martes, 27 de octubre de 2020

Militancias

El señor Serrato fue el primero en ver llegar ese autobús a Churubusco el Alto: descendieron Luciferino —quien unos meses atrás había colocado su agencia de viajes a una calle de su terrenito— y un sujeto embarnecido, este último llevaba al hombro una bolsa de cuero. El extraño era rubio, blanco y de ojos azules; hasta gringuito parecía. El señor Serrato espió desde la esquina cómo aquellos dos discutían un asunto misterioso e importante.

Luciferino había prometido a todos en el pueblo que iba a renovar el turismo y traer más almas a Churubusco el Alto; a pocas semanas ya tenían un nuevo inquilino.

La pareja se dio cuenta de cómo Justino Serrato los miraba y decidieron agarrar camino. Quisieron librarse de la plática, pero al estar parado en la mera esquina, el señor Serrato les interceptó.

—¡Qué tal! —se animó a dirigirles la palabra —. Buenos días.

—Buen día, don Serrato —le respondió Luciferino—. Le presento a mi amigo el general.

—¿General? —el señor Serrato recorrió de arriba abajo al hombre. Se le veían unos brazos anchos y un rictus marcial—. Pues sí… sí parece militar.

—General Fulgencio Buenrostro, señor Serrato. Mucho gusto.

El apretón fue tan duro como una cabalgata en el desierto; Justino no estaba acostumbrado a la rudeza.

—Qué buenas manos —abanicó el brazo como para desembarazarse del dolor.

—Gracias, señor.

—¿Viene de visita?

Luciferino interrumpió: —Hoy compra casa aquí.

—¿La casa del padre Morelos? —preguntó el señor Serrato.

—Exactamente. Ahí a un lado de la Alcaldía.

—¿Seguimos? —el general Buenrostro, algo harto, le hizo un ademán a Luciferino.

Los dos se encaminaron calle abajo hasta doblar a la derecha.

 

El padre Arnulfo esperaba al interesado en comprar la Casa Morelos. Tarareaba alguna canción folklórica y cruzaba las manos por detrás de su espalda. Su ánimo se le cuajó cuando vio a Luciferino a lo lejos. Algo tenía ese nuevo inquilino que no le gustaba; pero vender la Casa Morelos le ayudaría al convento de sor Melchora de Eixample.

—Padre Arnulfo —Luciferino sacó su sonrisa felina—, pero qué coincidencias. ¿Usted va a mostrarle la casa al general?

El religioso analizó al rubio y se dio cuenta que sí, efectivamente: era un militar.

—General Fulgencio Buenrostro, padre. Mucho gusto —el apretón que dio casi le rompe el viacrucis al hombre—. Tengo entendido que quieren vender esta casa. ¿Puedo verla?

 

El lugar era fresco y polvoso. Desde los tiempos del padre Morelos —primer religioso de Churubusco el Alto— la casa no se había limpiado. El polvo intacto parecía querer conservar la beatitud del muerto; no era para menos, el padre Morelos era quien había traído al pueblo a la Virgen del Valle Mayor.

Al padre Arnulfo se le hizo raro ver la casa tan descuidada, porque en vida, la hermana del religioso, Jacoba Morelos, siempre había sido diligente con el orden: se la pasaba limpiando la casa de su mellizo. Decían las malas y buenas lenguas de Churubusco el Alto que la Casa Morelos era un ejemplo de inigualable pulcritud porque Jacoba se pasaba horas fregando trastes, lavando ropa o cosiendo en su habitación. Seguramente, si hubieran sido más sentenciosos, entre frase y frase, podrían haber escuchado aún los suspiros de Jacoba escurrirse por las paredes.

—¿Viene solo o tiene esposa?

El general se abrió de ojos y Luciferino no pudo hacer más que reír por lo bajo. Si supiera sus motivos para llegar a Churubusco el Alto; esa loca.

—No… es para mí nada más.

Abrieron la entrada, el zaguán conectaba con el patio; este a su vez daba a tres espacios diferentes: una habitación con toda la pinta de ser estudio, la cocina y un baño; al fondo del patio había unas escaleras para ir al piso de arriba, ahí se ubicaba la recámara principal, el cuarto de lavado con otro baño, un bonito cuarto con vista a la calle y la habitación del fantasma. Si uno se seguía hasta la cocina, encontrarían un gran árbol de limones, lo malo era que estaba seco como lágrimas de viuda.

La casa parecía muy buena.

—Se la dejo en seis mil piezas de plata, señor Buenrostro —es el remate que le da la arquidiócesis.

—¿Y cuánto sería en oros?

—¿En oros? —el padre Arnulfo sintió que le hablaban en ruso. Gracias a la Iglesia sabía del oro, pero nadie en Churubusco el Alto usaba aquella medida.

—Como sabrá… —intervino Luciferino—, el general viene de Atototlán de la Paz, y allá no usan reales.

—Sopéselas usted —el militar le dio una moneda de oro al padre Arnulfo y pudo sentir el gramaje.

Al padre se le abrieron los ojos como maravillado: tan puro y limpio; tenían razón los otros religiosos con quienes se carteaba de vez en cuando: el oro era la representación de Dios en el mundo. Si aceptaba ese metal no sería por codicia, sino porque la plata de Churubusco era negra y corrupta.

—Pues… oiga… pesa mucho.

—Claro, padre; es oro.

—Con esto, si quiere…

—Padre… es una moneda solamente —el general miró a Luciferino con un rictus de incredulidad.

—No-no-no-no-no… — el religioso abanicó su mano mientras se quedaba absorto en su reflejo dorado—. Más bien le tendría que dar cambio yo.

—Padre Arnulfo —el general quiso rechistar; pero Luciferino levantó un dedo al aire.

—Si su excelencia está de acuerdo —se sacó un contrato de entre la ropa—, podemos firmar—. Sospecho que el general Buenrostro no requiere que le den cambio.

—Pero es muy poco por una casa, es apenas una moneda, en Atototlán de la Paz una casa me valdría…

—¡Dos monedas! —gritó Luciferino—. Pero comprenda, general: Churubusco es más barato que las capitales. Usted guarde su dinero. Después de todo lo que tuvo que pagar para venirse a vivir acá, no vamos a desfalcarlo —le dio unos golpecitos al bolso de cuero curtido; allá dentro habían cerca de veinte mil monedas más de aquellas. Su retiro iba a salirle baratísimo. No quiso ni preguntarse cuánto ganaba el resto de las personas en ese pueblito.

 

Después de una larga charla en la agencia y una buena comida en la cenaduría de doña Mitotes, Luciferino llevó al general Buenrostro a probar suertes en el bar de Apolonio Garcés.

—¡Pásale, Luciferino! —el joven cantinero recibió a los nuevos clientes—. ¡No hay mejor manera de conocer Churubusco el Alto que venir a mi taberna! —en la barra resonó el vasito lleno de brandy de Jerez.

Luciferino hizo una seña para que le sirviera lo mismo al nuevo. Apolonio Garcés se la pensó un poco, pero cumplió con la comanda.

—Aguas que está fuerte, para morirse—Apolonio Garcés guiñó estúpidamente—. ¿Sí habla español?, ¿o es gringuito?

—Claro que sí, señor.

Apolonio Garcés se asustó de esa voz que sonaba como trompetas de llamado a honores. Era la voz que debía tener un hombre, y lo demostró bebiéndose de un solo trago todo el brandy de Jerez.

Luciferino se maravilló de aquella hazaña, él también podría haberlo hecho; pero esos licores eran raros y debían paladearse.

—Sírvale a mi compañero algo más fuerte, ¿no, don Apolonio? Algo que se pueda tomar así de aguerrido.

Nadie le llamaba “don Apolonio”, pero cuando escuchó aquello supo que sería su nuevo nombre.

—Como guste, don Luciferino.

Aún nadie llamaba así tampoco al Diablo; pero supo que ya se irían acostumbrando a tenerlo ahí metido entre las gentes de Churubusco el Alto.

El tabernero dejó una botella de aguardiente frente a la pareja. Don Luciferino seguía dándole sorbitos a su brandy de Jerez. El general Buenrostro se sirvió un par de tragos y los apuró con la sed de un hombre que descansaba después de una campal. Tanto había sufrido por esa vieja loca; pero ahora estaba lejos: con casa y con dinero, se sintió realizado. Y, de trago a trago, iba a brindar para sus adentros hasta que se le olvidara por qué celebraba.

—¿Y qué hace usted por acá en Churubusco el Alto? —preguntó Apolonio Garcés.

—Me retiré del ejército.

—¿Era soldado? —poco a poco los rumores de la plática fueron viajando en el alcohol de las palabras.

Luciferino le contó ya ocho tragos.

—General —le corrigió—. Batallón 604 de Atototlán de la Paz —el hipo le atacó de súbito—. Estaba requerido a proteger la zona de unos criollos: los Olotes; pero tuve complicaciones…

Luciferino interrumpió: —Una mujer…

Esa intervención no le hizo gracia al general Buenrostro.

—¿¡Se le murió!? —Apolonio Garcés se llevó la mano a la boca.

—¡Ojalá! —se rio el general y se echó a la garganta el décimo trago de la noche—. Me estaba persiguiendo, la coneja aquella.

—¿Cómo?

—Viejas raras… Se enamoró de mí la méndiga. Que me vio güero y se le mojaron las ganas a la cagrona; pero nadie le da órdenes a Fulgencio Buenrostro. ¡Que no querían que me tostara con el sol! ¡Ja! —Luciferino calculó otros seis tragos antes de que perdiera el conocimiento.

—Pues con respeto, pero sí está guapo, señor general.

Luciferino soltó una risa ahogada. Sacó su pluma fuente y escribió unas cosas en un posavasos que luego guardó. Apolonio ardió de envidia sabiendo que aquello seguro era otro soneto.

—¿Y le dijo que no?

—Me la pensé… me ofrecieron dinero —juntó los dedos para hacer más histriónica su narración—. En el ejército yo daba las órdenes, y no una descabezada como esa.

—Entonces le dijo que no.

—Para nada. Le dije que sí.

—¿Y eso?

—Fue cuando conocí a Luciferino.

—Ah, jijo, ¿andaba en Atototlán de la Paz?

—Negocios: me llegó desde Alemania una máquina para hacer joyería, eso y quería comprarme una pluma nueva. ¿Quiere verla? —la arrastró por la barra hacia él—. Me lo encontré en un bar. Ya sabe que busco bebidas de buena calidad.

—¿Y qué le dijo?

—Pues… —Luciferino estiró la mano y le hizo una seña a Apolonio Garcés para que probara la pluma fuente—. Lo vi desangelado, le comenté de mis negocios…

Dos tragos más y se le iría por completo.

—¿Su agencia de viajes?

El general Buenrostro se burló en silencio. “Ah, pa’gente tonta”, pensó el militar. Creyendo que Luciferino tenía un negocio digno. Bien se acordaba de aquel papel mohoso que firmó con sangre. “Ya ni llorar es bueno”, se dijo apurando más licor a su garganta.

—Le di una oportunidad de tener una vida nueva. Le llamé al padre Arnulfo y compramos la Casa Morelos.

—¿Y en cuanto le salió?, si no es mucha indiscreción.

—Seis mil reales de platas en oro.

—¿En oro?

Luciferino se adelantó: —Sí, es la moneda de Atototlán de la Paz, allá no usan reales.

—Qué raros son… sin ofender al presente.

El general Buenrostro se echó el último trago de la noche.

—Viejas locas… y su familia más. Pero el dinero… —Luciferino le puso una mano en el hombro al general Buenrostro—. La van a meter al convento a la entenaa: ya la quiero ver como si estuviera en la cárcel: sumergiéndola en agua helada y dándole de tomar vinagre para que se purgue toda su locura.

—¿Nos vamos? —Luciferino se puso de pie.

Apolonio Garcés se quedó mirando al par con desconfianza.

—Páguele, general.

—Seis monedas.

El general Buenrostro veía triple; apoyándose en Luciferino sacó las monedas de oro que golpeó aparatosamente en la barra.

—Pero de plata…

—Cabrones aprovechados.

El hombre dispuso otras seis monedas y se las puso en la barra. Desde ese día la taza de cambio de la taberna sería dos a uno, perdiendo el oro.

Apolonio Garcés se la pensó dos veces en hablarle a Luciferino: —¡Se le olvida su pluma! —le dolió desprenderse de aquel objeto.

—Don Apolonio… —Luciferino hizo un ademán extraño—, la información que escuchó es delicada… ¿Me entiende? El general tiene que proteger su reputación y no podemos dejar que aquella insana mujer lo encuentre.

Apolonio Garcés asintió. Empezaba a desarrollar cierto asco hacia el extraño, mismo que iban sintiendo los demás pobladores de Churubusco el Alto.

—¿Le parece si guardamos el secreto y perdona a mi amigo?

Silencio.

—Es más… —el ademán se repitió—, quédese mientras con la pluma como señal de buena voluntad… a la mejor le sirve para echarse unos sonetitos.

La codicia carcomió a Apolonio Garcés, haciéndole sacar una mueca de felicidad: pecado disfrazado de sonrisa.

—¡Qué sería de mí si mis clientes no pudieran confiar en Apolonio Garcés! —Luciferino lo tenía por completo, él era su as bajo la manga—. ¡Buenas noches a ambos! Acá los espero.

Vio alejarse al par: Luciferino cargaba al general sirviéndole de muleta. Pese a la delgadez del vendedor y la complexión del militar, parecía no costarle trabajo cargarlo. Ya que escribiera con la pluma entendería por qué era aquello, por fin tendría completa conciencia de quién era Luciferino y compartiría el secreto con Fulgencio Buenrostro, el boticario… y próximamente con don Gaspar.

Por su parte, el general descubrió que en su tierra natal una casa podía pagar cerca de cien mil bebidas; pero aquí —en Churubusco el Alto: tierra de locos—, necesitaba doce casas para comprarse una noche de borrachera. ¡Bonito lugar al que había llegado!

 

No supo cómo amaneció en su cama vistiendo un pijama verde militar. De hecho, por su resaca, poco le preocupaba razonar aquello. A menos que estuviera en casa de con Luciferino; no tenía ni idea de dónde se encontrara.

A estas alturas y con esa jaqueca taladrándole la frente, quería dormirse todo el día: preocuparse poco o nada por dónde estaba. Era libre, era lo que importaba. Libre, rico y con un mundo por delante.

—¡Levántese! —era una voz femenina.

Fulgencio Buenrostro medio abrió un ojo y vio a una mujer colocar un vaso con sal de uvas bien diluida en la mesa de noche.

—Lleva casi media mañana durmiendo; ya son las 10:28 y sigue en la cama.

El general Buenrostro entreabrió un poco más los ojos. ¿Y eso qué le importaba a esa señora? Borroso, vio difuminada a la mujer aquella. Parpadeó un par de veces, pero entre la luz y la resaca, no pudo ni levantar la voz.

—¡Señor, es hora de despertarse! Ya se le fue toda la mañana.

—¿Y usted qué quiere? ¡Déjeme dormir, carajo!

Se escuchó un respingo y la mujer desapareció.

Minutos más tarde, el general Buenrostro medio abrió los ojos y vio el vaso servido. Decidió acabárselo de un trago y buscar dónde estaba. Encontró —además de mareo y náuseas— su ropa —incluso la que no se había traído a Churubusco el Alto— perfectamente colgada en el ropero. No sabía de dónde salieron tantos muebles: en definitiva la decoración era un poco anticuada, como de siglos pasados; pero le parecía agradable, aunque le recordaba la casa de su abuela.

Salió de la habitación y pudo ver el cuarto de lavado, la otra recámara: era su casa. Chasqueó la lengua y bajó las escaleras.

¿De dónde habían salido todos los muebles?

¿Qué hacía aquella en su casa?

Giró para adentrarse en la cocina y la misma mujer le extendió la mano con un papel: —Se lo dejó el señor Luciferino anoche antes de montar los muebles.

Ni abrió bien los ojos, es más: ni reclamó su presencia dentro de la cocina.

 

Mi estimadísimo general,

Me tomé el atrevimiento de decorar un poco mejor la Casa Morelos, ahora deberemos llamarla Casa Buenrostro.

Algunos de los muebles estaban en el sótano; pero descuide, ya me encargué de ponerle naftalina para que no siguieran oliendo a humedad.

En cuanto a su equipaje: mis hombres saquearon su habitación en Atototlán de la Paz. Si se preocupa de que cierta persona supiera de su viaje, tenga por seguro que usted no será localizable ni por los mismísimos ángeles. Su admiradora, no tendrá rastro suyo en ningún momento. Y, en caso de que esa mujer llegue a Churubusco el Alto, yo le prometo que lo coloco en un autobús que lo mande a otro lado donde siga teniendo tranquilidad.

Lo que pagó fue suficiente para que le diera su vida. De eso me encargo yo.

Si tiene necesidad de hablar conmigo, ya sabe dónde encontrarme.

Luciferino

 

Le dio una segunda leída a la carta. Comprendió que estaba en su casa y que aquellos muebles eran parte del mal gusto de su contratista. ¿Qué podía esperar de alguien que usaba zapatos puntiagudos y saco en pleno sol de la tarde? Reparó en que tuviera todas sus monedas de oro, el bolso pesaba lo mismo; pero se dio cuenta de su inocencia: primero desconfiar de los hombres que de Luciferino.

—¿Va a querer desayunar? Su amigo dejó papas, huevos y chorizos ¿Qué le preparo?

¡Esa voz de nuevo! Allá una mujer fregaba la loza. Pero ahora que la veía un poco más despierto notó que algo debía tener en los ojos: era transparente.

—Mucho gusto, señor. Soy Jacoba, para servirle a usted y a… bueno… a usted nada más.

—¿Cómo entró en mi casa? —el general era hombre de guerra, pero se dio cuenta de que a simple vista una mujer no resultaba tan amenazante; aunque, era rara. Conocía todo tipo de mujeres en Atototlán de la Paz, ¿pero transparentes? Algo había escuchado de que en ese pueblo pasaban cosas medio raras: como el chamán Grabiel que mataba con una imposición de manos; pero, ¿personas transparentes?

—Nuestra casa, dirá.

—No, señora. Pagué por ella con dinero constante y sonante —era muy temprano para andar con pleitos.

—A mí no me engaña ni me hace taruga. Vi cuánto le pagó y yo sé lo que vale mi casa.

—¿Y quién se cree usted para decir que es su casa?

—Jacoba Morelos, heredera legítima de esta santa construcción hasta que me vaya al cielo… ¡Y no me voy a ir!

—¿Morelos? Entonces es de los antiguos dueños.

—No me malentienda: no soy de los viejos dueños; que muerta sigo siéndolo. Eso que usted pagó se lo permito por toda la planta de abajo, sin contar la cocina, claro está; ni el lavadero y menos el cuarto de arriba; ese es mío.

—Qué tonterías son esas. Si quiere que le pague tome —el general se aproximó a su bolso— ¿Cuántas monedas quiere pues?, ¿tres?, ¿cuatro?

—Ahí sí no se puede hacer nada, señor. ¿De qué me sirve el dinero a mí que ya estoy muerta?

—Lo mismo le pregunto: ¿de qué le sirve a usted esta casa?

—Hombre tenía que ser… Se nota que no sabe lo importante que es el hogar para una mujer hecha y derecha.

—Señora, ¡está muerta!

—Pero decente, y eso ni la muerte me lo quita.

—Me fui de mi casa para escapar de una loca y me encuentro con otra. ¡Ah, qué jijos!

—Me modela sus palabras que aquí no se andan diciendo groserías.

—Yo hago lo que me venga en gana en mi casa.

—Pues de la cocina para fuera, que aquí no me va a venir a gritar. Y no ha respondido… ¿va a desayunar o no?

—Ah, viejas canijas. Hasta muertas son buenas para joder.

—¡Jum! Pues no me conteste; le voy a preparar lo que yo quiera.

En pocos minutos, el general Buenrostro tenía frente a él un suculento plato humeante: cuatro huevos revueltos y un pedazo de chorizo que escurría manteca roja.

El fantasma miró al general.

—¡Ándele pues! Lávese las manos y véngase, que mis platos no están para comerse fríos.

Era su segundo día en Churubusco el Alto y el general Buenrostro ya había descubierto que nadie estaba cuerdo en ese pueblo guajolotero; ni siquiera los aparecidos.

—Y antes de que se vaya a asear, mínimo dígame su nombre, oiga. Que no lo voy a estar tratando de “usted” y de “señor” todo el tiempo. ¡Jum! Vivir en mi casa y ni presentarse. Estos muchachos groseros.

—General Fulgencio Buenrostro.

—¿Ve? Tan fácil que era. Ya sígale a lavarse las manos que se le va a enfriar.

En esas miserables horas ya había visto más que en toda la Guerra de los Olotes. Tanta discusión le levantó un dolor de cabeza más fuerte; por lo que se quiso quitar de problemas: fue al baño y se aseó para desayunar. Pese a todo, tenía hambre y la carne le bajaría la migraña; además, lo que menos quería lograr era discutir con otra vieja.

Enojado estaba; pero al dar la primer mordida descubrió una buena razón para que el fantasma viviera con él —que tampoco era como que viviera mucho; estaba muerta—; si esa mujer quería quedarse con él en la casa, le iba a decir que sí.

—¿Está o no está bueno?

—No, pos sí…

El fantasma de Jacoba Morelos movió un par de ollas más y sirvió un par de tazas de café.

—¿Y usted qué está haciendo acá en Churubusco el Alto?

—Nombre, ¿pa’ qué le digo? Las viejas no son de fiar… —probó los huevos y descubrió que estaban tiernitos: como le gustaban.

—Ay, no sea tarugo, señor Buenrostro. ¿Qué no sabe que los secretos se llevan hasta en la tumba? Pero tiene razón en eso de que las mujeres no somos de fiar —la memoria se le agolpó en el espíritu—. Aunque ya con eso, ya me dijo muchas cosas: militar, güero, ojos azules, desconfía de las mujeres y le gustan los muebles de viejita. Pues ni modo, ya me tocaba pasarme la eternidad con un jotito.

—¡Ah, no me friegue, señora! ¡No soy de esos!

—Bueno, tampoco le vería nada de malo.

—Vieja necia, ¡que no! —le dio un sorbo al café: era el más sabroso que había probado en su vida, ¿era canela o clavo ese saborcito que se le escapaba? Nomás por el gusto de la comida decidió contarle todo—. Le vengo escapando a una loca y a su familia. A mí nadie me manda y esos malditos me querían contratar… comprar… ¡algo así! Yo soy hombre pa’que vea.

—Pues da igual le huyó al compromiso. Qué buen general me salió, si no puede con una mujer y dominarla cómo es la ley de Dios… ¡Ay, no Ése qué! La ley del hombre ha de ser. Pero le huyó a una muchacha… ¿Ya ve porque tenía mis sospechas de usted? Pa’mí que sí es jotito, oiga.

—Vieja cabrona.

—¡Qué en mi cocina no se dicen groserías! ¿No escuchó?

—Pinches viejas locas —el general Buenrostro azotó la taza en la mesa. Se puso de pie; tomó su bolso de monedas y se fue hacia la calle. Antes de cruzar la puerta principal dio media vuelta y gritó a todo pulmón:

—¡Cabrona! —el patio sí era suyo e iba a decir lo que le diera la gana, que su oro le había costado.

 

Ya a las 4:00 de la tarde, el general Buenrostro entró de nuevo en la casa. La comida le había costado casi quince monedas de oro y, por desgracia, en ningún lado le ofrecían un cambio justo de una pieza de oro por varias de plata. Hasta parecía que la vieja que lo persiguió por todo Atototlán de la Paz le había pasado su locura al pueblo completo. Sopesó lo que había sufrido en esos dos días: a pesar de todo, tolerar la irracionalidad de Churubusco el Alto era mejor que despertar a medianoche con una vieja encuerada encima de él queriendo endilgarle un hijo.

Dejó su bolso en la mesa de la cocina y se encontró con la taza de café que el fantasma de Jacoba Morelos se había servido en la mañana.

—Bonitas horas de llegar, eh.

—Bueno, ¿y a usted qué le importa?

—Pues que hice de comer y ya se le enfrió.

Se la pensó un poco y miró de tanto en tanto las cosas servidas.

—¿Usted come?

—Ahí anda con sus preguntas tarugas otra vez.

—¿Entonces pa’que cocina?

—Pues ya estoy aquí, ¿qué puedo hacer? Si aquel de arriba me dejó, mínimo me tengo que entretener. Mi hermano me prometió que me iba a dar los santos óleos antes de morirme; pero el desgraciado se le olvidó: nacimos juntos y juntos nos íbamos a morir —un suspiro de ultratumba le dio conmiseración al general Buenrostro—. Ya luego le contaré acerca de las cosas que hizo aquel canijo. Si no se me va otra vez —lo miró con saña—, porque a cómo tiene su carácter… Una le dice algo y luego se encabrona y se va de la casa.

—Señora, está en la cocina; respeto.

El fantasma de Jacoba Morelos se rio. En vida siempre había sido la segunda en nacer, la mujer, la sirvienta, y ahora, con casi cuatro generaciones de haber muerto, se dio cuenta que era la primera carcajada en toda su existencia. Los fantasmas no lloraban; pero de mera felicidad lo habría hecho.

—Ándele pues. Vaya a lavarse las manos en lo que prendo la estufa. Y no me importa si ya comió, ¡eh! Le voy a preparar cuatro tacos; así que se los traga.

Ese fue de los últimos días en que al general Buenrostro se le vio delgado. Sí, se había escapado de Atototlán de la Paz para huirle a esa loca, para no casarse, no tener las responsabilidades de un marido. —Bonita chingadera… —susurró por lo bajo.

—¿Qué anda diciendo?

—Nada… Jacoba, nada —suspiró—. Sírvame el plato, pues —se lavó las manos en la tarja de la cocina.

—¿¡Y a fuerzas quiere hacer lo que quiere verdad!? Las manos se las lava en el baño a la siguiente. Hace las cosas como se debe o no las hace.

—Pues a la siguiente muérase como se debe y así no voy a tener que estar aguantando fantasmas ruidosas.

—¡Ándele, pues! Tome —le dejó el plato en la mesa. Estaría enojada; pero su comida tenía algo de sagrado y no iba a aventarla por un mugre enojo—. Ahí mañana me trae tempranito un pollo fresco y unas papas que voy a prender el horno.

El general Buenrostro se aguantó los regaños y dio un bocado: ya le diría sus verdades al salir al patio.


 


viernes, 23 de octubre de 2020

Los cazadores de conejos


[1718]

 

Cuando todos guardaron silencio, lo único que sonaba era el crepitar del fuego. Después de beber, comer y jugar cartas,  habían decidido intercambiar historias; eso les hizo callar. Las noches sin Luna eran peligrosas, más porque el nuevo había hablado sobre Evangelina.

—Esas cosas no se cuentan acá, Ifigio…

—Ni me dejaron terminar. ¿De verdad creen que lo que dicen de Evangelina sea…

—¡Jesús mil veces! —Danilo sacó el arcabuz—. O te callas tú o te calla el yerro, malparido. Hay cosas que no se dicen ni en este lugar… ni en ningún otro. No andes nombrando a esa… a esa.

Ifigio se levantó y murmuró un juramento. Todos en ese círculo alrededor del fuego eran unos supersticiosos: andar creyendo en esas babosadas. Se alejó de ellos y fue a buscar dónde orinar.

—Este imbécil no sabe lo que acaba de hacer. ¿De dónde los sacas, Rodolfo?

—Pues me lo recomendó el señor De la Cruz; pero bueno que resultó para errarle.

—Malparido… el patrón debió advertirle acerca de lo que no se dice durante las noches sin Luna… —Danilo le dio un trago a la botella y miró su arma—. Mejor enterremos la plata y vámonos de aquí.

—¿Y los conejos?

—Decimos que no encontramos… —se removió dentro de su poncho—. Yo no me pienso quedar a esperar para que esa vieja se nos aparezca.

 

A lo lejos, Ifigio se abrochaba el pantalón después de haber vaciado su coraje. Entonces la vio allá en una roca. A pesar de la reinante oscuridad cernida sobre todo el Valle Mayor, la cara de esta mujer brillaba con iridiscencia fantasmagórica. Ifigio, como movido por su deseo, empezó a caminar hacia allá, perdiéndose en la ausente voz melódica que embotaba su mente. Esos ojos violetas y cabellos plateados le conminaban a seguir avanzando.

En el anonimato de la noche, esa mujer, Evangelina, se puso de pie y con su dedo índice invitó a Ifigio a aproximarse a esos ojos brillantes, mirarle la cara y tocarle sus pechos.

 

El corro de cazadores de conejos se había apartado del fuego central para adentrarse al Valle Mayor hasta la Piedra del Tecolote, ahí debían enterrar las seis monedas de plata y dejar sus trampas abiertas.

Así había sido siempre… y así seguiría siéndolo.

Quizá fue el paleo constante, el zumbido de las moscas sobre el monolito, o incluso la distancia de Ifigio; pero los cazadores de conejos no escucharon las arrojadizas palabras que se gritaban a lo lejos.

Entre el agujero y las jaulas se habrían tardado veinte minutos; suficiente para que Evangelina hiciera lo suyo: incitar a los hombres con esos cabellos plateados que parecían sumergidos en una densa bruma.

 

“Es casto”, se dijo cuando escudriñó en la mente del jovencito. Aún más coqueta, giró los hombros para desembarazar la ropa y dejar a sus pechos libres de cargar el peso de la tela.

A Ifigio se le nubló la vista: en ese instante solo estaba ella. Conocía muy en lo profundo que se trataba de Evangelina, a la que había convocado esa noche; pero se le borró por completo lo que sabía de aquel ser, dejando al deseo escurrírsele entre las piernas y apuntar hacia delante.

 

Cuando los cazadores de conejos regresaron, notaron la ausencia del otro. Sus huellas se alejaban de la Piedra del Tecolote. Así, tomaron armas y avanzaron lentos del miedo.

Danilo se santiguó con su cruz de oro y se percató del sinuoso ruido que llegaba desde lejos: era un arrebatado coito tajando el silencio del Valle Mayor, tan afilado como los colmillos de Evangelina. Con ese horrible ruido, avanzaron acompañados de la oscuridad, ella les susurró un pánico intenso junto al crujir del pasto seco y el desgaje de los terrones destruidos a su paso.

Danilo estaba seguro de que era porque la llamó el malparido aquel. Habían dicho el maldito nombre de la Bruja. Se detuvieron al escuchar ese ruido de carne contra carne: lo notó con más detalle. Allá en las sombras, resonaba el pecado y la maldad.

Apretó el oro sobre su pecho y disparó al aire, más por miedo que por necesidad. Un grito de pesadilla resquebrajó todo el Valle Mayor; notaron la sombra etérea de una mujer de velos blancos y vaporosos huir del sitio como animal de presa.

Al verla escapar, los cazadores de conejos corrieron rumbo a Ifigio. Lo hallaron abierto de panza y seco de sangre. En todo derredor, pequeños conejos enlodados de rojo-sangre comían los trocito de vísceras regadas por los suelos; eran las sobras del festín de Evangelina.

Danilo permaneció renuente a tocar el cuerpo.

—Hay que llevarlo de regreso; ¿cómo lo explicamos?

—Algún coyote que nos atacó en la noche… —sugirió Anacleto.

—No hay coyotes en Churubusco.

—¡Pues ya los hay! —interrumpió Danilo—, y ellos mataron a este crío.

—Tan joven…

—Joven y tarugo, ¿quién le manda a hablar de esa cosa tan cerca de la Piedra?

—Hay que agarrar los conejos y meterlos en los bolsos. Vámonos de regreso a Churubusco.

—¿Y qué hacemos con el Ifigio?

—A ese no lo toco; ya es de la bruja.

—Tendremos que dar explicaciones, ¿cómo le vamos a decir a Martita?

—Hagan como gusten. Yo no le voy a acomodar las tripas a este entenado —tomó un conejo por las orejas y lo levantó a la altura de sus ojos—. Cochino trabajo que nos toca hacer.

—Todos los cazadores de conejos sabemos el riesgo, Ifigio no se lo creyó.

 

[1690]

 

El padre Nicolás miró a los indios caminando afuera de su iglesia. Ninguno se persignaba: ¡pecado! Había familias convertidas; pero aún quedaban otros salvajes que celebraban ritos paganos. Un indio escupió al terregal frente a la iglesia y el padre frunció los labios como rogándole a Dios un castigo fulminante para aquel desquiciado.

Se secó el sudor de la frente con un pañuelito. Calle abajo, notó a una bandada de salvajes mirarle con sorna: era el hazmerreír del pueblo y todo porque el Capitán Aldonso de la Carpa no le quiso dejar siquiera seis hombres para hacerle justicia a los rebeldes. Ya le preguntaría a sus informantes quiénes eran aquellos.

El padre Nicolás vio ese antro a modo de iglesia. Desde que el Capitán fundó Churubusco hacía tres años, los españoles de sangre no eran bien recibidos en aquel territorio. De no ser por las extensas minas de plata, jamás se hubieran dignado a instalar un poblado en esos agrestes terrenos.

Atiborrado de desprecio, el padre Nicolás se metió en el templo y vio el mediocre acomodo que los locales habían hecho a la figura de Cristo Redentor.

—Santo Padre… —una pareja joven se le aproximó por la espalda.

Las aletas de su nariz se abrieron en un rictus de desprecio. Eran dos jovencitos, no recordaba siquiera haberlos bautizado.

—Los Santos están en el cielo… cuando se dirija a mí, llámeme solo “Padre”.

—Sí, su señor —el joven estrujó su sombrero mientras la mujer agachaba la cabeza como pidiendo disculpas por algo que no sabía.

—¿Qué quieren en la Casa del Señor?

—Su bendición: hoy vamos a juntarnos para tener un hijo.

—¡Pecado! —gritó retumbando su voz en esos muros vacíos—. Dios no permite a un hombre yacer con una mujer si no están unidos por la Ley de su Señor Jesucristo. Eso es lujuria: pecado capital. Ustedes no pueden hacer esas cosas si no están casados bajo la Ley de la Iglesia.

—Eso no lo podemos cambiar, señor. Nuestro hijo debe ser hecho hoy —esa superstición caló aún más en el religioso—. Pero queremos que sea cristiano como usted. Queremos que sea poderoso y hable con los dioses como usted.

—Indios injuriados… ¡Quieren jugar a la teología! Todos somos hombres de Dios, nadie tiene esos poderes que quieren; ¡eso es brujería!

—No necesitamos palabra de hombre; queremos palabra de Santo.

—¡Los Evangelios son claros en la Iglesia del Señor! —el grito reverberó con la terquedad del padre Nicolás.

—Buscaremos a quien sí nos ayude —dieron la vuelta y se fueron de ahí.

El padre Nicolás salió pronto del edificio en pos de la pareja. Allá a lo lejos seguían riéndose aquellos indios apestosos. “Ya verán”, pensó. Nunca entendió que sus informantes, aquellos que vendían secretos del pueblo a quien supiera pagarlos, no cooperarían en esa ocasión. Nadie hablaría de eso con el padre Nicolás: su negativa inclinaría a la pareja a pedir ayuda en otros territorios, y denunciarlos sería denunciarla a Ella.

 

[1691]

 

Unas uñas rascando la puerta silenciaron por completo los ruidos dentro de la casa.

Era la primera noche sin Luna a partir del nacimiento de su hijo.

Habían colgado un crucifijo en la entrada; bañado en agua bendita los alrededores; pero era lógico que aquellas supersticiones cristianas no eran efectivas contra Ella. Aunque hubieran puesto el círculo de ceniza alrededor del patio no funcionaría: y la pareja sabía lo que significaba.

Con un ademán, el joven azuzó a la mujer para que se sacara al recién nacido de la casa. Estaban dándole pecho, por lo que sus ruidos se redujeron a un balbuceo de leche. El hombre se llevó el dedo a los labios: eterna señal de silencio ante el peligro. La mujer apretó aún más a la criatura entre sus brazos y fue acercándose hacia la puerta trasera. En medio de la noche, una quietud anormal llenó la granja.

Por unos instantes el pánico soltó una densa neblina, ningún animal sonaba a lo lejos. En esa Luna nueva nada parecía tener vida, la madera volvió a crujir bajo las amenazantes uñas de quien rasgaba. El rasguido les resonó a modo de escalofrío hasta por debajo de la piel: era como cientos de agujas zigzagueantes por cada uno de los poros de la pareja.

Los pies polvosos de la mujer se fueron abriendo paso sin hacer ruido, pero cuando quiso abrir la puerta trasera, una figura se adentró al cuarto: era Ella.

Las valentías se arrejolaron hasta el centro de la habitación. Ahí estaba aquella que nueve meses atrás había protegido su unión.

—¿Se van? —profirió la mujer con una sonrisa que reveló unos colmillos fulgurantes a la luz de las velas—. Ese niño —estiró una mano para acariciar la mejilla; su madre lo alejó antes de que lo tocara— debe quedarse conmigo.

—Déjelo con nosotros… —suplicó el hombre—, le puedo pagar por él —aflojó un tabique y sacó una bolsita de seda—, tengo dinero español.

Aproximó el oro a la bruja; pero ella se alejó de aquel metal brillante.

—Tómelo, es suyo —insistió—; ¡no se lleve a nuestro bebé!

—¡El niño ahora! Nada de oro.

El hombre aproximó las monedas aún más y ella retrocedió de golpe. Sus horribles ojos morados se entrecerraron como si quisiera guardarse un poco más el recelo que le crecía desde sus entrañas.

—¿Es el oro? —el sujeto le dio unas monedas a su esposa y ella colocó una sobre el bebé.

—Teníamos una promesa: un niño para calmar mi sed…

La madre se asustó al descubrir esas palabras y los tratos que su hombre había hecho. Miró ceñuda a la bruja: —No lo tendrás: ni hoy, ni nunca…

Los colmillos del ser se escondieron en una mueca de desprecio.

—Los maldigo, Miramontes… los maldigo… Ya descuidarán a ese muchacho… Será mío… él y toda su familia, lamentarán el día en que decidieron desafiarme.

 

[1719]

 

Danilo le dio otro trago al licor. Se cumplía un año de aquella noche de Luna nueva cuando perdieron a Ifigio. Esa vez no venía ningún inexperto, todos los cazadores de conejos conocían aquellas leyendas y nadie se atrevería a pensar siquiera en el nombre de la bruja.

Malditas tradiciones: ir al Valle Mayor cuando la luna duerme, dejar las trampas para conejos junto a la Piedra del Tecolote, hacer un hoyo para la plata y esperar a la mañana siguiente. Aquella mujer cumpliría con su parte del trato: les dejaría dormir cerca de sus dominios sin matarlos, tomaría las monedas y llenaría de conejos las jaulas.

Así había sido siempre… y así seguiría siéndolo.

A Danilo se le metió un pánico por detrás de los ojos, pero un trago a su botella y una caricia sobre el cristo de oro lograron apaciguarle las ideas.

—Eres muy supersticioso, ¿verdad, Danilo?

—Lo necesario, señor De la Cruz —aunque el miedo igualara a todos los hombres, Danilo debía hablarle con respeto: Arturo de la Cruz era español y dueño de medio Churubusco.

—Los buenos cristianos no deben temerle a las supersticiones, Danilo… —para pensar mejor, le dio un trago a su bebida—. ¿De dónde sacaste un crucifijo de oro si toda la vida tu familia ha trabajado para mí?

Los cazadores de conejos se miraron de hito en hito. La conversación y el alcohol estaban llevando al señor De la Cruz a territorios peligrosos.

—Hace muchos años, mi madre se lamentó de perder unas monedas de oro. Mi padre la supo callar… nunca le gustaron las mujeres que pensaban tanto. Pero de esa época es que los indios de tus padres te colgaron ese collar. Me acuerdo bien: yo tenía ocho años.

—No sabría decirle, señor —Danilo no quería seguir aquel camino.

Los hombres empezaron a reparar en cómo se iba encapotando el cielo: parecería que los vientos avisaran que la bruja estuviese metiendo a los conejos en las jaulas. Seguro si prestaban atención, percibirían las uñas largas de Evangelina rascando el suelo para desenterrar la plata.

—Quiero verlo, Danilo —el amo estiró la mano.

—Lo siento, señor De la Cruz, pero no puedo… no es de broche. Cuando cumplí los catorce, mis papás lo hicieron a la medida.

—Con razón siempre tienes el cuello negro… Yo pensaba que era por ser indio —estiró la mano—. Quiero verlo. Yo lo llevo a reparar después. Corre en mis gastos, Danilo.

—Ahí dispense, señor De la Cruz; pero no se puede.

Los otros cazadores de conejos miraron perdidos a lontananza. Las querellas del señor De la Cruz y Danilo Miramontes poco tenían de importancia ya: ellos observaban asustados el Valle Mayor, a su oscuridad profunda y a la mujer de cabellos vaporosos caminando descalza hacia su campamento.

—Te estoy diciendo que me la des, indio.

—Señor… —Danilo quiso detenerlo, se llevó la mano al crucifijo y cerró su puño con fuerza.

—Reconozco el oro español, Danilo. Los querencieros de tus padres se lo robaron a mi madre, ¿verdad?

Mientras Evangelina se acercaba, los cazadores de conejos se pusieron en pie. Avanzaron sintiendo la excitación palpitarles en la entrepierna.

Arturo de la Cruz serpenteó sus dedos hasta el collar y jaló venciendo el eslabón más débil. En su mano tenía el cristo de Danilo: aquel forjado a partir de las monedas que le defendieron de la bruja al nacer.

Ninguno escuchó el bestial grito propiciado por Evangelina desde el fondo del Valle. En el aire flotaban los otros cazadores de conejos, sus caras lívidas y cuellos rotos indicaban el destino que les había dado Ella. En cuanto rompiera su hechizo, caerían muertos hasta el suelo.

Desde el cielo sin luna, una voz reptó hasta aquellos.

—Miramontes…

Arturo de la Cruz miró a la Bruja del Valle Mayor. Estúpidamente, el miedo le crispó las manos y la cadena resbaló por entre sus dedos. Empezó a llorar ante el ahorcamiento repentino.

Evangelina, mostrando una sonrisa desquiciada, alzó por los aires al terrateniente. Las piernas se le movían tratando de asirse a algo; pero él seguía subiendo, como si el viento quisiera arrancarle el cuello. La agonía duró poco; la palidez se apoderó de su cuerpo y se unió a los cadáveres flotantes que se sostenían por cuerdas invisibles desde las nubes.

—Miramontes… —el viento se sincronizó con la voz de la bruja haciendo más ominoso su llamado.

Danilo no se dejó esperar: disparó su arcabuz directo al pecho de la mujer.

Apenas retrocedió unos centímetros; en su piel estaban los agujeros de los perdigones; pero no manaba sangre, sino que de sus pechos escurría leche… una leche plateada y espesa.

Danilo miró el crucifijo en el piso, ¿se arriesgaría a ir por él?

La bruja lo levantó como a su jefe. No sintió el ahorcamiento, pero sí un sofoco que le acercaba al desmayo.

—Tus padres me prometieron que calmarías mi sed, Miramontes… —La mujer se relamió los colmillos—. En tus venas corre mi maldición… un trato que rompieron cuando no me dejaron beberte todo. Antes de que fueras un hombre, Danilo.

Las venas de Danilo bombeaban un pánico pesado. Sudado de miedo, temblaba desde arriba. El viento le helaba por dentro y por fuera.

—Ya no me sirves para eso, Miramontes… ahora quiero otras cosas.

El cuerpo de Danilo fue bajando al suelo. Lo arrodilló sin mover ni un dedo, solo sus penetrantes ojos purpúreos dieron la orden silenciosa para que descendiera. Lo acostó de lleno en el terregal.

—Colabora conmigo y hoy tendrás riquezas, Danilo; en unos años, la fama; y después: el poder.

Cuando el hombre tragó saliva, el Valle Mayor le regresó un sonido de muerte y espanto.

—Quiero tres hijas, Miramontes… dámelas y no le faltará nada a los tuyos…

La imagen que le mantenía cuerdo: el crucifijo de oro, se fue desvaneciendo para convertirse en el fuete de su patrón. Arturo de la Cruz yacía muerto allá arriba. ¿De qué le servirían sus terrenos ahora?

—¿Aceptas, Danilo?

El hombre tartamudeaba de un frío que se le había metido hasta el alma. Echado como estaba, decoraba su vista con los otros cazadores de conejos: cuerpos pálidos flotando sin que el aire les tocara.

—Quiero todo lo que tenía la familia De la Cruz.

La bruja sonrió para sí, le bajó los pantalones al indio y masajeó su entrepierna.

—Dame a mis tres hijas y haré de los Miramontes los más poderosos de todos los Churubuscos: de este y del que le sigue.

Los colmillos asomaron de nuevo. Danilo logró soltar su brazo del hechizo. Allá arriba yacían los cuerpos de los cazadores de conejos. Mientras la bruja lo desvestía vio que a su lado tenía el crucifijo de oro, era cosa de estirarse y tomarlo con su mano libre. Evangelina le tocó con delicadeza y le besó el pecho. Juntó ambas intimidades. Danilo quiso estirar la mano; y pudo haber tomado la cruz de oro, pero prefirió un beso condenatorio: rozó la cara de aquella mujer y firmó un pacto que duraría eternidades.


viernes, 2 de octubre de 2020

Libro: Quimera

Les dejo una plaquette donde sale obra mía. Gracias a Federico Jiménez y a Editorial Universidad de Guadalajara por esta oportunidad. 





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