jueves, 13 de agosto de 2020

Mazmorras

Los enanos guardaron en sus cuevas reliquias inigualables y horribles monstruos que no debían ser liberados. Todas las trampas y acertijos que implementaron en sus construcciones tenían el único objetivo de alejar a los curiosos. Así, buena parte de los dispositivos tenían una palabra en duárvico antiguo o inscripciones rúnicas que advertían del peligro de liberar aquellos males.

Cuando el ladrón entró a la Tumba de Gurman-Ha “El Condenado”, no se fijó en nada, ni revisó más allá de la arquitectura; sólo continuó desactivando los mecanismos hasta llegar al mausoleo final.

Alguien en el mercado le había dicho que si repetía en voz fuerte y clara “Krum palar singur Gurman-Ha” obtendría poder y riquezas; sin saber que aquello significaba “Gurman-Ha, yo te libero”.

 

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El problema no fue acabar con el alma atrapada en la Corona Dorada de Horak el Grande, ni mucho menos aniquilar a las legiones de trasgos que habían tomado las ruinas subterráneas como su nuevo refugio; mucho menos regenerar el brazo del elfo cuando el muro se cerró de golpe encima de su mano.

Lo realmente difícil fue aceptar que aquel borracho que les contó la leyenda de la Corona era un líder sectario que los había conducido a la tumba; entró mágicamente, les robó la reliquia, causó un terremoto y se teletransportó fuera de ahí.

 

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Entraron a las catacumbas buscando al culpable de los ataques vampíricos que asolaban las noches de Karpil.

Llegaron hasta la última habitación de la mazmorra. Las trampas —como aquella que casi le arrancaba una pierna al druida— evidenciaban que escondían algo valioso. Faltaban todavía tres horas para amanecer, por lo que estaban seguros de poder lograrlo.

Abrieron la última puerta y notaron el cadáver incorrupto del primer decano de la Universidad. Era idéntico a las pinturas de hace doscientos años, por lo que no había duda: ese cuerpo bien conservado era evidencia de los ataques.

El guerrero tomó su hacha y de un tajo le cortó la cabeza; de inmediato, los restos envejecieron y del cadáver sólo quedó polvo.

Saquearon la cripta y volvieron a la posada sin saber que esa noche la viuda del decano —vampiresa nigromante de la escuela de Inkarna— volvería a ver a su amado para descubrir roto su hechizo de preservación de cadáveres. Alterada por la ira, encontraría la sangre del druida regada en el piso.

Esa noche se cobraría venganza en aquellos supuestos héroes.

 

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La torre del gran Amanad es famosa por dos razones.

La primera —se rumoreó por cerca de 200 años—: sus tesoros del tamaño de montañas.

La segunda —más recientemente descubierta—: por el hechizo de “Reducir persona” que se activaba al llegar a la cuarta planta.

 

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Fue una suerte para Gûrral: tras un autorretrato de Atmos Singy, el renombrado alarife levantador de ciudades y enterrador de tesoros, encontró el mapa hacia el templo sumergido de Zargoth.

¿Había leído bien? ¿Zargoth? ¿La diosa del latrocinio que decoraba sus altares con oro y platino?

A mitad de camino por las cloacas de la ciudad de Armada se topó con los Kutar, la peligrosa pandilla de ogros asesinos que rondaban la ciudad.

Corría desmesurado: si lograba entrar al templo sellaría la puerta y tendría varios minutos para pensar antes de que aquellos brutos lo despedazaran vivo.

Cuando pasó junto una primera columna de oro supo que estaba llegando. Los orcos ya no le perseguían por lo cual redujo su paso para recuperar la respiración.

Se quedó sin aliento al ver el altar. Cientos de estatuas se erguían adorando a la diosa. Descubrió que el aliento perdido no era por la sorpresa, sino por la maldición: vio sus manos tornar su carne en oro, su ropa en platino y sus añoranzas en pesares.

 

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Bajo las cloacas de Fénet, lord Bygton sigue cavando un túnel que lo saque del sótano donde lo atraparon. “Deseo la inmortalidad” pidió años atrás a la potestad del templo. Él se lo concedió, pero entonces un seísmo arrancó las columnas y apisonó su cuerpo bajo tierra y roca. La muerte le hubiera asustado menos que la inanición y la oscuridad total, no sabía su subía o bajaba, él solo arañaba sus alrededores con sus ajadas manos, hasta llegar a algún lado, hasta salir en busca de un modo de morir y olvidar.

 

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Thormand el enano, robó de una cripta maldita la legendaria Daga del Ocaso. Las leyendas sobre esta arma sólo circulaban entre runistas élficos.

 

Flintilas, nieto de Thormand, la heredó mientras los reinos del Oriente seguían creciendo en potencia militar y mutilaban a las tribus humanas que vivían junto a la Meseta Zdjandja.

 

El gnomo Camil Forn Hurgen, compró el arma en medio de una borrachera de Flintilas: se había vuelto alcohólico tras la muerte de su hija a manos del Ejército del Nuevo Orden.

 

Qüen Berdgten Frangst, concejero del rey Hust viii, descubrió la existencia de la Daga del Ocaso: aquella que podría acabar con cualquier enemigo si se mezclaba con el poder de la Corona de los Cinco Vientos: reliquia de los reinos zdjandjaleses.

 

Hust ix fue quien encontró las ruinas de la cripta maldita, su devastado reino tenía todas sus esperanzas puestas en esa leyenda: era la única arma en contra de Krungsh, el Conquistador del Nuevo Orden. Era última oportunidad, el único impedimento para que el señor de los reinos del Oriente venciera las últimas líneas de defensa y masacrara al resto del continente.

 

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Se requirieron 180 años de trabajo para que la Gran pirámide de Kalupuntur quedara terminada y lista para enterrar al supremo faraón. Cuatro generaciones humanas trabajaron en el proyecto, creando una de las máximas maravillas de Iridien.

Solo se necesitaron 28 segundos de meditación y de evocar “Lluvia de fuego” en dracónico para que todo aquello se viera convertido en magia residual.

 


Skitterphoto en Pixabay

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