viernes, 21 de agosto de 2020

Vuelo en la oscuridad


Trató de seguir leyendo su novela, pero la emoción le carcomía por dentro. Martha miró por la ventana y notó con gusto cómo el cielo se empezaba a despejar de nubes durante su vuelo a 32,000 pies de altura. A su lado, una señora de tonos marciales y con demasiado perfume se ajustaba el cubrebocas para tratar de descansar mejor. Martha —joven y llena de esperanzas— no entendía cómo los demás no padecían ese cosquilleo de nervios y ansiedad de un viaje internacional y que te obliga al insomnio crónico. 
El avión dio un pequeño brinco apenas perceptible. El señor frente a ella respingó en su sueño, pero siguió dormido sin tanto problema después de ajustarse la almohada. Trató de continuar con la historia que tenía en sus manos. Era interesante ver cómo los personajes —atados al destino de odiarse y tolerarse, seguían dirigiéndose la palabra—. Había algo en el ambiente que la mantenía despierta: Alemania, el país que siempre había anhelado conocer.
Desde la ventana, se empezaban a perder las nubes para dar paso a una noche sin estrellas. La ventanilla empezaba a parecerle una pantalla apagada, un espejo para reflejar imágenes aletargantes: fines de semana sacrificados en clases de alemán, clubes de conversación martes y jueves, cursos en línea los miércoles. Se vio a sí misma y los cambios que experimentó: la ropa, el maquillaje y los ocho tintes de pelo.
Please, put on your mask… your… el cubrebocas, por favor.
El letargo de sus memorias se apagó de pronto cuando la sobrecargo le dirigió la palabra.
—Ah… sí… Disculpe. Ya me lo pongo.
Malabareó sus cosas en las piernas para que nada se cayera y, con su mano libre, cubrió su nariz y boca con la mascarilla.
—Gracias —la azafata sonrió tras la tela, por lo que ese gesto apenas fue percibido.
Martha tomó la novela una vez más sabiendo que de nada serviría. Un par de renglones y la concentración se perdería de nuevo. Programó su celular para sonar en cinco horas, ya habría luz en ese entonces. Así, se dispuso a imitar a los que la rodeaban. Jaló un poco la mascarilla para dejarle libre la nariz y se dispuso a dormir.

La alarma de otro pasajero le despertó, y al abrir los ojos poco a poco, se percató de un irregular movimiento en la tripulación. Una azafata pasó rápidamente por el pasillo, casi tropezando con la mochila que un joven había dejado en el piso. Al entreabrir un poco más los ojos, le recriminó en su mente a la persona que había dejado una alarma tan temprano. La oscuridad seguía afuera. Su cerebro no reaccionó a la hora que marcaba su celular: 7:16. “Debe ser un error”. Bajó la cortina de configuraciones y buscó “Zona horaria”. Seguramente había dejado el huso mexicano. “Burkenreich, Deutschland”.
Con suma lentitud levantó la mirada y oteó a través de la ventanilla. Pegó la nariz para tratar de ver alguna luz que le indicara algo; pero en la soledad de afuera solo encontró la emoción que sentía por mudarse, por entrar a un posgrado en el extranjero, por subir aún más académicamente.
Varias filas adelante, distinguió la sombra de una persona que también miraba con detenimiento la ventana.
Un brillo y la notificación sonora pedían abrochar sus cinturones y distrajeron a Martha de la ventana. Una turbulencia arremetió contra el avión. El sonido del metal crujiendo junto al plástico despertó a todos los que aún dormían y los puso en un estado de alerta inusual. Cada uno de los pasajeros miró por la ventana: los viajeros más frecuentes buscaron las nubes que siempre causaban turbulencia en los vuelos, pero lo que los recibió fue el vacío.
—Estimados pasajeros, estamos por… por… —la Azafata mayor se autocensuró.
Los que estaban en las primeras filas del vuelo comercial 982, pudieron observar los velados reclamos que le daba el resto de la tripulación a la azafata. Ellos escucharon palabras extrañas que entremezclaban el español, alemán e inglés. De haber entendido, hubiera adelantado el miedo que se aproximaba.
—Estimados pasajeros, estamos por comenzar con nuestro servicio de alimentos. Les recordamos que el uso de cubrebocas está obligado durante su estancia en el avión hasta que se le sirva. Dear passengers… —el aviso continuó en inglés y alemán. Pero había una duda reptando entre algunas cabezas.
Martha miró extrañada cómo a otros también les perturbaba de forma preternatural esa negrura abrazadora. Pero como atraídos por un instinto gregario, se fueron separando de uno a uno de esas ventanas oscuras para ingerir la comida que les iban ofreciendo.
—Señorita, su cubrebocas —le repitió una azafata a Martha cuando todavía faltaban un par de filas para llegar a atenderle.
Con presteza, se colocó la mascarilla y se distrajo nuevamente con aquel inicuo vacío. Y, antes de que la sobrecargo le ofreciera el desayuno, pudo ver a su familia nuevamente. No estaban allá afuera, sino que en el reflejo se veía a ella misma, a sus hermanos despidiéndola con gusto. A la mamá llorando de felicidad y pena, a su papá dándole las últimas palabras a su hija. “Auf Wiedersehen”, le había dicho él antes de despedirse y pasar al filtro sanitario de varias horas. Recapacitó en que el mundo se estaba yendo a la mierda y ella iba gustosa a Burkenreich para iniciar sus estudios de maestría en Ciencias del Espíritu —Humanidades—. Pudo haberse matriculado en línea, pero ella quería —necesitaba— ir. Las Embajadas afirmaron que por una persona, no habría problema. La Pandemia seguía avanzando, pero un ciudadano recomendado por la máxima casa de estudios de México, y que tenía excelentes credenciales académicas y laborales, podía ser una excepción a la regla —ridícula a ojos de Martha— de la sana distancia y aislamiento social que recomendaban los gobiernos.
—¿Sándwich de pollo o huevos revueltos? —Martha siguió especulando en la superficie negra —. ¿Miss?
El desvarío que experimentó fue similar a romper la vigilia, una sensación de vértigo le llenó por completo.
—Café y… huevo.
La azafata le entregó todo y le dirigió una mirada atenta a la ventanilla.
Martha lo notó y se sintió segura de inquirirle: —¿Cuánto falta para aterrizar?
Las azafatas se miraron como siendo cómplices de un gran secreto: de lo que realmente ocurría. De hecho, nadie hubiera comenzado a sospechar si hubieran contestado otra cosa, pero la Azafata mayor respondió: —Suficiente… siéntase tranquila por ahora.
La señora que estaba a un lado de Martha estiró la mano para pedir un poco de café. Fue incómodo, porque el servicio quería recorrer ya el carrito, huir de aquella pregunta. Martha y su vecina miraron la gota de sudor que le recorría a la señorita, abriendo un surco en el polvo blanco de sus mejillas.
Excuse me, Sir. Put on your mask, please.
Justo tras esas palabras, el carrito y la duda avanzaron filas atrás ofreciendo pollo o huevo.

Tardaron media hora más en servirle a todos. En este tiempo, los alimentos y las dudas ya se descomponían en los estómagos de varios pasajeros.
En su hombro derecho sintió dos ligeros toques. Cuando giró vio cómo unos dedos se escurrían entre el asiento y las paredes internas del avión. Percibió el sonido característico de una hoja siendo separada del anillado de un cuaderno y, entonces, apareció una nota por donde saliera aquella mano.
Martha tomó ese papel: era color crema, como el de los libros, pero grueso. En la esquina venía impreso “Viernes 12 enero”, su cumpleaños. Este detalle podía haber sido una coincidencia, pero al leer el resto de la nota, sintió que el desayuno se le venía como arcada. “se supone que debimos haber llegado a Alemania hace 15min”.
—¿Quién eres? —Martha se levantó del asiento y giró para ver a un chico de su edad sentado ahí atrás: lentes de armazón azul cielo, un cubrebocas negro que emulaba el hocico de un panda, un cabello crecido que se acomodaba de formas difícilmente estéticas.
—No lo digas en voz alta —susurró apenas, y se llevó el dedo a los labios—. Te lo escribo —e hizo el ademán.
Martha, con cuidado, se sentó de nuevo. El sonido del papel siendo rascado por el grafito penetró en el alma de la chica y sintió el miedo de lo que las palabras le dijeran.
“me llamo Leo la azafata se puso nerviosa cuando le preguntaste”.
Martha miró con cuidado la hoja donde venía este mensaje. “Lunes 15 enero” venía en la parte de arriba de la hoja. Notó que era una agenda. Recordó que este año su cumpleaños había sido en domingo. El chico seguramente estaba escribiendo en una agenda vieja. Su papá tenía esa misma costumbre.
Otros golpecitos en el hombro le hicieron voltear: era una pluma. La utilizó para responderle: “Se me hace raro que no nos quieran decir qué ocurre y que no se vea nada afuera”.
La indicación de cabina volvió a sonar y otra vibración —esta un poco más fuerte— hizo estremecer a todos. Al fondo, una jarra de café impactó en el alfombrado. El servicio estaba un poco nervioso.
“no es normal que no se vea nisiquiera las luces de una ciudad”, le contestó Leo desde atrás.
Martha se contuvo de marcar los errores de la nota.
“Ya sé. ¿Por qué crees que esté pasando esto? Soy Martha, por cierto”.
La Azafata regresó a la parte delantera del avión. Los pasajeros de las primeras filas notaron cómo tocaba la puerta de cabina; pero nada. Golpeó de nuevo y segundos después abría el capitán; solo algunos pudieron ver ese mar negro en el que se estaban ahogando. Algo estaba ocurriendo, pero nadie de los que estaban al frente quiso compartirlo con el resto de los viajantes.
¿Quieres venir aca? Estoy solo en mi fila”; le dijo Leo por medio de la nota.
—Yo también quiero saber —la señora al lado de Martha le puso sus dedos de uñas largas en el brazo.
Martha miró extrañada, su vecina parecía igual de preocupada. Un par de gotitas de sudor le resbalaban por el cuello y se adentraban en la camisa de lino.
—Mejor dinos por en medio —la señora susurró por entre los dos asientos.
Leo se aproximó lo suficiente para que el dibujo del cubrebocas fuera lo único que vieran moverse entre esa mata de pelo.
—Es raro, ¿saben? —la voz sonó a penas como un susurro.
—Querido, no te preocupes. Además, no hay mucha discreción si están leyendo sus cartitas abiertas a mi lado. Soy maestra, puedo ver recaditos a kilómetros de distancia.
—El caso… —le interrumpió Leo—. Creo que algo pasa. No es normal que estén entrando y saliendo a cabina todo el tiempo. Las azafatas parecen nerviosas.
Una nueva turbulencia concordó con un titilo en las luces.
—Madre santa —dijo la señora.
—Oigan —Martha les preguntó— ¿ ven algo por la ventana?
—Negro, no hay nada… —fue la respuesta más lógica de la señora.
—Sí, negro —confirmó Leo, dándole una seguridad temporal a Martha—. Pero siempre que miro por la ventana me acuerdo de mi familia.
—Sí, yo también me acuerdo de mi gordo.
Martha comprendió que quizá no era solo ella.
—¿Me pueden quitar de la ventana en un minuto si no reacciono?
Ahí estaban sus profesores, de uno en uno pasaban por sus ojos. Apareció en su memoria cómo Frau Kerstinle le ayudaba a llenar sus papeles de la beca y el modo en que digitalizaba las hojas A4. De pronto, los recuerdos se le arrancaron de las pupilas, como si una ventosa enorme liberara su rostro.
—Pasó un minuto.
Martha cerró de golpe la cortina plástica: —Hay algo… algo que me obliga a ver… a verme.
Leo comenzó a cerrar la ventanilla. —Voy a dejar un poco abierta la mía para ver si hay luces. ¿Qué viste?
—Mis profesores de alemán, los papeles de la beca.
—¿Te estás yendo a estudiar en medio de una contingencia? —la voz estricta de su vecina le caló en el orgullo.
—Era una oportunidad única… y la Pandemia se está acabando ya.
—Es algo irresponsable de tu parte. Yo voy a Alemania porque mi marido se quedó allá cuando empezó esto. Íbamos a mudarnos cuando terminaran las clases. Pero con todos estos cambios, ni qué hacer.
—Mi papá —continuó Leo— insistió en que terminara el bachillerato en México. Mi madre es alemana. Se separaron hace dos años.
—Bueno, no estamos para juzgarme, ¿o sí? —Martha se cruzó de brazos—. ¿Qué es eso? ¿Qué hay allá afuera? ¿Por qué nos quedamos viendo como sin… sin pensar?
—Pues no sé. Mi celular no detecta la red.
—Y me dices a mí que soy irresponsable…
—El avión no se va a caer por prender un iPhone —contestó algo molesto—. No tengo señal, ni me detecta el internet del avión, tampoco.
Martha arrugó la hoja en sus puños: —¿Qué está pasando? No hay luz afuera…
El timbre al fondo del avión hizo voltear a más de alguno. El parpadeo color ámbar se detuvo cuando un sobrecargo descolgó. La persona al teléfono parecía darle indicaciones extrañas, porque llevó su mano al interfono para tapar su voz. Con sus ojos, recorrió los asientos y se detuvo en el trío; ellos le regresaron la mirada. La comunicación siguió por unos segundos, mientras él afirmaba repetidamente con la cabeza; no lo podía ver su interlocutor, pero seguro era el nerviosismo lo que le obligaba a hacer aquello.
El joven empezó a caminar hacia el frente.
—Disculpe, ¿falta mucho para aterrizar? —la voz de un hombre que se encontraba sentado junto a una salida de emergencia metió zancadilla en la huida del sobrecargo hacia el frente.
La señora a un lado de Martha elevó su voz autoritaria: —Teníamos que llegar hace tiempo. Y debió amanecer hace casi dos horas —pausa—, ¿o no? —Martha pudo ver cómo el cubrebocas saltaba ante el grito.
Algunos pasajeros se separaron de las ventanillas con el alboroto. Varias personas elevaron la voz y esto le dio un rush de adrenalina al joven; tartamudeó y perdió la compostura:
—Lo… lo-lo-lo… lo siento. No puedo contestarles eso todavía.
El avión completo quedó en silencio mientras el sobrecargo casi corría hacia el frente. Ahí estaba la Azafata mayor en la puerta de la cabina. En cuanto entró, la puerta quedó sellada.
La presión dentro del avión empezó a subir. La gente ya no estaba alterada por el nerviosismo de un contagio cualquiera, sino que estaban inmersos ante un evento que no podían explicar.
Leo se puso de pie y miró a las dos mujeres. Lo que pudo haber sido una hecatombe, se limitó a las filas centrales y algunas personas con las cortinas abajo. Muchos de los pasajeros estaban absortos en aquellos recuerdos sublimes que les mostraba el vacío.
Una nueva turbulencia golpeó la aeronave. No hubo persona que no sintiese ese microsegundo de estar cayendo en picada. El grito salió de una niña de ocho años, pero —como gasolina en llamas— el temor se esparció hacia otros. Y cuando el avión saltó de nuevo, esta vez muchos fueron los que dejaron salir sus llantos y quejidos.
—Estimados pasajeros, les habla Míriam Ordoñez, jefa de azafatas a nombre del capitán Stephen O’Hara. Es una pena informarles que nos hemos quedado incomunicados con el exterior.
Parecieron minutos lo que tardó la comunicación en seguir. Para ese momento, los que no perdían su atención hacia las ventanas fijaban sus ojos hacia ese fatídico mensaje. No era la voz del piloto la que hablaba; por algo sería, pensaron los pasajeros aún conscientes.
—Por favor, guarden la calma y manténganse en sus asientos. Estoy… estamos buscando un aeropuerto alterno cercano. Dear passengers…
En sus asientos las personas empezaban a moverse nerviosamente. Al fondo, dos sobrecargos habían sucumbido a la imagen obscura del exterior, y poco personal restante notó que muchos de los pasajeros, más que amotinarse y demandar explicaciones, comenzaban un sollozo angustiante.
Martha y la maestra se miraron con una sonrisa abigarrada que indicaba una muerte inminente.
—Eugenia Vázquez —se presentó.
—Martha Escalante.
—Estimados pasajeros —la voz de la azafata regresó a las bocinas—, les informo que tenemos dificultades para contactar con la Torre de control; pero mis compañeros repartirán agua potable embotellada. Les recomiendo liberar el espacio que se encuentra frente a ustedes y colocar sus asientos en posición vertical. Les solicitamos que lean el folleto informativo que se encuentra frente a ustedes.
El mensaje no fue repetido en inglés ni alemán como los anteriores. Ya eran muchos los que habían optado por mirar hacia las ventanas y aprehender las imágenes que ahí se mostraban.
—¿Qué vas a hacer, Leo? —Martha vio por entre los sillones al chico con los ojos perdidos en el vacío del exterior.
Martha tomó la palabra —¿Quiere que abra la ventana para que vea a su marido?
El suspiro de parte de Eugenia le caló de lleno a Martha. Percibió cómo ella acariciaba su anillo de matrimonio, cuando mirara la ventanilla seguramente tendría recuerdos felices, mientras que lo único que Martha encontraría iba a ser su vida académica: papeles, la emoción de una maestría y todos esos gustitos de la vida universitaria. “Patética”, se dijo al razonar que otros tendrían ante sí a familiares, parejas e hijos.
Subió la cortina de golpe; la mirada de Eugenia se apagó en un tono gris-olvido.
Martha quedó atenta de sus movimientos, y tuvo extrema precaución de no dirigir su cara hacia la ventana. Como pudo, sorteó a su vecina y se puso de pie. En los asientos, casi todos miraban hacia afuera. Los que no, rezaban o lloraban en silencio con las manos pegadas a la cara.
Una nueva turbulencia le hizo perder el equilibrio. Desde el pasillo, alcanzó a distinguir la puerta de cabina abierta. Si iba a morir, mínimo tendría respuestas.
Aferrándose a los laterales, avanzó como pudo hacia el frente, haciendo un esfuerzo para no mirar. En el espacio antes de llegar a la cabina, el servicio estaba atento a la mirilla de la puerta de ingreso. Había regados por el piso paquetes de botellas de agua individuales.
Siguió avanzando y abrió la puerta: la Azafata mayor y el joven miraban atentos hacia el frente. Ambos4 pilotos sostenían con liviandad la columna de control. Le fue imposible reaccionar a tiempo: el panel frontal le mostró aquella oscuridad en la que estaban y a la cual se dirigían. Lo último que vio fue el documento digital que le decía que había sido aceptada por el Burkenreich. Se sintió tan realizada, y luego: oscuridad.


Imagen generada con Midjourney




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