

La Biblia

 

Después de 25 años, el padre Arnulfo fue promocionado para convertirse en obispo. Todo el pueblo estaba emocionado y no podía dejar de pensar en ese sentimiento que combinaba la tristeza, la agonía y el orgullo de tener a su cura en la capital.

Las jerónimas movieron todas sus influencias para que las viudas Serrato pagaran una biblia en filigrana de plata.

―Está canijo el trabajo… ―comentó don Alfonso el impresor, quien siempre se adornaba en grasa y tinta, con virutas de cartón y de papel en cada una de sus cejas. Don Alfonso era todo, menos humano; era un bruto que se la vivía entre libros, muriendo por mujeres, alcohol y tabaco; tolerando su soledad cuarentona, con horas de desasosiego e imprudencia que humillaría al más temerario de los hombres.

Al ser el único con una imprenta en todo el pueblo de Churubusco el Alto, no tenía grandes ganancias con sus invitaciones para fiestas, panfletos y hojitas parroquiales. De todo imprimía el hombre. Y era justo el regalo de las hermanas Serrato el que le haría un pequeño guardadito. Esa biblia estaría hecha con todo el cariño ―y dinero― del pueblo. No era nadie para entrometerse en el camino de esas monjitas caritativas.

Don Alfonso recibiría con brazos abiertos esta situación ―al dinero; no a las personas―, pues Churubusco el Alto no era la minita para alguien con una prensa. No se ganaba tanto al maquilar con papel y tinta; mucho menos con los tres reales que le pagaba a Davidcito cada fin de semana. Éste era un niño demasiado ilusionado con la vida como para perderse en la negra fortuna de un impresor. Fuese como fuere, Davidcito era lo mejor que le podía haber pasado a don Alfonso pues necesitaba la ayuda de ágiles dedos infantiles para colocar una tras otra esas letras metálicas, los tipos de La Biblia definitiva, su mejor trabajo ―el mejor pagado― y el cual le dejaría suficiente dinero para irse a la capital. Don Alfonso siempre había querido ser millonario. Anhelaba el dinero como la solución a su penitencia. Deseaba abandonar Churubusco el Alto.

Entonces comenzaron: tipo a tipo, Davidcito colocaba la palabra en las planchas que más tarde pasarían por la prensa. Don Alfonso había heredado la máquina de su padre y éste de su abuelo Jorge Magallanes. La máquina no llevaba tantos años existiendo como una biblia; era un invento medianamente moderno, y volver a servir para una creación gutemberiana, despertó algo en el artefacto.

Les tomó dos horas encontrar todo lo necesario para el armado. Biblia de 42 cm de alto con una letra especial: aquella empolvada tipografía hecha de hierro y plata que no se había usado desde 1737. El padre Arnulfo, con sus 57 años, tenía una vista cansada y esa composición le bastaría. El trabajo tendría acabados tan perfectos que los mismísimos cardenales envidiarían el ejemplar, y eso que la envidia era un pecado.

Las primeras horas fueron las más tardadas. Las pruebas las hicieron en el papel de la India. Plancha por plancha, prensa por prensa, con la sagrada palabra dictada por Dios a los profetas.

Con el estupor del cigarro, el olor de la tinta y el ruido de la máquina, se creaba un ambiente casi milagroso. Aquello era un momento mágico que a Davidcito le encantaba: el instante en el cual las palabras empezaban a cobrar sentido, cuando cada letra combinada recibía un significado único. La historia se volvía una con el papel. La cultura cobraba vida. El hierro y la plata de los tipos móviles retumbaban en la imprenta como invocando a sus propios espíritus escondidos.

 

Fue un día cansado. Ni siquiera la serigrafía era tan complicada. Estos diseños eran bastante aburridos. Una sola placa. Una sola plancha. Debía desperdiciarse todo el trabajo de Davidcito en medio de un clac de la máquina. Era de esperarse que durante la noche los dos roncaran en sus respectivas habitaciones. Davidcito en casa de su madre y don Alfonso en su viejo catre en la parte alta de su imprenta.

Nadie lo notó: primero un crac, luego cric, y terminó con otro sonido, uno muy similar al de una vara rompiéndose; una vara del tamaño de Goliat, una vara de proporciones gargantúicas. La presa vino abajo. El agua corrió con tanta fuerza que los pájaros y tecolotes gritaron en medio de la noche espantando los sueños y las pesadillas de la gente del pueblo. Nadie comprendió lo ocurrido hasta que la inundación llegó a ellos. Todos sintieron el barritar de esas aguas atacando sus hogares como gladiofantes ancestrales.

 

Treinta y dos casas devastadas. Las viudas Serrato, desesperadas, lloraban por sus libros. Reclamaban al servicio no haber dejado la ropa secarse al sol y ponerla en los cajones ahora inundados.

Todos fueron afectados, menos la imprenta: permaneció intacta. Era una colina mínima la que la alejaba de la civilización. Como la vara de Moisés, hubo un respeto por la zona donde estaba el taller de don Alfonso.

Infantil e inmaduro como siempre, se burló de sus compatriotas, y entre broma y demás, ofreció a las hermanas Serrato imprimirles una nueva colección de los clásicos de William Shakespeare. El único libro intacto fue La tempestad, y las hermanas Serrato se identificaron con el viejo Próspero, quien no tenía de otra que escuchar el reclamo de un ser menor vociferante y terco. Don Alfonso era un Calibán desafiante y grosero, alimentado por el dinero en potencia de bibliotecas devastadas.

Sin embargo, con inundación o sin ella. El trabajo estaba pedido, y los días para que el padre Arnulfo abandonara Churubusco el Alto eran cada vez menos. Davidcito debió salir de su húmedo hogar e ir corriendo a trabajar. No fuera que otra vez le rebajara dos monedas por llegar tarde.

Don Alfonso lo esperaba con la pierna cruzada en medio de un estupor de mezcal y tabaco. Parecía creerse un ser sobrenatural, un ídolo. Y al no decir más que un “Buenos días, don Alfonso”, se quitó de ideas y se puso manos a la obra.

Continuó con el trabajo: el “Génesis” dejado a medias el día anterior y terminaron con el “Éxodo”. Para una jornada interrumpida constantemente por las jerónimas pidiendo apoyo, el avance había sido significativo.

 

La primera noche de humedad tras el desastre; la mamá de Davidcito, doña Soledad, fue a buscarlo. “No vaya a ser que se me caiga en una alcantarilla” pensó. La inundación había convertido a Churubusco el Alto en Lagos del Churubusco. Don Alfonso quedó apabullado de la belleza sobrehumana de la señora. Con sólo observar el despilfarro de carnes, don Alfonso permaneció mudo por varias horas.

 

A la mañana siguiente, todos en el pueblo notaron una gran problemática: el agua había traído insectos, una plaga de proporciones bíblicas. Toda la gente en Churubusco el Alto se preocupaba: los saltamontes devoraban con gusto el trigo plateado. Esto causó un susto en los habitantes, pues era la alimentación básica de Churubusco el Alto. Y ahora estaba en las diminutas patas de esas criaturas. “Esto no pasó por azar”, comentaban algunos. “Fue designio de la Sagrada Providencia”, replicaban otros. Era la penitencia del mismísimo Job. “Dios siempre pone a prueba a sus hijos más fieles”, clamaba el padrecito.

Y gracias a estos falsos ánimos subidos, todo habría pasado desapercibido de no ser por Davidcito. Él recordaba cada una de las palabras de la Biblia: las plagas de Egipto y el Diluvio no se le fueron de las manos. Le insistió a don Alfonso que todo eso aparecía impreso.

Sin embargo, lo ignoró.

Davidcito salió del lugar con la duda sobre ese libro mágico, y don Alfonso cerró la puerta tras de él.

“Babosadas de chamacos”. Don Alfonso dejó la impresora mientras daba un par de caladas al cigarro. “Aunque…”. Preparó una plancha tipográfica y después del clac, se vio impreso:

 

Alfonso Hernández millonario

 

La salsa de palabras sólo era inspirada por la pereza de un impresor quien, a falta de Davidcito, no podía llenar una hoja. Cómo se iba a ganar esa suma de dinero poco le importaba, sólo pensaba en las jugosas carnes de doña Soledad, y cómo granjearse la paternidad de Davidcito. “Los hijos trabajan gratis”, reflexionó. Esos cinco reales ya eran mucho dinero para un niño tan joven.

 

El milagro pasó tal cual lo había predicho Davidcito.

Al día siguiente, los periódicos anunciaron los números de la lotería, y a pesar de que su borrachera le impidiera recordar cada tontería hecha la noche anterior, no sabía cómo tenía el billete ganador en su bolsillo. Arrugado y con un ligero olor a lejía, eran uno a uno los números del periódico.

Consiguió un boleto en la agencia de viajes, y esa misma tarde salió rumbo la capital a cobrar las ochenta mil piezas de plata. El premio, una cantidad desbordada, le hacía imaginarse paseando en cualquier lugar del mundo con doña Soledad, comiendo los más finos cortes, durmiendo en camas tranquilas y acolchonadas. Pero eran más cómodos los senos de doña Soledad, porque, al final de cuentas, lo único que le interesaba era tener un desfogue con la madre de su ayudante.

Y lo hizo.

Volvió de la capital vestido a la usanza. Contrató a una sirvienta de las viudas Serrato y la mandó a trabajar con doña Soledad quien lavaba y planchaba ajeno. Así, quedó libre la tarde para abrírsele al amor.

Don Alfonso, con toda la desfachatez de un pobre que conoce el dinero por primera vez en su vida, la invitó a salir. La noche fue llena de lujos. Doña Soledad no entendía cómo un hombre podía hacerla sentir así: una mujer digna y no un vil pedazo de carne, como lo fue cuando tuvo a su hijo. Por un momento, doña Soledad ya se veía por la capital, por las carreteras; tomando refresco de raíz en las plazas, comprando panes en las esquinas y conociendo las cafeterías de chinos de las que tanto hablaban sus primas de Atototlán de la Paz.

Toda la noche fue vertiginosa. Aún más para Davidcito al avistar desde su ventana a su madre en semejante sobaqueada con don Alfonso. Lo que vio, le motivó a salir corriendo. Tomó camino hacia su único refugio: la misma imprenta. Enojado, pateó los botes de tinta, tiró los papeles, casi rompía la Biblia; pero, por miedo al pecado, no levantó ni un dedo. Eso sí, en la prensa notó las palabras: “Alfonso Hernández millonario”.

La ira se consumó. La tinta derramada en el piso se le metió por sus venas y bombeaba por todo su cuerpo, convirtiendo sus intenciones en algo más negro que una letra, incluso más oscuro que el alma de don Alfonso. Así, Davidcito se inundó de aquel menjunje y terminó siendo posesionado por esa maldad de hollín y agua.

 

Todo había salido bien para el impresor. Al día siguiente atravesó el lúgubre portal chiflando de felicidad, lo cual ya era sospechoso.

Esperaba que la caridad de Dios le compensara al hacer la Biblia. Rápido ordenó a Davidcito continuar con el trabajo. Ya llevaba “Génesis” y “Éxodo”; el Viejo Testamento se atestaba de tantos libros y cualquier retraso movería la hechura de La Biblia un mes más.

Con un breve canturreo se burló de Davidcito, diciéndole que era una lástima que su padre nunca hubiera estado ahí, qué ojalá ya tuviera su madre la oportunidad encontrar un hombre que la quisiera. Era injusto para el pobre niño no tener padre.

Davidcito masticaba cada una de las palabras dichas por don Alfonso, y en medio del silencio de la mañana, puso la primera plancha. El clac de la máquina retumbó con un eco.

—Pues sí; pero se murió —atajó Davidcito.

Parecía extraño. Eso no le habían dicho el otro día. Doña Soledad le había abierto su corazón —y otras cosas— a don Alfonso. Le informó con inocencia y lindura, los infantiles errores sexuales y el desliz e imprudencia que terminó llamando Davidcito Domínguez.

Don Alfonso sintió necesidad de cachetearlo. Nadie contestaba así a un adulto. Sabía que los niños no hacían tonterías inocentes, que los niños eran malos y debían ser educados con cinturón y bofetadas. Así, Davidcito se haría un hombre de bien, un hombre como tienen que ser los hombres.

Ante la sombría sonrisa de Davidcito, don Alfonso quedó callado. Ninguna placa había sido cambiada desde el último golpe de la máquina. Parecía que la prensa guardaba un silencio funerario. No había movimiento más allá de la mirada penetrante de David. Esa sonrisa con la mitad de la boca enmarcada en una cara negra de tinta le causó un escalofrío a don Alfonso. Lo entendió. Bajó la mirada hacia la prensa, y ahí lo decía el papel:

 

Alfonso Hernández millonario

muere de un paro cardíaco


Imagen de Antonio_Molina de Pixabay.com





No hay comentarios:

Publicar un comentario