viernes, 11 de diciembre de 2020

Biblioclastia: la subsistencia y destrucción en la metaliteratura

 

Malaquías es el único que tiene acceso al libro. Si no es el culpable de los crímenes, quizás ignore los peligros que ese libro encierra...

Umberto Eco

 

Cuando Lyotard habló de la posmodernidad, seguramente no se imaginaba toda la sarta de eventos cienciaficcionales con las que lidiamos hoy en día. La actualidad nos alcanzó, no solo en las artes, sino también a las maneras en que mostramos muchas de las obras estéticas. Los lectores contemporáneos nos enfrentamos a una nueva era de soportes y discursos, donde no sólo tenemos libros y periódicos como la única fuente de conocimiento impreso, sino que también existen computadoras, tablets, lectores digitales y todo un abanico que podría detonarse en los años venideros a la publicación de este trabajo. ¿Qué diría Verne de todas las maravillas a las que nos enfrentamos como el Streaming o las redes sociales? En general tenemos una revolución sobre el modo de informarnos y en cómo la almacenamos.

¿Deberíamos preocuparnos de aquellos millones de resultados que arroja Google al buscar sobre la desaparición del libro impreso? Quizá muchos hemos pensado que eso es un indicador para desanimarnos o creer que el libro está en aras de extinguirse, como tanto han cantado diversos autores sobre la desaparición del papel, la tinta y la encuadernación. Sin embargo, no tenemos por qué sorprendernos: decir que la destrucción de libros es nueva, sería ignorar milenios de historia, y —sobre todo— aparentar ignorancia ante un tema que ha rondado la literatura desde siempre. Hemos afrontado muchísimas veces una posible desaparición del libro, no sólo por manos de la tecnología —como se ha debatido recientemente— sino también a lo largo de los anales: los rollos, el papiro o el incunable; todos descolocados o reemplazados por una nueva presentación y elaboración que extiende su durabilidad. Estos soportes son materiales y no digitales como los que están en boga últimamente; más relevante desde que las películas en soporte rígido se han tornado hasta obsoletas. ¿Nos enfrentamos hoy en día a la verdadera desaparición del libro? Quizá exagere, pero hay muchas razones para pensar que a lo largo de nuestra existencia, la biblioclastia —término más práctico para hablar de la destrucción de estos materiales— es una preocupación de los intelectuales y de aquellos que leen; ejemplo lo hallamos en Borges y su ensayo “La muralla y los libros”, texto que apertura Otras inquisiciones (1952): por un lado la construcción de la monumental Muralla china y por el otro el olvido de todos los registros anteriores al gran Shih Huang Ti. Esta desaparición del conocimiento es contextualizada por Fernando Báez en su obra Historia universal de la destrucción de los libros: de las tablillas sumerias a la guerra de Irak (2004), principal fuente para hablar de la biblioclastia, la libroclastia, libricidio o bibliolitia; términos que van de la mano, pero que para fines prácticos referirán a las conductas, prácticas, procedimientos, dispositivos y políticas para destruir, desvalorar o invisibilizar recursos de información, espacios o personas relacionadas con el mundo bibliotecario o editorial (Báez, 2004). Es hasta irónico que el memoricidio provenga de oriente: lugar donde nació el libro, aplicando por completo la destrucción de libros y bibliotecas por medio del fuego —elemento simbólico en la historia humana— pero que remarca el vínculo que hay con la destrucción de las ideas y las revoluciones constantes del pensamiento. Una de las premisas que no desarrolla por completo Báez la podemos encontrar en el libro Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura (1944) de Ernst Cassirer: el lenguaje oral y escrito, deriva del mito y la religión, de él proviene el arte y después la ciencia (Cassirer, 2016: 205-254). Es quizá este carácter aún subjetivo que puede tener la palabra escrita el que puede hacer que el tema sea volátil y desdeñable en algunos aspectos. La palabra y las artes escritas son discutibles y pueden dañar la ideología de otros, por lo tanto, están sujetas a la iconoclastia.

Podemos observar que el memoricidio coexiste culturalmente con la formación humana. La relación con el análisis literario parece ser aún sutil, pero proviene de las premisas dadas por Báez y trasciende a escritores de hoy en día. En nuestra vida cotidiana, ¿quiénes son más propensos al libricidio, los hombres cultos o incultos? Una respuesta simple podría ser que los no lectores tienden a no darle el peso o importancia que tiene la palabra escrita (Galindo Núñez, 2019). Al desconocer todo el proceso editorial que requiere un libro, parecería usual esa condena inquisitorial que les dan a los libros. Culpar a los incultos simula ser una salida fácil; pero ignorar a los letrados en esta ecuación puede llevar a una puerta falsa. La gente culta conoce todas las horas de trabajo que tiene un solo ejemplar —más si es un tomo medieval— y sabrá que el condenar al olvido un tomo no es sólo destruir papel, sino parte del contexto, y es que muchos de esos libros condenados a la hoguera reflejan de los intereses de una sociedad —como el ensayo de Borges— para prevalecer a lo largo de la historia.

Si miramos la otra cara —la de los lectores críticos—reconoceremos ciertos elementos que podrían desentonar en esta discusión: una persona inculta podría destruir los objetos de conocimiento porque no aprecia su interior; pero el que sabe valorar su contenido también podría querer aniquilarlo. En el famoso escrutinio de la biblioteca de Alonso Quijana en el capítulo vi del Quijote, el cura y el barbero son conocedores de los libros y pueden juzgar cuáles son malos para el seso de su vecino. ¿Qué tipo de pensamientos se ponen en juego al juzgar un libro? En la obra cervantina se intentaba liberar la mente del hidalgo de las infames palabras de la caballería; sin embargo ejemplifica cómo aterran los libros al mundo. La palabra es poderosa cuando puede llegar a la persona adecuada, y el papel del crítico es crucialpara esto.

¿Qué sucedía en El nombre de la rosa de Umberto Eco si no era este mismo proceso? Jorge de Burgos —nuestro Borges benedictino— reconoce el peligro de ciertos libros y no teme matar a todo monje que tenga contacto con el tomo ii de la Poética aristotélica. Esta misma situación ocurría en los scriptorium monacales, donde sin mayor razón que la persistencia de las tradiciones morales y religiosas de su tiempo, los académicos destazaban y censuraban ejemplares con el único motivo de que veían algo peligroso en sus hojas (Rey Bueno, 2006). Este memoricidio lleva a encajonar el pensamiento, pero deja muy evidente para el lector que hay una cercanía entre la gente culta o letrada y la destrucción o invisibilización de estos libros, porque, ¿quiénes son los primeros filtros del canon si no es la Ciudad letrada[1] y todos los mecanismos de poder que conlleva?

Es verdad que habido gente inculta que buscó desaparecer la palabra impresa; pero hay más lectores críticos que conocen la crudeza de la palabra, las injurias y subjetividades que los libros llegan a ocultar; no por nada, existe la anécdota de coleccionistas que mutilaron la primera Biblia de Gutenberg hasta convertirla en despojos vendidos a granel a un precio mucho mayor que una Biblia íntegra. Si partimos de esta premisa, podemos extender la tarea que nos compete y darnos cuenta de quienes tendrán más problemas con los libros y su administración: las personas más cercanas a ellos. Tenemos inmiscuidos en los organismos de validación del canon literario a cientos de escritores que dedicaron su vida para evidenciar estos hechos por medio de una metaliteratura —libros que hablan de libros—, convirtiendo a la biblioteca en un tópico central de sus palabras, ya sea narrativa, lírica o ensayística; y para todos aquellos que estén envueltos en el mundo editorial es muy posible que encuentren una inspiración potencial en su proceso de creación literaria.

Y es justamente aquí que tenemos un punto de unión entre la biblioclastia y la metaliteratura, pues a nadie le parece extraña la presencia de la Enciclopedia Británica en el cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” debido al carácter academicista que compartían Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. Es verosímil que estos dos personajes se pasaran las tardes discutiendo entradas de libros de referencia; del mismo modo que en México el Ateneo de la Juventud departía con gusto lecturas extranjeras o términos exquisitos de otras lenguas. Esto abona en el argumento de que los letrados tienden a tener un fetiche con el libro, volviéndolo un punto de fuga para muchas de sus creaciones. Así, esta metaliteratura es un reflejo de las preocupaciones primigenias de ciertos escritores; como el poeta que confecciona su ars pœtica o que le canta a la Poesía. Siguiendo estos preceptos, habrá en algún momento un escritor que dé una pincelada a sus maestros: un libro puesto en una escena del crimen, una biblioteca en algún personaje, un profesor de literatura; si la bibliolitia se da más en la gente culta es porque ningún individuo es inmune a su contexto: moverse en el mundo de los libros y las bibliotecas terminará afectando al sujeto de modo que sublime estas experiencias de algún modo; pueden ser vertiendo su experiencia bibliófila en los textos o describiendo un libricidio. La afirmación anterior es una peligrosa aseveración: es importante precisar que no todos los que tienen contacto con los materiales impresos se volverán un Borges o un Burgos. Sin embargo, es importante mencionar que hay un carácter logócrata a tratar aquí (Steiner, 2003), y convendría acercar otro ensayo de Umberto Eco —curiosamente uno sobre el gusto por los libros—: “Desear, poseer y enloquecer”, donde habla sobre la bibliofilia y la bibliomanía y que nos hace reflexionar cómo muchas veces hay coleccionistas que no leen las obras que archivan. El ensayo es crudo y deja a discreción los juicios de valor. Eco reconoce que no todos los bibliómanos leen, del mismo modo, no todos los involucrados en el mundo de las letras acaban tocando el libro en sus historias. Estas referencias nos indican que está presente una cercanía con estos tópicos, y esto será algo muy relevante a lo largo de este trabajo.

Resulta hasta obvio pensar que no existe un texto que no responda a su contexto: ese objeto hablará demasiado del tiempo y lugar en el que se desarrolló. Un producto estético surge de lo que le resulta inquietante a la sociedad. Así, del mismo modo en que personas asoladas por el narcotráfico tienden a evidenciar sus traumas por una sublimación estética, muchos pueden querer ser escuchados. La falta de comunicación con otros la encontramos en la biblioclastia: autores preocupados por retomar la existencia del libro y recuperar aquellos días idílicos cuando la literatura estaba a la orden del día. Si no se exalta, puede crearse una distopía donde la letra sea despreciada. Ante la pregunta sobre quiénes destruyen más libros, si los lectores o los no lectores, podemos regresar a la hipótesis de que los más cercanos a los libros, son los escritores que sacan su frustración académica e intelectual por medio de las letras. Cuando tanto preocupa esta situación a alguien más necesita dialogarla; el libro responde tendiendo la comunicación con un lector futuro —lector ideal o lector modelo— para que entre ambos concluyan sus reflexiones sobre la erudición: caso similar que muchos lectores han experimentado frente a estos autores que discuten su postura biblioclasta dentro de la literatura.

Podemos llevar esta reflexión a un metadiscurso y situar la lupa en que los mismos letrados hablan de las obras literarias. Parecería lógico que, si juntamos ciertos caracteres personales, contextuales o de recepción, aparezca ante nosotros la figura de un autor que escriba sobre libros, convirtiendo el ejemplar, si no en un objeto destruible, en materiales monstruosos o llenos de imposibilidades. ¿No somos acaso producto de lo que nos rodea? Este trastocamiento, esta polimorfismo del libro normal al ominoso que debe ser destruido es un paso importante para la literatura: es una reescritura del grimorio medieval, y del mismo modo que aquellos tomos arcanos, debe ser aniquilado, o él nos destruirá a todos (Galindo Núñez, 2019). Esto es una renovación literaria, una nueva manera de crear autoficciones donde se desmenuce una clara intención estética. La biblioclastia y el olvido son una preocupación constante incluso a modo administrativo, pues la desaparición de los libros debe preocupar a cualquier escritor que depende de sus lectores; y aunque sustente la idea romántica de escribir únicamente para él, es posible que busque ser publicado.

Escritores preocupados por este tema son muchos, y el listado que viene a continuación parecerá ser más propio de un catálogo que de un análisis minucioso, pero quisiera recalcar que ya otros han dado sus opiniones en torno a estos ejemplares o han creado análisis más significativos de los que pueda mostrar en este momento.

Ya se citó la obra cervantina y a Umberto Eco en El nombre de la rosa; sin embargo, otro bastante reconocido por el público es Farenheit 451 (1953) de Ray Bradbury: distopía donde se puede recurrir al memoricidio: olvidar el arte, la literatura y las obras dignas de pensamiento. Bradbury —en su cualidad de escritor de ciencia ficción— mostró de manera anticipada —como buena parte de los autores de este género— una manera en que la biblioclastia podía ser llevada al extremo, causando resistencia en algunos rebeldes y haciendo que muchos murieran por esos ideales, incluso, abandonando la civilización tecnológica para volverse sabios marginales.

De un modo similar, Pérez-Reverte nos muestra en El club Dumas (1993) a un cazador de libros: un mercenario que consigue ejemplares extraños, y en este caso el libro Las nueve puertas del reino de las sombras escrito por el Diablo. En dicho tomo se cuenta la manera en que puede liberarse al mal en el mundo; aunado a ello aparecen personajes de Los tres mosqueteros y emularían una caricatura de lo que tememos los lectores: que haya vida dentro de nuestras historias. En la obra propuesta por el actual miembro de la Real Academia Española se encuentran situaciones propias del coleccionismo, similar a lo dicho por Eco en su ensayo. Lo que nos deja Pérez-Reverte es una duda en torno a por qué debemos cuidar los libros, qué hacer cuando alguien busca aniquilar lo que deseamos o robarse tomos de las bibliotecas particulares. Si bien es una historia de aventura, no deja de tener un carácter reflexivo sobre cómo se va forjando la idea del libricidio.

De España también —pero más contemporáneo— Carlos Ruiz Zafón ha logrado llegar a generar un best seller: por ejemplo, su saga Cementerio de los libros olvidados conformada por La sombra del viento (2001), El juego del ángel (2008), El prisionero del cielo (2011) y El laberinto de los espíritus (2016). Esta colección propone una biblioteca exclusiva y que sirve de refugio para aquellos libros que sufrieron durante la Guerra Civil y de los cuales sólo queda uno o muy pocos. ¿Cuál es su propuesta? Ruiz Zafón muestra la bibliolitia: esa particular destrucción bibliográfica realizada por los editores o autores en búsqueda de borrar ciertas obras. La sombra que recorre toda esta tetralogía es el amor por los libros y cómo personas se han arriesgado por salvar colecciones, así como otros por destruirlas, no sólo por el régimen franquista, sino también porque detestan lo que viene escrito en ellas. La tetralogía nos llevará girando en torno a este cementerio: personajes que atraviesan este espacio, que escriben y destruyen libros, pero también, razones para que esto sea cuestionado.

En El último lector (2004) de David Toscana se plantea un tema interesante: el castigo de un mal ejemplar. En la novela, el personaje principal sirve de juez literario que decide si un ejemplar permanece en la biblioteca regional para ser leídos o si merecen ser condenados a las ratas, las cucarachas y la humedad. El protagonista vive en y para la literatura: los libros son el fin y el medio, una manera de recrear el discurso y desarrollar la historia por medio de la metaficción: una historia que dentro de otra historia, proceso metaliterario por excelencia proveniente de los tiempos modernos de la literatura, como con el Quijote y Borges (Cercas, 2016: 13-18).

Entre otras muestras literarias tenemos otro best seller: La ladrona de libros (2005), de Markus Zusak. Obra relevante para muchos mediadores de espacios lectores y que habla del libricidio nazi y cómo una niña trata de salvar poco a poco varios ejemplares. La narradora de esta novela es la Muerte, quien va siguiendo los pasos de los protagonistas en medio del Holocausto. Simbólico resulta que un personaje tan interesante tenga la voz del narrador: fondo y forma se conectan, pues qué mejor manera de contar el fin de una bibliografía completa sino por medio de la aniquiladora por excelencia.

En la parte lúdica, El arte de rechazar una novela (2008) de Camilien Roy es una interesante manera de crear ficciones alternativas a modo de cartas de rechazo editorial: ¿cómo rechazar un libro de haikús si no es con “¡Nace un manuscrito! Las palabras, frágiles, despiertan. La espada se alza y mata” (Roy, 2008: 157). Mismo caso para una novela feminista, una de horror y un poemario en verso libre. Aunque este libro sea más cercano a la minificción, tiene mucho de lúdico y giros argumentales; sigue tratándose de un nuevo tipo de bibliolitia, pues son los editores quienes por medio de ciertos procedimientos —una carta de rechazo— no permiten a las nuevas voces del mundo literario salir; aunque según desarrollan las epístolas, seguramente estos textos no deberían vaciarse a la tinta y al papel. ¿Esto es un tipo nuevo de biblioclastia? Podría darse una respuesta que no satisfaga en su totalidad esta pregunta; sin embargo: ¿el negar la voz no es violencia de toda formas? Quizá este ejemplo pueda suponer un modo innovador de pensar, pero dejarlo de lado sería descartar la cercanía con el término “bibliolitia”.

Hay un tópico común en todos los ejemplos mencionados: el libro que debe ser aniquilado. El tomo tiene que ser desterrado de un modo u otro, ya sea por su baja calidad literaria como con Camilien Roy o porque se trata de conservar la memoria en medio del franquismo, movimientos similares al de Borges en su inquisición.

¿Qué interés puede haber fuera del literario por la persistencia de la memoria? El libro, la biblioteca, el autor y la librería tienden a fascinar; quizá una extrapolación de esta teoría pueda deberse al carácter divino que tiene la inspiración: llámese duende, musa, numen o cualquier otro; son reflexiones que podremos encontrar en archivos y en detallados recortes periodísticos de las localidades. En mero 2020 preocupa no sólo la transmigración del libro de la celulosa a lo digital, sino también el cierre de librerías y de editoriales. El mundo se vuelve agreste para el autor, de modo que la biblioclastia nos sigue atormentando: no a modo de incendios en Alejandría, sino en otros modos más ominosos. Sea el soporte o el discurso, el libro prevalece: es un mito, una manera de llevar la palabra y un símbolo que persiste en la consciencia colectiva (Carrión, 2013: 26-32). Quizá leer tanto sobre biblioclastia termine maravillando al lector, haciéndolo abrazar aún más sus ejemplares, apreciar la belleza de las librerías y completando su discurso cotidiano con metáforas renovadas en torno a lo que es ser intelectual, el leer y la bibliomanía.

 

Bibliografía

Báez, F. (2004). Historia universal de la destrucción de libros. De las tablillas sumerias a la guerra de Irak. Barcelona: Destino.

Borges, J. (2012). “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius“. En Cuentos completos. México: Lumen.

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Carrión, J. (2013). Librerías. Barcelona: Anagrama.

Cassirer, E. (2016). Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura. México: fce.

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Cervantes, M. (2004). Don Quijote de la Mancha. Edición del iv centenario. México: Alfaguara-Real Academia Española.

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Geraldo, D. (2015). “Parodia y autoparodia en El último lector de David Toscana”. En Revista Valenciana, estudios de filosofía y letras (16. Julio-diciembre). Recuperado el 11 de diciembre de 2020 de http://www.scielo.org.mx/pdf/valencia/v8n16/2007-2538-valencia-8-16-00057.pdf

González Echevarría, R. (2011). Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana. México: fce.

Pérez-Reverte, A. (2008). El Club Dumas. Barcelona: Punto de Lectura.

Rey Bueno, M. (2006). Los libros malditos: textos mágicos, prohibidos, secretos, condenados y perseguidos. Barcelona: Círculo de lectores.

Roy, C. (2008). El arte de rechazar una novela. Barcelona: Bruguera.

Ruiz Zafón, C. (2013). El prisionero del cielo. México: Booket.

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Ruiz Zafón, C. (2016). La sombra del viento. México: Planeta.

Ruiz Zafón, C. (2020). El Laberinto de los Espejos. México: Booket.

Steiner, G. (2003). Los logócratas. Barcelona: Siruela.

Szurmuk, M. y McKee, R. (Coords.) (2013). Diccionario de Estudios Culturales Latinoamericanos. México: Siglo xxi.



[1] El término de “ciudad letrada” es propuesto por Ángel Rama y engloba a los mecanismos políticos, sociales y culturales que configuran la adecuada distribución de una obra artística o literaria: editores, concursos, periódicos, círculos de lectura, academias, ferias, críticos y medios de comunicación masiva (Szurmuk y McKee, 2013: 55-60).



Imagen generada con Midjourney


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