lunes, 31 de agosto de 2020

Los últimos cigarros

Durante 23 años pasé —sin saberlo— por el día exacto de mi muerte; y mi calendario nunca me lo dijo. Me lo que me he pasado reflexionando esto, ya que no sé cuándo ascenderemos, o ¿cuánto tardarán allá abajo en encontrarnos?

Mientras, aquí seguiremos, viendo entrar y salir a la gente de esta habitación. Si bien fue nuestra culpa, llevamos casi tres meses encerrados. No sé si lo que ocurre en los moteles no es visto por Dios, o si es que al estar tanto tiempo en el pecado, Satanás dejó de espiar lo que hace la gente entre las sábanas.

Ya con seis horas muertos nos descubrieron: yo hinchado de agua y Mary con la nariz metida al cráneo. Accidentes que pueden pasar al resbalarse en cualquier motel de Av. Corrientes. Pensamos que nos sacarían con la decencia que correspondía; pero no, la encargada del lugar le pidió a un amigo suyo que nos sacaran en un anonimato total. Nosotros seguíamos esperando una santa sepultura; aunque —a estas alturas— lo que hicieran con nuestros cuerpos, seguramente ya ni importa.

Estamos hartos.

Mary sigue molesta conmigo, ¿cómo no? Fue mi idea venir aquí. Pero también se me ocurrió reclamar —ya muerto— que nunca me pasó nada al venir con Jacinta. Eso la hizo enojar, porque a Jacinta la conocí en el cumpleaños de Mary, justo cuando llevábamos un mes de novios.

Ya me está cansando.

De no ser por nuestras constantes pelas, estar destinado a un motel habría sido gozoso. Aparentemente, debo permanecer desnudo toda la eternidad, así morí; mientras que Mary sigue descalza, con los jeans deshilachados y el brasier mal acomodado por más que se lo suba de nuevo.

—Dios se olvidó de nosotros —me dijo después de un silencio de días.

—Creo que ni siquiera le importamos.

—Al menos tienes ropa… Míralos a esos dos, ¿crees que cogerían igual si supieran que aquí se murió alguien? —hizo una pausa para suspirar con hastío.

—A la mejor eso les excita —bromeé.

—Pero creo que a ella le daría asco o miedo… —quise bromear.

—Hay gente muy rara en el mundo —usó su mano para señalar su propio rostro.

El ruidoso orgasmo del hombre nos hizo mirar hacia ellos, por morbo o por asco.

—Mmhh… —señaló María—. Ya acabaron; seguro ni se da cuenta que la vieja está insatisfecha.

—¿Crees que si alguien más se muere aquí nos haga compañía?

—Como que qué asco, ¿no? Si el que se muere es un pervertido, o un viejito todo horrible.

—Pues sí… creo que no sería buena idea.

—¿Sabes? —me miró condescendiente—, te quería dejar. Después de coger, te iba a botar.

—¿Neta? —respondí sorprendido.

—Pues sí, pero ya ves: una se muere y valen madre las cosas.

El vivo enciende un cigarrillo y se mete a bañar.

María se rio con un bufido: —Ella no va a querer bañarse, las mujeres así no les gustan los baños de motel. Pero, ¿sabes, Daniel? —se acomodó de nuevo el brasier— Ya muerto me caes mejor. No eres tan aburrido como este cuarto. Creo que sí te puedo querer… tenemos tiempo para eso.

—Gracias… creo.

La pareja sale de la habitación dejando la puerta abierta.

—Oye, mira —señala la mesa de noche—. Dejaron el cigarro encendido.

—¿Y eso qué? ¿Nos vamos a morir quemados también?

—No seas pendejo —saca de su bolsillo una cajetilla de cigarros—. Los tenía cuando… bueno, cuando… —señala con un gesto.

—¿Y crees que puedas?

De algún modo lo enciende. Ella logra prender su ectoplásmico cigarro y se queda de pie a un lado de mí. Con añoranza veo el estacionamiento a través de la puerta abierta. Se sienta a mi lado y me ofrece una calada. En silencio, miramos hacia la media tarde. Dejamos de coincidir: yo analizo ese pedazo de cielo que se dibuja entre los edificios, y ella a la chica de limpieza que apaga el cigarro olvidado.


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lunes, 24 de agosto de 2020

Pasando el Tecolote

 Justo el día de mi cumpleaños número catorce, mi papá me despertó con un golpe. Para festejar, me puse una buena camisa y mis botas nuevas: esas con una cruz dorada que me regalaron mis tíos de Atototlán de la Paz. Se me hizo raro no ver a mi mamá, ella siempre cocinaba todo; simplemente había desaparecido. Hoy no habría huevos, chocolate, ni ese vaso de leche que mi papá se tomaba en el desayuno cada tercer día. Lamenté no verla; pero aún recuerdo cómo me reconfortó a la madrugada siguiente cuando regresé a la casa: triste, serio y con el cuerpo embadurnado de sangre seca. Ella lamentaría toda su vida lo que mi papá me obligó a hacer.

—Mijo, hoy se me vuelve hombre. Ya hay que levantarse solo, va a aprender lo jodida que es la vida —no dijo nada más hasta llegar al rancho.

El día estaba encapotado, parecía que las nubes se fueran agolpando como para soltar una tormenta enorme, de esas que te mojan hasta el interior del alma.

Esperaba agarrar una pistola y dispararle a un puerco y aprender así cómo eran los hombres; pero no, no estábamos ahí para eso. Lo que sí: el capataz se acercó con una jaula con dos gallinas blancas y un gallo negro. Mi papá las tenía aparte, como para que ni siquiera se les juntaran los mismos piojos del resto.

—Y acá viene todo lo que pidió, patrón —el capataz le dio una bolsa. Su voz temblorosa me indicó que le tenía miedo a algo distinto que al látigo de mi padre. Yo no entendía cómo siempre se le iba la mano, cómo siempre estallaba iracundo, marcando con cicatrices las espaldas de los mozos—. Ya aparejé los caballos, señor.

—Ta’ bueno, pues… —lo despidió con una mano— Jijos de la chingada, nomás porque tengo prisa, si no sí les daba sus acariciadas en la espalda —se lo dijo al aire, pero se escuchó como un fuete abriendo la carne.

Debí esperar varios días para saber que hablar con uno mismo era la manera de calmar esos instintos.

Mi papá jaezó la jaula y la bolsa a Santodomingo, mi caballo. Yo ya había aprendido —igual que todo el pueblo— a no renegarle ni preguntar cosas. Moví los bultos y el sonido del vidrio chocando contra las monedas me intrigó. Mientras me subía a Santodomingo tenté la bolsa: sentí un queso: era firme y emitía un olor sutil, dos botellas y un atado con muchas monedas.

—Ya vas a ver qué viene dentro. Vámonos: no quiero que el sol me pegue de regreso.

No dijo “nos pegue”, ese singular me inquietó aún más.

Como no había almorzado, el viaje se me hizo eterno. No sabía qué esperar de él.

 “¡Síguele!” gritaba constantemente al notarme incómodo: seguramente él también se hubiera arrepentido en su momento cuando mi abuelo se lo trajera acá a sus catorce años.

Nunca me había adentrado tanto al Valle Mayor. Todo se veía plano, pastizales y terragones daban una línea extraña rematada por las montañas a lo lejos.

Casi dos horas arreando. Ni Santodomingo ni Esturión tenían ganas de avanzar, pero mi papá fustigaba a su caballo y el mío lo seguía por miedo a que yo le hiciera lo mismo.

Empezamos a bajar el trote al acercarnos a una roca enorme.

En todo Churubusco el Alto estaba la leyenda de la Piedra del Tecolote. Aquí el sudor de la cabalgata se manchó de miedo. La gente hablaba de ella, y si uno se la topaba en el Valle Mayor, debía regresarse directito a su casa, confesarse y dar penitencias de plata a la iglesia, porque eso marcaba donde vivía la Bruja.

Si me pidieran dibujar esa piedra, sé que, a pesar de no tener talento, la copiaría idéntica: esos ojos grandes, unos cuernos como si fueran las orejas que te hacen pensar en el Diablo, las alas eran flacas-flacas como si un hambre les comiera desde dentro. La imagen estaba tallada con canaletas, me acuerdo muy bien del color oscuro colándose entre cada línea. Hoy, diría que eran blancas nomás para no asustar a nadie, pero no se me olvida que era sangre, estoy seguro. Había moscas lamiendo esas manchas oscuras, zumbando como si no les importáramos; ellas querían posarse en la Piedra del Tecolote, no en nosotros, ni las gallinas, ni en nuestros caballos.

—De aquí, te vas solo.

Se aproximó a mí y —lo que nunca— extendió su mano para estrechar la mía. Mi torpeza para responderle el saludo le obligó a apretar con fuerza mi antebrazo—. Pasando el Tecolote, todo derecho.

Él nomás señaló con la cabeza; yo miré confundido.

Al voltear, escuché cómo azuzaba a Esturión en dirección de Churubusco el Alto.

Tardé unos minutos en tomar la decisión. Quería seguir, saber que había allá; sin embargo, esa agonía, esa ignorancia, esa inocencia de los catorce años recién cumplidos debían quedar satisfechas. Si me daba la vuelta e iba con mi papá, lo hubiera decepcionado, pero habría sido mejor eso a andar pagando casi cien monedas cada par de meses por una botella. Tampoco me despertaría en las noches de lluvia con la sensación de tener sangre coagulada por todo el cuerpo.

Cuando resolví seguir, Santodomingo no quiso avanzar. Tuve que ijarlo fuerte, pero siempre sin golpearlo. Lo bueno es que me acompañó; si no, esos quince minutos a caballo habrían sido casi tres horas a pie cargando las gallinas y la bolsa.

Allá a lo lejos vi una manchita: una cabaña. Al acercarme a su enrejado vi una choza raquítica y descuidada. Los bordes servían para evitar que se escaparan unas gallinas y los chivos. Santodomingo se aferró al suelo y no quiso seguir. Traté de hacerlo avanzar un poco, pero se rehusaba a continuar.

—Amárralo ahí al poste —una voz descompuesta y vieja me llamó la atención. Si bien un caballo se escucha a lo lejos, al verla ahí parada en el pórtico, supe que me esperaba desde antes.

Miré a un lado y me percaté que había ignorado un pequeño tronco clavado en la tierra. El sol se iba ocultando en unas nubes de tormenta, no iba a ser tan malo para Santodomingo quedarse ahí.

Desarmé las gallinas y la bolsa y me acerqué con ella. Al no saber qué hacer, fingí una madurez inexistente.

—¿Son para usted? —levanté en el aire las cosas.

—Julito… —la vieja alargó las vocales. Tanta familiaridad me dio asco—. ¡Es tu cumpleaños! El cumpleaños de un Miramontes… —se relamió desdentada.

Analizó de arriba abajo, yo me perdí en ese ambiente denso. El calor me aporreaba la mente y el escrutinio de una vieja de cientos de años me mareaba más que todo la cabalgata sin comer. Estaba deslumbrado y con un mareo creciente de poco en poco.

—Anda, pásale. Tráete las gallinas y el pago.

Comandado por su voz, la seguí.

La puerta rechinó como para tragarse la figura de la mujer. Dentro, pude ver unas nubes densas como las de una iglesia, pero estas no provenían de los santos inciensos; sino al contrario, era un aire infecto. Rápidamente pude saber a qué se debía: un bracero de leña alimentaba el fuego de una olla enorme. Al fondo, noté una jaula, un tecolote con cuernos de diablo descansaba en un columpio.

No me costó mucho trabajo darme cuenta que era la Bruja del Valle Mayor, y yo estaba ante ella; era un niño de catorce, indefenso, sin más arma que unas gallinas y un atado.

Esa mujer encorvada me infundió un miedo tieso y duradero.

Antes de poder analizar la casa, me arrebató los pollos. La jaula, pesada, pareció no doblegarla. Levantó la tapa y tomó una gallina blanca. De un tirón le rompió el pescuezo. Así, la metió en el agua hirviendo que ya tenía preparada y la dejó unos segundos en lo que me quitaba el atado. Volvió a la cacerola y sacó al ave con una larga pala de madera; de a tirones le arrancó las plumas. Había visto a mi madre hacer eso muchas veces, pero las ganas de esa vieja me angustiaron: parecía disfrutarlo, como si matar a una gallina le diera un placer morboso. Le costó poco cortar al animal en pedazos y limpiarlo. En otra olla, vació las piezas.

—Tienes que comer, si no; luego no aguantas.

La mujer se acercó lenta pero firme a mi lado. Movió la silla de madera y me hizo un movimiento con la cara. Quise revisar los rincones con la mirada, pero me distrajo al colocar una pesada jarra de vidrio enfrente mío.

—Es agua de tuna, tómale.

Tenía hambre y sed; pero algo en esas semillas al fondo no me dio buena espina. Un brillo plateado en la jarra atraía mi atención.

—Ah, con estos pinches chamacos que no saben hacer nada —agarró un jarrito y me lo llenó a tope. El golpe contra la mesa combinó con sus ojos—. ¡Tómale! —me dijo de nuevo. Mi sentido común me pedía huir de ahí.

La mujer empezó a picar unas verduras. La forma en que lo hacía demostraba su experiencia, los cortes rápidos y cómo quitaba los arrugados dedos del filo, evidenciaban su pericia en la cocina. Esos minutos me dieron la oportunidad de ver una pared llena de ollas y cuchillos. La chimenea sobre el fogón apenas dejaba salir al humo, empecé a sentir el olor a tizne pegárseme en todo el cuerpo. Con la excusa de terminarme el vaso, moví los ojos por la alacena desvencijada: tarros y tarros llenos de cosas. La vi tomar un par; de su interior, sacaba polvos y hiervas secas que echaba en el caldo. Con el mismo cucharón de antes, probó un sorbo.

—A ver —su voz me obligó a retirar la mirada de un botellón de barro envuelto en ajos—, pásame las hiervas.

—¿Cuáles? —por un momento no supe de qué hablaba.

—Las que le pedí a tu padre, muchacho inútil —se acercó y abrió mi bolso. De ahí salieron las dos botellas de vino, el queso, una bulto de monedas y unas cuantas ramitas secas del jardín de mi madre. Las aspiró con deseo—. Se nota que te quieren en tu casa, Julito —así enteras, las arrojó al caldo.

Mientras la mujer seguía removiendo y probando, me pasé a valorar la pared que ya había visto antes: la de la jaula del tecolote. Además de la amplia cama fabricada con maderas y unas cuantas cobijas, estaba un terrario con una lagartija plateada: la tenía ahí reposando agusto en una roca junto a un botecito con agua.

—Sirve el vino —me dijo sin mirarme— ahí en tu mano tienes un sacacorchos.

El aparato aquel estaba a mi lado.

Antes de abrirla, vi una etiqueta en un idioma extraño, era de importación. Las revisé antes de descorcharlas y pude ver inscrito el año de mi nacimiento, la botella y yo cumplíamos catorce años en ese entonces.

—Déjalo que se oree, el vino también debe respirar.

La mujer apartó la pala de cocina y se acercó a mí. Su renqueo me parecía anormalmente llamativo. Tomó el atado de monedas y las puso en la mesa. La jarra de agua de tuna retumbó en sus adentros.

La voz de la anciana sonó alta mientras contaba una a una las monedas. Eran setenta, ¡setenta reales! Mi papá le había mandado a esta vieja el salario de Lupe durante casi tres años. Tomó varias, con la mano libre quitó los ajos del jarrón de barro y echó algunas adentro. Regresó por tres monedas, una la dejó en el terrario con la lagartija, una más en el agua del tecolote, la última la echó en el caldo de pollo. Me miró ahí sentado como dictándome una orden en silencio. Tomó las demás y se las llevó afuera.

Durante el tiempo en que estuve solo, no supe qué hacer. Los cuchillos de la pared resultaban amenazadores: sentía que en cualquier paso en falso se arrojarían directo a mí como por acto de magia.

Con precaución, y mirando de tanto en tanto la puerta, me acerqué a la tercer pared: un librero y unos muebles atiborrados de ropa. Los vestidos no correspondían a su edad, eran más alegres, como de niña. Entre los libros en idiomas extraños, aparecieron unas cuantas cajas de madera. Me hubiera dado a la tarea de abrirlas, pero en eso la mujer regresó. Se sacudía las manos contra el reboso levantando volutas de tierra.

No supe cuánto me quedé ahí quieto mirando las cosas. El caldo ya estaba listo, por lo que tomó un plato hondo y me sirvió. De nuevo, con desdén, dejó caer la comida frente a mí.

—Trágate eso, ándale —el caldo estaba atiborrado de carne y verduras que ni supe cuándo las agregó a la olla. La mujer también se sirvió, pero era una miseria nomás un muslo de pollo—. Quienes se comen estas— señaló su pieza—, o se quieren mucho, o se van a querer. Sirve para abrirlas y saberlas usar.

Aunque no le entendí, opté por seguir comiendo. Tenía apetito, no había desayunado nada y el agua de tuna me había dado más hambre. Pese a todo, no creía que podría acabármelo. Su comida tenía un sabor extraño: no me gustaba, pero la panza me lo pedía.

Me observaba altivamente mientras masticaba. A fin de cuentas, no me lo terminé todo: dejé un ala y un pedazo de pechuga. Me recriminó de nuevo que no le iba a durar. No entendía…

—¿Durar pa'que?

—Pues para lo que te mandó tu papá. Que te tengo que hacer hombre, dice —me miró con los labios fruncidos—. Si ya no te lo vas a acabar, entonces, para servirte el vino.

Negué con la cabeza, no me animé a decirle nada.

—Pues vamos empezando.

Importándole poco que fuera o no un buen vino, vació el contenido en la jarra de agua de tuna, los colores se entremezclaron de forma extraña. Ahora el recipiente estaba casi al borde, pero ella, con mano firme, vació de esa mezcla pastosa en mi vaso.

—A ver, ¿dónde dejaste las dos gallinas? —con su reboso se limpió los dientes amarillos para luego pasar sus manos mugrientas por la tela—. Ándale —tomó la jaula—, vamos a ir empezando. Nomás tómate el vino.

Quise renegar de esa orden, pero el tecolote se dignó a mirarme: no sé si escrudiñaba mi alma o era el miedo que le tenía a esa mujer. Sus ojos malignos se fueron haciendo más profundos conforme se iba oscureciendo el día.

Escuché el cocoró de los animales y en cuestión de segundos las cabezas salieron rodando hasta el piso. Quedé impactado de la rapidez con la que tomó el cuchillo y degolló a las aves, pero me sorprendió más ver cómo las apachurraba y les sacaba la sangre por el cuello.

La imagen de aquello no fue lo que me perturbó, sino cómo tomó la sangre entre sus manos y, usándolas como cuencos, empezara a untársela por el cuerpo. No supe qué me dio más asco: el rojo oscuro de los animales, o verla de pronto encuerada enfrente de mí.

—Que te tomes el vino, cabrón…

La noche caía sobre el Valle Mayor y el aire se cargaba de una tormenta próxima. Yo no despegaba los ojos de ella, de sus senos caídos y aguados. Su cuerpo afligido por la edad me daba un asco horrible, y verla embadurnándose de sangre parecía incrementar aún más la profundidad de sus arrugas.

—¡¿Que no me escuchaste?! ¡Que te termines el puto vino! —el grito retumbó en la casa: los objetos de la alacena, las cajas temblaron y la lagartija levantaron la mirada atenta hacia nosotros. A lo lejos, un trueno resonó en el Valle.

Me lo tomé de un tirón: el miedo me obligó. Cuando dejé el vaso en la mesa, me sentí embriagado. La sangre de las gallinas habría limpiado su piel de arrugas. Como el cambio del sol a la luna, toda ella se había transformado, la Bruja era ahora una muchachita de mí edad, joven, con unas tetas chiquitas y paradas, delgada y sabrosa.

Mi cuerpo reaccionó, y ella supo para dónde llevarme. Así encuerada cómo estaba, me agarró de la mano y me puso de pie junto a su cama. Me fue desabrochando la camisa, los botones del pantalón; me bajó los calzones y me vio preparado.

—Tú quítate las botas, que de esas no me encargo.

Cuando me quedé desnudo, ella me miró con una sonrisa forzada. Sentí sus yemas por el pecho, el cuello, los brazos y hasta por los huevos. Cuando quise tocarla ella se dejó. Nada quedaba de la vieja de antes.

—Ay, Julito. Al menos disfrútalo ahorita, que el resto de tu vida te la vas a pasar mal.

Me arrojó a su cama y ya que nos acomodamos, le empecé a dar.

No le dolía, pero tampoco le gustaba: parecía una cabra, una perra. Su cara evidenciaba que lo hacía por obligación.

—Qué vergüenza con los de tu familia, Julito. Con razón sus mujeres las engañan. Nomás son buenos para disparar y cuidar puercos, pero no saben darle a una mujer. Y menos tú, que hasta chiquito me salistes.

Junto con la lluvia, sentí un enojo caer de pronto, yo jamás me molestaba por tonterías como esas; pero el pollo, el vino, la tuna, la tormenta, no sé: se me disparó el coraje y le di una cachetada.

—Ándale, ¡que te salga lo Miramontes!

La mujer se me puso encima y algo me hizo propiciarle otro golpe.

—Todos los hombres ‘tán muy pendejos. No le hallan a una mujer —me empujó—. Tú cierra los ojos, que ahora me toca montar a mí.

Me movió como quiso. Un aroma a deseo se me metió por las narices llenándome todo. La jovencita rebotaba en una cabalgata de gozo. Empecé a sentir que me desaparecía por completo, esa mujer sabía moverse.

Se me apretaron los músculos y expulsé mi primer orgasmo junto con un chorro de electricidad que me dejó fatigado.

—Todos son iguales, no me aguantan ni la primera; pero necios con que no se quieren comer su pollito.

Un cosquilleo me recorrió los brazos como si hubiera descubierto qué era ser adulto. La sentí desprenderse de mí, abrí los ojos casi enamorado y me topé a la vieja chorreada en coágulos de sangre.

La sorpresa se me cambió por coraje. Me acordé de mi papá y cómo fustigaba a sus criados. Me dieron tantas ganas de romperle la espalda…

—Feliz cumpleaños, Julito —se llevó la mano a la entrepierna, y como si raspara algo sacó una pasta blanca —Julio, más bien —la anciana limpió su mano en un frasco vacío que tomó de junto—. Ya eres todo un Miramontes: de los fuertes: de los que se comportan como hombres.

El tecolote volvió a dirigirme su mirada penetrante. En medio de esta ira que veía nacer en mí, escuché el chucheo del ave. La lluvia se fue calmando poco a poco. De la esquina de la cama tomó mis calzones y me los aventó a mi pecho enlodado en rojo.

Sudado y confundido, traté de incorporarme, pero el mareo me desajustó el piso. Tenía todo mi cuerpo cubierto de aquella sangre espesa. Afuera, escuché a Santodomingo relinchar por el frío de la noche y los residuos de tormenta.

La anciana sacó de su alacena el jarrón de barro y sirvió de su contenido en otro vaso: —Ya nomás falta este traguito de leche.

El líquido era plateado: yo identifiqué el olor como la misma que tomaba mi papá cada tantos días. Con solo olerla me sentí fuerte y tranquilo. Di el primer trago y la ira de hace rato se fue calmando, pero la adrenalina aún recorría mis músculos.

—Te vas a llevar una de estas —la empezó a vaciar con mano firme en la botella de vino—. Nomás acuérdense tú y tu padre que ya subió: ahora valen noventa y ocho reales.


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viernes, 21 de agosto de 2020

Vuelo en la oscuridad


Trató de seguir leyendo su novela, pero la emoción le carcomía por dentro. Martha miró por la ventana y notó con gusto cómo el cielo se empezaba a despejar de nubes durante su vuelo a 32,000 pies de altura. A su lado, una señora de tonos marciales y con demasiado perfume se ajustaba el cubrebocas para tratar de descansar mejor. Martha —joven y llena de esperanzas— no entendía cómo los demás no padecían ese cosquilleo de nervios y ansiedad de un viaje internacional y que te obliga al insomnio crónico. 
El avión dio un pequeño brinco apenas perceptible. El señor frente a ella respingó en su sueño, pero siguió dormido sin tanto problema después de ajustarse la almohada. Trató de continuar con la historia que tenía en sus manos. Era interesante ver cómo los personajes —atados al destino de odiarse y tolerarse, seguían dirigiéndose la palabra—. Había algo en el ambiente que la mantenía despierta: Alemania, el país que siempre había anhelado conocer.
Desde la ventana, se empezaban a perder las nubes para dar paso a una noche sin estrellas. La ventanilla empezaba a parecerle una pantalla apagada, un espejo para reflejar imágenes aletargantes: fines de semana sacrificados en clases de alemán, clubes de conversación martes y jueves, cursos en línea los miércoles. Se vio a sí misma y los cambios que experimentó: la ropa, el maquillaje y los ocho tintes de pelo.
Please, put on your mask… your… el cubrebocas, por favor.
El letargo de sus memorias se apagó de pronto cuando la sobrecargo le dirigió la palabra.
—Ah… sí… Disculpe. Ya me lo pongo.
Malabareó sus cosas en las piernas para que nada se cayera y, con su mano libre, cubrió su nariz y boca con la mascarilla.
—Gracias —la azafata sonrió tras la tela, por lo que ese gesto apenas fue percibido.
Martha tomó la novela una vez más sabiendo que de nada serviría. Un par de renglones y la concentración se perdería de nuevo. Programó su celular para sonar en cinco horas, ya habría luz en ese entonces. Así, se dispuso a imitar a los que la rodeaban. Jaló un poco la mascarilla para dejarle libre la nariz y se dispuso a dormir.

La alarma de otro pasajero le despertó, y al abrir los ojos poco a poco, se percató de un irregular movimiento en la tripulación. Una azafata pasó rápidamente por el pasillo, casi tropezando con la mochila que un joven había dejado en el piso. Al entreabrir un poco más los ojos, le recriminó en su mente a la persona que había dejado una alarma tan temprano. La oscuridad seguía afuera. Su cerebro no reaccionó a la hora que marcaba su celular: 7:16. “Debe ser un error”. Bajó la cortina de configuraciones y buscó “Zona horaria”. Seguramente había dejado el huso mexicano. “Burkenreich, Deutschland”.
Con suma lentitud levantó la mirada y oteó a través de la ventanilla. Pegó la nariz para tratar de ver alguna luz que le indicara algo; pero en la soledad de afuera solo encontró la emoción que sentía por mudarse, por entrar a un posgrado en el extranjero, por subir aún más académicamente.
Varias filas adelante, distinguió la sombra de una persona que también miraba con detenimiento la ventana.
Un brillo y la notificación sonora pedían abrochar sus cinturones y distrajeron a Martha de la ventana. Una turbulencia arremetió contra el avión. El sonido del metal crujiendo junto al plástico despertó a todos los que aún dormían y los puso en un estado de alerta inusual. Cada uno de los pasajeros miró por la ventana: los viajeros más frecuentes buscaron las nubes que siempre causaban turbulencia en los vuelos, pero lo que los recibió fue el vacío.
—Estimados pasajeros, estamos por… por… —la Azafata mayor se autocensuró.
Los que estaban en las primeras filas del vuelo comercial 982, pudieron observar los velados reclamos que le daba el resto de la tripulación a la azafata. Ellos escucharon palabras extrañas que entremezclaban el español, alemán e inglés. De haber entendido, hubiera adelantado el miedo que se aproximaba.
—Estimados pasajeros, estamos por comenzar con nuestro servicio de alimentos. Les recordamos que el uso de cubrebocas está obligado durante su estancia en el avión hasta que se le sirva. Dear passengers… —el aviso continuó en inglés y alemán. Pero había una duda reptando entre algunas cabezas.
Martha miró extrañada cómo a otros también les perturbaba de forma preternatural esa negrura abrazadora. Pero como atraídos por un instinto gregario, se fueron separando de uno a uno de esas ventanas oscuras para ingerir la comida que les iban ofreciendo.
—Señorita, su cubrebocas —le repitió una azafata a Martha cuando todavía faltaban un par de filas para llegar a atenderle.
Con presteza, se colocó la mascarilla y se distrajo nuevamente con aquel inicuo vacío. Y, antes de que la sobrecargo le ofreciera el desayuno, pudo ver a su familia nuevamente. No estaban allá afuera, sino que en el reflejo se veía a ella misma, a sus hermanos despidiéndola con gusto. A la mamá llorando de felicidad y pena, a su papá dándole las últimas palabras a su hija. “Auf Wiedersehen”, le había dicho él antes de despedirse y pasar al filtro sanitario de varias horas. Recapacitó en que el mundo se estaba yendo a la mierda y ella iba gustosa a Burkenreich para iniciar sus estudios de maestría en Ciencias del Espíritu —Humanidades—. Pudo haberse matriculado en línea, pero ella quería —necesitaba— ir. Las Embajadas afirmaron que por una persona, no habría problema. La Pandemia seguía avanzando, pero un ciudadano recomendado por la máxima casa de estudios de México, y que tenía excelentes credenciales académicas y laborales, podía ser una excepción a la regla —ridícula a ojos de Martha— de la sana distancia y aislamiento social que recomendaban los gobiernos.
—¿Sándwich de pollo o huevos revueltos? —Martha siguió especulando en la superficie negra —. ¿Miss?
El desvarío que experimentó fue similar a romper la vigilia, una sensación de vértigo le llenó por completo.
—Café y… huevo.
La azafata le entregó todo y le dirigió una mirada atenta a la ventanilla.
Martha lo notó y se sintió segura de inquirirle: —¿Cuánto falta para aterrizar?
Las azafatas se miraron como siendo cómplices de un gran secreto: de lo que realmente ocurría. De hecho, nadie hubiera comenzado a sospechar si hubieran contestado otra cosa, pero la Azafata mayor respondió: —Suficiente… siéntase tranquila por ahora.
La señora que estaba a un lado de Martha estiró la mano para pedir un poco de café. Fue incómodo, porque el servicio quería recorrer ya el carrito, huir de aquella pregunta. Martha y su vecina miraron la gota de sudor que le recorría a la señorita, abriendo un surco en el polvo blanco de sus mejillas.
Excuse me, Sir. Put on your mask, please.
Justo tras esas palabras, el carrito y la duda avanzaron filas atrás ofreciendo pollo o huevo.

Tardaron media hora más en servirle a todos. En este tiempo, los alimentos y las dudas ya se descomponían en los estómagos de varios pasajeros.
En su hombro derecho sintió dos ligeros toques. Cuando giró vio cómo unos dedos se escurrían entre el asiento y las paredes internas del avión. Percibió el sonido característico de una hoja siendo separada del anillado de un cuaderno y, entonces, apareció una nota por donde saliera aquella mano.
Martha tomó ese papel: era color crema, como el de los libros, pero grueso. En la esquina venía impreso “Viernes 12 enero”, su cumpleaños. Este detalle podía haber sido una coincidencia, pero al leer el resto de la nota, sintió que el desayuno se le venía como arcada. “se supone que debimos haber llegado a Alemania hace 15min”.
—¿Quién eres? —Martha se levantó del asiento y giró para ver a un chico de su edad sentado ahí atrás: lentes de armazón azul cielo, un cubrebocas negro que emulaba el hocico de un panda, un cabello crecido que se acomodaba de formas difícilmente estéticas.
—No lo digas en voz alta —susurró apenas, y se llevó el dedo a los labios—. Te lo escribo —e hizo el ademán.
Martha, con cuidado, se sentó de nuevo. El sonido del papel siendo rascado por el grafito penetró en el alma de la chica y sintió el miedo de lo que las palabras le dijeran.
“me llamo Leo la azafata se puso nerviosa cuando le preguntaste”.
Martha miró con cuidado la hoja donde venía este mensaje. “Lunes 15 enero” venía en la parte de arriba de la hoja. Notó que era una agenda. Recordó que este año su cumpleaños había sido en domingo. El chico seguramente estaba escribiendo en una agenda vieja. Su papá tenía esa misma costumbre.
Otros golpecitos en el hombro le hicieron voltear: era una pluma. La utilizó para responderle: “Se me hace raro que no nos quieran decir qué ocurre y que no se vea nada afuera”.
La indicación de cabina volvió a sonar y otra vibración —esta un poco más fuerte— hizo estremecer a todos. Al fondo, una jarra de café impactó en el alfombrado. El servicio estaba un poco nervioso.
“no es normal que no se vea nisiquiera las luces de una ciudad”, le contestó Leo desde atrás.
Martha se contuvo de marcar los errores de la nota.
“Ya sé. ¿Por qué crees que esté pasando esto? Soy Martha, por cierto”.
La Azafata regresó a la parte delantera del avión. Los pasajeros de las primeras filas notaron cómo tocaba la puerta de cabina; pero nada. Golpeó de nuevo y segundos después abría el capitán; solo algunos pudieron ver ese mar negro en el que se estaban ahogando. Algo estaba ocurriendo, pero nadie de los que estaban al frente quiso compartirlo con el resto de los viajantes.
¿Quieres venir aca? Estoy solo en mi fila”; le dijo Leo por medio de la nota.
—Yo también quiero saber —la señora al lado de Martha le puso sus dedos de uñas largas en el brazo.
Martha miró extrañada, su vecina parecía igual de preocupada. Un par de gotitas de sudor le resbalaban por el cuello y se adentraban en la camisa de lino.
—Mejor dinos por en medio —la señora susurró por entre los dos asientos.
Leo se aproximó lo suficiente para que el dibujo del cubrebocas fuera lo único que vieran moverse entre esa mata de pelo.
—Es raro, ¿saben? —la voz sonó a penas como un susurro.
—Querido, no te preocupes. Además, no hay mucha discreción si están leyendo sus cartitas abiertas a mi lado. Soy maestra, puedo ver recaditos a kilómetros de distancia.
—El caso… —le interrumpió Leo—. Creo que algo pasa. No es normal que estén entrando y saliendo a cabina todo el tiempo. Las azafatas parecen nerviosas.
Una nueva turbulencia concordó con un titilo en las luces.
—Madre santa —dijo la señora.
—Oigan —Martha les preguntó— ¿ ven algo por la ventana?
—Negro, no hay nada… —fue la respuesta más lógica de la señora.
—Sí, negro —confirmó Leo, dándole una seguridad temporal a Martha—. Pero siempre que miro por la ventana me acuerdo de mi familia.
—Sí, yo también me acuerdo de mi gordo.
Martha comprendió que quizá no era solo ella.
—¿Me pueden quitar de la ventana en un minuto si no reacciono?
Ahí estaban sus profesores, de uno en uno pasaban por sus ojos. Apareció en su memoria cómo Frau Kerstinle le ayudaba a llenar sus papeles de la beca y el modo en que digitalizaba las hojas A4. De pronto, los recuerdos se le arrancaron de las pupilas, como si una ventosa enorme liberara su rostro.
—Pasó un minuto.
Martha cerró de golpe la cortina plástica: —Hay algo… algo que me obliga a ver… a verme.
Leo comenzó a cerrar la ventanilla. —Voy a dejar un poco abierta la mía para ver si hay luces. ¿Qué viste?
—Mis profesores de alemán, los papeles de la beca.
—¿Te estás yendo a estudiar en medio de una contingencia? —la voz estricta de su vecina le caló en el orgullo.
—Era una oportunidad única… y la Pandemia se está acabando ya.
—Es algo irresponsable de tu parte. Yo voy a Alemania porque mi marido se quedó allá cuando empezó esto. Íbamos a mudarnos cuando terminaran las clases. Pero con todos estos cambios, ni qué hacer.
—Mi papá —continuó Leo— insistió en que terminara el bachillerato en México. Mi madre es alemana. Se separaron hace dos años.
—Bueno, no estamos para juzgarme, ¿o sí? —Martha se cruzó de brazos—. ¿Qué es eso? ¿Qué hay allá afuera? ¿Por qué nos quedamos viendo como sin… sin pensar?
—Pues no sé. Mi celular no detecta la red.
—Y me dices a mí que soy irresponsable…
—El avión no se va a caer por prender un iPhone —contestó algo molesto—. No tengo señal, ni me detecta el internet del avión, tampoco.
Martha arrugó la hoja en sus puños: —¿Qué está pasando? No hay luz afuera…
El timbre al fondo del avión hizo voltear a más de alguno. El parpadeo color ámbar se detuvo cuando un sobrecargo descolgó. La persona al teléfono parecía darle indicaciones extrañas, porque llevó su mano al interfono para tapar su voz. Con sus ojos, recorrió los asientos y se detuvo en el trío; ellos le regresaron la mirada. La comunicación siguió por unos segundos, mientras él afirmaba repetidamente con la cabeza; no lo podía ver su interlocutor, pero seguro era el nerviosismo lo que le obligaba a hacer aquello.
El joven empezó a caminar hacia el frente.
—Disculpe, ¿falta mucho para aterrizar? —la voz de un hombre que se encontraba sentado junto a una salida de emergencia metió zancadilla en la huida del sobrecargo hacia el frente.
La señora a un lado de Martha elevó su voz autoritaria: —Teníamos que llegar hace tiempo. Y debió amanecer hace casi dos horas —pausa—, ¿o no? —Martha pudo ver cómo el cubrebocas saltaba ante el grito.
Algunos pasajeros se separaron de las ventanillas con el alboroto. Varias personas elevaron la voz y esto le dio un rush de adrenalina al joven; tartamudeó y perdió la compostura:
—Lo… lo-lo-lo… lo siento. No puedo contestarles eso todavía.
El avión completo quedó en silencio mientras el sobrecargo casi corría hacia el frente. Ahí estaba la Azafata mayor en la puerta de la cabina. En cuanto entró, la puerta quedó sellada.
La presión dentro del avión empezó a subir. La gente ya no estaba alterada por el nerviosismo de un contagio cualquiera, sino que estaban inmersos ante un evento que no podían explicar.
Leo se puso de pie y miró a las dos mujeres. Lo que pudo haber sido una hecatombe, se limitó a las filas centrales y algunas personas con las cortinas abajo. Muchos de los pasajeros estaban absortos en aquellos recuerdos sublimes que les mostraba el vacío.
Una nueva turbulencia golpeó la aeronave. No hubo persona que no sintiese ese microsegundo de estar cayendo en picada. El grito salió de una niña de ocho años, pero —como gasolina en llamas— el temor se esparció hacia otros. Y cuando el avión saltó de nuevo, esta vez muchos fueron los que dejaron salir sus llantos y quejidos.
—Estimados pasajeros, les habla Míriam Ordoñez, jefa de azafatas a nombre del capitán Stephen O’Hara. Es una pena informarles que nos hemos quedado incomunicados con el exterior.
Parecieron minutos lo que tardó la comunicación en seguir. Para ese momento, los que no perdían su atención hacia las ventanas fijaban sus ojos hacia ese fatídico mensaje. No era la voz del piloto la que hablaba; por algo sería, pensaron los pasajeros aún conscientes.
—Por favor, guarden la calma y manténganse en sus asientos. Estoy… estamos buscando un aeropuerto alterno cercano. Dear passengers…
En sus asientos las personas empezaban a moverse nerviosamente. Al fondo, dos sobrecargos habían sucumbido a la imagen obscura del exterior, y poco personal restante notó que muchos de los pasajeros, más que amotinarse y demandar explicaciones, comenzaban un sollozo angustiante.
Martha y la maestra se miraron con una sonrisa abigarrada que indicaba una muerte inminente.
—Eugenia Vázquez —se presentó.
—Martha Escalante.
—Estimados pasajeros —la voz de la azafata regresó a las bocinas—, les informo que tenemos dificultades para contactar con la Torre de control; pero mis compañeros repartirán agua potable embotellada. Les recomiendo liberar el espacio que se encuentra frente a ustedes y colocar sus asientos en posición vertical. Les solicitamos que lean el folleto informativo que se encuentra frente a ustedes.
El mensaje no fue repetido en inglés ni alemán como los anteriores. Ya eran muchos los que habían optado por mirar hacia las ventanas y aprehender las imágenes que ahí se mostraban.
—¿Qué vas a hacer, Leo? —Martha vio por entre los sillones al chico con los ojos perdidos en el vacío del exterior.
Martha tomó la palabra —¿Quiere que abra la ventana para que vea a su marido?
El suspiro de parte de Eugenia le caló de lleno a Martha. Percibió cómo ella acariciaba su anillo de matrimonio, cuando mirara la ventanilla seguramente tendría recuerdos felices, mientras que lo único que Martha encontraría iba a ser su vida académica: papeles, la emoción de una maestría y todos esos gustitos de la vida universitaria. “Patética”, se dijo al razonar que otros tendrían ante sí a familiares, parejas e hijos.
Subió la cortina de golpe; la mirada de Eugenia se apagó en un tono gris-olvido.
Martha quedó atenta de sus movimientos, y tuvo extrema precaución de no dirigir su cara hacia la ventana. Como pudo, sorteó a su vecina y se puso de pie. En los asientos, casi todos miraban hacia afuera. Los que no, rezaban o lloraban en silencio con las manos pegadas a la cara.
Una nueva turbulencia le hizo perder el equilibrio. Desde el pasillo, alcanzó a distinguir la puerta de cabina abierta. Si iba a morir, mínimo tendría respuestas.
Aferrándose a los laterales, avanzó como pudo hacia el frente, haciendo un esfuerzo para no mirar. En el espacio antes de llegar a la cabina, el servicio estaba atento a la mirilla de la puerta de ingreso. Había regados por el piso paquetes de botellas de agua individuales.
Siguió avanzando y abrió la puerta: la Azafata mayor y el joven miraban atentos hacia el frente. Ambos4 pilotos sostenían con liviandad la columna de control. Le fue imposible reaccionar a tiempo: el panel frontal le mostró aquella oscuridad en la que estaban y a la cual se dirigían. Lo último que vio fue el documento digital que le decía que había sido aceptada por el Burkenreich. Se sintió tan realizada, y luego: oscuridad.


Imagen generada con Midjourney




lunes, 17 de agosto de 2020

DesAforismos SubCulturales

 

Aforismos sobre el anime

 

Por más que el latino estudie la lengua asiática, siempre tendrá problemas de pronunciación o de interpretación, cuando —según la series y películas— cualquier personaje que llegue a Japón, habla un idioma perfecto. Qué envidia debemos de tener y cuánta fantasía nos hace falta a los otaku.

 

El hecho de que una persona morena y de rasgos latinos quiera hacer cosplay de un personaje asiático es tan aberrante como hacer sushi de nopal. El problema es ¿en qué momento distinguimos un mal gusto culinario de una comida gourmet?

 

Algunas compañías japonesas creen que es muy inmaduro ver caricaturas. Esas empresas que buscan traductores japonés-español-japonés deberían usar foros de descarga de subtítulos en vez de sus sofisticadas bolsas de trabajo. Pasando 30 minutos de su lanzamiento en Japón ya están capítulos completos subtitulados y con notas de traductor. Más eficiencia, ni en oriente se logra.

 

Es triste darse cuenta de que el otaku no puede decir que es otaku en su currículum vitae; mucho más si buscas un empleo serio en Japón. Aunque sepas más de su mitología que un japonés promedio, tiene la mancha de la inmadurez en el historial de búsqueda de su computadora.

 

Aforismos sobre literatura

 

Uno no es profeta en su tierra, así como tampoco es ganador de los Juegos Florales de su municipio

 

La poesía es el galope suave pero fuerte de un semental percherón; por desgracia, muchos poetas crean movimientos tan paroxísticos como los del caballo de ajedrez.

 

El título de una obra literaria debe explicar poco y significar mucho.

 

EL narrador puede ser alguien muy dramático, “dramático”, “novelero”, “breve”; pero siempre cuidándose de no ser poeta.

 

Aforismos sobre videojuegos

 

Los sueños son una reinterpretación de lo que nos ocurrió durante el día. Desde ese cariz, pasarse 20 horas frente a la pantalla jugando el mismo título causa a veces alucinaciones. Esas pesadillas de puzles interminables y monstruos que no pueden ser vencidos cabrían perfectamente como DLC de cualquier franquicia.

 

Dios y vasallo al mismo tiempo: Creador de videojuegos… Aplíquese para cualquier artista.

 

Mario nos preparó para una vida sexual solitaria y repetitiva: “La princesa está en otro castillo”.

 

PUEDES SER FANÁTICO DE UNA SAGA tan compleja como Final Fantasy o convertirte en un niño rata que juega Minecraft. Igual, a la sociedad no le va a gustar que estés todo el día pegado a los videojuegos.

 

REGALAR VIDEOJUEGOS CON UNA CONSOLA es tan caritativo como comprar una impresora que contiene un cartucho nuevo.

 

EN SUS INICIOS UNO TENÍA QUE SOBREVIVIR como pudiera a los niveles de Super Mario. Llegaba tu primo de pronto a contarte de un pasaje secreto en el mundo 1-2 para adelantarte niveles. Luego llegaron las revistas de videojuegos que te otorgaban trucos y hasta guías. Al final, tenemos a youtubers jugando por ti y reaccionando al título que jamás comprarás. Los videojuegos son una buena analogía de la historia de la cultura.

 

Aforismos sobre cultura mainstream

 

Se necesitó de un aislamiento social para que la conciencia ciudadana mueva a las personas a reducir sus salidas, sembrar sus propias hortalizas y ahorrar bastante en restaurantes; al menos, hasta que el servicio a domicilio entra en juego.

 

Todas las apps, las que te llevan comida, las que limpian tu casa, las que lavan tu ropa y aquellas que administran tu dinero, son sólo un modo de remplazar la figura paterna que siempre hacía todo por ti en tu infancia.

 

$500 por el corte de pelo, el arreglo del bigote y el reajuste de los egos.

 

Desayunar chilaquiles, comer sushi y cenar pasta. Por más globalizados que estemos, el carbohidrato es un lenguaje universal.

 

Aforismos sobre la comunidad LGBT+

 

La bandera del orgullo gay fue hecha basándose en la simbología de cada color, y en conjunto —azarosamente— se convirtió en un arcoíris. Curiosa metáfora es que después de una tormenta de rechazo, algo hermoso pueda surgir.

 

Las marchas del orgullo de hoy son un modo de gritar “Estoy orgulloso de mi cuerpo. Estoy orgulloso del voyerismo”.

 

Triste la mala higiene. Algunos homosexuales deben cargar con sexo arrumbado; y muchas veces —una tristeza de veces—, onanista.

 

¿Será el consumismo quien tiene miedo de la homosexualidad? Que dos personas usen la misma ropa podría matar al capitalismo como lo conocemos.

 

¿Es violencia de género si un homosexual obliga a otro en el clóset a salir?

 

¡Qué desperdicio! Gritan la comunidad heterosexual al ver a una persona hermosa con alguien de su mismo sexo. Lo mismo que piensan aquellos sobre el tiempo que vivió ocultando su verdadero yo.


Foundry en Pixabay



sábado, 15 de agosto de 2020

Curso-taller: "De la leyenda al objeto maldito: las variantes del cuento fantástico"

Proyección literaria me invitó a dar un taller. Todo lo administrativo es directamente con ellos, por lo que si están interesados, obviamente habría que contactarse en privado con Angélica (la encargada de la editorial).
En el taller veremos lo fantástico y algunas de sus fronteras.
La intención es que creen un cuento distinto de cada tema. Por lo que al final tendrán tallereados seis cuentos distintos.
Algo hermoso que tiene esta editorial es que el trabajo resultante puede convertirse en un libro. Así que si les interesa publicar, ya saben que pueden unirse a este curso-taller.





Testamento

 Mi vida se la dejo a las palabras,

aquellas que mataron suspiros de punto a punto

—no busques quedarte con mis vocales—, 

porque de ellas ya fui y será el infinito.


 A mis amantes, les heredo mi cuerpo.

Pero no el corrupto y vago;

sino el inerte orgasmo que vivimos asolados.

Sedo esas caricias que se quedaron en sus uñas,

los besos perdidos entre sábanas anónimas,

las eyaculaciones culposas que gozábamos los martes.

Los que me permitieron amar realmente,

quienes me otorgaron cuentos y frases.

El sexo servía para eso:

robarme de ellos algo más que el semen

                                                             de historias

                                                             de finales.


 Mi alma, les quedará a mis lectores,

pues no encontré otros ojos,

                                            tan puros,

                                                            sinceros,

que desnudaran mis libros y se apropiaran 

                                                               de mis risas, 

                                                                             de mis llantos,

de mis desvelos atípicos que cambiaban “que dice” por “dicho”.

Merecedores de más; pero mi aliento fue lo único mío.


 Y para el mundo: mi recuerdo,

                                                               tan simple,

                                                                               barato.

Estrafalarias portadas en bibliotecas.

Seré una tinta pasada de largo.

Si a mí —Historia—, no buscas conservarme:

                    que el fuego haga lo suyo,

                               que el salitre me trague,

                                      y que mis hojas las tironeen las ratas.


 Así sea.



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Reflexiones en torno al joto posmoderno

Cuando mi mejor amigo me invitó a su despedida de soltero, me sentí aceptado por quien soy y no por mis gustos. Nimiedades; pero cómo no contentarse, si mis compañeras de la escuela me agregaron a su grupo de “Chicas del Doctorado” y mis amigos no me invitan a “Guarradas&HentaiBergas”. Y es que a veces ser homosexual es tan putamente difícil.

Quizá mi experiencia personal se vea imbuida por todos los traumas de una madre castrante heteronormada falologocéntrica (Cfr. Freud, Cixous, Lacan, Spivak, et al.), pero es complicado ser un gay treintón —de las últimas generaciones que jugaron en las calles y las primeras en tener celular y correo electrónico—. Se debe aguantar a tradicionalistas que mamaron desde casa, la idílica figura del puto. ¡Ofende que te quieran contar de menstruaciones y de maquillaje! ¿Dónde quedó esa idea de kinder donde el niño era asqueroso para las mujeres, ¿o seguimos con la imagen del jotito refinado que toma vino y sabe diferenciar entre el cerezo y el roble, o entre un fucsia y un rosa mexicano? ¿Quién podría distinguirlos? Yo, pero prefiero no normalizarme y entrar en esos juegos identitarios.

Un homosexual no se ve representado por esa colectividad anónima de torsos desnudos que recorre las calles el 28 de junio; el arcoíris es bonito, pero ¿enmarcarte en uno es realmente necesario? Quizá reniegue del “ojo estético” de los gays que diferencian tonos precisos; pero si alguien tiene conocimiento del círculo cromático, sabe el golpe semántico de ver un arcoíris que no combina con nada.

Seré irrespetuoso con los mártires que murieron por mis derechos, pero no me siento bien de conmemorarlos. No soy un guerrillero —y no por jotearle, no va conmigo—, soy alguien que no comenzaría un pleito contra las autoridades. Los respeto, pero evidenciarte a ese grado, a eso sí le zacateo. Ser gay es que te guste otro hombre, ¿no? Poco se relaciona con ser activista… ¿o soy más egoísta que gay?

¿Tiene algo de malo no identificarse con el resto de esa estirpe? Cada individuo es único; entonces, ¿por qué creer que todos queremos conformar una comunidad en plena época del ostracismo ideológico? ¿El decirle al mundo que no quiero unirme al colectivo me vuelve excluyente? Lo que faltaba: ¡un puto homofóbico!

Como fuere, la duda de a dónde voy, o a qué grupo pertenezco quedará en mi mente. Y, mientras me empujan socialmente a lo macho o a lo afeminado, seguiré recordando con gusto ese: “Caile a mi despedida. Habrá putas; como tú, marica”: una ofensa que interpreté como un abrazo, un “Te acepto” y un “Lo importante eres tú, no tus preferencias”. Eso sí; qué horribles tacones los de la stripper, la verdad.


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viernes, 14 de agosto de 2020

Voz de apertura en Mrs. Dalloway de Virginia Wolf (Ejercicio de argumentación)

Miguel Ángel Galindo Nuñez

Reyna Hernández Haro



La lectura del discurso literario implica realizar ciertos acuerdos entre dos instancias convocadas: por un lado la referente al texto (la ficción) y por otro la del lector. En este proceso, se realiza un pacto en el que la segunda acepta como “real” aquello que la primera le ofrece. Solo si el lector asume este rol es que puede comprender lo que bajo el lente  objetivo de una realidad, es decir, lo comprobable mediante un procedimiento científico no es posible suceder -o no bajo esas condiciones-. Es una realidad distinta, alternativa, a la vivida tanto por el lector como por el emisor. Lo que se ha comprendido por Literatura, involucra esos componentes de fabulación, de metáfora, de posibilidad ante un contexto de vida por los sujetos convocados por la palabra escrita. Debido a testimonios que han dejado los autores a través de entrevistas, artes poéticas o explicaciones de su manera compositiva, es que sabemos lo intrigante que cualquier comienzo de todo texto literario implica. 

    El diálogo, en el caso de la literatura, se es común revisarlo en un texto diegético. Se considera como tal a aquel  discurso  “caracterizado por la presencia de un emisor que cuenta o narra un evento a alguien”(Jofré, 1990: 109) Bajo esta premisa, Mrs. Dalloway, de Virginia Wolf, cumple con ello, ya que hay un emisor (o emisores) que nos cuenta(n) algo acerca de una mujer casada cuyo nombre es Clarissa Dalloway. En las primeras páginas el lector se entera que ella prepara una fiesta. Lo cual merecerá nuestra atención para acercarnos a una posible respuesta a la pregunta por el hablante cuando se lee “Mrs. Dalloway said she would buy the flowers herself”. 

    Cierto que ante esta enunciación, hay una voz, un hablante que cuenta algo ¿a quién? Se asume que hay una voz narrativa que cuenta algo a alguien, quien no está descrito en el discurso, bajo esa línea de pensamiento se puede convenir n una voz narrativa externa a la obra. La introducción de un discurso indirecto a partir del uso del verbo en tercera persona: said, implica un posicionamiento de diferencia, una distancia entre quien habla y de quien se habla. El lector queda en un nivel extradiegético, es decir: fuera de la narración, fuera de aquel acontecimiento que se le revela. 

    Desde esa perspectiva, la siguiente pregunta que se nos plantea es ¿en qué medida se establece la relación entre esa voz con la diégesis? Es conveniente considerar que para motivos de ello nos valdremos del planteamiento que realiza Gerard Genette cuando habla de dos categorías: lo heterodigético y lo homodiegético. En el primer concepto, la relación entre los hablantes, establece una oposición entre quien dirige la narración y quien actúa en ella; en tanto, en el segundo se establece una relación de igualdad, pues quien conduce al lector por la diégesis, también actúa en ella. En ese entender, el escrito de Woolf se torna más complejo que esto, pues se van estableciendo niveles discursivos en la narración. Este cambio se nota con mayor atención en el tercer párrafo, donde la focalización de la obra-es decir, el punto de vista narrativo- cae ahora en los pensamientos de la señora Dalloway por medio de un monólogo interno y donde además, se advierte otro nivel cuando refiere las palabras de Peter Walsh:


What a lark! What a plunge! For so it had always seemed to her, when, with a little squeak of the hinges, which she could hear now, she had burst open the French windows and plunged at Bourton into the open air. How fresh, how calm, stiller than this of course, the air was in the early morning; like the flap of a wave; the kiss of a wave; chill and sharp and yet (for a girl of eighteen as she then was) solemn, feeling as she did, standing there at the open window, that something awful was about to happen; looking at the flowers, at the trees with the smoke winding off them and the rooks rising, falling; standing and looking until Peter Walsh said, “Musing among the vegetables?”— was that it? —“I prefer men to cauliflowers”— was that it? He must have said it at breakfast one morning when she had gone out on to the terrace — Peter Walsh. He would be back from India one of these days, June or July, she forgot which, for his letters were awfully dull; it was his sayings one remembered; his eyes, his pocket-knife, his smile, his grumpiness and, when millions of things had utterly vanished — how strange it was! — a few sayings like this about cabbages.


En este apartado se revelan dos ideas. La primera es que podemos saber lo que la Dalloway piensa; la segunda, que es ella -a través de esta sensación recordada- la que nos permite conocer lo dicho por Walsh. Bajo esta segunda idea se va observando un encadenamiento de voces narrativas que vienen en picada. Lo cual quedaría mejor representado, bajo esta óptica en lo siguiente: la voz inicial nos indica que la señora Dalloway dijo que comprará las flores; la consiguiente (a la que podríamos denominar “voz dos”) nos permite ingresar al  pensamiento de ella, donde surge otra más (“voz tres”) que es la de Peter Walsh. Cabe hacer mención que en la identificación de cada una, juegan un rol importante las relaciones entre diégesis, tiempo y espacio. Es de notar que  la justificación de la voz tres solo es posible si la voz dos tiene un relato en un tiempo sucedido. En tanto, las voces uno y dos suceden en el mismo tiempo y espacio, he ahí lo complejo de este proceso. Planteado esto, podríamos empezar a cuestionarnos sobre estos términos complejos, aunque ya desarrollados por un par de teóricos con antelación, y que serán revisados de forma breve de este trabajo.


La teoría de la localización de Genette ha sido seminal y ha renovado todo el pensamiento teórico sobre este aspecto la narratología, tan sólo porque el teórico francés ha insistido en el deslinde entre la voz que narra y la perspectiva que orienta el relato, aspectos éstos aunque afines no intercambiables (Pimentel, 2017: 95).


Si continuamos esta idea, resultaría simple comprender que la voz narrativa está desarrollando toda la historia, y a la vez, en su cualidad de ser omnisciente o lo que Genette identifica como voz extradiegética-heterodigética, nos permite conocer un los pensamientos que ciertos personajes. Esta condicionante se asume cuando en el pacto inicial entre texto y lector se verifica. Continuando con el pensamiento del narratólogo, se plantea la existencia de tres diversas focalizaciones, en una de ellas, no se sabe específicamente qué ocurre dentro de la mente de los personajes, sino que se aleja por completo y nos permite dar un cuadro total y externo

    El pasaje de Woolf permite conocer, no solo lo que ocurre, sino además se adentra en la psique de la señora Dalloway y desarrolla una realidad posible imaginada por nuestra protagonista. A esta focalización, Genette la denomina focalización cero, “[…] también denomina no focalización, del narrador se impone a sí mismo restricciones mínimas: entra y sale ad libitum de la mente de sus personajes más diversos, mientras que su libertad para desplazarse por los distintos lugares es igualmente amplia” (Pimentel, 2017: 98); permite ver todo desde todas las perspectivas para tratar de conocer por completo el mundo narrativo desarrollado en una novela. 

    El monólogo interior de la señora Dalloway no se limita a su casa de la playa y a sus emociones, sino que incluso nos mueve a un hipotético comedor donde su ex-amante de la juventud, el señor Walsh, tiene conversaciones específicas con personajes que ni siquiera podrían estar ahí. Es decir, la novela no solo ficcionaliza a esta señora de alta sociedad, sino que también ficcionaliza la ficción realizada por la señora Dalloway; sin embargo, todo esto está supeditado por un narrador con focalización cero que tuvo la bondad de darnos a conocer esos devaneos mentales.

Más que discutir si se trata de una focalización interna --es decir, donde un personaje dice todo lo que piensa--, una focalización cero sería propicia para la indagación. El pensar por qué Virginia Woolf decide entremezclar los pensamientos de Clarissa Dalloway, de Septimus y de otros personajes podría desencadenar en una investigación bastante interesante de su estilo y, sobre todo, de las corrientes en las cuales La señora Dalloway podría colocarse. Woolf, podría haber tomado esta decisión para colocar a Clarissa Dalloway como un personaje del cual debe conocerse todo, desde la razón para salirse de la asa en media organización de la gran fiesta que dará, como para renunciar al amor de Walsh. o sólo porque la obra así se intitula, sino porque también es parte de los ideales que ella marca en Un cuarto propio: una mujer independiente que puede pensar y desarrollar toda una lógica a través de este monólogo interno. De hecho, la elección de esta estructura a diferencia de un flujo de conciencia, hablan mucho de cómo es que tiene las ideas en la mente de los personajes.  “Mientras que la introspección muchas veces puede producir un efecto de distancia, en una escena, parece que el narrador-observador sigue el curso de la acción sin dejar que se descubra su presencia” (Szegedy-Maszák, 1993: 235). El narrador nos permite saber las más profundas emociones de los personajes, pero de una forma ordenada, no es un flujo de conciencia caótico sin puntuación como lo haría James Joyce, sino una estructura adecuada como la que podría mostrar los ensayos Virginia Woolf.



Referencia consultada

Bajtín, M. (2003). Estética de la creación verbal. México: Siglo XXI.

_________(2008) “La palabra en la novela” en Teoría y estética de la novela. Mé: Taurus.

Bal, M. (1985). Teoría de la narrativa. España: Cátedra.

Beristáin, H. (1997). Análisis estructural del relato literario. México: LIMUSA.

Booth, W. (1978). La retórica de la ficción. España: Casa Editorial Bosh. 

Genette, G. (1989). “Modo” y “Voz” en Figuras III. España: LUMEN. 

Jofré, M. (1990). Teoría literaria y semiótica. Chile: Editorial Universitaria / Universidad de La Serena.

Pimentel, L. (2017). El relato en perspectiva. México: Siglo XXI.

Szegedy-Maszák, M. (1993). "El texto como estructura y construcción" en Teoría literaria. México: Siglo XXI.




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