viernes, 23 de octubre de 2020

Los cazadores de conejos


[1718]

 

Cuando todos guardaron silencio, lo único que sonaba era el crepitar del fuego. Después de beber, comer y jugar cartas,  habían decidido intercambiar historias; eso les hizo callar. Las noches sin Luna eran peligrosas, más porque el nuevo había hablado sobre Evangelina.

—Esas cosas no se cuentan acá, Ifigio…

—Ni me dejaron terminar. ¿De verdad creen que lo que dicen de Evangelina sea…

—¡Jesús mil veces! —Danilo sacó el arcabuz—. O te callas tú o te calla el yerro, malparido. Hay cosas que no se dicen ni en este lugar… ni en ningún otro. No andes nombrando a esa… a esa.

Ifigio se levantó y murmuró un juramento. Todos en ese círculo alrededor del fuego eran unos supersticiosos: andar creyendo en esas babosadas. Se alejó de ellos y fue a buscar dónde orinar.

—Este imbécil no sabe lo que acaba de hacer. ¿De dónde los sacas, Rodolfo?

—Pues me lo recomendó el señor De la Cruz; pero bueno que resultó para errarle.

—Malparido… el patrón debió advertirle acerca de lo que no se dice durante las noches sin Luna… —Danilo le dio un trago a la botella y miró su arma—. Mejor enterremos la plata y vámonos de aquí.

—¿Y los conejos?

—Decimos que no encontramos… —se removió dentro de su poncho—. Yo no me pienso quedar a esperar para que esa vieja se nos aparezca.

 

A lo lejos, Ifigio se abrochaba el pantalón después de haber vaciado su coraje. Entonces la vio allá en una roca. A pesar de la reinante oscuridad cernida sobre todo el Valle Mayor, la cara de esta mujer brillaba con iridiscencia fantasmagórica. Ifigio, como movido por su deseo, empezó a caminar hacia allá, perdiéndose en la ausente voz melódica que embotaba su mente. Esos ojos violetas y cabellos plateados le conminaban a seguir avanzando.

En el anonimato de la noche, esa mujer, Evangelina, se puso de pie y con su dedo índice invitó a Ifigio a aproximarse a esos ojos brillantes, mirarle la cara y tocarle sus pechos.

 

El corro de cazadores de conejos se había apartado del fuego central para adentrarse al Valle Mayor hasta la Piedra del Tecolote, ahí debían enterrar las seis monedas de plata y dejar sus trampas abiertas.

Así había sido siempre… y así seguiría siéndolo.

Quizá fue el paleo constante, el zumbido de las moscas sobre el monolito, o incluso la distancia de Ifigio; pero los cazadores de conejos no escucharon las arrojadizas palabras que se gritaban a lo lejos.

Entre el agujero y las jaulas se habrían tardado veinte minutos; suficiente para que Evangelina hiciera lo suyo: incitar a los hombres con esos cabellos plateados que parecían sumergidos en una densa bruma.

 

“Es casto”, se dijo cuando escudriñó en la mente del jovencito. Aún más coqueta, giró los hombros para desembarazar la ropa y dejar a sus pechos libres de cargar el peso de la tela.

A Ifigio se le nubló la vista: en ese instante solo estaba ella. Conocía muy en lo profundo que se trataba de Evangelina, a la que había convocado esa noche; pero se le borró por completo lo que sabía de aquel ser, dejando al deseo escurrírsele entre las piernas y apuntar hacia delante.

 

Cuando los cazadores de conejos regresaron, notaron la ausencia del otro. Sus huellas se alejaban de la Piedra del Tecolote. Así, tomaron armas y avanzaron lentos del miedo.

Danilo se santiguó con su cruz de oro y se percató del sinuoso ruido que llegaba desde lejos: era un arrebatado coito tajando el silencio del Valle Mayor, tan afilado como los colmillos de Evangelina. Con ese horrible ruido, avanzaron acompañados de la oscuridad, ella les susurró un pánico intenso junto al crujir del pasto seco y el desgaje de los terrones destruidos a su paso.

Danilo estaba seguro de que era porque la llamó el malparido aquel. Habían dicho el maldito nombre de la Bruja. Se detuvieron al escuchar ese ruido de carne contra carne: lo notó con más detalle. Allá en las sombras, resonaba el pecado y la maldad.

Apretó el oro sobre su pecho y disparó al aire, más por miedo que por necesidad. Un grito de pesadilla resquebrajó todo el Valle Mayor; notaron la sombra etérea de una mujer de velos blancos y vaporosos huir del sitio como animal de presa.

Al verla escapar, los cazadores de conejos corrieron rumbo a Ifigio. Lo hallaron abierto de panza y seco de sangre. En todo derredor, pequeños conejos enlodados de rojo-sangre comían los trocito de vísceras regadas por los suelos; eran las sobras del festín de Evangelina.

Danilo permaneció renuente a tocar el cuerpo.

—Hay que llevarlo de regreso; ¿cómo lo explicamos?

—Algún coyote que nos atacó en la noche… —sugirió Anacleto.

—No hay coyotes en Churubusco.

—¡Pues ya los hay! —interrumpió Danilo—, y ellos mataron a este crío.

—Tan joven…

—Joven y tarugo, ¿quién le manda a hablar de esa cosa tan cerca de la Piedra?

—Hay que agarrar los conejos y meterlos en los bolsos. Vámonos de regreso a Churubusco.

—¿Y qué hacemos con el Ifigio?

—A ese no lo toco; ya es de la bruja.

—Tendremos que dar explicaciones, ¿cómo le vamos a decir a Martita?

—Hagan como gusten. Yo no le voy a acomodar las tripas a este entenado —tomó un conejo por las orejas y lo levantó a la altura de sus ojos—. Cochino trabajo que nos toca hacer.

—Todos los cazadores de conejos sabemos el riesgo, Ifigio no se lo creyó.

 

[1690]

 

El padre Nicolás miró a los indios caminando afuera de su iglesia. Ninguno se persignaba: ¡pecado! Había familias convertidas; pero aún quedaban otros salvajes que celebraban ritos paganos. Un indio escupió al terregal frente a la iglesia y el padre frunció los labios como rogándole a Dios un castigo fulminante para aquel desquiciado.

Se secó el sudor de la frente con un pañuelito. Calle abajo, notó a una bandada de salvajes mirarle con sorna: era el hazmerreír del pueblo y todo porque el Capitán Aldonso de la Carpa no le quiso dejar siquiera seis hombres para hacerle justicia a los rebeldes. Ya le preguntaría a sus informantes quiénes eran aquellos.

El padre Nicolás vio ese antro a modo de iglesia. Desde que el Capitán fundó Churubusco hacía tres años, los españoles de sangre no eran bien recibidos en aquel territorio. De no ser por las extensas minas de plata, jamás se hubieran dignado a instalar un poblado en esos agrestes terrenos.

Atiborrado de desprecio, el padre Nicolás se metió en el templo y vio el mediocre acomodo que los locales habían hecho a la figura de Cristo Redentor.

—Santo Padre… —una pareja joven se le aproximó por la espalda.

Las aletas de su nariz se abrieron en un rictus de desprecio. Eran dos jovencitos, no recordaba siquiera haberlos bautizado.

—Los Santos están en el cielo… cuando se dirija a mí, llámeme solo “Padre”.

—Sí, su señor —el joven estrujó su sombrero mientras la mujer agachaba la cabeza como pidiendo disculpas por algo que no sabía.

—¿Qué quieren en la Casa del Señor?

—Su bendición: hoy vamos a juntarnos para tener un hijo.

—¡Pecado! —gritó retumbando su voz en esos muros vacíos—. Dios no permite a un hombre yacer con una mujer si no están unidos por la Ley de su Señor Jesucristo. Eso es lujuria: pecado capital. Ustedes no pueden hacer esas cosas si no están casados bajo la Ley de la Iglesia.

—Eso no lo podemos cambiar, señor. Nuestro hijo debe ser hecho hoy —esa superstición caló aún más en el religioso—. Pero queremos que sea cristiano como usted. Queremos que sea poderoso y hable con los dioses como usted.

—Indios injuriados… ¡Quieren jugar a la teología! Todos somos hombres de Dios, nadie tiene esos poderes que quieren; ¡eso es brujería!

—No necesitamos palabra de hombre; queremos palabra de Santo.

—¡Los Evangelios son claros en la Iglesia del Señor! —el grito reverberó con la terquedad del padre Nicolás.

—Buscaremos a quien sí nos ayude —dieron la vuelta y se fueron de ahí.

El padre Nicolás salió pronto del edificio en pos de la pareja. Allá a lo lejos seguían riéndose aquellos indios apestosos. “Ya verán”, pensó. Nunca entendió que sus informantes, aquellos que vendían secretos del pueblo a quien supiera pagarlos, no cooperarían en esa ocasión. Nadie hablaría de eso con el padre Nicolás: su negativa inclinaría a la pareja a pedir ayuda en otros territorios, y denunciarlos sería denunciarla a Ella.

 

[1691]

 

Unas uñas rascando la puerta silenciaron por completo los ruidos dentro de la casa.

Era la primera noche sin Luna a partir del nacimiento de su hijo.

Habían colgado un crucifijo en la entrada; bañado en agua bendita los alrededores; pero era lógico que aquellas supersticiones cristianas no eran efectivas contra Ella. Aunque hubieran puesto el círculo de ceniza alrededor del patio no funcionaría: y la pareja sabía lo que significaba.

Con un ademán, el joven azuzó a la mujer para que se sacara al recién nacido de la casa. Estaban dándole pecho, por lo que sus ruidos se redujeron a un balbuceo de leche. El hombre se llevó el dedo a los labios: eterna señal de silencio ante el peligro. La mujer apretó aún más a la criatura entre sus brazos y fue acercándose hacia la puerta trasera. En medio de la noche, una quietud anormal llenó la granja.

Por unos instantes el pánico soltó una densa neblina, ningún animal sonaba a lo lejos. En esa Luna nueva nada parecía tener vida, la madera volvió a crujir bajo las amenazantes uñas de quien rasgaba. El rasguido les resonó a modo de escalofrío hasta por debajo de la piel: era como cientos de agujas zigzagueantes por cada uno de los poros de la pareja.

Los pies polvosos de la mujer se fueron abriendo paso sin hacer ruido, pero cuando quiso abrir la puerta trasera, una figura se adentró al cuarto: era Ella.

Las valentías se arrejolaron hasta el centro de la habitación. Ahí estaba aquella que nueve meses atrás había protegido su unión.

—¿Se van? —profirió la mujer con una sonrisa que reveló unos colmillos fulgurantes a la luz de las velas—. Ese niño —estiró una mano para acariciar la mejilla; su madre lo alejó antes de que lo tocara— debe quedarse conmigo.

—Déjelo con nosotros… —suplicó el hombre—, le puedo pagar por él —aflojó un tabique y sacó una bolsita de seda—, tengo dinero español.

Aproximó el oro a la bruja; pero ella se alejó de aquel metal brillante.

—Tómelo, es suyo —insistió—; ¡no se lleve a nuestro bebé!

—¡El niño ahora! Nada de oro.

El hombre aproximó las monedas aún más y ella retrocedió de golpe. Sus horribles ojos morados se entrecerraron como si quisiera guardarse un poco más el recelo que le crecía desde sus entrañas.

—¿Es el oro? —el sujeto le dio unas monedas a su esposa y ella colocó una sobre el bebé.

—Teníamos una promesa: un niño para calmar mi sed…

La madre se asustó al descubrir esas palabras y los tratos que su hombre había hecho. Miró ceñuda a la bruja: —No lo tendrás: ni hoy, ni nunca…

Los colmillos del ser se escondieron en una mueca de desprecio.

—Los maldigo, Miramontes… los maldigo… Ya descuidarán a ese muchacho… Será mío… él y toda su familia, lamentarán el día en que decidieron desafiarme.

 

[1719]

 

Danilo le dio otro trago al licor. Se cumplía un año de aquella noche de Luna nueva cuando perdieron a Ifigio. Esa vez no venía ningún inexperto, todos los cazadores de conejos conocían aquellas leyendas y nadie se atrevería a pensar siquiera en el nombre de la bruja.

Malditas tradiciones: ir al Valle Mayor cuando la luna duerme, dejar las trampas para conejos junto a la Piedra del Tecolote, hacer un hoyo para la plata y esperar a la mañana siguiente. Aquella mujer cumpliría con su parte del trato: les dejaría dormir cerca de sus dominios sin matarlos, tomaría las monedas y llenaría de conejos las jaulas.

Así había sido siempre… y así seguiría siéndolo.

A Danilo se le metió un pánico por detrás de los ojos, pero un trago a su botella y una caricia sobre el cristo de oro lograron apaciguarle las ideas.

—Eres muy supersticioso, ¿verdad, Danilo?

—Lo necesario, señor De la Cruz —aunque el miedo igualara a todos los hombres, Danilo debía hablarle con respeto: Arturo de la Cruz era español y dueño de medio Churubusco.

—Los buenos cristianos no deben temerle a las supersticiones, Danilo… —para pensar mejor, le dio un trago a su bebida—. ¿De dónde sacaste un crucifijo de oro si toda la vida tu familia ha trabajado para mí?

Los cazadores de conejos se miraron de hito en hito. La conversación y el alcohol estaban llevando al señor De la Cruz a territorios peligrosos.

—Hace muchos años, mi madre se lamentó de perder unas monedas de oro. Mi padre la supo callar… nunca le gustaron las mujeres que pensaban tanto. Pero de esa época es que los indios de tus padres te colgaron ese collar. Me acuerdo bien: yo tenía ocho años.

—No sabría decirle, señor —Danilo no quería seguir aquel camino.

Los hombres empezaron a reparar en cómo se iba encapotando el cielo: parecería que los vientos avisaran que la bruja estuviese metiendo a los conejos en las jaulas. Seguro si prestaban atención, percibirían las uñas largas de Evangelina rascando el suelo para desenterrar la plata.

—Quiero verlo, Danilo —el amo estiró la mano.

—Lo siento, señor De la Cruz, pero no puedo… no es de broche. Cuando cumplí los catorce, mis papás lo hicieron a la medida.

—Con razón siempre tienes el cuello negro… Yo pensaba que era por ser indio —estiró la mano—. Quiero verlo. Yo lo llevo a reparar después. Corre en mis gastos, Danilo.

—Ahí dispense, señor De la Cruz; pero no se puede.

Los otros cazadores de conejos miraron perdidos a lontananza. Las querellas del señor De la Cruz y Danilo Miramontes poco tenían de importancia ya: ellos observaban asustados el Valle Mayor, a su oscuridad profunda y a la mujer de cabellos vaporosos caminando descalza hacia su campamento.

—Te estoy diciendo que me la des, indio.

—Señor… —Danilo quiso detenerlo, se llevó la mano al crucifijo y cerró su puño con fuerza.

—Reconozco el oro español, Danilo. Los querencieros de tus padres se lo robaron a mi madre, ¿verdad?

Mientras Evangelina se acercaba, los cazadores de conejos se pusieron en pie. Avanzaron sintiendo la excitación palpitarles en la entrepierna.

Arturo de la Cruz serpenteó sus dedos hasta el collar y jaló venciendo el eslabón más débil. En su mano tenía el cristo de Danilo: aquel forjado a partir de las monedas que le defendieron de la bruja al nacer.

Ninguno escuchó el bestial grito propiciado por Evangelina desde el fondo del Valle. En el aire flotaban los otros cazadores de conejos, sus caras lívidas y cuellos rotos indicaban el destino que les había dado Ella. En cuanto rompiera su hechizo, caerían muertos hasta el suelo.

Desde el cielo sin luna, una voz reptó hasta aquellos.

—Miramontes…

Arturo de la Cruz miró a la Bruja del Valle Mayor. Estúpidamente, el miedo le crispó las manos y la cadena resbaló por entre sus dedos. Empezó a llorar ante el ahorcamiento repentino.

Evangelina, mostrando una sonrisa desquiciada, alzó por los aires al terrateniente. Las piernas se le movían tratando de asirse a algo; pero él seguía subiendo, como si el viento quisiera arrancarle el cuello. La agonía duró poco; la palidez se apoderó de su cuerpo y se unió a los cadáveres flotantes que se sostenían por cuerdas invisibles desde las nubes.

—Miramontes… —el viento se sincronizó con la voz de la bruja haciendo más ominoso su llamado.

Danilo no se dejó esperar: disparó su arcabuz directo al pecho de la mujer.

Apenas retrocedió unos centímetros; en su piel estaban los agujeros de los perdigones; pero no manaba sangre, sino que de sus pechos escurría leche… una leche plateada y espesa.

Danilo miró el crucifijo en el piso, ¿se arriesgaría a ir por él?

La bruja lo levantó como a su jefe. No sintió el ahorcamiento, pero sí un sofoco que le acercaba al desmayo.

—Tus padres me prometieron que calmarías mi sed, Miramontes… —La mujer se relamió los colmillos—. En tus venas corre mi maldición… un trato que rompieron cuando no me dejaron beberte todo. Antes de que fueras un hombre, Danilo.

Las venas de Danilo bombeaban un pánico pesado. Sudado de miedo, temblaba desde arriba. El viento le helaba por dentro y por fuera.

—Ya no me sirves para eso, Miramontes… ahora quiero otras cosas.

El cuerpo de Danilo fue bajando al suelo. Lo arrodilló sin mover ni un dedo, solo sus penetrantes ojos purpúreos dieron la orden silenciosa para que descendiera. Lo acostó de lleno en el terregal.

—Colabora conmigo y hoy tendrás riquezas, Danilo; en unos años, la fama; y después: el poder.

Cuando el hombre tragó saliva, el Valle Mayor le regresó un sonido de muerte y espanto.

—Quiero tres hijas, Miramontes… dámelas y no le faltará nada a los tuyos…

La imagen que le mantenía cuerdo: el crucifijo de oro, se fue desvaneciendo para convertirse en el fuete de su patrón. Arturo de la Cruz yacía muerto allá arriba. ¿De qué le servirían sus terrenos ahora?

—¿Aceptas, Danilo?

El hombre tartamudeaba de un frío que se le había metido hasta el alma. Echado como estaba, decoraba su vista con los otros cazadores de conejos: cuerpos pálidos flotando sin que el aire les tocara.

—Quiero todo lo que tenía la familia De la Cruz.

La bruja sonrió para sí, le bajó los pantalones al indio y masajeó su entrepierna.

—Dame a mis tres hijas y haré de los Miramontes los más poderosos de todos los Churubuscos: de este y del que le sigue.

Los colmillos asomaron de nuevo. Danilo logró soltar su brazo del hechizo. Allá arriba yacían los cuerpos de los cazadores de conejos. Mientras la bruja lo desvestía vio que a su lado tenía el crucifijo de oro, era cosa de estirarse y tomarlo con su mano libre. Evangelina le tocó con delicadeza y le besó el pecho. Juntó ambas intimidades. Danilo quiso estirar la mano; y pudo haber tomado la cruz de oro, pero prefirió un beso condenatorio: rozó la cara de aquella mujer y firmó un pacto que duraría eternidades.


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