jueves, 3 de diciembre de 2020

La Virgen del Valle Mayor

Ay, señor Buenrostro… Pues ni qué decirle. Después de la correteada que le dieron, ni como ayudarle. Ya le decía yo cuando nos conocimos que todas las mujeres estaban locas y que no se puede confiar en ellas. ¡Y sí, ya sé que yo también soy mujer! Pero estoy muerta y creo que eso no aplica más que para las vivas.

Ya ve cómo da giros la vida, y sobre todo en las religiones. Que no por nada estoy enojada con el Señor de Allá Arriba. ¡Y que me escuche, eh! Aunque ya sé que me hace caso a medias. Yo por eso no confío ni en las mujeres, ni en los religiosos. Qué bueno que llegó usté’ a ponerle orden a esta casa, que luego me cansaba de escuchar tantos rezos y confesiones en medio de la noche por parte de mi hermano —esto es antes de que nos muriésemos, eh—… ya que lleguemos a esa parte de la historia se le va a bajar lo borracho del susto. Aunque deje que le cuente. Y sí, ya sé que anda todo torolaco; pero le voy a contar una historia a ver si con eso se duerme.

Resulta que, cuando llegamos a Churubusco el Alto mi hermano y yo, toda la iglesia estaba nuevecita, brillante y reluciente, y eso que no habían barnizado nada todavía. Afuera teníamos la plaza: ni una piedra le faltaba a las jardineras, y ninguna puerta parecía dañada. Con decirle que ni estación de autobuses teníamos; que no es como que la necesitemos mucho: quien llega se queda y quien sale, no regresa. Hasta se me hizo raro el otro día que me dijo que había llegado en un camión, porque creo que no requerimos eso acá en el pueblo. Seguramente el alcaide lo hizo para llevarse sus cientos al bolsillo; ya ve lo uña largas de los políticos: pura robadera.

Pero sí, oiga. Todo estaba bien bonito. Hasta las campanas tañían como recién bajadas del cielo. Imagínese usted: “la Casa Morelos” era un edificio solito pa’l cura, algo que no nos hubiéramos esperado cuando nos mudamos pa’cá. Y rápido salieron las habladurías: ¿que por qué traía a una mujer a su casa? ¿que por qué era peligroso que la sirvienta se quedara a vivir con él? Nombre, puros chismes bien mensos. Pero los entiendo, aunque yo era la hermana del padre, parecía su sirvienta. Ya ve cómo son las mamás, que cuando una sale niña, la encajonan como mujer de hogar, y eso nomás porque fui la segunda en nacer, eh. ¡28 segundos! La esclavitud se mide en 28 segundos, Buenrostro. Ay, a la siguiente le voy a pedir un alcoholito para acompañarle en las penas. Pero ya me ando desviando de nuevo.

Seguro ha de pensar un pueblo nuevo significaba que no habría errores: la iglesia parecía recién bañada —con decirle que la hoja de plata destellaba cuando uno prendía las velas—; pero sí tenía un detallito, uno muy importante: no había un Cristo colgado en el altar. ¿Se imagina usted una iglesia sin un Cristo? Nomás porque yo sí la vi, pero apuesto que no puede imaginárselo; y menos con los tres litros que ha de traer de borrachera en la sangre.

El caso es que yo le dije a mi hermano. ¡Fíjese! La segunda en nacer fue la que lo notó, y eso que yo no le olía las axilas al Señor de Arriba como él. Entonces se le ocurrió una idea de esas que no tienen sentido más que para el que las dice: hacer una colecta para fundir un Cristo nuevecito. Qué ocurrencias las de él, ¿verdad? ¿Cómo les pides a las gentes que regalen lo poco que tiene para un Dios que ni siquiera es bueno para llevarse a los fallecidos? Le dije que era una idea tonta, porque piense: ¿cuánto le mide un Cristo? Yo me imagino que de dos a tres metros, cuatro si lo quiere muy bíblico; ahora, ¿cuántas monedas necesitaría para fundir un monigote de esos? Y si lo quiere que sea en pura patina, pues sí es más simple, pero igual no había nadie en todo Churubusco el Alto que hiciera eso, por lo que traerse a otra persona saldría todavía más caro. El que trabajaba la madera se había muerto en el incendio. ¡Y todo esto lo sé porque soy lista, eh, no porque sea mujer! Aunque buena para las cuentas también soy, ¿apoco no puedo hacerle una salsa exactamente igual cada vez y sin contarle cucharadas y pizquitas? Pa’que vea.

Lo que sí pensé hasta que ya estaba muerta era: ¿y por qué no había un Cristo? Era como si El de Allá Arriba nos hubiera aventado acá sin siquiera la imagen de su Hijo… y qué raro… pero eso ya fue hasta después; ahorita mejor le seguimos como íbamos: Duramos casi seis años sin un cristo. El señor… ay, uno de los carpinteros que ya ni me acuerdo de su nombre, donó un par de vigas que las colgaron haciendo una cruz, lo malo era que estaba medio pálida: ya ve, madera de pino en vez de una de más calidad; pero la supieron barnizar y quedó más oscurita. El caso es que duramos muchísimo sin que Aquel se apareciera en misa. Estábamos solos en Churubusco el Alto, y eso lo empezó a notar mi hermano. Yo ya sabía, pero le digo que a mi hermano le costaba comprender, yo creo que le faltó aire cuando nos sacaron de mi madre… atrabancado para nacer, segurito y hasta se le olvidó respirar bien y le dio un algo en el cerebro.

Ay, señor Buenrostro, no se me vaya a dormir todavía, que aquí es cuando se pone interesante la historia: un nueve de noviembre las puertas de la iglesia se abrieron temprano. Mi hermano nunca me prestaba atención, podía estar bailando un zapateado en el altar; pero el muy nariz de que ni huele un pedo no me hubiera dirigido la mirada. Y creo que fue bueno, si me tuviera más entreojeada seguramente no hubiera escuchado todo lo que dijeron en la iglesia ese día. Yo limpiaba el confesionario con agua y jabón; mi hermano decía que los pecados se quedaban pegados con la mugre, así que ahí me tenían fregando la madera para dejarla libre de maldad. Pero apuesto que la que entró traía mucha mala vibra con ella, porque hasta la espuma de mi cubeta se bajó de golpe. No me va a creer, ya lo conozco, pero algo tenía de rara esa persona. Los pasos descalzos de aquella mujer parecieron ir callando uno a uno los ruidos dentro de la iglesia.

—Usted es el padrecito del que tanto hablan.

Para que vea, todavía me acuerdo de cada palabra que dijo esa méndiga.

—Usted no me conoce; pero yo he escuchado bastante de usted.

La verdad ni me acuerdo qué dijo mi hermano; yo me quedé ahí adentro de rodillas, con el trapo escurriéndome jabón por el brazo. Escucharla era hasta feo. Le digo: si tuviera pellejo ahorita mismo lo tendría chinito-chinito.

—Es temprano todavía. Si quiere decorar esa pared, lo veo en la entrada del pueblo.

No podía ver nada escondida ahí en donde estaba. Si me paraba iba a hacer ruido, por lo que nomás me pude imaginar la cara de mi hermano, su voz tartamudeó cuando le quiso contestar, pero escuché de nuevo que la mujer se fue alejando hasta salir de la iglesia.

Yo sé que ahorita no está mucho para filosofar y demás, ¿verdad, señor Buenrostro?; pero, ¿sabe algo?, la voz de esa muchacha me hizo desconfiar: sonaba joven, y hasta bonita. No sé cómo explicarlo, algo tenía que no me gustaba. No sé qué cosa sería, eh. El punto es que a ella hasta se le oía la maldad. Y ha de pensar que estoy loca —que bueno, a cada rato me lo dice; no me hago—, pero más loco mi hermano, porque dejó el libro de oraciones en una banca y salió corriendo. Ese día, no supe nada de él. Así, ¡nada!… igual de payaso que usted, se me iba sin desayunar cuando se enojaba.

Hasta eso, que dejara de estar pululando en todos lados me dio libertad de hacer bastantitas cosas: colgué el cuadro del padre Nicolás en su despacho; lavé las sotanas moradas y hasta me pude echar un poco de espíritu con su vino de consagrar. Y fue un buen día: se desapareció por completo el menonengo y me dejó a mis anchas por varias horas. Con decirle que hasta las jerónimas rezaron más a gusto en el convento. Lo que sí se me olvidó fue terminar de limpiar el confesionario. Ya me regañarían después porque una ancianita se descalabró porque dejé lleno de jabón; pobre alma, ¡pero ella tiene la culpa! Si no hubiera pecado ni siquiera se hubiera tenido que meter al confesionario, ¿a poco no?

Le decía de mi hermano: así como se fue, volvió. Yo estaba en mi tercer cafecito: pese a todo era mi hermano y tenía que esperarlo, y así lo hice, hasta cerca de las dos de la mañana que llegó como pedo: apestoso y ruidoso; incluso diría que hasta de improvisto, pero los pedos no salen porque sí, se planean; al menos así le hacía yo…

¡Como sea! Piense nomás la estampa. El cuello lo tenía todo desbarajustado, despeinado, la cara mugrosa, su túnica llena de manchas de barro y sus dedos lastimados: con decirle que le faltaban dos uñas y las líneas de sangre se hacían pastosas en la palma de sus manos. Lo que salía de tono —pese a todo lo que estaba viendo— era que cargaba una cobijita envolviendo algo. Yo dije: ¡El maldito tuvo un hijo! Que era posible, eh. Seguro el baboso había embarazado a una muchacha y ahora se traía al niño. ¡Nombre! Pensé que había matado a la mamá y la había enterrado con sus manos; pero fue entonces que puso algo en la mesa de madera, justo en donde está usted.

—Jacoba —pronunció mi nombre con una respiración entrecortada—. ¡Dios nos ha sonreído! Te presento… —y sacó de entre la tela la figura imponente de una virgen de plata— la respuesta a nuestras plegarias.

¡Ya ve! Le dije que se me iba a despertar con esta parte de la historia. A ver, tómele poquito al agua para que se desempance del alcohol.

Yo sé que no me va a creer, pero ese día lo tengo grabado todavía en mi memoria. Desde que llegó aquella fulana a la iglesia, el tiempo en que se desapareció mi hermano y toda la perorata que luego me dijo: que se había ido al sur, que se fue en Abedul —un potro güero rentado a Eusebio Miramontes—, que se había acercado mucho al río y que ahí encontró junto a una piedra enorme la punta de la estatuilla esa. Me dijo que tuvo que cavar con sus manos, y que en varias ocasiones se lastimó, que se le volaron las uñas, que se encajó una esquirla de plata que crecía ahí dentro; pero que al final, logró sacar esa figura.

Mi hermano me dijo: —Mira, Jacoba. Este es un regalo de Dios.

Ay, no. Todavía me cae mal Ese Viejo de Arriba, dejándome aquí sola… pero le digo, señor Buenrostro: esa figura era divina —pero no lo era—. Me explico: parecería ser la Virgen, pero no se engañe; nomás son apariencias. Cuando vaya a la iglesia, le reto a que se acerque bien al altar y la vea de cerquitas. Tiene colmillos; no es como la de la iglesia de Atototlán de la Paz según me ha contado. Esta es extraña. Mire, le voy a ser sincera: cuando vi esa figura me acordé de esos libros llenos de arte mundial: los egipcios, los fenicios. ¿Usted nunca tuvo uno de chiquito? Estoy segura que también debió haber tenido desas enciclopedias en Atototlán de la Paz, eran unos libros grandotes como de 40 cm con tapas blancas y llenas de imágenes; pero lo más importante es que, en esas, había una vieja con unas alas abiertas. Me acuerdo bien que el libro decía que era la Pascua, y no me va a creer, pero era casi la misma cara que la virgen esta. La misma, solo que la que estaba enfrente de mí tenía sus colmillos feos metidos en una sonrisa de benevolencia fingida. Luego, se me hace bien raro que tuviera como ese halo que le ponen a los santos; pero si uno se fija bien, tiene como una medialuna. Yo que la vi de merititita cara, noté que hasta parecían cuernos. ¡Bien fea que está!

No sé cómo explicarlo, señor Buenrostro. De tan horrible que era, hasta se me hacía bonita. Mi hermano ya me había contado que si uno viera a un ángel, lloraría de miedo y de alegría, algo de “lo sublimado”. Yo nunca le hice mucho caso a sus discursos de loco. Pero creo que debí haberlo hecho, más porque ahí tenía en mis narices la prueba clarita de lo que me había dicho antes: algo divino que te asusta.

Pero deje le sigo describiendo esa cosa. Me recordó a la Bienaventurada, esa de los brazos abiertos. Que bueno… usted ya ha ido a la iglesia y la debe haber visto… pero no importa. Le voy a contar hasta el más mínimo detalle, más porque difiere mucho de lo que dicen los padres acerca de la virgen. Lo que se posa en su brazo izquierdo no es el búho de la sabiduría —eso ya se lo inventaron después—, es un tecolote. ¿Y sabe dónde hay más tecolotes acá en Churubusco el Alto? En el Bosque de las Ánimas… —el bosque que está acá al sur— y el de la leyenda: el de la casa de la Bruja.

Creo que ya le han contado esa historia: La Bruja del Valle Mayor, ¿verdad? Uy, si no; ya tengo otra anécdota para cuando me llegue todo borracho. Nada… no me levante la mano, usted tome otra tacita de agua, si le preparo un café se le va a cruzar. Pero lo que le quiero decir: sé que suena medio ridículo, o que a lo mejor me lo estoy inventando —digo, he tenido mucho tiempo muerta para estar inventando cosas, ¿verdad?—; pero le aseguro, señor Buenrostro, que esa virgencita a la que todos le rezan tiene la misma figura que dijo Epitafia que vio de niña. Es más, hasta hay una leyenda que dice que hay un tecolote que nos vigila en las noches sin luna y que luego va y le cuenta todo a la bruja. Ay… ya ni me acuerdo de si había luna ese día, ¡Tan mensa! Le habría dado más suspenso a la historia.

En fin: yo sé que suena tonto, y sé que suena ridículo; pero es que estoy segura de eso: la Virgen del Valle Mayor es la figura de la bruja. No solo por estas reflexiones, sino porque mi hermano no fue el mismo desde ese entonces, cambió, se hizo raro, cayó en el pomo y empezó a hablar solo cuando se iba a dormir a su cuarto… que era orador este, ¡mire nada más qué ocurrente el fulano!

En un inicio pensaba que preparaba sus discursos, ¡hágame el favor! Resulta que tenía talento o algo porque la labia le salió de pronto; y viera para qué la usó: para engañar a medio Churubusco el Alto con una historia imposible de cómo halló a la virgencita esa. Dijo que esa semana había salido al Valle Mayor por inspiración divina. Que el cielo se le abría como indicándole ir hacia el norte, hacia las minas de Reynaga, quesque al norte. ¡No, no, no, no, no! ¿Se acuerda? ¡Si hasta le dije lo del bosque de los tecolotes! Menso no estaba: quería engañar a los feligreses. Seguro ni se acordaba que me había dicho a mí cómo la encontró. A lo mejor se contó tantas veces esa mentira que se la acabó creyendo. Pero —insisto—, decir que estaba en el Socavón, que Los Muertos le fueron guiando por el Camino del Gato, ¡vaya usté a saber! Inventos nomás para hacerse menso, eh. ¡Le creyeron! Todos le aplaudieron, quesque había visto postrada esta imagen en las minas, enguantada de cuarzo y plata. ¡Hágame el favor! Y luego lo del nombrecito, que no iba a ser la Virgen de la Cueva ni del Socavón, que porque esa era otra; que era la Virgen del Valle Mayor. ¡Y así de sencillo!

Fíjese que desde ese entonces, le hicieron tantas fiestas a mi hermano. Y así, cada año celebrábamos religiosamente el día de la Virgen del Valle Mayor cada 9 de noviembre. Ahí tenía al padre Morelos dando discursos que —según yo— practicaba en las noches. Hasta capilla le pusieron ahí afuera del Socavón y tenemos fiesta y peregrinaciones en todo noviembre para ver la nieve en la Sierra Caliza.

Pero, ¿sabe? No eran discursos practicados. No. Me di cuenta una vez que lo encontré todo ojeroso tomándose un café a la primera hora del día. Esa mujer extraña me lo había dejado atarantado y fue perdiendo la gracia de ser el padre que encontró a la Virgen del Valle Mayor, el que le compuso su letanía: “Reparadora de vacas, la que duerme entre la plata, dispensora de conejos”. Le digo que le mandó construir una capillita allá al norte con el dinero de Eusebio Miramontes y de los Honorato. Pero se fue apagando, haciéndose una sombra, una persona que rezaba de forma piadosa, pero que ya no salía con gusto, ni comía mis platillos con el buen colmillo que tiene usted. De sus últimas cosas cuerdas fue pedirme escribirle un librito que tratara de los milagros de la Virgen del Valle Mayor. Yo creo que ya para ese entonces algo se le había metido en la cabeza, porque no razonaba como quería; con decirle que hasta se le pasó haberme pedido el libro aquel. Ni supe ni qué le ocurría, según yo era cansancio.

He repasado muchas veces esas escenas ya estando muerta. Ya ve que le he dicho que al maldito no se le ocurrió darme los santos óleos antes de morirse; pero le aseguro que esa mujer tuvo parte de la culpa. Aquella fulana se colaba en la habitación de mi hermano por las noches. Pero si una se la piensa, si se había metido en la iglesia era casi lógico que no tuviera problema para meterse acá también. Le aseguro que algo le hizo, lo tentó o le aventó sus maldiciones. ¡Algo debió moverle! La gente normal no se la pasa hablando sola en sus cuartos por las noches. Decía que la veía, que bajara del techo, que no se pegara a las paredes como lagartija. Le digo que estaba medio loco. Y siempre que le preguntaba que qué tanto decía, él respondía que nada, que yo estaba de ideática; pero le juro, general: algo le hicieron a mi hermano. Tanto, que así nos fuimos enfermando, ya sabe: el mal de los gemelos.

Yo sé que a él sí se lo llevaron, a mí me dejó acá abandonada el Viejo de Allá Arriba. Pero créame que siempre le rogué para que le quitara esa maldición que traía en las noches. Sus veinte años me duró. Seguro se murió del corazón: por no descansar, por tomar tanto y entrarle al vicio del tabaco. Qué difícil va a ser poder dormirse aquí ahora sabiendo esto, ¿no? Lo escuchaba desde mi cuarto: diciendo que alguien caminaba por estas paredes, que le miraba desnuda pegada al techo. Él siempre cerró la puerta con llave, además de que tenía mis traumas de ser la segundona de la familia; pero créame que ahora si se le llega a aparecer esa vieja, me va a tener aquí para defenderlo y darle sus cachetadotas guajoloteras por haberle corrompido la mente y el alma a mi hermano. Va a ver cómo le agarro de las greñas y me la despeluco. Y descuide, que si tiene la puerta con llave, la ventaja de estar muerta es que las paredes ya no significan nada para mí.

En fin, ya para terminar —que ya lo veo con los ojos chinitos—: hágame caso y descanse. No siga a las viejas más que a mí. No son de fiar. Aquella le arruinó la vida a mi hermano, y ya me dijo que el don Lucy puso en un camión a la canija de su pretendienta. Es más, aunque esté fea y colmilluda, usté’ récele a la Virgen del Valle Mayor; quizá hasta le hace el favor sabiendo dónde está. ¡Ay, qué cosas le digo! No, a esa vieja mejor hay que tenerla lejos.

Ya lo dejo en paz. Usted relájese y duerma tranquilo. Ahí tiene una cubeta para que vomite si se siente mal. Y a la siguiente me invita, eh. Que ya luego le contaré cosas de otras personas, como de mi amiga Epitafia, como cuando le mataron al marido.

‘Tá bueno. Mañana le traigo su salecita de uva para que se componga un poco el estómago… lo malo es que ya no hay comida, eh. Y lo entiendo, con la correteada que le metieron se le olvidó comprarme el pollito y el huevo que le había pedido la semana pasada.

Buenas noches, mi general. Nos vemos mañana.


Imagen "La Virgen del Valle Mayor" por Alejandro Hernández García©


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